XVIII

Poco antes del amanecer empezó a padecer persistentes ca­lambres en sus piernas. Friccionó furiosamente los anudados músculos, preguntándose si la droga tenía algo que ver con aquel problema, o si era un efecto natural del frío.

—¿Qué pasa, querido? —inquirió Helen con voz soñolienta.

—Mis piernas me están matando. Cuarenta años son mu­chos años para pasar toda la noche encaramado sobre el frío bloque de un motor. ¿Qué hora es?

—Mi reloj quedó en el hotel. Pero no puede faltar mucho para el amanecer; oigo trinar a unos pájaros.

—Los pájaros pueden trinar, pero si oyes a alguna persona moviéndose en la cabina que hay encima de nosotros, prepárate para salir de aquí —Tallon rodeó los hombros de Helen con su brazo. Le pareció menuda y fría, y súbitamente lamen­tó haberla conducido a aquella situación—. Tal vez debería­mos salir, de todos modos. Nadie abandonará la nave.

—Pero si regresas a la ciudad te cogerán, tarde o temprano. Tu única posibilidad de volver a la Tierra está aquí, en la ter­minal.

—Una cierta posibilidad.

Se produjo un largo silencio antes de que Helen hablara, y cuando lo hizo su voz fue vigorosa y fría… tal como había sido cuando Tallon la oyó por primera vez en el Pabellón.

—Ellos saldrían si yo les dijera dónde estás, Sam. Podría ir a la nave y decirles que te ocultas en otra parte del campo.

—Olvídalo.

—Escucha, Sam. Podría decirles que acababa de escapar de tu lado mientras dormías, y que estabas al acecho para embar­car en alguna otra nave.

—He dicho que lo olvides. Cherkassky, o quienquiera que esté allí, se olería el engaño a la legua. Esa clase de historias no convencen a nadie, al menos no a un profesional. Cuando se cuenta una mentira hay que hacerla tan increíble que todo el mundo la crea, precisamente porque nadie diría una cosa se­mejante si no fuera verdad; o mejor aún, decir la verdad, pero hacerlo de un modo que…

Tallon se interrumpió bruscamente, como deslumbrado por una súbita revelación.

—Helen, ¿te dijeron en el Pabellón cuál había sido el motivo de mi detención?

—Sí. Habías descubierto la manera de llegar a Aitch Mühlenberg.

—¿Qué dirías si te dijeran que todavía conservo esa infor­mación?

—Diría que es mentira. Todo aquello quedó borrado, tal como quedó demostrado en las revisiones a las cuales te some­tieron.

—Subestimas a la Tierra, Helen. Las colonias han olvidado lo buenos que podemos ser en algunas cosas. Tenía que ocu­rrir, supongo. Cuando una frontera se extiende, siempre es a costa de otra que se encoge…

—Déjate de rodeos y dime lo que tengas que decirme, Sam.

Tallon le habló de la cápsula incrustada en su cerebro, pro­tegida perfectamente, conservando en sus circuitos submoleculares la información deseada por el Bloque. Notó que Helen se envaraba mientras él hablaba.

—De modo que ese es el motivo por el que los tuyos se toman tantas molestias para hacerte regresar —dijo finalmente Helen—. No sabía que te estaba ayudando a entregar todo un planeta a la Tierra. Esto cambia las cosas.

—Puedes apostar a que cambia las cosas —dijo Tallon— ¿No sabes que está a punto de estallar una guerra por causa de aquel planeta? Si logro salir de aquí, esa guerra no tendrá lugar.

—Desde luego que no tendrá lugar: la Tierra habrá obtenido lo que quería.

—No estoy pensando en términos de gobiernos —se apresu­ró a decir Tallon—. Lo único que importa es la gente, la pobla­ción civil, los niños que montan en triciclos rojos, y que no tendrán que morir si yo regreso al Bloque.

—Todos compartimos ese sentimiento, pero queda el hecho de que…

—Podía haberme marchado —la interrumpió Tallon—. Esta­ba en la nave y volví a la ciudad.

