IV

Para Tallon no existía ningún dolor; el dolor sólo llegaría cuando la droga paralizante empezara a ser absorbida por su metabolismo. Al principio ni siquiera estaba seguro de lo que había ocurrido, ya que la oscuridad no llegó de golpe, sino que su distorsionante visión de Cherkassky y del oscilante cañón de la pistola fue reemplazada por un universo incoherente de luz: pautas geométricas de color en movimiento, formas de pinos amatista y rosa.

Pero no era posible escapar a los procesos de la lógica. Una pistola-avispa disparada desde una distancia de treinta centí­metros…

¡Mis ojos tienen que haber desaparecido!

Tallon tuvo tiempo para un momento de angustia; luego, toda su consciencia se contrajo para concentrarse en un nuevo fenómeno: no podía respirar. Con todas las sensaciones físicas bloqueadas por la droga, no podía averiguar por qué se había interrumpido su respiración; pero no resultaba demasiado difí­cil suponerlo. El cegarle había sido únicamente el primer paso; ahora Cherkassky se disponía a terminar el trabajo. Tallon descubrió que no estaba muy asustado, considerando lo que estaba ocurriendo, quizá porque la antigua reacción de pánico —el impulso hacia abajo, en busca de aire, del diafragma— es­taba bloqueada por su parálisis. Si hubiera pisoteado la cabe­za de Cherkassky cuando tuvo ocasión de hacerlo…

Resonaron pasos acercándose, luego voces: —¡Cabo! Lleve al señor Cherkassky al automóvil. Parece que está gravemente herido.

—A la orden, sargento.

La segunda voz fue seguida por el sonido de botas arras­trándose sobre el asfalto, y súbitamente Tallon tragó aire. Se­guramente, Cherkassky había perdido el conocimiento y había caído encima de su rostro. Tallon aceptó el aire con gratitud; luego oyó de nuevo voces.

—¡Sargento! Mire los ojos del terrestre. ¿Puede hacer eso una pistola-avispa?

—¿Quieres que te lo demuestre? Lleva al señor Cherkassky al automóvil y luego echa al terrestre al remolque.

Unos vagos cambios en su sentido del equilibrio revelaron a Tallon que las órdenes estaban siendo cumplimentadas. Reso­naron silbatos; las turbinas de los vehículos empezaron a girar ruidosamente. Transcurrió un espacio de tiempo indetermina­do; entonces, Tallon empezó a sentir dolor…


Habían pasado menos de veinticuatro horas, pero Tallon creía ya que podía notar el aguzamiento de los otros sentidos que acompaña a la pérdida de la vista.

En el cuartel general de la policía de New Wittenburg al­guien había pinchado su cuello con una aguja hipodérmica, y había recobrado el conocimiento con la consoladora sensa­ción de unos vendajes a través de su rostro. Le habían dado a beber algo caliente y le habían escoltado hasta una cama —todo ello en el más absoluto de los silencios— y, milagrosa­mente, había dormido. Mientras estaba durmiendo alguien le había quitado los zapatos, reemplazándolos con unas botas de suela delgada varios números demasiado grandes para él.

Ahora estaba siendo transportado en otro vehículo, acom­pañado por tres o cuatro funcionarios anónimos de la P.S.E.L., que se comunicaban con él por medio de ocasionales empujones y codazos. Tallon estaba demasiado débil para in­tentar arrancarles alguna palabra. Y su mente era incapaz de pensar en nada que no fuera el hecho de que estaba ciego.

El vehículo redujo su velocidad, escoró un par de veces mientras doblaba esquinas, y luego se paró. Cuando a Tallon le ayudaron a apearse, supo con certeza que se encontraba en un aeródromo. Notó las corrientes de aire, que hablaban de un espacio abierto, y captó el olor de combustible de aviación; luego, confirmando su primera impresión, oyó el sonido de enormes turbinas girando muy cerca.

