V

La rutina diaria en el Pabellón, tal como la explicaron a Tallon, era sencilla: más sencilla para él que para los otros pre­sos, ya que estaba rebajado de toda actividad a excepción de las tres sesiones diarias de rezos. Hasta donde se le alcanzaba, el Pabellón parecía más un campamento de instrucción militar que una cárcel. Los reclusos trabajaban siete horas al día en numerosas tareas serviles, con un mínimo de regimentación, y tenían una biblioteca y facilidades para practicar varios depor­tes.

Hasta cierto punto era un lugar agradable para residir, salvo que aquella residencia tenía carácter definitivo: las únicas sentencias que allí se pronunciaban eran a perpetuidad.

Acompañado al campo de ejercicios el primer día que salió del bloque médico, Tallon se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra una pared calentada por el sol. Era una maña­na tranquila, apenas soplaba la brisa, y el patio de la prisión era una babel de sonidos —pasos, voces, otros ruidos sin iden­tificar—, y más allá de ellos el audible movimiento del mar. Tallon apretó su espalda contra las cálidas piedras y trató de po­nerse cómodo.

—Bueno, aquí le dejo, Tallon —dijo el guardián—. Sus com­pañeros le indicarán dónde está todo. Diviértase.

—¿Cómo podría dejar de hacerlo?

El guardián rió sardónicamente y se alejó. Apenas se había apagado el sonido de sus pasos cuando Tallon notó que algo rozaba ligeramente su pierna extendida. Se inmovilizó, tratando de recordar si en la parte meridional del continente había algún tipo de insectos particularmente desagradables.

—Disculpe, señor. ¿Es usted Sam Tallon?

La voz le sugirió la imagen de un político inculto, de rostro rubicundo y cabellos blancos.

—El mismo —Tallon se frotó nerviosamente la pierna, pero no notó nada anormal—. Sam Tallon.

—Me alegro mucho de conocerle, Sam —el recién llegado se sentó al lado de Tallon, resoplando fuertemente mientras lo hacia—. Yo soy Logan Winfield. Aquí en el Pabellón es usted todo un héroe, ¿sabe?

—Lo ignoraba.

—Oh, sí. Ninguno de nosotros aprecia al señor Lorin Cherkassky —explicó Winfield—, y en consecuencia apreciamos al hombre que ha sido capaz de enviarle al hospital para una es­tancia prolongada.

—No me proponía enviarle al hospital. Quería matarle.

—Una laudable ambición, hijo mío. Lástima que no tuviera éxito. Sin embargo, su conducta le ha ganado a usted la amis­tad de por vida de todos los hombres de esta prisión; de por vida, porque imagino que esa será su sentencia.

—Supongo que sí.

—Supone usted bien, hijo mío. Una de las grandes ventajas de mezclar el luteranismo, del tipo que aquí tenemos, con el gobierno, es que simplifica el procedimiento para librarse de los políticos. La teoría parece ser la de que, dado que nos hemos condenado alegremente a nosotros mismos a tormen­tos eternos en el más allá con nuestros propios actos, apenas nos daremos cuenta del paso de toda una vida mortal en la prisión.

—Una curiosa teoría. ¿Por qué está usted aquí? —preguntó Tallon por pura cortesía, ya que lo único que realmente desea­ba hacer era permanecer sentado al sol y dormitar. Había descubierto que aún podía soñar, y en sueños sus castaños ojos de plástico eran tan buenos como unos ojos de verdad.

—Soy doctor en medicina. Llegué aquí procedente de Louisiana cuando este planeta fue alcanzado por primera vez. En­tonces no se llamaba Emm Lutero, desde luego. Dediqué toda una vida de duro trabajo a este mundo, y lo amaba. De modo que cuando se separó del Imperio, trabajé para devolverlo a su verdadero destino.

Tallon sonrió con cierto sarcasmo.

—Supongo que cuando pasó usted a los detalles prácticos de su tarea para devolver un mundo a su verdadero destino, esa tarea incluía el librarse de los políticos obstinados…

—Bueno, hijo mío, en mi planeta natal teníamos el dicho de que vale más prevenir que curar. De modo…

—De modo que está usted en prisión a perpetuidad por algo que le hubiera valido la misma sentencia, o peor, bajo cual­quier otro régimen político —Tallon habló furiosamente, y cuando hubo terminado se produjo un largo silencio. Un in­secto zumbó cerca de su rostro y luego se alejó en el cálido aire.

