Capítulo XVII

El Diario de Cavour era un documento curioso y fascinador. Alan no se cansaba de leerlo. Con la imaginación intentaba ver la imagen del denodado y estrafalario fanático que tan desesperados esfuerzos había hecho por acercar los astros a la Tierra.

Como muchos solitarios amargados, Cavour había sido entusiasta diarista. En su Diario relataba los sucesos de su vida cotidiana: las digestiones buenas o malas que hacía, el estado del tiempo, las ideas raras que se le ocurrían o los pensamientos descarriados que tenía, lo que contemplándola como observador veía en la Humanidad en general. Pero lo que más interesaba a Alan era lo que escribía sobre las investigaciones y experimentos para resolver el problema de la hiperpropulsión, de la navegación espacial a mayor velocidad que la luz.

Cavour había trabajado años enteros en Londres, molestado por los periodistas y siendo objeto de la mofa de los científicos. A finales del año 2569 había presentido que se hallaba en el umbral del triunfo. El 8 de enero de 2570 escribió en su Diario:

«El terreno, la situación de la Siberia, es casi perfecto. Si no me ha costado el resto de los ahorros que yo tenía, poco le falta; pero el caso es que aquí tendré la soledad que tanto necesito. Calculo que dentro de seis meses más estará terminado el prototipo inventado por mí. Me llena de profunda amargura el verme forzado a trabajar en mi nave como un obrero cualquiera, cuando hubiera tenido que cesar la parte que a mí me corresponde tres años atrás al exponer yo mí teoría y trazar los planos de la nave. Pero así lo quiere el mundo, y así habrá de ser.»

El 8 de mayo del mismo año:

«Hoy ha venido un visitante, sin duda periodista. Lo he despedido antes de que pudiese distraerme de mi trabajo, pero mucho me temo que él, y otros más, volverán. Ni en esta yerma tundra siberiana me dejan en paz. La obra va saliendo bien, aunque con alguna lentitud. Me daré por satisfecho si la nave queda terminada antes de fin de año,»

El 17 de agosto:

«Los aeroplanos dan vueltas sobre mi laboratorio, y hasta puedo decir que lo cercan. Sospecho que me espían. La nave está a punto de ser acabada. Estará en condiciones de navegar por el sistema de propulsión de Lexman uno de estos días; pero el montaje tardará algunos meses en hacerse.»

El 20 de septiembre:

«Los entremetidos se están haciendo intolerables. Cinco días seguidos hace que un periodista norteamericano intenta que le conceda una entrevista. Al parecer, mi laboratorio siberiano secreto se ha convertido en atracción turística mundial. Por lo que se refiere al generador, tengo que vencer aún grandes dificultades; hay muchas cosas que perfeccionar todavía. No puedo trabajar en estas condiciones. Prácticamente, he suspendido la construcción de maquinaria esta semana.»

Y el 11 de octubre de 2570:

«No me queda otro remedio; tendré que irme de la Tierra para acabar de montar mi generador. Los necios que me acechan para arrancarme el secreto y los burlones no me dejarán en paz, y en ninguna parte de la Tierra puedo tener la soledad que necesito. Me iré a Venus, que está deshabitado o es inhabitable. Acaso no me molestarán durante el par de meses necesarios para poner mi nave en buenas condiciones de navegación interplanetaria. Después podré volver a la Tierra para enseñarles lo que he hecho, y les ofreceré un viaje de demostración a Rigel —ida y vuelta en pocos días—, y quizá…

»¿Por qué atormentan en la Tierra a los pocos hombres que tienen ideas originales? ¿Por qué me persiguen sin cesar desde que declaré que hay un modo de hacer más cortas las distancias espaciales? Nadie contesta a estas interrogaciones. La contestación se oculta en el más apartado y oscuro lugar del alma colectiva humana, y nadie comprende lo que sucede allí. Estoy contento de saber que triunfaré, pese a todo. Algún día, en los siglos venideros, se acordarán de mí y dirán que fui uno de los que lucharon victoriosamente contra la corriente, como Copérnico, como Galileo.»

El Diario terminaba así; pero en las páginas finales —muy pocas— había cálculos, un esquema de colocación en la órbita de Venus, cifras, estadísticas de la distribución geográfica de las masas continentales de Venus.

