Capítulo XII

Se emocionó Alan, sintió algo semejante a la nostalgia al volver a ver a la Valhalla, la cual estaba al término del campo, altiva, magnífica. Zumbaban en derredor de la nave numerosos camiones que transportaban combustible y mercancías que iban a ser cargadas a bordo. Veía también el joven al larguirucho Dan Kelleher, que estaba dando órdenes a los hombres sudorosos e inspeccionando el trabajo de éstos.

Alan, con su hermano a cuestas, siguió andando. Gritaba en aquel momento Kelleher:

—¿Es que tenéis los músculos blandos, que no tenéis fuerza para mover las manivelas de los tornos? A ver si… —. Y al darse cuenta de la presencia de Alan, dijo bajito —: ¡Alan!

—¡Hola, Dan! ¿Anda mi padre por ahí?

Kelleher estaba mirando con curiosidad al dormido Steve.

—Está franco de servicio. Está de guardia Art Kandin.

—Gracias —respondió Alan—. Voy a hablar con Kandin ahora mismo.

—Bueno. ¿Traes a…?

—Sí, es Steve.

El chico pasó por entre las grúas y subió a la nave por la rampa mecánica. Estaba cansado, pues hacia rato que llevaba la carga de su hermano. Sentó a Steve junto a una ventana, frente a una pantalla televisora, y dijo a Rata:

—Estáte tú aquí, y si alguien te pregunta quién es, dile la verdad.

—Está bien.

Alan encontró a Art Kandin en la Sala de Mandos Central, formando la lista de los tripulantes que prestarían servicio al día siguiente, que era el de la salida de la nave. El mofletudo primer oficial no oyó entrar a Alan.

—¡Art!

Kandin se volvió y se puso pálido.

—¡Alan! ¿Se puede saber dónde has estado estos dos días últimos?

—En la ciudad. ¿Cómo se ha tomado mi ausencia mi padre? ¿Estaba inquieto por mí?

El primer oficial sacudió la cabeza y respondió:

—Si tenía inquietud, no la manifestaba. Decía que no habías desertado, que te habías ido a ver la ciudad. Y decía eso una y otra vez, como si realmente no lo creyera, como si quisiera convencerse a sí mismo de que tú volverías.

—¿Dónde está ahora?

—En su cámara. Voy a telefonearle.

—No; no le haga venir. Dígale que estoy en la cubierta B. Allí he dejado a Steve.

Kandin se encogió de hombros y dijo que así lo iba a hacer.

Alan regresó al sitio en que había dejado a su hermano. Rata, que estaba sentado sobre el hombro de Steve, miró a su amigo.

—¿Ha venido alguien? — preguntó el joven.

—Nadie, desde que tú te fuiste —contestó el ser extraterrestre.

—¡Alan! — llamó una voz reposada.

Volvióse Alan y dijo:

—¡Papá!

El enjuto y severo rostro del capitán tenía algunas arrugas más. Las ojeras, las manchas lívidas que aparecían debajo de los párpados, pregonaban que no había podido conciliar el sueño la noche pasada. Tomó la mano de Alan y se la estrechó con fuerza, como padre, no como capitán de la nave. Luego miró al hombre dormido que estaba detrás de Alan.

—He encontrado a Steve en la ciudad, padre.

La mirada del capitán Donnell expresó una inquietud que sólo duró un instante. Se sonrió luego y dijo:

—Me extraña veros a los dos aquí. ¿Cómo te las has arreglado para traer a Steve? Volverá a formar parte de la tripulación. ¿Por qué duerme de ese modo? Parece como si estuviese ebrio.

—Le hemos dado un narcótico. Es muy largo de contar, papá.

—Me lo contarás más tarde, cuando la nave haya partido.

—Te lo contará el propio Steve cuando despierte esta noche. Tiene mucho que contar. Yo me vuelvo a la ciudad.

—¿Que te vuelves a la ciudad, dices?

—Sí.

Era eso fácil de decir en aquel momento, puesto que, mientras Alan cruzaba el astropuerto en dirección de la Valhalla, había cristalizado ya la decisión tomada por el joven, la cual había ido adoptando vaga forma durante algunas horas antes.

—Te he traído a Steve, papá. Tendrás un hijo a bordo. Yo me marcho. Necesito vivir en la Tierra por algún tiempo. Según el Reglamento, tú no te puedes negar a concederme la excedencia.

—Es cierto, Alan; pero ¿para qué la quieres?

