XVI

Una mañana de primavera, embellecida con gases de niebla de suaves colores, había descendido sobre New Wittenburg, aportando una sensación de vida a las calles bordeadas de ár­boles, tendiendo franjas de clara luz solar a través del desierto asfalto de la terminal del espacio.

—Ya hemos llegado —dijo Tallon cuando el automóvil re­montó una elevación del terreno en la carretera y vio la ciudad extenderse delante de él—. Puedo ir andando desde aquí.

—¿Tenemos que separarnos? —Helen desvió el automóvil a un lado de la carretera y dejó que se posara en el suelo—. Estoy segura de que podría ayudarte.

—Tiene que ser así, Helen. Eso fue lo que acordamos —Tallon habló en tono firme para ocultar su propio desaliento ante la idea de tener que separarse de Helen. Los cinco días que ha­bían pasado juntos en el motel habían transcurrido como otros tantos segundos. En términos de afectar a su vida, sin embargo, podrían haber sido décadas. Al amar a Helen había encontrado al mismo tiempo juventud y un nuevo nivel de ma­durez. Pero ahora la cápsula del tamaño de un guisante ente­rrada en su cerebro había adquirido una importancia superior incluso a la del nuevo planeta que representaba. Otros dos mundos estaban en juego, ya que si estallaba la guerra, ni la Tierra ni Emm Lutero sobrevivirían en su forma actual.

Le había costado mucho convencer a Helen de que debían separarse al llegar a New Wittenburg. Helen no se había impresionado en lo más mínimo cuando Tallon observó que el marcharse del Pabellón desafiando una orden no significaba nada comparado con lo que sería si la sorprendían en compa­ñía de él. Al final, Tallon tuvo que decirle que no podría esta­blecer contacto con sus propios agentes mientras le acompa­ñara un funcionario de la prisión del gobierno.

—Me llamarás a mi hotel, ¿verdad, Sam?

—Te llamaré —Tallon la besó una vez, brevemente, y se apeó del automóvil. Mientras cerraba la portezuela, Helen le sujetó de la manga.

—¿Me llamarás, Sam? ¿No te marcharás sin mí?

—No me marcharé sin ti —mintió Tallon.

Con Seymour acurrucado bajo su brazo, echó a andar ha­cia la ciudad. El automóvil de color azul celeste pasó rápida­mente por su lado, y Tallon intentó dirigir una última mirada a Helen, pero Seymour desvió su cabeza en dirección contraria. Tallon había considerado necesaria la separación, porque si Cherkassky y él tenían que encontrarse de nuevo, sería aquí en New Wittenburg. Lo malo era que, pasara lo que pasara, la separación iba a ser permanente. Si él lograba salir del planeta sin que le localizaran, no podría pensar en regresar; y con lo que su fuga le costaría a Emm Lutero, no existiría la menor es­peranza de que Helen estuviera libre para reunirse con él.

Tallon andaba rápidamente, manteniéndose relajado pero prestando mucha atención a la posible aparición de coches pa­trulla o agentes uniformados a pie. No tenía ningún plan con­creto para establecer contacto, pero New Wittenburg era la única ciudad de Emm Lutero en la que el Bloque había podido montar una organización eficaz. Sus órdenes originales habían sido las de permanecer en las cercanías de la terminal del espa­cio hasta que alguien contactara con él, y eso era lo que estaba haciendo ahora, tres meses más tarde. Teniendo en cuenta la publicidad que se habla dado a su fuga del Pabellón, era lógico pensar que la organización habría efectuado los debidos pre­parativos para recibirle.

El contacto llegó antes de lo que esperaba. Tallon avanzaba por una calle tranquila, paralela a la del hotel donde había empegado todo, cuando perdió súbitamente la visión. Se detuvo, tratando de dominar su pánico, y luego descubrió que al mover ligeramente sus ojos hacia la izquierda recuperaba la vista. Evidentemente, el rayo señal del juego de ojos había sido desviado del nervio óptico. Acababa de decidir que tenía que proceder del interior de un gran camión estacionado junto a él en la acera cuando… ¡snap!

