XV

Helen Juste: veintiocho años de edad, soltera, guapa, licen­ciada en ciencias sociales en la Universidad Luterana, miem­bro de la familia del primer ministro del planeta, ocupando un alto cargo oficial… y un completo fracaso como ser humano.

Mientras conducía hacia el norte trataba de analizar las in­teracciones de carácter y circunstancia que la habían condu­cido a su actual situación. Existía su hermano mayor, desde luego, pero quizá resultaba demasiado fácil reprochárselo tanto a Cari. Había estado siempre allí, descollante, una espe­cie de mojón marcando el camino a través ríe la vida; pero con el paso de los años el mojón se había desmoronado.

La erosión empezó cuando sus padres y Peter, su hermano menor, murieron ahogados en un accidente a bordo de una canoa rápida cerca de Easthead. Cari, en su último año en la Universidad, conducía la canoa. Después de aquello empezó a beber más de la cuenta, lo cual hubiese sido bastante grave en cualquier otro mundo. En Emm Lutero, donde la abstinencia formaba parte de la estructura política y social, era casi suici­da. Logró resistir tres años, trabajando como matemático en el centro de investigaciones espaciales; luego, una caja de brandy falsificado de contrabando le había costado la vista.

Helen le había ayudado a instalarse en su finca particular, lo cual habría representado un gasto prohibitivo si el Moderador no hubiera intervenido, en parte por sentimiento familiar y en parte por el deseo de mantenerle apartado de la vida pública. Desde entonces, Helen había visto aumentar progresivamente la neurosis de Cari, cuya personalidad se desintegraba cada vez más.

Al principio, Helen había creído que podría ayudarle: pero al mirar dentro de sí misma no había encontrado nada que ofrecer a Cari. Nada que ofrecer a nadie. Sólo una tremenda sensación de insuficiencia y soledad. Intentó convencer a Cari para que emigrara temporalmente con ella a otro mundo, qui­zás incluso a la propia Tierra, donde una operación para pro­porcionarle alguna forma de vista artificial hubiera sido legal. Pero Cari había temido ir en contra de los deseos del Modera­dor, enfrentarse a la atenuación de las facultades volitivas de los tránsitos-parpadeo, abandonar el cómo útero de oscuridad de su nuevo hogar.

Cuando el Recluso Winfield le había hablado de la idea de Tallon de construir un aparato para ver, le había parecido la respuesta a todo, aunque, al mirar atrás, se daba cuenta de que se había equivocado al suponer que el hacer feliz a Cari en aquel aspecto particular compensaría sus insuficiencias personales. Había violado todas las normas para permitir la crea­ción de aquellos aparatos, llegando demasiado lejos incluso para una protegida del Moderador, sólo para ver como Cari utilizaba sus nuevos ojos para buscar otras formas de oscuri­dad…

Después de que Winfield y Tallon llevaron a cabo su desca­bellada fuga, las autoridades de la prisión habían realizado una investigación preliminar; como resultado de ella, Helen había sido suspendida de empleo y sueldo y confinada a su alojamiento hasta que terminara la encuesta. Un impulso la había inducido a marchar hacia el norte para ver a Cari quizá por última vez, y —con extraña inevitabilidad— Tallon había estado también allí.

Miró de soslayo a Tallon, sentado a su lado en el asiento de­lantero, con el soñoliento perro tumbado a través de sus rodillas. Tallon había cambiado mucho desde el primer día que le vio andando con paso inseguro con la caja de la lámpara-sonar atada a su frente. Su rostro era mucho más delgado, re­flejando tensión y fatiga, pero al mismo tiempo una mayor serenidad. Observó que sus manos, apoyadas ligeramente sobre el desgreñado lomo del perro, tenían una apacible inmovilidad.

—Dígame —inquirió—, ¿cree usted realmente que lograra llegar a la Tierra?

—No estoy demasiado seguro.

—Pero está ansioso por llegar allí. ¿Cómo es la Tierra?

Tallon sonrió débilmente.

—Los niños montan en triciclos rojos.

Helen fijó su mirada en la carretera. Estaba empezando a llover, y las blancas cintas de señales de la carretera se deslizaban bajo el automóvil como balas trazadoras disparadas desde el horizonte cada vez más oscuro delante de ellos.

Poco después observó que Tallon había empezado a tem­blar. Al cabo de unos minutos su rostro estaba cubierto de sudor.

—Le aconsejé que se entregara —dijo Helen en tono casual—. Necesita cuidados médicos.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a New Wittenburg si no nos detenemos?

—Suponiendo que usted quiera que me mantenga dentro de los limites de velocidad autorizados… de diez a once horas.

—¿Yendo directamente hacia el norte? ¿Siguiendo esta carretera?

