Capítulo IV

A la mañana siguiente, Roger Bond contó a Alan sus impresiones de la velada.

—La cosa más aburrida que puedas imaginar. Los viejos de siempre. Los mismos bailes pasadosde moda. Me preguntaron por ti un par de personas y les dije que no sabia dónde estabas.

—Hiciste bien.

Cruzaron frente al grupo de edificios viejos y feos del Recinto.

—Habrán pensado que estaba enfermo —dijo Alan—. Y estaba enfermo, en efecto; enfermo de fastidio.

Él y Roger se sentaron con precaución en el borde de un banco de piedra que amenazaba venirse abajo. Guardaron un rato de embarazoso silencio. Lo rompió Alan:

—¿Sabes lo que es este sitio? Pues es un ghetto, y nosotros mismos nos hemos impuesto la obligación de vivir en él; es como aquellos barrios separados en que tenían que habitar por fuerza los judíos en Roma y otras ciudades de Italia y Alemania en la antigüedad. El miedo entontece a los moradores de las estrellas y les impide salir del Recinto para ir a ver cómo son las ciudades de la Tierra. Por eso se quedan encerrados en este cochino sitio, que es como un corral.

—Y viejo de veras. Quisiera saber los años que tienen estas casas.

—Miles de años. Nadie quiere construir casas modernas. ¿Para qué? Los más de nosotros vivimos muy a gusto en las viejas.

—¡Ojalá los médicos no hubieran acabado aún los reconocimientos! — exclamó Roger, pensativo.

—¿Por qué lo dices?

—Porque estaríamos en cuarentena aún, y, como no nos dejarían salir, no podríamos venir a ver lo feo que es esto.

—No sé lo que es peor… si estar en cuarentena o andar por un sitio tan triste como es el Recinto —dijo Alan, poniéndose en pie, estirando los brazos y respirando profundamente—. ¡Pst! ¡Quién pudiera llenarse los pulmones de aire terrestre puro, de ese que hay fuera de aquí! Prefiero la atmósfera de la nave a la que aquí se respira.

—Hay que resignarse. Yo me resigno. ¡Mira! Una cara nueva…

Se volvió Alan y vio a un joven astronauta de su edad que caminaba hacia ellos. Llevaba un uniforme encarnado con adornos de color gris, en vez de los colores anaranjado y azul del uniforme de los tripulantes de la Valhalla.

—Supongo que sois tripulantes de la Valhalla, que aterrizó ayer.

—Si. Me llamo Alan Donnell. Este, Roger Bond. ¿Cómo te llamas tú?

—Kevin Quantrell.

Era un chico bajito y recio, de tez morena, con el mentón cuadrado y aire de persona confiada.

—Soy tripulante de la astronave Encounter —añadió Quantrell—. Hace poco hemos vuelto del sistema de Aldebarán. Llevamos ya en el Recinto dos semanas.

Alan dio un silbidito.

—¡Aldebarán! Un viaje de ciento nueve años. Debes ser veterano, Quantrell.

—Nací en 3403. Tendría 473 años en la Tierra. En realidad, sólo tengo diecisiete. Antes de ir a Aldebarán estuvimos en Capela. Un viaje de 85 años.

—Has viajado 170 años más que yo —dijo Alan—, y tengo también diecisiete.

Quantrell sonrió burlonamente.

—Suerte que alguien tuvo la buena idea de inventar el reloj calendario, y así sabemos los días que vivimos, que si no…

Quantrell estaba apoyado contra el muro de un destartalado edificio que en otro tiempo había ostentado con orgullo el principal rasgo de la arquitectura de los primeros años del siglo XXVII — el recubrimiento con acero cromado. Sus muros exteriores estaban ya herrumbrosos y habían tomado un color pardo.

—¿Qué os parece nuestro paraíso en miniatura? —preguntó Quantrell en son de mofa—. ¿Verdad que ante él se cubren de vergüenza las ciudades de la Tierra?

Señaló a la otra orilla del río, donde los altos edificios de la cercana ciudad terrestre brillaban a la luz del sol de la mañana.

—¿Has estado alguna vez en esa ciudad? — quiso saber Alan.

—No —respondió Quantrell—. Pero si esto dura mucho…

El joven Quantrell, muy nervioso, abría y cerraba los puños.

—¿Pasa algo?

—En mi nave, la Encounter. Hemos estado en el espacio más de un siglo, como te he dicho, y al regreso, los inspectores han encontrado que hay que hacer en ella muchas reparaciones. Dos semanas llevamos trabajando en esto, y a juzgar por lo que se ha hecho hasta ahora, se tardará por lo menos otras dos para ponerla en buenas condiciones de navegación. Y yo no sé si podré aguantar tanto tiempo el encierro en este corral…

—Este chico es lo mismo que tu hermano… —empezó a decir Roger. Y arrepentido de sus imprudentes palabras, agregó—: Lo siento.

—Es verdad — dijo Alan.

Quantrell abrió desmesuradamente los ojos y preguntó:

—¿De quién habláis?