—Déjate de melodramas; conmigo pierdes el tiempo. Ya ha­bíamos decidido que la policía de seguridad planeó que les condujeras hasta la nave. Suponiendo que hubiera despegado, la habrían interceptado antes de llegar al portal.

—De acuerdo. Probablemente, yo estaría muerto. Y no ten­dría miles de millones de muertes sobre mi conciencia.

—Tu nobleza rutinaria es peor aún de lo que era la mía.

—Lo siento —dijo Tallon secamente—. Mi sentido del humor parece haberse atrofiado en los últimos meses.

Helen rió con delectación.

—Ahora es cuando realmente te muestras pomposo— se apoyó contra Tallon, y besó su mejilla impulsivamente. El calor de sus labios contrastaba violentamente con la frialdad de su rostro—. Tienes razón, desde luego. ¿Qué quieres que haga?

Tallon explicó su idea.

Una hora más tarde, a la incierta claridad del alba, Tallon revisó la munición de su automática y flexionó sus piernas, preparándose para correr.

Su idea era muy simple, pero había un noventa por ciento de probabilidades de que Helen y él quedaran separados cuando la pusiera en práctica. Y esta vez la separación sería definitiva. En la helada oscuridad del compartimiento de motores de la grúa se enfrentaron con aquella posibilidad y la aceptaron. Los dos sabían más allá de toda posible duda que si Tallon lo­graba despegar —por muy buena que fuera su nave, incluso desde el punto de vista de la tecnología de la Tierra—, podía no llegar al portal; y si lo alcanzaba, sus futuros personales serian tan divergentes como los de sus mundos natales. Se habrían dicho adiós.

El plan consistía en que Helen retrocediera hasta el pasillo rodante, sin que la vieran desde la nave, y luego volviera sobre sus pasos sin tratar de ocultarse. Su historia sena la de que Tallon la había obligado a llevarle a la ciudad, y que la habían hecho prisionera cuando Tallon estableció contacto con los miembros de la célula de New Wittenburg. Tallon había regre­sado allí cuando se dio cuenta de la trampa que le habían ten­dido en la Lyle Star. Tenía que dar una dirección del cinturón de almacenes, y decir que se había escapado mientras Tallon y los otros estaban durmiendo. Temiendo que la esperasen cerca de las comisarías o en la calle, había decidido dirigirse a la ter­minal del espacio, el único lugar que los terrestres evitarían. Luego tenía que hablarles de la cápsula.

Tallon no las tenía todas consigo cuando pensaba en lo en­deble de la historia. Se lo jugaba todo a la carta de que Cherkassky no se tomaría tiempo para pensar, sería incluso inca­paz de pensar, cuando le dijeran lo que había en el cerebro de Tallon. De ser una venganza semipersonal por parte de Cherkassky, o incluso una maniobra política de Emm Lutero, el in­cidente se convertiría en una verdadera crisis a nivel de gobier­nos. Lo que ocurriera después dependería de la reacción de Cherkassky. Si se dirigía a la ciudad, dejando a Helen bajo guardia en la nave, Tallon subiría a bordo y confiaría en la efi­cacia de su pequeña y sofisticada automática para despejar su camino y despegar del planeta con Helen. Cherkassky podría insistir en llevarse a Helen como guía, en cuyo caso Tallon tendría que intentar la aventura solo. Seymour gimió y apartó su cabeza del respiradero, privan­do a Tallon de su visión del exterior. Acarició la áspera cabe­za, susurrando:

—Tómatelo con calma, muchacho. Pronto saldremos de aquí.

Agarró con fuerza a Seymour y volvió a situarlo delante de la estrecha ranura de luz. En la parte inferior de la cha­pa había un espacio libre, y si el perro salía por allí no tendría ganas de regresar. Tallon no se lo reprochaba, pero necesitaba los ojos de Seymour, ahora más que nunca. Helen estaba a punto de aparecer entre los obreros del turno de la mañana. La terminal volvía a la vida después de la larga noche, y Tallon pensó, una vez más, que alguien podría decidir que se uti­lizara la grúa en la cual se encontraba.

Súbitamente, los miopes ojos de Seymour captaron la man­cha rojiza de los cabellos de Helen y una vaga zona verde que era su uniforme.