—Sí.

Tallon agitó la cabeza.

—Lo más probable es que Cherkassky me esté esperando a lo largo de esta carretera, y es obvio que tendrá una descripción de este automóvil. Será mejor que se dirija hacia el este, a la zona montañosa.

—Pero eso alargará mucho mas el viaje, y no creo que pueda usted resistir hasta New Wittenburg ni siquiera siguiendo el camino más corto… —Helen se preguntó vagamente porqué se preocupaba de lo que pudiera pasarle a aquel vulgar terrestre. ¿Es posible que sea así como empiezan las cosas?, pensó con una sensación de inquietud.

—En tal caso, no importa el camino que sigamos —dijo Tallon en tono impaciente—. Diríjase hacia el este.

Helen tomó la primera carretera lateral que encontraron. El automóvil se deslizó sin esfuerzo aparente a través de varios kilómetros de complejos residenciales densamente poblados, idénticos a todos los demás del continente. Suburbios sin urbs. Helen volvió a preguntarse cómo hubiera sido su vida si hubie­se nacido en otro planeta, en el seno de una familia corriente. Sin el aislamiento social del rango, podría haberse casado y tener hijos… con alguien —el pensamiento llegó espontáneo, pero con la fuerza de un planeta en su órbita— como Tallon. En otra vida, ella podría haber viajado; Tallon lo había hecho más que cualquier otra persona de las que ella había conocido hasta entonces.

Miró de nuevo a Tallon de soslayo.

—¿Son muy terribles los vuelos espaciales?

Tallon se sobresaltó ligeramente, y Helen se dio cuenta de que había empezado a adormilarse.

—No. Le inyectan a uno tranquilizantes una hora antes del primer salto, y algo un poco más fuerte antes de que la nave llegue al portal. Y cuando uno quiere darse cuenta, ya ha lle­gado.

—¿Pero usted lo ha hecho alguna vez sin tranquilizantes ni anestésicos?

—No lo he hecho nunca con ellos —dijo Tallon con inespe­rada energía—. La propulsión a través del no-espacio, tal como nosotros la empleamos, tiene un gran fallo: es la única forma de viaje ideada que no ensancha la mente. Los viajeros desvían sus cuerpos a través de la galaxia, pero mentalmente continúan dentro de la órbita de Marte. Si realizaran el viaje sin inyecciones de ninguna clase, de modo que pudieran saber lo que realmente significan los tránsitos-parpadeo… las cosas podrían ser distintas.

—¿Qué tipo de cosas?

—Por ejemplo, que usted sea una luterana y yo un terrestre.

—Qué raro —dijo Helen en voz alta—, un espía idealista…

Pero Helen admitió algo en su fuero interno: Así es cómo empieza… Había tardado veintiocho años en descubrir que no podía convertirse en un ser humano completo por sí misma. Lo triste era que hubiera empezado con alguien como Tallon y, en consecuencia, tuviera que interrumpirse enseguida. Vio que los ojos de Tallon habían vuelto a cerrarse detrás de la gruesa armazón de sus gafas, y que Seymour dormitaba apaciblemente… lo cual significaba que Tallon estaba a oscuras y sumiéndose en el sueño.

Helen empezó a elaborar un plan. Tallon estaba debilitada —por la tensión, la fatiga y los efectos de su herida, pero en su alargado y pensativo rostro había algo que le revelaba a Helen que conservaba aún las energías suficientes como para que ella no pudiera dominarle sin la ayuda de nadie. Si lograba en ganarle y mantenerle despierto hasta que se hiciera de noche, tal vez podría hacer algo cuando se hubiera dormido. Buscó un tema que pudiera interesar a Tallon, pero no encontró ninguno. El automóvil avanzaba al pie de las verdes colinas del espinazo continental cuando el propio Tallon empezó a hablar en un esfuerzo para combatir su somnolencia.

—Hay algo que me intriga en el sistema de salarios luterano —dijo—. Todo el mundo cobra en horas y minutos; e incluso con las cláusulas de factorización, lo máximo que un cirujano de primera categoría, por ejemplo, podría ganar en una hora son tres horas, ¿no es cierto?

—Exacto. —Helen repitió unas palabras familiares—: En su sabiduría, el primer Moderador Temporal eliminó las tentaciones de ilimitadas ganancias temporales del sendero de nuestro progreso espiritual.

—No me interesa el catecismo. Lo que me gustaría saber es por qué su hermano, y presumiblemente el resto de su familia, pueden tener mucho más dinero que cualquier otra persona. ¿Cómo encaja con el sistema esa finca de Cari, por ejemplo?