—Me sorprende oírle hablar de esa manera, hijo mío. Creí que teníamos intereses comunes, pero temo haberme equivo­cado. Me marcho.

Tallon asintió y escuchó cómo Winfield se ponía trabajosa­mente en pie. Algo volvió a rozar ligeramente su pierna. Esta vez alargó la mano hacia ello y se encontró sujetando la conte­ra de un bastón.

—Perdone —dijo Winfield—. El bastón es un recurso antiguo de los miembros de nuestra cofradía, pero su utilidad es indis­cutible. Sin él hubiera caído sobre sus piernas, con las consi­guientes molestias para ambas partes.

Transcurrieron varios segundos antes de que Tallon consi­guiera absorber el pleno significado de las palabras del doctor Winfield.

—Espere un momento. ¿Quiere usted decir que es…?

—La palabra es ciego, hijo mío. Dentro de unos años se ha­brá acostumbrado a pronunciarla.

—¿Por qué no me lo dijo antes? Yo no lo sabía. Vuelva a sentarse, por favor.

La mano de Tallon encontró el brazo del hombre y lo retu­vo. Winfield pareció considerar la idea; luego se sentó, reso­plando. Tallon sospechó que estaba muy gordo y en mala condición física. Encontraba irritante la pomposidad de Winfield, especialmente cuando le llamaba “hijo mío”, pero era un hombre que había explorado ya el camino que Tallon estaba destinado a recorrer. Permanecieron sentados en silencio durante largo rato, escuchando el rítmico crujir de la gravilla mientras el resto de los prisioneros realizaban sus ejercicios en otra parte del patio.

—Supongo que se está preguntando si perdí la vista de la misma manera que usted —dijo finalmente Winfield.

—Bueno, sí.

—No, hijo mío. Fue mucho menos dramático. Hace ocho años intenté fugarme de este lugar con la idea de buscar un modo de regresar a la Tierra. Logré llegar al marjal. Esa es la parte más fácil, desde luego; cualquiera puede alcanzar el marjal. Lo difícil es pasar al otro lado. En el marjal hay un tipo de insecto muy desagradable. Las hembras atacan al hombre en los ojos y depositan allí sus huevos. Cuando los guardianes me devolvieron al Pabellón tenía un nido de larvas en cada ojo.

“El doctor Heck se las vio y se las deseó para impedir que llegaran al cerebro. Se sintió delirantemente feliz durante casi una semana: silbaba continuamente melodías de Gilbert y Sullivan.

Tallon estaba anonadado.

—Pero, ¿qué esperaba hacer usted, suponiendo que hubiese logrado cruzar el marjal? La terminal del espacio de New Wíttenburg se encuentra a dos mil kilómetros de aquí, y aunque sólo estuviera a mil metros de distancia, no habría usted podido burlar los puestos de control.

—Hijo mío —dijo Winfield tristemente—, te preocupan demasiado los detalles. Admiro a un hombre que tiene en cuenta los detalles, pero no hasta el punto de conducirle a una actitud negativa en lo que respecta al plan principal.

¿Plan? ¿Qué plan? Lo único que usted tenía era la idea descabellada de que podría recorrer unos cuantos siglos-luz y regresar a Louisiana.

—El progreso es la historia de muchas ideas descabelladas, Sam. Los vuelos interestelares fueron una idea descabellada hasta que alguien los puso en marcha. No puedo creer que estés dispuesto a pudrirte en este lugar durante el resto de tu vida.

—Es posible que no esté dispuesto a ello, pero voy a hacerlo.

—¿Incluso si yo te ofrezco llevarte conmigo la próxima vez? —La voz de Winfield se había convertido en un susurro.

Tallon rió en voz alta por primera vez desde la mañana en que McNulty se había derrumbado en su oficina y le había en­tregado un trozo de papel conteniendo la dirección cósmica de un nuevo planeta.

—Déjeme en paz, viejo —dijo—. Ya me ha dado bastante lata. Ahora quiero que mis oídos descansen un poco.

Winfield continuó hablando.

—La próxima vez las cosas serán completamente distintas. En aquella ocasión no estaba preparado para el marjal, pero desde entonces han transcurrido ocho años. Y, le aseguro que ahora cómo cruzarlo.

—¡Pero está usted ciego! Tendría dificultades incluso para cruzar el campo de juego de unos niños.