Helen subió la rampa y entro en la Lyle Star. Tallon se aga­chó en la oscuridad, mordiéndose los nudillos, preguntándose qué prueba visible tendría del éxito o del fracaso de su plan. Transcurrió un minuto; luego dos… tres… El tiempo se alargo dolorosamente, sin que se produjera ningún movimiento dentro o alrededor de la nave. ¡Y luego su pregunta fue contesta­da!

El cielo se oscureció.

El corazón de Tallon casi dejó de latir al ver lo que estaba ocurriendo. Una formación de seis cañones autopropulsados cruzaron el campo en menos de treinta metros de altura, pro­yectando sus sombras contra el suelo. Nubes oscuras de tierra y piedras colgaban debajo de ellos, remolineando sin peso en las corrientes de sus campos de gravedad negativa. Se desple­garon en abanico y se instalaron cerca del perímetro norte de la terminal, a menos de un kilómetro de distancia, y simultáneamente las sirenas aullaron su ensordecedora alarma. Las diminutas figuras de los técnicos que habían estado moviéndose entre las naves espaciales se detuvieron mientras los aulli­dos de las sirenas eran reemplazados por una voz humana au­mentada inmensamente de volumen.


Les habla el general Lucas Heller en nombre del Modera­dor Temporal. La terminal ha sido puesta bajo la ley marcial. Todo el personal debe dirigirse con la mayor rapidez posible al extremo sur del campo y reunirse en la zona de recepción. Las entradas han sido cerradas, y cualquiera que intente salir por otro lugar será ametrallado sin previo aviso. Repito: ame­trallado sin previo aviso. No se dejen ganar por el pánico y obedezcan esas instrucciones inmediatamente. Es una emer­gencia planetaria.


Mientras los ecos de la voz rodaban a través de las hileras de naves en ondas monótonas, el cielo volvió a oscurecerse con las balsas láser tomando silenciosamente posiciones sobre el campo. Tallon notó que sus labios se contraían en una tem­blorosa e incrédula sonrisa. Su plan había fallado… ¡y cómo había fallado! Cherkassky debía haber aceptado la parte de la historia de Helen acerca de la cápsula, rechazando el resto. Debió de sospechar que Tallon se encontraba cerca, y utilizó la radio de la nave para proclamar una emergencia.

Tallon contempló estupefacto cómo el personal del espacio-puerto abandonaba sus tareas y montaba en vehículos o co­rría hacia el pasillo rodante. Al cabo de cinco minutos el in­menso campo aparecía completamente sin vida. El único indi­cio de movimiento estaba en las remolineantes cortinas de polvo que colgaban de las balsas láser.

Nadie había salido de la Lyle Star desde que Helen había entrado en ella, y Tallon no disponía de ningún medio para averiguar lo que le había ocurrido. No podía pensar en nada y se limitó a permanecer sentado en la oscuridad, esperando, aunque no tenía nada que esperar. Apretó su frente contra el frío metal y profirió unas maldiciones en voz baja. Cinco minutos después Tallon oyó el sonido de pasos sobre el suelo de hormigón. Levantó de nuevo a Seymour hasta el respiradero y vio a varios hombres con los uniformes grises de la P.S.E.L. saliendo del fondo de la rampa. Un transporte militar avanzó a lo largo de la hilera de naves y se detuvo junto al grupo. La mayoría de los hombres subieron al vehículo, que se alejó inmediatamente en dirección a la ciudad; otros dos vol­vieron a subir por la rampa y desaparecieron en la nave.

Tallon frunció el ceño. Parecía como si Cherkassky pudiera estar cubriendo la apuesta principal de Tallon comprobando el resto de la historia de Helen, lo cual hacía doblemente desesperada la situación de Tallon. Y cuando los agentes de la P.S.E.L. llegaran a la dirección que Helen les había dado y no encontraran nada, ella se vería también en un grave apuro. Cherkassky era bueno, admitió Tallon, manoseando nerviosa­mente la automática. Si Cherkassky saliera de la nave, Tallon podría acercarse a él lo suficiente como para terminar lo que había empezado la noche en que había lanzado a su enemigo por la ventana del hotel. Tal vez por eso permanecía en la nave, no queriendo darle a Tallon la oportunidad de atacarle por sorpresa.