Tallon se sintió ligeramente interesado. No había volado nunca sobre Emm Lutero porque era muy caro, y porque via­jar de aquella manera le hubiera hecho demasiado conspicuo. Las aeronaves civiles eran grandes, pero transportaban com­parativamente pocos pasajeros de pago, debido al estricto control que el gobierno ejercía sobre los objetivos del viaje. Los fuselajes estaban pesadamente acorazados, y las alas eran ineficaces según las normas de la Tierra, ya que además de los motores transportaban todo el combustible y los sistemas de control. En caso de aterrizaje forzoso las alas, con su mortífe­ra carga de combustible, eran expulsadas por medio de unos pernos explosivos. El gobierno planetario había hecho seguro el vuelo sobre Emm Lutero, sin escatimar dinero para ello, y en ese aspecto se había ganado la aprobación de Tallon, poco inclinado a concederla. Más de una vez había pensado que ojalá que el Moderador Temporal hubiera demostrado el mismo buen sentido en lo que respecta al control de los orga­nismos gubernamentales.

Unas manos invisibles le ayudaron a subir unos peldaños y a penetrar en el cálido interior, oliendo a plástico, del avión, hasta un asiento. Otras manos le abrocharon el cinturón de se­guridad, y repentinamente le dejaron solo. Tallon escuchó in­tensamente, utilizando su truco recién descubierto de buscar conscientemente distintas frecuencias de sonido, pero las úni­cas voces que captó fueron las de los agentes de la P.S.E.L. conversando en susurros. Era evidente que habían fletado un avión exclusivamente para él. Sintiendo frío, Tallon se encogió en su asiento y deseó poder mirar a través de las ventanillas.

Sus ojos no le dolían ya, pero los nervios lastimados se­guían proyectando pseudoimágenes, algunas de las cuales eran fogonazos de color dolorosamente brillantes. Tallon se preguntó cuanto tiempo pasaría antes de que le proporciona­ran adecuada asistencia médica. Hasta que oyó el ruido de la puerta al cerrarse de golpe no se preguntó a dónde le llevaban. Decidió que sólo existía una posibilidad: el Pabellón.

La prisión reservada para los enemigos políticos de Emm Lutero se encontraba en el extremo más meridional del conti­nente. Originalmente había sido la residencia de invierno del primer Moderador Temporal, que se había propuesto “relle­nar” la región pantanosa que unía el islote rocoso a la tierra firme. Pero había cambiado de opinión y se había trasladado al norte. En aquella primera época de la colonización, cuando los materiales para la construcción escaseaban, algún desco­nocido funcionario había visto las posibilidades del Pabellón como prisión a prueba de fugas. Varias cargas explosivas per­fectamente situadas habían roto el espinazo de la pequeña pe­nínsula, permitiendo que las cálidas aguas del Mar Erfurt pe­netraran en ella. Al cabo de unos cuantos años, la zona panta­nosa original se había convertido en un súper marjal que sólo podía ser cruzado por el aire.

En el Pabellón había menos prisioneros ahora que en los años en que habían empezado a actuar los actuales jerifaltes políticos. Y la previsión del funcionario se había cumplido: no se había producido una sola fuga.

Tras un despegue sumamente suave y una breve ascensión, la aeronave estabilizó su marcha, con los motores casi silen­ciosos; de no haber sido por una ocasional sensación de hun­dimiento provocada por algún bache, Tallon no se hubiera en­terado de que estaba moviéndose a través del cielo. Permane­ció sentado escuchando el susurro del aire y el infrecuente ge­mido de los servocontroles, y acabó por adormilarse, con un sueño intranquilo. Le despertó el rugido de los motores, forzados al máximo e imprimiendo fuertes vibraciones a toda la estructura del avión. Tallon se agarró a los brazos de su asiento. Transcurrieron unos segundos de inenarrable ansiedad en su privado mundo nocturno antes de que comprendiera lo que estaba ocurriendo: la enorme aeronave estaba efectuando un aterrizaje vertical. En la gravedad de Emm Lutero, aquella maniobra implicaba un gasto tan prodigioso de combustible que sólo podía realizarse en un caso de emergencia… o para aterrizar donde no hubiera espacio ni siquiera para un modelo primitivo de avio­neta. Tallon decidió que habían llegado al Pabellón.