.—De mi hermano gemelo, que tenía un desasosiego que no le dejaba vivir. Se marchó…

Quantrell, con un movimiento de cabeza, indicó que entendía la disposición de ánimo que había movido al pobre muchacho a escaparse.

—¡Triste mal es ése! Estaba, como yo, en contra de ciertas cosas. Le envidio. Quisiera tener el valor suficiente para marcharme. A cada día que paso aquí me digo que me iré al día siguiente. Y no lo hago nunca. Me quedo y sigo esperando.

Alan contempló la quieta calle calentada por el sol. Aquí y allí estaban sentados parejas de ancianos, contándose cosas de su juventud, una juventud de mil años atrás. Y pensó el mozo que el Recinto era lugar para viejos.

Pasearon un rato hasta que vieron los rótulos de neón de un teatro.

—Me voy al teatro —dijo Roger—. Me aburro. ¿Venís?

Alan miró a Quantrell, y éste hizo una mueca y dijo que no con la cabeza.

—Yo, no — contestó Alan.

—Yo, tampoco — dijo Quantrell.

Roger se encogió de hombros y replicó:—Pues yo voy a ir. Tengo ganas de ver una función. Hasta luego, Alan.

Después de haberse marchado Roger, Alan y Quantrell siguieron paseando por el Recinto.

Se dijo Alan que más le hubiera valido ir al teatro con Roger. A él también le deprimía el Recinto. En el teatro se distrae uno, no se piensa en las cosas que desagradan.

Pero Quantrell había despertado su curiosidad. No se le ofrecían muchas ocasiones de conversar con un chico de su edad, tripulante de otra nave.

—Como tú sabes, Quantrell, los astronautas llevamos una vida estúpida. No nos damos cuenta de ello hasta que estamos en el Recinto.

—Hace tiempo que lo sé — respondió Quantrell.

—¿Qué hacemos? Ir y venir por el espacio, para luego encerrarnos en el Recinto. No nos gusta esto, y nos esforzamos porque nos guste. Cuando estamos en el espacio, estamos deseando volver al Recinto, y cuando estamos en el Recinto, nos parece que nunca va a llegar la hora de salir de él. ¡Qué vida!

—¿Qué harías tú para remediarlo? Sin aflojar los lazos de amistad que unen a los que nos dedicamos a la navegación interestelar, se entiende.

—Lo resolvería por medio de la hiperpropulsión.

Quantrell se echó a reír.

—Eso es lo primero que hacéis, reíros —dijo Alan, malhumorado—. Os parece una idea descabellada. Ni siquiera pensáis en que, si nosotros no lo hacemos, menos lo harán los científicos terráqueos. Ellos están contentos con las cosas tal como están. No tienen que luchar con la Contracción de Fitzgerald.

—Tengo entendido que se estudia eso de la hiperpropulsión. Desde los tiempos de Cavour, si no voy errado.

—De vez en cuando. No se lo toman muy en serio, y así no llegaremos a ninguna parte. Si algunos hombres se hubiesen puesto a trabajar de veras en ello, ya no habría recintos ni Contracción de Fitzgerald. Podríamos vivir una vida normal.

—Y tu hermano estaría con vosotros.

—Naturalmente. Pero tú y otros, en vez de pensar, os reís.

Quantrell se mostraba pesaroso.

—Lo siento. Me parece que no he puesto bastante combustible en mi máquina de pensar esta vez. Pero la hiperpropulsión acabaría con el sistema de recintos, ¿no crees?

—¡Ni que decir tiene! Al volver del espacio podríamos llevar la vida normal que se lleva en la Tierra, en vez de vivir tan separados unos de otros como ahora.

Alan miró hacia las torres de la ciudad terrestre, que estaban fuera del Recinto, en la otra ribera del río; parecían estar tan lejos, que no se podía llegar hasta ellas. Allí tenía que estar Steve. Acaso habría allí alguien con quien se podría hablar de la hiperpropulsión, alguna persona de influencia que pudiera estimular las investigaciones que tan necesarias eran.

Le parecía que la ciudad terrestre lo llamaba. Era una voz que no se podía desoír. Y él quería; ahogar la voz de su conciencia, el hilo de voz que le decía: «No hagas eso». Se volvió y se puso a mirar los feos edificios del Recinto. Luego miró a Quantrell.

—Has dicho que te gustaría tener más libertad. Quisieras salir del Recinto, ¿verdad, Kevin?

—Sí.

Alan experimentaba una sensación extraña, algo así como si le estuvieran dando golpes en la boca del estómago.

—¿Te gustaría salir conmigo para ir a ver esa ciudad?

—¿Dejando que partan las naves sin nosotros?

—No —respondió Alan, pensando en la cara que puso su padre cuando él le dijo que no volvería Steve—. Mi propósito es pasar en la ciudad un, par de días, para cambiar de aires. La Valhalla no saldrá hasta dentro de cinco días y la Encounter se ha de quedar más tiempo aún. En dos días podremos ver cómo es la ciudad.

—¿Dos días nada más? —preguntó éste al fin—. Si sólo son dos días, bueno.