Si Cherkassky piensa que estoy dispuesto a arriesgarlo todo por una última oportunidad para matarle, pensó Tallon, ¿cuál será su primer movimiento lógico? Respuesta: ordenar un minucioso registro de la zona.

Como si hubiera leído sus pensamientos, los primeros miembros de la P.S.E.L. aparecieron en aquel preciso momen­to. Estaban aún a varios centenares de metros de distancia, pero el hecho de que él pudiera ver uniformes grises en su limitado campo visual significaba que debían ser muy numerosos en el espaciopuerto. Tallon apoyó su espalda en uno de los motores, sosteniendo al perro contra su pecho. Su escondite no era especialmente favorable; sería uno de los primeros lugares que los agentes registrarían cuando llegaran a aquella altura. Sopesando la automática en su mano, Tallon se sentó en la oscuridad, rumiando su decisión. Podía quedarse en el com­partimiento hasta que le acorralaran, o podía optar por morir a campo abierto buscando una probabilidad entre un millón de alcanzar a Cherkassky.

—Vamos, Seymour —susurró—. Ya te dije que saldríamos pronto de aquí.

Se acercó a la escotilla de inspección, vaciló un momento, y abrió la portezuela, admitiendo brillantes franjas de luz diur­na. Estaba a punto de deslizar su pie a través de la escotilla cuando oyó el chirriar de unos neumáticos y el zumbido del motor de un vehículo acercándose.

Tallon echó su pie hacia atrás y volvió a guarecerse en el compartimiento. El vehículo era el transporte que se había lle­vado a los agentes de la P.S.E.L. y frenó bruscamente, dete­niéndose a media distancia entre Tallon y la Lyle Star. El mismo grupo de hombres echó pie a tierra y corrió hacia la nave. En su actual posición, el vehículo podía favorecer el pro­pósito de Tallon de acercarse a la nave. Probablemente no le serviría de mucho, pero al menos lo habría intentado.

—Vamos, Seymour. Ha llegado el momento.

En aquel preciso instante resonó una risa chillona y estri­dente. Con un súbito escalofrío, Tallon reconoció la voz de Lorin Cherkassky. ¿Por qué había abandonado la nave? Tallon apretó el rostro de Seymour al respiradero, pero los ojos del perro giraron de un lado a otro, proporcionando solamente visiones fugaces de la escena que Tallon quería ver. Al final lo­calizó la figura uniformada de negro con cuello blanco de Cherkassky andando hacia el transporte, con Helen y varios agentes de la P.S.E.L. Cherkassky parecía sonreírle a Helen, pero la miopía de Seymour no le permitió a Tallon compro­barlo. ¿Qué diablos había ocurrido?, pensó.

Recordando de pronto el juego de ojos, Tallon pulsó el bo­tón número dos, conectado todavía a Helen, y se situó detrás de sus ojos. El delgado rostro de Cherkassky con su incongruente mata de cabellos ondulados se hizo visible. Sus ojos brillaban de excitación mientras hablaba y Tallon se concen­tró en sus labios, leyendo las palabras a medida que se iban formando.

“…considerando mi posición, señorita Juste. Su historia so­naba ligeramente fantástica, dadas las circunstancias; pero ahora que mis hombres han detenido al Recluso Tallon en la dirección que usted nos dio, ¿qué puedo hacer sino disculpar­me por haber dudado de usted? Al principio, Tallon se resis­tió, pero al darse cuenta de que era inútil se entregó y admitió quién era, de modo…”

La visión de su rostro se perdió cuando Helen volvió su mi rada hacia la grúa amarilla en la que Tallon estaba oculto.

Tallon se preguntó si Helen estaba tan desconcertada como él. Lo único que sabían de la dirección que Helen le había dado a Cherkassky era que se encontraba en alguna parte del distrito de almacenes. Pero los hombres de Cherkassky habían ido evidentemente a aquella dirección, y habían encontrado a un hombre al que habían identificado como Sam Tallon. ¡Y no sólo eso, sino que el propio hombre había admitido que era Sam Tallon!

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