Descendiendo los peldaños desde la puerta de pasajeros, la primera impresión de Tallon fue la de un aire muy cálido en contraste con los vientos helados del invierno de New Wittenburg. Había olvidado que el vuelo de casi dos mil kilómetros lo llevaba cerca del trópico del planeta. Mientras era guiado a través de una zona de suelo hormigonado, con el calor pene­trando a través de las suelas de sus delgadas botas, Tallon sin­tió la proximidad del mar con repentina angustia. Siempre le había gustado contemplar el mar. Le condujeron a través de un portal y a lo largo de una serie de resonantes pasadizos, y finalmente le introdujeron en una habitación silenciosa, donde le sentaron en una silla. Los pasos de sus acompañantes se alejaron. Preguntándose si estaba solo, Tallon volvió su cabe­za de un lado a otro, consciente de su absoluta indefensión.

—Bueno, Tallon, esto es casi el final de la línea para usted. Supongo que se alegrará de poder descansar un poco.

La voz era recia y profunda. Tallon visualizó a su dueño como a un hombre robusto de unos cincuenta años. Lo impor­tante era que le habían hablado personalmente, y sin animosi­dad. Otra mente humana estaba explorando a través de la oscuridad. Abrió la boca para contestar, pero de su garganta no brotó ningún sonido. Asintió con la cabeza, sintiéndose como un colegial.

—No se preocupe, Tallon. Eso es efecto de la misma reacción. Procuraré que le den algo que le ayude en los próximos días. Soy el doctor Muller, jefe del departamento de psicología adscrito a la prisión. Voy a someterle a una revisión rutinaria para comprobar que usted sabía lo que ha sido borrado per­manentemente de su memoria; luego le pasaré a mi colega, el doctor Heck, el cual verá lo que puede hacer por sus ojos.

—¡Mis ojos! —Una irracional oleada de esperanza inundó a Tallon—. ¿Quiere usted decir…?

—Ese no es mi departamento, Tallon. El doctor Heck le exa­minará en cuanto yo haya terminado, y estoy seguro de que hará todo lo que se pueda hacer.

Absorto en la idea de que quizá sus ojos no estaban tan da­ñados como había imaginado, Tallon permaneció paciente­mente sentado a través de los diversos tests, que duraron casi una hora. El programa incluía más de una decena de diminu­tas inyecciones, algunas de las cuales provocaron intensos ata­ques de náuseas y vértigo. Las preguntas le eran formuladas en continua sucesión, a menudo por voces femeninas, aunque él no había oído entrar a nadie en la habitación. A veces, las voces que interrogaban parecían surgir de su propio cerebro: persuasivas, seductoras o amenazadoras, alternativamente, y siempre irresistibles. Tallon oyó su propia voz balbuceando respuestas incoherentes. Finalmente notó que desconectaban las terminales de su cabeza y de su cuerpo.

—Eso es todo de momento, Tallon —dijo el doctor Muller—. En lo que a mí respecta, está usted libre. Voy a certificar que hay en usted un riesgo de seguridad de tercera categoría nor­mal, lo cual significa que podrá convivir con los otros presos y disfrutar de todos los privilegios acostumbrados. En cierto sentido, es usted afortunado.

—Supongo que utiliza usted la palabra en una acepción muy amplia, doctor —dijo Tallon, palpando el vendaje que cubría sus ojos—. ¿O me considera afortunado en comparación con otras personas que Cherkassky ha traído aquí?

—Le considero afortunado teniendo en cuenta el tipo de información que usted poseía: cualquier otro gobierno del uni­verso, incluyendo al de la Tierra, le hubiera ejecutado inmedia­tamente.