Tornó a enmudecer, Alan observó que resbalaban las gotas de sudor por la mejilla de Quantrell. Él estaba tranquilo y ello le sorprendía.

Quantrell se sonrió luego y su atezado rostro volvió a mostrar el aire de confianza que el muchacho solía tener.

—Si es así, no lo pienso más. ¡Vamos!

Pero Rata, cuando Alan volvió a su cuarto a buscarla, estuvo la mar de burlona.

—Tú no hablas en serio, Alan. ¿De veras quieres ir a visitar esa ciudad?

Alan asintió con la cabeza e hizo señas al ser extraterrestre para que se subiera en su hombro. Y preguntó, burlón:

—¿Crees que no voy a cumplir mi palabra, Rata? Cuando digo que voy a hacer una cosa, la hago.

Se abrochó la chaqueta, manipuló el interruptor que controlaba los paneles fluorescentes y añadió:

—Pero si tú quieres quedarte, eres muy dueño de hacerlo.

—No, hombre; te acompaño.

Y Rata se subió en el hombro del joven.

Kevin Quantrell los estaba esperando delante del edificio. Dijo Rata, al salir Alan:

—¿Me dejas que te haga una pregunta, Alan?

—Hazla.

—¿Piensas volver o vas a hacer lo que hizo Steve?

—Tendrías que conocerme mejor. Tengo razones para salir, pero nos las que tenía Steve.

—Quiero creerlo.

Parecióle a Alan que en la sonrisa de Quantrell había algo poco convincente. El chico estaba nervioso. Se preguntó Alan si él también lo estaría.

—¿Estás dispuesto? — preguntó Quantrell.

—Siempre lo he estado. ¡Andando!

Alan miró en torno suyo para ver si alguien los observaba. No se veía a nadie por allí cerca. Quantrell echó a andar. Alan siguió detrás de él.

—Supongo que sabrás por donde hemos de pasar, porque yo no lo sé — dijo Alan.

—Bajaremos por esta calle; al llegar al final de ella nos dirigiremos a la derecha y por el Paseo de Carnhill iremos hasta el puente. La ciudad está al otro lado del río.

—Bien.

Llegaron al Paseo de Carnhill. Lo primero que vio Alan fue la majestuosa curva flotante del puente. Luego contempló la ciudad terrestre, que era un montón —alto como una torre— de metal y ladrillo, el cual parecía subir hasta el cielo.

—¿Hemos de cruzar el puente? — preguntó Alan.

Pero Quantrell se detuvo. Estaba con la boca abierta, mirando hacia la ciudad.

—¡La ciudad! — dijo en voz baja.

—Sí. Entremos en ella.

Alan estaba impaciente. Echó a andar para» cruzar el puente. Después de haber caminado tres o cuatro pasos se dio cuenta de que no le seguía Quantrell. Volvióse y vio que el otro astronauta estaba plantado donde se habían detenido, contemplando la ciudad terrestre como si estuviera bajo los efectos de un narcótico.

—¡Qué grande es! — exclamó Quantrell —. ¡Demasiado grande!

—¿Qué te pasa, Kevin?

—Déjalo en paz —murmuró Rata—. No sé por qué me parece que no te va a acompañar.

Alan observó con asombro que Quantrell daba tres pasos atrás. Su cara mostraba una expresión de pasmo.

Se serenó, meneó la cabeza y dijo:

—¿De veras quieres ir, Donnell?

—¡Claro que sí!

Alan miró a su alrededor. Estaba nervioso por si le había visto algún compañero de la Valhalla. Le extrañaba la indecisión de Quantrell, después de haberse mostrado éste tan audaz momentos antes. Alan avanzó dos pasos hacia el puente, sin quitarle la vista al otro.

Quantrell, tras hacer un esfuerzo que le puso la cara colorada, pudo decir:

—No puedo ir contigo. Es que… es que… Es que tengo miedo, Donnell. Esta ciudad es demasiado grande.

Y el chico se fue por donde había venido.

Alan estuvo un rato mirando cómo se alejaba.

—¡Mira que tener miedo!

—Es demasiado grande la ciudad —dijo Rata—. ¿No tienes tú un poquito de miedo, también?

—¡Yo qué voy a tener miedo! —respondió Alan de un modo que se podía dudar de su sinceridad—. Pasaré. Estoy deseando verme en la ciudad. Yo no huyo como Steve. Yo voy a buscar a mi hermano, voy a ver si encuentro algo de la obra de Cavour. ¡Y volveré con ambas cosas!

—Mucho te propones, Alan.

—¡Pues eso, y más, he de hacer!

Alan anduvo unos pasos más y se detuvo junto al puente. El sol de mediodía hacía que el largo arco del puente pareciese una cinta dorada sobre el cielo. Un rótulo luminoso indicaba el paso para peatones. Corrían los automóviles en todas direcciones, envenenando el aire con los escapes de gas.

El joven empezó a cruzar el puente. Miró atrás por última vez. Kevin había desaparecido de la vista. El Recinto parecía un cementerio.

Siguió andando.

¡La ciudad terrestre le esperaba!

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