XIX

Tallon volvió a conectar los ojos de Seymour y observó cómo Helen, Cherkassky y los otros se acercaban al vehículo de transporte de personal. Dentro de unos instantes su camino hasta la nave quedaría despejado, gracias a aquel otro Tallon, cuya milagrosa aparición resultaba absolutamente misteriosa.

Sin embargo, Cherkassky descubriría la verdad, tarde o temprano, y cuando lo hiciera nada salvaría a Helen de su ra­bia. Helen andaba tranquilamente con los demás, aparente­mente despreocupada, pero Tallon la vio mirar repetidamente hacia la grúa. Esta era, pensó, la última vez que la veía, y lo único que podía hacer era contemplarla en compañía del monstruo de Cherkassky… En aquellos escasos segundos Tallon se sintió envejecer.

—Helen —susurró.

Al oír aquel nombre, Seymour se retorció violentamente en los brazos de Tallon, saltó al suelo, pasó a través del espacio libre en la parte inferior de la chapa, y emprendió una veloz carrera hacia el grupo.

Tallon, conectado aún a los ojos del perro, vio agrandarse las figuras en su visión. El enjuto rostro de Cherkassky se vol­vió hacia el perro —y hacia Tallon— con una expresión súbita­mente suspicaz.


Cuando Seymour llegó cerca del grupo empezó a regatear a los agentes para aproximarse a Helen, y la escena que estaba transmitiendo se hizo demasiado inestable para resultar satis­factoria. Tallon reseleccionó los ojos de Helen y vio al perrito saltando hacia delante, a uno de los hombres agitando sus brazos para espantar a Seymour, y —en el ángulo de su vi­sión— a Cherkassky señalando la grúa y hablando rápidamen­te. Las estridentes órdenes de Cherkassky se filtraron en el escondrijo de Tallon.

Maldiciendo salvajemente, Tallon se precipitó a través del compartimiento, obstaculizado a no poder ver más que lo que Helen estaba viendo, y se dirigió a la escotilla de inspección. Vio sus propios pies aparecer debajo de la grúa en el extremo más lejano, tal como los veía Helen; luego apareció su figura gris, en el ángulo de la base de la grúa amarilla.

Guiado por los ojos de Helen, Tallon corrió desesperada­mente hacia la nave. Sus piernas estaban entumecidas por la larga espera en el limitado espacio, convirtiendo su avance en una grotesca y tambaleante carrera. Mientras agitaba sus bra­zos y piernas, tratando de extraer de ellos alguna velocidad, vio que los agentes se desplegaban en abanico, extrayendo armas de sus fundas.

Oyó el familiar zumbido de las pistolas-avispa. La distancia era excesiva, y los dardos cargados de droga repiquetearon al­rededor de sus pies. Luego oyó el sonido que había estado esperando: los secos chasquidos de disparos de pistola, seguidos por unos gritos lejanos de los agentes que registraban otros sectores de la terminal, alertados por la conmoción. Un rifle automático ladró, llenando el aire de estampidos.

Tallon vio la pequeña y borrosa forma de Seymour, frenéti­co de terror, corriendo hacia él. El perro saltó a sus brazos, y el impacto casi derribó a Tallon. Sin soltar al animal siguió avanzando, ahora a medio camino de la rampa de la Lyle Star.

Todavía a través de los ojos de Helen vio a Cherkassky avanzar unos pasos hacia él, detenerse y apuntarle cuidadosamente con una pistola. Cuando se disponía a disparar, Helen lo agarró del brazo, luchando por apoderarse del arma. El rostro de Cherkassky se distorsionó de rabia mientras apartaba violentamente a Helen y volvía a apuntar. Helen le atacó de nuevo, esta vez clavándole las uñas en la cara.

Tallon captó el brillo maligno de los ojos de Cherkassky mientras se giraba hacia Helen, vio el negro y redondo hocico de la pistola escupiendo fuego, vio la oscuridad cayendo sobre su propia figura al apagarse la mirada de Helen. Luego quedó ciego y confuso con una mezcla de asombro y de odio. Reseleccionó los ojos de Seymour y vio uniformes grises de pie al lado del cuerpo de Helen.

La automática vibró en la palma de la mano de Tallon cuando se giró con ella, apretando el gatillo una y otra vez. Hombres en gris se tambalearon y cayeron bajo el granizo de múltiples proyectiles, pero no Cherkassky, que continuó de pie y finalmente disparó contra Tallon.

Tallon notó que algo atravesaba su manga y oyó el gemido de dolor casi humano de Seymour. Luego se encontró al pie de la rampa y ascendiendo por la elástica pendiente. El sargen­to rubio apareció en la parte superior con el rostro desencaja­do por el asombro y hurgó en la funda de su arma. Tallon dis­paró instintivamente, y el sargento fue levantado en vilo de la rampa por seis proyectiles.

—¡Disparad contra él, estúpidos! —gritó Cherkassky furio­samente—. ¡No le dejéis escapar!

