Capítulo XI

Se metieron en una tabernucha de la Avenida 68, situada tres puertas más abajo de la casa de juego, una taberna antigua en la que, para entrar, había que empujar la puerta con la mano. La mayoría de los parroquianos bebían de pie en el mostrador. Alan y Hawkes se sentaron a un lado de la mesa que había en el fondo de la sala; al lado opuesto tomó asiento Steve.

No había robot allí, y los sirvió el tabernero, un viejo cansado y aburrido de la vida. Hawkes pidió cerveza; Steve, whisky, y Alan, nada.

Alan vio que el rostro de su hermano estaba muy cambiado. Steve tenía veintiséis años; pero, mirada esta edad desde la posición ventajosa que eran los diecisiete de Alan, Steve parecía enormemente viejo, como si hubiese dejado muy atrás la primavera de la vida.

—El Valhalla aterrizó hace poco, Steve. Partiremos para Proción dentro de unos días.

—Bueno; ¿y qué?

—Que al capitán le gustaría volver a verte, hermano.

Steve, pensativo, estuvo mirando a su vaso un buen rato. Alan no le quitaba la vista de encima. Para Alan, el astronauta, hacía menos de dos meses que Steve había desertado. Alan seguía recordando a su hermano gemelo tal cómo éste era por aquel entonces. Había entonces en los ojos de Steve algo que ardía en rescoldo, algo como un fuego de rebeldía, como una humeante pasión. Todo eso se había extinguido ya. Hacía largo tiempo que eso había ardido. Alan veía solamente venillas rojas, los ojos inyectados en sangre de un hombre poco favorecido por la Fortuna.

—¿Es verdad que le gustaría verme? —preguntó Steve—. ¿No preferiría creer que nunca he nacido?

—¡Cómo va a preferir eso!

—Conozco bien al capitán…, a mi padre. Nueve años hace que no lo veo. No me perdonará nunca lo que he hecho. Y yo no quiero hacer una visita a la Valhalla, Alan.

—¿Quién habla de visitas?

—Entonces, ¿qué pretendes de mí?

—Que te reintegres a la nave, que vuelvas a formar parte de su tripulación.

Las palabras de su hermano producían en Steve el efecto de golpes.

Steve tembló un poco y se bebió de un sorbo el licor que quedaba en el vaso que apretaban sus dedos amarillos de nicotina. Miró a Alan y dijo:

—No puedo hacer eso. Es imposible, absolutamente imposible.

—Pero…

Hawkes tocó a Alan con el pie por debajo de la mesa. El joven entendió lo que quería decir el golpecito que le había dado el tahúr y cambió de conversación. Tiempo habría de volver a ese tema.

—Dejemos esto por ahora. Cuéntame tu vida en la Tierra durante esos últimos nueve años.

Steve dejó oír una risa sardónica y dijo:

—No tengo mucho que contar, y lo poco que puedo explicar es una historia muy triste. Salí del Recinto, atravesé el puente y entré en la ciudad de York dispuesto a conquistar el mundo, a hacerme rico y célebre y vivir bien. A los cinco minutos de haber puesto los pies en la Tierra, fui apaleado y robado por una cuadrilla de delincuentes juveniles. ¡Buen principio!

Hizo señas al tabernero para que le trajera otro whisky y continuó así:

—Llevaba cosa de dos semanas en la ciudad cuando me detuvo la policía por indocumentado. La Valhalla hacía días que había partido para Alfa C. Yo no quería volver a la nave. Casi todas las noches soñaba que volvía; pero, cuando me despertaba, veía que no había regresado.

»La policía me educó, enseñándome las costumbres terrestres con buenas dosis de porrazos y quemaduras. Cuando me soltaron ya sabía muy bien las ventajas que tiene el sistema de gremios. Yo no tenía dinero, y viví como pude durante algún tiempo. Cuando me cansé de esa vida, me puse a buscar trabajo. Nadie me quería dar empleo, y yo carecía de la suma necesaria para poder ingresar en uno de los gremios hereditarios. En la Tierra sobra gente, y ningún interés tienen en dar trabajo a un astronauta desertor.

»Pasé hambre. Harto de pasar miseria, al cabo de un año de estar aquí, pedí prestados mil créditos. Hubo un idiota que me los prestó. Con ellos me hice jugador profesional y me inscribí en el Registro de No Agremiados. Era lo único que podía hacer.

—¿Te fue bien? — le preguntó Alan.

—¡Figúrate! Seis meses después debía mil quinientos créditos. Luego, cambió mi suerte. Gané tres mil créditos en un solo mes, y me ascendieron a jugador de la categoría B. A los dos meses de esto, no sólo perdí esos tres mil créditos, sino que tenía trampas por más de dos mil. Y desde entonces voy viviendo así. Le pido dinero prestado a éste, y cuando gano algo, lo pago; pierdo, y le pido dinero a aquél. Y así siempre. Dime tú si esto es vida. A veces sueño con la Valhalla.