—Para poder llevar a cabo mis propósitos. En la Tierra podré trabajar en ello mejor que a bordo. Quiero ver si encuentro el cuaderno de apuntes de Cavour. Sigo creyendo que perfeccionó la hiperpropulsión. Y si no es así, la perfeccionaré yo. Dile a Steve que le deseo buena suerte y pídele que él me la desee a mí —. Y mirando a Rata, dijo a éste —: Tú, Rata, quédate con Steve. Si tú hubieras estado con él, en vez de conmigo, mi hermano no habría desertado.

Alan miró a su alrededor, a su padre, a Steve, a Rata. No podía decir mucho más de lo que había dicho. Sabía que si prolongaba más tiempo la escena de despedida, se afligirían más su padre y él.

—No volveremos de Proción hasta dentro de veinte años, Alan. Tú tendrás para entonces treinta y siete años y…

Sonrióse Alan.

—Tengo el presentimiento y abrigo la esperanza de que nos veremos antes, papá. Despídeme de mis compañeros. ¡Hasta pronto!

—¡Dios te bendiga, hijo mío!

Alan bajó por la rampa. No dijo nada a Kelleher ni a los hombres que estaban cargando la nave. Atravesó el campo casi corriendo. Iba contento. Ya había encontrado parte de lo que buscaba. Steve volvía a hallarse a bordo de la Valhalla. Pero él tenía que empezar a trabajar ahora. Tenía que hacer que fuese un hecho la hiperpropulsión. Quizás Hawkes le ayudaría. Tenía que triunfar, que realizar sus proyectos esta vez. Pero no era aquél el momento de pensar en eso.

El tahúr le aguardaba en el mismo sitio. Recibió, risueño, a Alan.

—Ha ganado usted la apuesta —le dijo el joven.

—Puedo decir que he perdido muy pocas. Me debes cien créditos. Ya me los pagarás más adelante.

Regresaron a la ciudad de York casi sin hablarse durante el viaje. Pensaba Alan que Hawkes, obrando con la discreción que le caracterizaba, o se abstenía de preguntar a su joven amigo los motivos que había tenido para tomar esa decisión o había barruntado que él, Alan, no partiría para Proción en el Valhalla.

El fin que perseguía Alan era la hiperpropulsión de Cavour. Se dejaría proteger por el tahúr para conocer mejor las cosas de la vida. Nada perdería en hacer la prueba. Tenía que inventar, y lo inventaría, un sistema de propulsión que hiciera navegar a las astronaves a mayor velocidad que la luz.

Ya en el piso de Hawkes, éste obsequió al muchacho con una copita.

—Para celebrar la constitución de nuestra sociedad —dijo el jugador.

Alan aceptó la copa y se la bebió. El licor le abrasó la garganta un momento, y pensó el joven que jamás se aficionaría a la bebida. Sacó un objeto de uno de sus bolsillos. Hawkes, al verlo, mostró su extrañeza frunciendo el ceño y preguntando:

—¿Qué es eso?

—Mi reloj calendario. Todos los astronautas tenemos uno. Por él sabemos nuestra edad cronológica cuando estamos a bordo. ¿Ve usted? Aquí dice: «Año 17, Día 3». Cada veinticuatro horas de tiempo subjetivo, cambia el día; y al llegar a trescientos sesenta y cinco días, el año. Me parece que, de ahora en adelante, no voy a necesitar más este reloj. Estoy en la Tierra. Cada día que pasa no es más que un día. La misma cosa son el tiempo objetivo y el subjetivo.

—Puedes tirar ya ese aparatito que te dice la edad que tienes —dijo Hawkes, riéndose alegremente—. Y enseñando a Alan un botón que había en la pared, añadió —: Apretando este botón, saldrá la cama. Yo dormiré en la habitación de siempre. Lo primero que haré mañana es comprarte ropa, para que puedas andar por las calles sin que la gente te señale con el dedo y te insulte llamándote ¡navícola! Te presentaré a algunos amigos míos. Aprenderás el oficio en los locales de categoría C.

Los primeros días de vivir con Hawkes fueron muy emocionantes para Alan. El jugador quiso que su joven amigo vistiera a la última moda, con ropa moderna que tenía cierres automáticos o de cremallera y botones de presión, que, cosa increíble, resultaban más cómodos que el uniforme de astronauta. Poco a poco iba conociendo mejor la ciudad de York y le extrañaban menos las cosas que en ella veía. Estudiaba los mapas del tubo y del torpedo aéreo para saber por donde había de pasar para trasladarse de un lado a otro.