Tallon se tambaleó y buscó donde agarrarse. Estaba dentro de una caja estrecha y alargada, tapizada de circuitos eléctricos e iluminada por un solo fluorescente en la parte superior. Unas manos le sujetaron por detrás, sosteniéndole.

—Un truco muy limpio —dijo Tallon—. Supongo que estoy dentro del camión.

—En efecto —dijo una voz—. Bienvenido a New Wittenburg, Sam.

Tallon dio media vuelta y vio a un hombre alto, estrecho de hombros, de aspecto juvenil, con los cabellos alborotados y una nariz ligeramente aplastada. Ambos se tambalearon cuando el camión se puso en marcha.

—Soy Vic Fordyce —dijo el hombre—. Empezaba a creer que nunca llegarías aquí.

—También empezaba a creerlo yo. ¿Por qué no fue alguien hacia el sur para intentar localizarme a lo largo del camino?

—Lo hicieron. Y la mayoría de ellos se encontraron en el Pabellón en menos que canta un gallo. Los muchachos de la P.S.E.L debían controlar a todos los terráqueos del planeta. Un movimiento sospechoso… y a la jaula.

—Imaginaba algo por el estilo —dijo Tallon—. Cherkassky tiene muchos defectos, pero entre ellos no figura la falta de minuciosidad. Pero, ¿de quién fue la idea de “pescarme” en la acera? ¿No habría sido más fácil abrir la puerta y silbar?

Fordyce sonrió.

—Eso es lo que yo dije; pero este cacharro fue construido especialmente para pescarte, como tú dices, de un crucero de la P.S.E.L si era necesario, y supongo que no querían desapro­vechar un mecanismo tan cuidadosamente preparado. Y ha­blando de mecanismos especiales… ¿son esas gafas el aparato de radar del que hemos oído hablar? ¿Cómo diablos pudiste construir algo semejante?

Tallon pensó en Helen Juste y el pensamiento le dolió.

—Es una larga historia, Vic. ¿Qué va a pasar ahora?

—Bueno, tengo unas cuantas drogas aquí en el camión. Voy a administrártelas mientras los muchachos dan una vuelta al­rededor de la ciudad—, luego te llevaremos al espaciopuerto. Tienes que estar a bordo de tu nave dentro de una hora.

—¡Dentro de una hora! pero, la lista de vuelos…

—¡Lista de vuelos! —le interrumpió Fordyce excitadamente—. Sam, ahora eres un hombre importante: no puedes viajar en un vuelo regular. El Bloque ha enviado una nave especial para ti. Está registrada en Parane como una nave de carga, y tú embarcarás como sustituto de un tripulante.

—¿No resultará un poco sospechoso? ¿Y si a algún funcio­nario del espaciopuerto se le ocurre investigar por qué una nave de Parane tiene que recalar en Emm Lutero sólo para re­coger a un tripulante?

—Eso llevaría tiempo, y una vez a bordo de la Lyle Star es­tarás tan seguro como en casa. Parece una nave de carga, pero es muy rápida y tiene la potencia de fuego de varios cru­ceros de combate. Están dispuestos a aplastar toda la ciudad para sacarte de aquí.

Fordyce se movió alrededor del ligeramente oscilante inte­rior del camión, desconectando el equipo antigravitacional. Tallon se sentó sobre una caja y acarició a Seymour, que yacía sobre sus rodillas y emitía leves gruñidos de satisfacción. Después de lo que había pasado, pensó Tallon, resultaba im­posible creer que estaba casi a salvo. Dentro de una hora, de un mero centenar de minutos, estaría a bordo de una nave y a punto de despegar de New Wittenburg, dejando detrás de él a Lorin Cherkassky, al Pabellón, al marjal, a Amanda Weisner… a todo lo relacionado con este mundo. Y a Helen. El pen­samiento de dejarla a ella resultaba especialmente doloroso ahora que la ruptura final era inminente.

Fordyce desplegó un catre en forma de camilla a lo largo del suelo y abrió una caja de plástico negro. Hizo un gesto señalando el catre.