—Cherkassky intentó ejecutar mi mente. Siguió apretando el botón rojo de aquella…

—¡Basta! —La voz de Muller había perdido su afabilidad—. Ese no es mi departamento.

—Perdone, doctor. Creí que había dicho que era el jefe de psicología ¿O es que prefiere no pensar demasiado en la clase de hombres para los cuales trabaja?

Siguió un largo silencio. Cuando Muller habló de nuevo, había recobrado su cordialidad profesional.

—Le estoy recetando algo que le ayudará a superar el inevi­table periodo de adaptación, Tallon. Estoy convencido de que acabará por encontrarse muy bien aquí. Ahora le examinará el doctor Heck.

Muller debió de haber transmitido algún tipo de aviso, ya que una puerta se abrió silenciosamente y Tallon notó que una mano agarraba su brazo. Fue conducido fuera de la habita­ción y a lo largo de más pasadizos. El bloque médico, al pare­cer, era mucho mayor de lo que había esperado. Aunque a re­molque de la Tierra en muchos campos de investigación, era posible que Emm Lutero estuviera muy avanzada en técnicas quirúrgicas.

Después de todo, pensó Tallon, estamos en el siglo veinti­dós. Y una persona herida podía beneficiarse de muchos pro­gresos: microcirugía, regeneración de células, cirugía electró­nica, soldadura de tejidos…

Cuando fue escoltado hasta una habitación que olía a anti­sépticos, Tallon estaba empapado en sudor y temblaba de un modo incontrolable. Alguien le guió hasta lo que parecía un alto diván y le hizo tumbarse en él. Una sensación de calor en la frente y en los labios le reveló que su rostro estaba iluminado por unos potentes focos. El silencio era interrumpido únicamente por un suave rumor de pasos y un leve crujir de tela cerca de Tallon, el cual luchó por dominar su temblor, pero le resultó imposible; el hálito de esperanza que le habían insufla­do las palabras del doctor Muller había estropeado sus meca­nismos de control.

—Bueno, señor Tallon —la voz del hombre tenía el ligero acento germano corriente en Emm Lutero—. Veo que está usted nervioso. El doctor Muller ha dicho que necesitaba usted medicación. Creo que le suministraremos un par de centíme­tros cúbicos de una de nuestras mezclas de tranquilidad desti­lada.

—No la necesito —dijo Tallon en tono decidido—. Si no hay inconveniente por su parte, me gustaría que examinara… que examinara…

—Comprendo. Voy a echar un vistazo.

Tallon notó que le quitaban suavemente el vendaje; y luego, increíblemente, el doctor Heck empezó a silbar.

—Oh, si, ya veo… ya veo. Un desgraciado accidente, desde luego, pero las cosas podrían haber sido mucho peores, señor Tallon. Creo que podremos arreglar esto sin demasiadas difi­cultades. Requerirá algún tiempo, probablemente más de una semana, pero le echaremos un buen remiendo.

—¿De veras? —inquirió Tallon, y contuvo la respiración, extasiado—. ¿De veras cree usted que podrá hacer algo con mis ojos?

—Desde luego. Empezaremos a trabajar con los párpados mañana por la mañana (esa es la parte más complicada), y limpiaremos el puente de la nariz, y haremos algo con las ce­jas.

—Pero, mis ojos… ¿Qué me dice de mis ojos?

—No habrá problemas. ¿De qué color los quiere?

—¿Color? —Un escalofrío de miedo recorrió el cuerpo de Tallon.

—Sí —dijo Heck jovialmente—. Es una pequeña compensa­ción por estar ciego, pero podemos proporcionarle un par de ojos de plástico, de color castaño, realmente hermosos. Pueden ser azules… pero creo que ese color no le quedaría bien, y yo no se lo recomendaría, sinceramente.

Tallon no respondió. Transcurrió una helada eternidad antes de que sintiera penetrar en su brazo la ansiada aguja hipodérmica.

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