—Encaja con el sistema, como usted lo expresa, porque el Moderador no acepta ningún pago por sus servicios al pueblo de Emm Lutero. Su rebaño atiende a sus necesidades por medio de donativos voluntarios. Y lo que sobra de esos donati­vos lo invierte como considera oportuno, habitualmente para aliviar sufrimientos o necesidades.

—El jefe comparte lo que le sobra con sus amigos y parien­tes —dijo Tallon—. Me gustaría que el doctor Winfield estuvie­ra aquí.

—No lo entiendo.

—¿Quién lo entiende? ¿A qué campo de las matemáticas se dedicaba su hermano?

Helen estuvo a punto de dar una respuesta sarcásticamente evasiva adecuada para un agente político que metía sus nari­ces en el reino de las matemáticas superiores; luego recordó el trabajo de Tallon en el juego de ojos. Y recordó también que en su expediente figuraba el detalle de que había empezado su carrera como investigador en el terreno de la física antes de convertirse, inexplicablemente, en un agente del Bloque.

—Yo no podría comprender el trabajo de Cari —dijo He­len—. Tenía algo que ver con la teoría de que el universo del no-espacio es mucho más pequeño que el nuestro… tal vez de sólo unos cuantos centenares de metros de diámetro. En cierta ocasión dijo que las esferas de dos segundos-luz que llamamos portales podrían corresponder a átomos individuales en el no-espacio continuo.

—Había oído hablar de esa idea —dijo Tallon—. ¿Hasta qué punto llegó a desarrollarla su hermano?

—Sabe usted perfectamente que toda la información acerca de la exploración espacial está clasificada como materia alta­mente reservada.

—En efecto; pero usted misma me ha dicho que no podría comprenderla, de modo que le resultaría imposible proporcionar algún dato relevante.

—Bueno… lo único que sé es que Cari formaba parte del equipo que decidió el aumento del salto y las coordenadas —para la exploración de Aitch Mühlenberg. El viaje circular tiene un número de portales menor que cualquier otra ruta del imperio. Cari dijo que eso significaba que podrían construir naves espaciales más baratas, aunque no veo por qué.

—Las naves para viajar a Aitch Mühlenberg serían más ba­ratas porque no necesitarían unas normas de fiabilidad tan ele­vadas en su equipo de control posicional. Con un número infe­rior de saltos habría menos probabilidades de que se produjera un accidente a lo largo del trayecto. Pero aquella exploración fue un éxito aislado, ¿no es cierto? No pudieron alcanzar ningún otro mundo utilizando el mismo principio matemático.

—Supongo que no —dijo Helen, concentrándose en las cur­vas ascendentes de la carretera—, pero Cari no creía que fuera pura coincidencia.

—Sé cómo se sentía. Es muy duro dejar de lado una teoría perfectamente buena sólo porque no encaja con los hechos. ¿Sigue trabajando en ella?

—Cari está ciego.

—¿Y qué? —Tallon habló bruscamente—. Un hombre no tiene que tumbarse a la bartola sólo porque ha perdido sus ojos. Desde luego, hizo falta alguien como Lorin Cherkassky para enseñarme eso, de modo que quizá tengo una ventaja sobre su hermano.

—El señor Cherkassky —dijo Helen en tono impaciente— es un veterano ejecutivo del gobierno luterano y…

—Lo sé; si hubiera moscas en Emm Lutero no dañaría a una de ellas. El gobierno de la Tierra tiene sus defectos, pero cuando hay que hacer un trabajo sucio, hace el trabajo sucio. No lo encarga a otros y pretende que no pase nada. Le diré una cosa: le diré cómo es realmente el señor Cherkassky.

Helen no interrumpió a Tallon ni una sola vez mientras le hablaba de su detención, del uso del limpiacerebros, de su ataque a Cherkassky, de los dardos disparados contra sus ojos, y de su convencimiento de que Cherkassky terminaría con él a la primera oportunidad.

Helen Juste dejó que Tallon hablara porque ello le mantenía despierto, lo cual significaba que después dormiría más pro­fundamente; y en alguna parte a lo largo del camino compren­dió que todo lo que decía Tallon era verdad. Por desgracia, eso no establecía ninguna diferencia: Tallon seguía siendo un enemigo de su mundo, y su captura seguía siendo para ella el pasaporte para volver a su anterior posición de confianza y responsabilidad.

Helen conducía ahora más lentamente. Tallon continuó ha­blando, y Helen descubrió que le resultaba fácil conversar con él. Cuando el crepúsculo empezó a caer del cielo en diminutas manchas grises, habían pasado de la mera conversación a una verdadera comunicación: una experiencia completamente nueva para Helen. Se había arriesgado a llamarle Sam, hacién­dolo con la mayor naturalidad posible, y Tallon había acepta­do el cambio implícito en la calidad de sus relaciones sin co­mentario. Parecía haberse hecho más pequeño, como si sus sufrimientos le hubieran encogido físicamente; mentalmente experimentaba una gran fatiga. Consciente del estado de Tallon, Helen Juste efectuó ahora su movimiento.