—Vamos, Sam, túmbate ahí y pongamos manos a la obra. Me han dicho que esto duele un poco, pero el dolor desaparece en unas cuantas horas.

Tallon se tumbó y Fordyce se inclinó sobre él.

—En cierto sentido estás de suerte —dijo Fordyce, llenando una jeringuilla—. El disfrazar la pigmentación del ojo y el dise­ño de la retina es siempre la operación más dolorosa, pero tú no tienes que preocuparte por ella, ¿verdad?

—Hablas como el médico del Pabellón —replicó secamente Tallon—. El también disfrutaba con su trabajo.

El tratamiento no era tan malo como Tallon había imagina do. Algunos de los procesos —oscurecer su piel y aclarar el color de sus cabellos— eran completamente indoloros; otros dolían un poco o resultaban molestos. Fordyce operaba rápi­da y expertamente mientras aplicaba las inyecciones necesa­rias. Algunas de las agujas fueron insertadas inmediatamente debajo de la piel de las yemas de los dedos de Tallon, distor­sionando las huellas dactilares. Algunas fueron hundidas profundamente en grupos musculares importantes, produciendo tensión o relajamiento, modificando sutilmente su postura, sus dimensiones corporales, incluso su manera de andar. Las mis más técnicas, a una escala reducida, fueron aplicadas a su rostro.

Mientras las drogas ejercían su efecto, Fordyce ayudó a Tallon a cambiarse de ropa sin conservar ni una sola de las prendas que llevaba. El traje era gris, de confección y barato, muy adecuado para un modesto tripulante de una nave espacial temporalmente en paro. Tallon saboreó el tacto civilizado de la ropa limpia contra su piel, y especialmente de los zapatos y calcetines, a pesar de que los zapatos estaban preparados para hacerle parecer más alto.

—Hemos terminado, Sam —dijo finalmente Fordyce, con vi­sible satisfacción—. No te reconocería ni tu propia madre, por decirlo de alguna manera. Aquí están tus documentos y tu nueva identidad. Son más que suficientes para que pases sin novedad los puestos de control del espaciopuerto.

—¿Qué pasa con el dinero?

—No lo necesitarás. Te dejaremos en la misma terminal. Tendrás que desprenderte del perro, desde luego.

—Seymour se quedará conmigo.

—Pero, ¿y si…?

—¿Acaso mencionaron a un perro que me acompañaba… en fuentes oficiales, en algún periódico o en los noticiarios?

—No, pero…

—Entonces, Seymour se queda.

Tallon explicó que su juego de ojos funcionaba captando señales de los nervios ópticos de los ojos del perro. Y además, él apreciaba a Seymour y no estaba dispuesto a deshacerse de él. Fordyce se encogió de hombros como si el asunto le tuviera sin cuidado. El camión empezó a aminorar su velocidad, y Tallon cogió al perro.

—Ya hemos llegado, Sam —dijo Fordyce—. Estamos en la terminal del espacio. Cuando hayas cruzado la verja principal, dirígete hacia el lado norte. Encontrarás a la Lyle Star en el muelle N.128. El capitán Tweedie te estará esperando.

De pronto, Tallon se sintió invadido por una especie de aversión. El espacio era enorme, frió e interminable, y él no es­taba preparado para el viaje.

—Escucha, Vic —dijo—, esto es algo precipitado, ¿no crees? Yo esperaba hablar con alguien aquí, en New Wittenburg. ¿No desea verme el jefe de la célula?

—Estamos actuando de acuerdo con las instrucciones del Bloque. Adiós, Sam.

En cuanto Tallon se hubo apeado, el camión reemprendió la marcha. Tallon haló Seymour hasta su pecho y examinó el kilómetro de extensión de las entradas de pasajeros y de carga, desde las cuales se desplegaban en abanico hacia un deslumbrante horizonte de hormigón blanco diversos ramales de pistas y de pasillos rodantes. Vehículos de todas las formas y tamaños se deslizaban entre los edificios de recepción, almacenes y amplios hangares de servicios. Los resplandecientes lomos de las naves en sus soportes reflejaban el sol matinal; y muy altas en el azul del cielo brillaban otras naves disponién­dose a iniciar su descenso.