Comían a eso de las seis de la tarde y luego se iban a trabajar, Hawkes operaba en las casas de juego de la categoría A. La primera semana Alan acompañó a Hawkes. Se ponía detrás de su maestro para aprender la técnica que éste empleaba. Al empezar la segunda semana el joven jugaba ya en los locales de la categoría C situados cerca de los de la categoría A en que operaba Hawkes.

Cuando el joven preguntaba a Hawkes si debía inscribirse en el Registro de No agremiados, el tahúr le respondía:

—Todavía no.

—Pero ¿por qué? Ya hace una semana que soy jugador profesional.

—Porque no hace falta. No lo manda la ley.

—Yo quiero inscribirme. Tengo ganas de estampar mi firma en algún documento, para demostrar que resido en la Tierra.

Los serenos ojos azules de Hawkes miraron de una manera extraña a Alan, que a éste le pareció amenazadora.

—No quiero que pongas tu firma en ningún papel ni que te inscribas en el Registro de No Agremiados. ¿Te enteras?

—Sí, pero…

—¡Sin pero!

Alan refrenó su cólera. Estaba acostumbrado a obedecer. Hawkes sabía más que él. De todas formas dependía del tahúr y no quería enojarle innecesariamente por el momento. Hawkes era rico; podía financiar la construcción de una nave movida por la hiperpropulsión. Alan pensaba en esto con serenidad, y se sorprendía y hasta se regocijaba cuando se daba cuenta de lo ingenuamente que estaba obrando desde que dejó de ser tripulante de la Valhalla.

Primero empleó esta ingenuidad en las mesas de juego. En los primeros diez días de ejercer la profesión perdió —los perdió Hawkes, que se los dio— setecientos créditos, pese a haber ganado una jugada de trescientos una noche.

Hawkes se quedó tan tranquilo.

—Aprenderás el oficio con el tiempo, Alan. Dentro de unas cuantas semanas más sabrás hacer las combinaciones, mover los dedos con agilidad y destreza, pensar con rapidez.

Alan estaba abatido. Aquella noche había perdido trescientos créditos. Le parecía que sus torpes dedos jamás sabrían hacer las combinaciones con bastante rapidez. Él, como Steve, había nacido para perder. Nunca llegaría a adquirir la destreza que exigía el oficio de tahúr.

—Me alegro de verle tan optimista, Hawkes. Si no le importa perder dinero…

—Algún día ganarás el doble para mí. He hecho una apuesta de cinco contra uno a que antes del otoño serás jugador de la categoría B.

Alan lo dudaba. Para ser jugador de la categoría B había que ganar por término medio doscientos créditos cada noche durante diez días seguidos, o tres mil en un mes. Y eso parecía cosa imposible. Pero, como de costumbre, Hawkes ganó la apuesta. En los meses de mayo y junio mejoró la suerte de Alan. A principios de julio ganó algunas jugadas fuertes, y se oyeron rumores de protesta cada vez que fue a la banca a cobrar. Aquella noche volvió a casa con seiscientos créditos de ganancia. Hawkes abrió un cajón y sacó de él una esbelta pistola que disparaba neutrinos.

—Será mejor que lleves esto encima de aquí en adelante, Alan.

—¿Para qué?

—Para defenderte. Empiezan a fijarse en lo que haces. Se habla mucho de ti. Saben que cada noche vuelves a casa con dinero en el bolsillo.

Alan examinó la pistola. Era un arma que lanzaba por la boca mortíferas corrientes de neutrinos activos, de un modo invisible y sin formar masa, de efectos fatales.

—¿He de hacer uso de ella? —preguntó el muchacho.

—Una sola vez. Si lo haces bien, no tendrás que utilizarla más.

Alan no había tenido necesidad de emplearla, pero la llevaba siempre encima. Seguía aumentando su habilidad en el juego. Aquel juego era como la astrogación. Aprendió a hacer las combinaciones en menos tiempo que sus rivales.

En una noche cálida de mediados de julio, el dueño de la casa de juego que más frecuentaba Alan detuvo a éste al entrar y le dijo:

—¿Es usted Donnell?

—Sí, señor. ¿Pasa algo?

—Nada grave. He observado que en las dos últimas semanas ha ganado usted cerca de tres mil créditos. Por esa razón, no puede continuar operando en esta casa. No tengo queja de usted, y de veras lo siento. Tome esto. Es para que le dejen entrar en las casas donde trabajará en lo sucesivo.

El dueño dió al joven una tarjeta. Era una tarjeta de plástico de color gris; en letras amarillas se leía en ella: CATEGORÍA B. Alan había sido ascendido.

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