—Hay un motel cerca de aquí, y usted tiene que dormir.

—¿Y qué haría usted mientras yo durmiera?

—Yo lo llamaría una tregua. Llevo muchas horas sin dormir también.

—¿Una tregua, encanto? ¿Por qué?

—Ya se lo he dicho: estoy cansada. Además, usted corrió un riesgo para ayudar a Cari; y después de lo que me ha con­tado del señor Cherkassky, no quiero ser la persona que le en­tregue a él.

Todo era verdad, y Helen descubrió que resultaba fácil mentir cuando se estaba diciendo la verdad.

Tallon asintió pensativamente, con los ojos cerrados y el sudor brillando en su frente. El motel se encontraba en las afueras de un pequeño com­plejo residencial situado al pie de una montaña. A lo largo de la parte central de la calle principal, los escaparates de unas tiendas brillaban a la media luz del crepúsculo, y unos tubos de neón de diversos colores eran hebras resplandecientes con­tra la impresionante masa negra de los picos de las montañas. La población estaba silenciosa, a pesar de lo temprano de la hora, como acurrucada debajo de una corriente invisible de viento helado que descendía de las mesetas en dirección a) océano.

Helen estacionó el automóvil delante de la oficina del motel y pagó por un chalet doble. El conserje era un hombre de edad mediana, con unos ojos soñolientos y una camisa desabotona­da —el arquetipo de todos los conserjes de motel—, que tomó el dinero de Helen maquinalmente, sin parecer escuchar su historia de que su marido padecía un fuerte resfriado y tenía que acostarse lo antes posible. Helen tomó la llave y condujo el automóvil a lo largo de la hilera de chalets cubiertos de en­redaderas hasta el número 9.

Tallon empuñaba la automática con su mano derecha cuan­do Helen abrió la portezuela del automóvil a su lado, pero temblaba tan violentamente que Helen casi estuvo tentada de desarmarle por si misma. Sin embargo, no había necesidad de correr aquel riesgo, por leve que fuera. Ayudó a Tallon a salir del automóvil y a entrar en el chalet, sosteniendo casi la mitad de su peso. Tallon murmuraba disculpas y agradecimientos a nadie en particular, y Helen supo que estaba al borde del deli­rio. Las habitaciones eran frías y olían a nieve. Helen acostó a Tallon, que se enroscó voluptuosamente, como un chiquillo, cuando ella le tapó con las mantas.

—Sam —susurró Helen—, hay una farmacia a un par de manzanas de aquí. Voy a buscar algo para usted. Volveré enseguida.

—Eso está bien… Tráigame algo.

Helen se incorporó con la automática en su mano. Había ganado, y había resultado fácil. Tallon habló mientras ella se dirigía hacia la puerta del dormitorio.

—Helen —dijo débilmente, llamándola por su nombre de pila por primera vez—, pídale a la policía que me traiga unas cuan­tas mantas más cuando venga.

Helen cerró la puerta rápidamente y corrió a través del pe­queño cuarto de estar hacia el frío aire nocturno. ¿Qué impor­taba que Tallon supiera a donde iba ella? Su mente se extravió en un interminable diálogo-espejo: Lo sé; sé que tú lo sabes; sé que tú sabes que yo lo sé…

La verdad del asunto, decidió, era simplemente que se sentía culpable ante la idea de entregar a Tallon, sabiendo lo que ahora sabía acerca de Cherkassky, sabiendo lo que ahora sabia acerca a Tallon. Él estaba demasiado enfermo para evi­tarlo, pero había sido importante para Helen engañar a Tallon exactamente igual que le hubiera engañado si su salud hubiese sido perfecta. Tallon había adivinado su jugada. De acuerdo. Helen podía soportar el sentirse un poco más culpable.

Helen abrió la portezuela del automóvil y subió. Seymour se desenroscó del asiento del pasajero y lamió su mano. Apar­tando al perro de ella, Helen alargó la mano hacia el panel de la radio… y la retiró antes de alcanzarlo. Su corazón había ini­ciado un lento y rítmico golpeteo que erizó los cabellos de sus sienes. Helen se apeó del automóvil y volvió a entrar en el cha­let, cerrando la puerta detrás de ella.

Mientras se inclinaba sobre el lecho y retiraba el juego de ojos de su rostro, Sam Tallon se removió intranquilo y gimió en sueños.

Así es como empieza, pensó Helen, mientras desabotonaba la blusa de su uniforme.

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