Tallon respiró profundamente y echó a andar. Descubrió que el tratamiento no sólo había cambiado su aspecto sino que también le hacia sentirse distinto. Andaba con un paso regular pero al mismo tiempo con un extraño ritmo, observando que autobuses y taxis descargaban sus pasajeros en la parte exte­rior de las verjas y en el sistema principal de pasillos rodantes. Uniéndose a la corriente de peatones, encontró la entrada reservada para funcionarios del puerto y tripulantes de las naves. Un empleado de aspecto aburrido apenas ojeó sus documentos antes de devolvérselos. Tallon observó que en la ofi­cina, detrás del empleado, había otros dos hombres que al pa­recer no hacían nada: también ellos parecían completamente desinteresados en el personal de vuelo. Pero Tallon estaba convencido de que unos sensores, conectados a una computa dora, le habían examinado y medido de pies a cabeza, y habrían dado la alarma si Tallon hubiera coincidido con unas de terminadas descripciones.

Maravillado de la facilidad con que había pasado el puesto de control, Tallon subió al pasillo rodante que conduela hacia el sector norte, buscando la Lyle Star mientras la rápida cinta le transportaba entre hileras de naves. Hacia mucho tiempo que no había estado tan cerca de buques espaciales, y a través de los ojos de Seymour los veía con una nueva claridad, súbitamente consciente de lo irreales que parecían a la luz de la mañana. Los enormes elipsoides de metal reposaban indefensos en sus soportes. Muchos de ellos con escotillas erguidas como alas de insectos. Junto a las escotillas abiertas había nu­merosos vehículos con mecanismos idóneos para manejar la carga.

En el sistema Luterano no había otros mundos explotables, de modo que todas las naves del puerto eran embarcaciones interestelares, equipadas con tres sistemas motrices completa­mente independientes. Los motores antigravedad eran utiliza­dos en el despegue, permitiendo que las grandes naves cayeran hacia arriba en el cielo; pero sólo eran eficaces mientras existía un fuerte campo gravitatorio susceptible de ser retorcido sobre si mismo. Cuando un portal de un planeta era de larga distan­cia, como ocurría en la mayoría de los casos, los motores de reacción iónica impulsaban a las naves del modo tradicional. Luego entraban en juego los motores para el no-espacio que —de un modo sólo a medias comprendido— absorbían las grandes naves a otro universo en el cual la partida energía contra masa se desarrollaba bajo normas distintas.

Tallon observó que, de los numerosos uniformes que veía dentro y alrededor de la terminal, los cordones grises de los agentes de la P.S.E.L. eran los que más abundaban. No cabía duda de que habían tendido la red para él, y que de momento la había burlado. Aunque los recursos de Cherkassky eran li­mitados comparados con los del Bloque, este era, después de todo, su suelo natal. Casi parecía…

Apareció un letrero con la indicación “N.128”, y Tallon pasó lateralmente a franjas del pasillo progresivamente más lentas hasta que pudo saltar al suelo. Echó a andar a lo largo de una hilera de naves, buscando el emblema del centauro que llevaban los buques de Parane. Había dado un par de docenas de pasos cuando un gigante de hombros anchísimos, vistiendo un uniforme negro con una insignia dorada, surgió de detrás de una grúa a cuya sombra había estado acechando.

—¿Es usted Tallon?

—El mismo. A Tallon le desconcertó el tamaño del desconocido. Todo el mundo le parecía muy grande visto a través de los ojos que llevaba bajo el brazo, pero este hombre era extraordinario, una impresionante pirámide de músculo y hueso.

—Soy el capitán Tweedie, de la Lyle Star. Me alegro de que lo haya conseguido, Tallon.