—Ciego —dijo Winfield con aire misterioso—, pero no ciego.

—Hablando —replicó Tallon en tono similar—, pero sin ha­blar cuerdamente.

—Escuche esto, hijo mío —Winfield se acercó más, hasta que su aliento rozó la oreja de Tallon. Olía a pan y mantequi­lla—. Usted ha estudiado electrónica. Y sabe que en la Tierra, y en la mayoría de los otros mundos también, un ciego puede beneficiarse de muchos tipos de aparatos.

—Eso no cuenta para Emm Lutero, doctor, y usted lo sabe. Aquí, la industria electrónica forma parte del programa de in­vestigación espacial. Todos los especialistas en electrónica del planeta trabajan en el programa o en proyectos prioritarios re­lacionados con él, o se encuentran en ese nuevo planeta que han descubierto. Además, el Moderador Temporal ha decreta­do que unir partes fabricadas por el hombre a cuerpos mode­lados a Imagen de Dios es un sacrilegio. Los aparatos de los que usted habla sencillamente no existen en esta parte de la ga­laxia.

—Existen —dijo Winfield en tono de triunfo—. O existirán muy pronto. Yo estoy construyendo una primitiva lámpara sonar en el centro de rehabilitación de la prisión. Al menos, Ed Hogarth, que dirige el taller del centro, la está construyendo bajo mi dirección. Yo no puedo hacer el trabajo por mí mis­mo, naturalmente.

Tallon suspiró resignadamente. Parecía como si la conver­sación de Winfield estuviera hecha de fantasías y de afirma­ciones absurdas.

—¿Quiere usted decir que allí no les vigilan? ¿Que no les im­porta que dos de las normas más estrictas del gobierno sean quebrantadas con equipo del gobierno y en un establecimiento del gobierno?

Winfield se puso ruidosamente en pie.

—Hijo mío, por lo visto es usted incurablemente escéptico, aunque quiero suponer que en circunstancias menos desgra­ciadas es capaz de comportarse de un modo civilizado. Venga conmigo.

—¿Adónde?

—Al taller. Allí le esperan un par de sorpresas.

Agarrándose al brazo de Winfield, Tallon le siguió fuera del patio, consciente de que su curiosidad se había despertado como nunca creyó que volvería a despertarse. Winfield avan­zaba con seguridad y con bastante rapidez, golpeando el suelo con su bastón. Mientras andaban, una serie de hombres tocaron el brazo de Tallon en un gesto de amistoso saludo, y uno de ellos depositó un paquete de cigarrillos en su mano libre. Tallon luchó por mantener su cabeza erguida y andar resuelta­mente, pero resultaba casi imposible, aunque podía sentir gra­bándose en su rostro la estereotipada sonrisa de disculpa de un hombre sin vista.

Para llegar al taller del centro de rehabilitación tuvieron que pasar por delante del edificio principal de la prisión y andar otros doscientos metros hasta un bloque auxiliar. Durante el paseo Winfield explicó que su lámpara emitía un delgado rayo de inaudible sonido de alta frecuencia y tenía un receptor para captar los ecos; un mecanismo electrónico combinaba los so­nidos de salida y retorno. La idea era la de que el generador de sonido barrería repetidamente desde unos 80 a 40kilociclos por segundo, de modo que en cualquier momento la señal de salida sería de una frecuencia ligeramente menor que la de cualquiera de los ecos. Combinando las dos se produciría un sonido de frecuencia proporcional a la distancia de cualquier objeto en el rayo de la lámpara, permitiendo así que un hombre ciego tuviera un cuadro mental de su entono.

Winfield había elaborado en parte la teoría, y en parte la re­cordaba de artículos en antiguas revistas de tecnología médi­ca. Ed Hogarth, que al parecer era un hábil mecánico, le había construido un prototipo, pero tenía dificultades con la electró­nica de la fase de reducción de frecuencia, que tendría que hacer audibles para el oído humano los ultrasonidos.

Mientras escuchaba, Tallon sentía un creciente respeto hacia el anciano doctor, que parecía sinceramente incapaz de aceptar la derrota. Llegaron al centro de rehabilitación y se detuvieron en la entrada.

—Una cosa más antes de que entremos, hijo mío. Quiero que me prometa que no le dirá nada a Ed acerca del verdadero motivo por el cual quiero construir la lámpara. Si lo sospecha­ra, dejaría de trabajar en ella inmediatamente… para salvarme de mí mismo, como diría él.