Tallon se precipitó a través de la cámara reguladora de la presión, zambulléndose bajo una granizada de plomo, y se arrojó sobre la palanca de mandos manual. Mientras los mo­tores cobraban vida, cerrando la pesada puerta exterior, Tallon vio a unos hombres corriendo en la parte inferior de la rampa. Disparó contra ellos hasta que el percutor de la auto­mática chasqueó en el vacío.


Tirándola al suelo, Tallon corrió hacia delante, a lo largo de un pasillo, hasta la sala de control. Las pantallas de obser­vación eran paneles en blanco, y la consola de control estaba apagada. Su mano derecha pulsó la hilera de interruptores pri­marios, dando vida a redes de circuitos y sistemas. Habría una espera de quizá un minuto antes de que las unidades antigravedad estuvieran preparadas para dejar caer la nave en el cielo. Una luz verde parpadeó indicando que la cámara regula dora de la presión estaba cerrada y la nave sellada para em­prender el vuelo.

Momentáneamente a salvo, Tallon se dejó caer en el asiento central y activó las pantallas de observación, agradeciendo el meticuloso adiestramiento del Bloque en el manejo de todos los elementos básicos de control.

Las pantallas se llenaron de color, ampliando los pequeños paneles de visión directa, ofreciendo a Tallon una vista de naves y grúas. Captó el cuerpo de Helen cerca del transporte de personal, tendido en la misma posición, con el uniforme verde oscuro, la cabellera rojiza y la mancha de sangre cada vez más extensa.

—Lo siento, Helen —dijo en voz alta—. Lo siento mucho, muchísimo.

—¿Tallon? —restalló una voz en el techo, cerca de su cabeza—. ¿Eres tú, Tallon?

Tallon no vio ninguna rejilla que pudiera dar paso a la voz.

—Sí, soy Sam Tallon —respondió en tono fatigado—. ¿Quién habla?

—¡Fordyce! —Tallon empezó a comprender el enigma de la aparición del otro Tallon—. ¡Me habéis estado controlando todo el tiempo!

—Desde luego. ¿Cómo crees, si no, que hubiéramos podido situar a un hombre en la dirección que tu amiga le dio a Cherkassky? Fue una lástima que tuvieras que contarle a todo el mundo lo de la cápsula cerebral; significa que no podremos volver a utilizar esa técnica. El Bloque te habría hecho objeto de una severa reprimenda.

—¿Me habría?

—Sí… si hubieras logrado escapar. Pero no podrás hacerlo. Hay una escuadrilla de balsas láser encima mismo de tu cabeza, y Heller ha puesto en juego todas las armas nucleares tácticas disponibles en la zona. No conseguirás burlarlas; y si lo consiguieras, la Gran Flota no tardará en darte alcance.

Tallon estaba pensando aún en Helen Juste.

—Creo —dijo maquinalmente— que he cometido todos los errores posibles en este viaje.

—Desde luego —dijo Fordyce, con voz inexpresiva—. Adiós, Tallon.

Tallon no contestó. Acababa de observar que los agentes de la P.S.E.L. se estaban alejando de la Lyle Star a todo correr. Algunos de ellos miraban hacia el cielo mientras corrían, lo cual significaba que las balsas láser se disponían a utilizar sus brillantes lanzas rojas, y que su muerte era ahora cuestión de segundos. Ni siquiera tendría tiempo de hacer despegar la nave.

Desesperadamente, alargó la mano izquierda para iniciar la secuencia de despegue, y observó que sus dedos estaban man­chados de sangre, aunque él no había sentido ninguna herida. Luego recordó el grito de dolor de Seymour cuando estaban acercándose a la rampa. Con su otra mano giró la cabeza del perro para obtener un primer plano del cuerpo. Había un omi­noso orificio en el tórax, inmediatamente encima del vientre, que se dilataba y contraía rápidamente. El pelo de color pardo estaba ahora rojo de sangre.

—Tú también… —murmuró Tallon, notando que Seymour lamía débilmente su mano.


Un fogonazo de luz roja llameó en las pantallas de observa­ción, y el sistema de alarma de la nave desencadenó su estri­dencia mientras las balsas láser se situaban sobre la indefensa nave. Tallon permaneció sentado con la cabeza inclinada du­rante unos segundos, convencido de que iba a morir. Luego hizo algo que sólo habría hecho un hombre que estuviera loco o desesperado: alargó la mano hacia el panel del motor del no-espacio, desconectó todas las válvulas de seguridad, y pulsó el botón que ponía el motor en marcha. El salto a otro continuo aportó un silencio inmediato y un lancinante fogonazo de luz de su juego de ojos. Tallon profirió un gemido de agonía; luego todo terminó. El salto había sido completo.

En el exterior de la nave había la suave y apacible negrura de una parte de la galaxia mucho más allá de la influencia del género humano. Constelaciones desconocidas brillaban en la oscuridad. Tallon no trató de identificar las agrupaciones de resplandecientes puntitos de luz; sabía demasiado acerca de las hostiles geometrías del no-espacio.

Debido a que el salto no había sido realizado desde uno de los portales establecidos, Tallon se había lanzado a un punto fortuito de la rueda galáctica. Lo había hecho impulsado por la desesperación, pero lo había hecho deliberadamente, sabiendo que no podría regresar de aquellas oscuras inmensidades.

Загрузка...