—Yo también me alegro. ¿Dónde está la nave? —Tallon se esforzó en dar a su voz un tono optimista, pero no dejaba de pensar en los ochenta mil portales existentes entre Emm Lutero y la Tierra. Pronto estarían entre Helen y él. Helen estaría esperando en una habitación de un hotel de New Wittenburg, y él se encontraría a ochenta mil portales de distancia, sin nin­guna posibilidad de regresar. Cabellos rojizos y ojos color whisky… Ningún color en la oscuridad… Desearía estar junto a Helen… ningún color, sólo textura y calor y comunión… Noche y día llora por mí…

Tweedie señaló hacia el extremo de la hilera y echó a andar rápidamente. Tallon se mantuvo a su altura por espacio de unos cuantos metros y luego se dio cuenta de que no podía continuar.

—Capitán —dijo tranquilamente—. Vaya usted a la nave y espéreme allí.

—¿Qué quiere usted decir? —Tweedie se giró inmediatamen­te, como un enorme gato. Sus ojos llamearon debajo de la vi­sera de su gorra.

—Tengo que resolver un asunto en la ciudad; regresaré den­tro de una hora —Tallon habló con voz fría e inexpresiva mientras su mente repetía: ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué…?

Tweedie sonrió sin alegría, mostrando unos dientes anor­malmente grandes.

—Tallon —dijo, con exagerada paciencia—, no sé en lo que está pensando, ni quiero descubrirlo. Lo único que sé es que subirá a bordo de mi nave… ahora mismo.

—Subiré a borde de su nave —dijo Tallon, retrocediendo un par de pasos— dentro de una hora. ¿Desde cuando dan órde­nes los conductores?

—Esta es una nueva categoría de traición, Tallon. No sobre­vivirá usted a ella.

—¿Qué piensa usted hacer, capitán?

Tweedie arrastró los pies ligeramente al tiempo que inclina­ba la masa de su cuerpo hacia delante, como un luchador dis­poniéndose a aplastar a un adversario de menor estatura.

—Vamos a expresarlo así —dijo secamente—. El Bloque está interesado en que su cabeza llegue a la Tierra. El hecho de que continúe unida a su cuerpo o no es un detalle que carece de importancia.

—Le costará trabajo capturarme —dijo Tallon, retrocediendo un poco más—, a no ser que quiera llamar a un policía. Hay muchos por aquí en este momento.

Tweedie encorvó sus macizos dedos, haciendo crujir las ar­ticulaciones, y luego miró a su alrededor con una expresión de impotencia. Una pareja de agentes de la P.S.E.L. montados en el pasillo rodante pasaron a corta distancia de él, y su nave se encontraba cuatrocientos metros más allá al otro lado del atestado transportador.

—Lo siento, capitán —Tallon echó a andar tranquilamente hacia el pasillo rodante—. Tendrá que esperar un poco más. Entretanto, puede prepararme su celda-G más cómoda…

—Le advierto, Tallon —la voz de Tweedie sonó ronca de rabia y de frustración—, que si sube usted a ese pasillo rodante hará el viaje de regreso a la Tierra dentro de una sombrerera.

Tallon se encogió de hombros y siguió avanzando. Diez mi­nutos más tarde se encontraba en la carretera en el exterior de la entrada al aeropuerto. Salir había resultado más fácil todavía que entrar. Guardó sus documentos en un bolsillo interior, instaló a Seymour en una postura más cómoda contra su Pecho y pensó en la mejor manera de llegar al hotel de Helen. A su derecha se produjo una conmoción en una de las entra­das, y Tallon giró maquinalmente en dirección contraria. Tardaría algún tiempo en llegar hasta Helen, y tendría que mostrarse más prudente que nunca. Tweedie no había bro­meado. Sam Tallon había desafiado al Bloque —algo que un hombre hacía una sola vez—, y ahora dos grupos de agentes recorrerían la ciudad, buscándole. Conociendo como conocía al Bloque, Tallon tenía la desagradable seguridad de que sus probabilidades de supervivencia serían posiblemente mayores si la P.S.E.L. se adelantaba a localizarle.

Encogiendo sus hombros para encender un cigarrillo, Tallon emprendió la marcha hacia la ciudad.

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