Steve hablaba despacio, monótonamente, con acento de tristeza en su voz. El enérgico, el fanfarrón Steve, el que había conocido Alan antes de la separación, debía de existir todavía, oculto dentro de sí mismo, en algún rinconcito de su alma, aunque exteriormente estuviese cubierto de harapos y de las cicatrices que habían dejado en su cuerpo aquellos nueve años crueles que llevaba viviendo en la Tierra.

Nueve años eran un abismo tremendo. Alan compadecía a su hermano. El joven, tras respirar un momento, dijo:

—Si pudieras volver a formar parte de la tripulación sabiendo que no recriminarán tu conducta, ¿regresarías a la nave?

Los ojos de Steve brillaron como antaño.

—¡Claro que sí! Pero…

—Pero ¿qué?

—Debo siete mil créditos. Siguen empeorando las cosas para mí. Esa jugada que me has visto ganar esta noche es la primera que he hecho en tres días. Sigo siendo jugador de tercera categoría, pese a los nueve años que llevo en el oficio. Todos no podemos ser tan diestros como Hawkes. Y ¿qué otra profesión puedo ejercer yo en un mundo superpoblado y hostil como éste?

Pensó Alan que siete mil créditos era lo que ganaba Hawkes en una semana. Steve no podría pagar esa deuda en toda su vida.

—¿A quién debes ese dinero? — preguntó Hawkes de repente.

Steve miró al jugador.

—Al Sindicato Bryson y a Lome Hollis. Mayor cantidad al Sindicato. El Sindicato me hace vigilar por un individuo que me sigue adondequiera que voy. Ahora mismo está en esta taberna, allá abajo. Si vieran que me acercaba al Recinto, me exigirían la devolución inmediata del dinero. No se puede jugar con ese Sindicato.

Hawkes quiso tantear al infeliz y dijo:

—Supón que alguien pagara esa deuda por ti…

Steve le cortó y meneó la cabeza.

—No; no quiero limosnas. Sé que es usted de la categoría A y que siete mil créditos no son nada para usted. No puedo aceptar. En mi situación, no tengo más remedio que quedarme en la Tierra. A ello me resigno. He elegido esto, y lo merezco.

—Sé razonable —dijo Alan—. Hawkes arreglará la cuestión de las deudas. A papá le darás una alegría inmensa si vuelves a la nave…

—¿Tú crees que le daría alegría verme volver vencido, harapiento, hecho un viejo a los veintiséis años? Pues yo creo que no. El capitán me ha borrado de su memoria hace tiempo. Seríamos extraños el uno para el otro.

—En eso te equivocas Steve. Él ha sido quien me ha hecho venir aquí. Me dijo: «Si tienes la suerte de encontrar a Steve, dile, suplícale en mi nombre, que vuelva a bordo.» Todos están deseando que vuelvas. Nuestro padre te ha perdonado, hermano — mintió Alan.

Steve, con el ceño fruncido, indeciso, guardó silencio por un momento. Luego, tomó una resolución. Sacudió la cabeza y dijo:

—Contesto que no a los dos. Os lo agradezco de todo corazón. Y tú, Alan, regresa a bordo y olvídate de que yo existo. Ni siquiera merezco que os ocupéis de mí.

—Escucha, Steve…

El puntapié que le dio Hawkes hizo callar a Alan. El joven miró al tahúr con curiosidad.

—Esto es cosa resuelta, a lo que veo —terció Hawkes—. Si se quiere quedar, no se le puede obligar a que no se quede.

—Tengo que quedarme en la Tierra —respondió Steve—. Y ahora he de volver a la casa de juego. No puede permitirse el lujo de estar aquí más tiempo quien tiene deudas.

—Naturalmente que no —dijo Hawkes—. Pero, antes de irte, quisiera que echáramos otro trago. Convido yo. Sentiría que me hicieses un desprecio.

—Eso nunca — contestó Steve, sonriendo.

Steve hizo ademán de llamar al tabernero. No se lo consintió Hawkes.

—Es viejo y está cansado. Iré yo al mostrador.

Y levantándose de la silla, sin dar tiempo a Steve a protestar, el tahúr se dirigió al mostrador.

Alan seguía mirando a su hermano. Le inspiraba lástima Steve. No había tenido suerte el pobre. Había pagado muy cara la libertad con que soñaba a bordo. Y ¿podía llamar libertad a estar trabajando en un garito, en un planeta tan pequeño e inmundo como la Tierra para ganar dinero con que pagar sus deudas?

El muchacho había agotado todos los argumentos que pudieran persuadir a su hermano; todo era en vano, porque Steve quería quedarse en la Tierra. Steve no hacía bien. Steve merecía que lo salvasen. Había cometido el grave error de desertar de la nave; pero nada impedía que volviese a su vida de antes. ¿Qué más escarmiento que lo que había padecido? Si a ello se negaba…

Regresó Hawkes con un vaso de whisky para Steve y otro de cerveza para él. Dejó los vasos sobre la mesa y dijo:

—Brindemos porque seas pronto jugador de la categoría A.

—Gracias.

Después de haberse bebido el whisky, Steve abrió desmesuradamente los ojos. Quiso decir algo, y no pudo. Dejó caer la cabeza sobre la mesa, dándose un golpe en la barbilla.