—De acuerdo —dijo Tallon—, pero a cambio quiero que usted me haga otra promesa. Si realmente tiene un plan de fuga, no me incluya en él. Si algún día decido suicidarme, es­cogeré un sistema más cómodo.

Subieron un tramo de escalera y entraron en el taller. Tallon lo identificó inmediatamente por el olor familiar a soldadura caliente y a humo viciado de cigarrillos, un olor que no había cambiado desde su época de estudiante.

—¿Estás ahí, Ed? —Los ecos despertados por la voz de Winfield sugirieron que el taller era bastante pequeño—. He traído a un visitante.

—Sé que has traído a un visitante —dijo una voz áspera y chillona desde muy cerca—. Puedo verle, ¿no es cierto? Hace tanto tiempo que estás ciego que empiezas a creer que los de­más tampoco tienen vista. —La voz se apagó en un refunfuñar apenas audible.

Winfield soltó su risa retumbante y le susurró a Tallon:

—Ed nació en este planeta, pero fue muy activo en el anti­guo movimiento Unionista, y no tuvo el suficiente sentido co­mún para marcharse cuando los luteranos se impusieron. Fue detenido por Kreuger, y sufrió un desgraciado accidente en sus talones cuando intentaba fugarse. Hay unas cuantas vícti­mas de Kreuger andando a saltitos como los pájaros por el Pabellón.

—Pero tengo los oídos sanos —advirtió la voz de Hogarth.

—Ed, te presento a Sam Tallon… el hombre que casi acabó con Cherkassky. Es un experto en electrónica, de modo que quizá ahora puedas conseguir que mi lámpara funcione.

—Me gradué en electrónica —dijo Tallon—, que no es lo mismo que ser un experto.

—Pero será capaz de poner en marcha un simple reductor de frecuencia —dijo Winfield—. Venga, toque esto.

Arrastró a Tallon hasta una mesa de trabajo y colocó sus manos sobre un complicado objeto de metal y de plástico de unos noventa centímetros cuadrados.

—¿Es esto? —Tallon exploró el aparato con sus dedos—. ¿De qué va a servirle esto? Creí que estaba hablando de algo que podría transportar en una mano.

—Eso es un modelo —intervino Hogarth en tono impacien­te—, de un tamaño veinte veces superior al del verdadero ins­trumento. Eso le permite al doctor palpar lo que cree que está haciendo, y yo lo reproduzco en el tamaño adecuado. Es una buena idea, salvo que no funciona.

—Ahora funcionará —dijo Winfield, en tono de profundo convencimiento—. ¿Qué dice usted, hijo mío?

Tallon pensó en el asunto. Winfield parecía ser un viejo chi­flado, y probablemente Hogarth estaba tan chiflado como él, pero en los breves momentos que había pasado con ellos, Tallon casi había olvidado que estaba ciego.

—Les ayudaré —dijo—. ¿Tienen materiales para construir dos prototipos?

Winfield le apretó excitadamente la mano.

—No se preocupe por eso, hijo mío. Helen se encargará de proporcionarnos todo el material que necesitemos.

—¿Helen?

—Sí. Helen Juste. Es la directora del centro de rehabilita­ción.

—¿Y no les ha prohibido fabricar este aparato?

—¿Prohibido? —Rugió Winfield—. Fue principalmente idea suya. Se entusiasmó con ella desde el primer momento.

Tallon agitó la cabeza con aire de incredulidad.

—¿No es una actitud un poco rara por parte de un funcio­nario del gobierno? ¿Por qué habría de arriesgarse a compare­cer delante del sínodo doctrinal sólo para ayudarle a usted?

—Vuelve usted a las andadas, hijo mío… permitiendo que su preocupación por los pequeños detalles le oculte el plan gene­ral. ¿Cómo puedo saber por qué actúa de ese modo? Tal vez le gusten mis ojos; el doctor Heck me dice siempre que son de una hermosa tonalidad azul. Desde luego, el doctor Heck no puede ser objetivo, ya que los hizo el personalmente. Winfield y Hogarth estallaron simultáneamente en una rui­dosa carcajada. Tallon apoyó sus manos sobre el macizo mo­delo de reductor de frecuencia, y pudo sentir la luz del sol ca­lentado su piel. Todas sus ideas preconcebidas habían sido erróneas. La vida de un hombre ciego no tenía que ser forzo­samente monótona y aburrida.

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