Alan, asustado, miró a Hawkes.

—¿Qué le pasa a mi hermano?

—Nada —respondió el tahúr—, No te alarmes. Le he puesto en el whisky dos gotas de enzima sintética. Es una cosa insípida, pero que produce efectos inmediatos, como estás viendo. Estará durmiendo diez horas seguidas.

—¿Quién le ha facilitado ese narcótico?

—El tabernero. Le he dicho que lo hacía con buen fin, y me ha creído. Aguarda tú aquí. Voy a hablar con ese individuo del Sindicato Bryson para arreglar lo de la deuda. Cuando yo vuelva, lo llevaremos a la Valhalla entre los dos, antes que despierte.

Pensaba Alan que tendría que contar a su hermano lo que había pasado. Steve se tendría que resignar porque cuando despertase, la astronave estaría volando hacia Proción. No estaba bien aquello, pero eran poderosos los motivos que le impelían a hacerlo. Se hacía con buen fin, como dijo Hawkes.

Alan levantó a su hermano de la silla. ¡Qué poco pesaba Steve para lo rollizo que estaba! Era indudable que los músculos pesaban más que la grasa. El joven, con su hermano a cuestas, echó a andar hacia la puerta de la taberna. Al pasar por delante del tabernero, éste le sonrió. Se preguntó Alan qué le habría dicho Hawkes.

En aquel momento, tres mesas más allá, Hawkes se despedía con un apretón de manos del hombre delgado y moreno con quien había estado hablando. Se dijo el muchacho que seguramente habían llegado a un acuerdo. Hawkes ayudó a Alan a llevar a Steve.

—El tubo nos conducirá al Bulevar Carhill —dijo el tahúr—. Después tomaremos el autobús para ir al Recinto y al espaciopuerto.

El viaje duró cerca de una hora. Steve iba sentado entre Alan y Hawkes. El cuerpo del dormido se movía de un lado a otro sin que Steve se despertase. Lo raro fue que esto no llamase la atención ni en el coche del tubo ni en el autobús. Al parecer los habitantes de la Tierra eran muy despreocupados. En la ciudad de York a nadie parecía importarle si lo que llevaban Alan y Hawkes era un hombre desmayado o un cadáver. El autobús pasó por el puente y atravesó el Recinto para ir al astropuerto. Alan no vio a ningún conocido en las calles del Recinto.

El astropuerto era un bosque de naves que descansaban sobre la cola, esperando el momento de salir. Muchas de ellas eran naves de carga, tripuladas sólo por dos hombres, que iban de la Tierra a las colonias establecidas en la Luna, en Marte y en Plutón. Alan se alzó sobre las puntas de los pies para echar una mirada al dorado casco de la Valhalla. No pudo ver su nave. Pensó el joven que, puesto que tenía que salir el sábado, la tripulación estaría trabajando para ponerla en condiciones de realizar el viaje.

Vio, sí, la Encounter, la gran nave en que iba Kevin Quantrell. La estaban reparando para que pudiera salir lo antes posible.

En el campo de aterrizaje se les acercó un robot y les dijo:

—¿En qué puedo servir a ustedes?

—Soy tripulante de la Valhalla —respondió Alan—. Regreso a bordo. ¿Me quiere llevar a la nave?

—Con mucho gusto.

Alan se volvió hacia Hawkes. Había llegado el momento de la despedida. Notó que Rata le tiraba de la manga como si quisiera recordarle algo.

—No es necesario que entre usted en el astropuerto con nosotros, amigo Hawkes. Le debo gratitud eterna por la ayuda que me ha prestado. Sin usted, no hubiera encontrado a Steve. En cuanto a la apuesta que hemos hecho… como al fin y al cabo vuelvo a la nave… se la he ganado a usted. Pero no le pido que me entregue esos mil créditos. Después de lo que usted ha hecho por Steve, no debo hacerlo.

Alargó la mano a Hawkes, y éste se la estrechó. Pero el jugador sonreía de un modo extraño.

—Si te debiese dinero, te lo pagaría, Alan. Yo obro así. Los siete mil créditos que he entregado en nombre de tu hermano son cuenta aparte. Pero no has ganado la apuesta todavía; no la ganarás hasta que la Valhalla esté en el espacio y tú a bordo de ella.

El robot daba muestras de impaciencia.

—Lleva ahora a tu hermano a bordo —dijo Hawkes—. No me despido de ti aún. Vuelve después de dejar a Steve en la nave, y nos daremos un abrazo. Aquí te espero.

Alan movió la cabeza.

—Sentiría mucho que tuviera que esperar en vano. La Valhalla debe estar a punto de partir, y si es así no podré volver. Démonos el abrazo, y adiós.

—Eso de que no volverás, ya lo veremos. Te apuesto diez contra uno.

—Perdería usted esta apuesta también.

La voz de Alan dijo esto con un acento que no convenció ni a su propio dueño. Con el ceño fruncido, atravesó el campo con Steve a cuestas. Todo el tiempo que tardó en llegar a la Valhalla fue abismado en sus pensamientos. Empezaba a temer que Hawkes le iba a ganar la apuesta.

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