Alan pensaba que Cavour fue en verdad un bicho raro. La mitad de las «persecuciones» de que se quejaba solamente habían existido en su febril imaginación. Eso poco importaba. Había ido a Venus; daba testimonio de ello el Diario, que había ido a parar al Instituto de Tecnología de Londres. Y, para Alan, sólo había que dar el siguiente paso lógico: ir a Venus, seguir la órbita que Cavour había trazado en su Diario.

Se decía el joven que tal vez no sería imposible hallar la nave en que viajó Cavour, y hasta el lugar en que tuvo su laboratorio y algunas notas de sus observaciones. Alan no podía abandonar la pista que había descubierto, sino que tenía que seguirla.

Habló de ello con Jesperson.

—Voy a comprar una nave pequeña para ir a Venus.

Miró al abogado con ansiedad, dispuesto a no admitir los reparos que éste le hiciera. Pero el letrado se limitó a sonreír y responder:

—Está bien. ¿Cuándo piensa irse?

—¿No se opondrá usted? La nave costará por lo menos doscientos mil créditos.

—Me lo figuro. Yo también he leído el Diario de Cavour. Sabía que no tardaría usted mucho en querer ir a Venus. Me creo inteligente y opino que vale la pena dar esa batalla. Cuando haya elegido la nave, dígamelo, y le firmaré el cheque.

Pero no era la cosa tan fácil como parecía. Alan la buscó, pues la quería nueva, a ser posible. Estuvo varios meses viendo y examinando naves, oyendo los consejos de los hombres entendidos que prestaban sus servicios en el astropuerto. Finalmente, eligió una, que le pareció la que necesitaba. Era una bonita y brillante máquina de veinte metros, modelo 3878, equipada con convertidores Lexman y reactores iónicos corrientes para el vuelo atmosférico. Era hermosa de verdad vista en el astropuerto a la sombra que proyectaban las grandes astronaves.

Alan se enorgullecía de ser su dueño. Era una aguja fina de color verde oscuro que deseaba vivamente atravesar el vacío. El joven, que solía pasearse por el astropuerto, oía las alabanzas que le hacían los hombres que trabajaban allí.

—¡Qué bonita es esta nave verde! ¿Quién será el feliz mortal que la posee?

A Alan le daban ganas de decirles: «Es mía. Su propietario soy yo, Alan Donnell.» Pero se hubieran reído de él. Los mozos de menos de diecinueve años no poseían naves último modelo que valían 225.000 créditos.

Ardía en deseos de estrenarla; pero, tras un aplazamiento, venía otro. Primero, tenía que ganar el título de piloto, y para eso había de estudiar y examinarse; pero, como ya había aprendido muchas cosas en la Valhalla —astrogación, etc.—, bastóle seguir un curso abreviado de seis meses. Alan se desesperaba al pensar que se le iba a hacer larguísimo ese medio año, pero sabía que era necesario hacer esos estudios. Por pequeña que fuese una astronave, era un arma peligrosa en manos inhábiles. Una astronave mal gobernada descendía hacia la tierra a una velocidad tan grande, que podría causar millares de muertes. La onda de choque podía arrasar una extensión de tierra de ochenta kilómetros cuadrados.

Fue aprobado en junio de 3879, un mes después del vigésimo aniversario de su nacimiento. Para ese tiempo ya había computado y vuelto a computar un centenar de veces su órbita para ir a Venus.

Tres años duraba su ausencia de la Valhalla. Su niñez y su adolescencia le parecían ahora un sueño confuso y arrinconado en el fondo de su memoria. La Valhalla, con su padre y su hermano y sus amigos a bordo, estaba ya a una distancia de tres años de la Tierra y tardaría otros siete años en llegar a Proción.

Gracias a la Contracción de Fitzgerald, sólo eran unas cuatro semanas para la tripulación; para los tripulantes de esa nave solamente había pasado un mes desde que Alan se había separado de ellos, pero para el mozo habían transcurrido tres años.

Había crecido en esos tres años. Sabía adonde iba y nada le asustaba. Conocía a la gente. Y veía que se estaba acercando cada vez más el momento de lograr su gran ambición.

La salida estaba señalada para el 5 de septiembre de 3879. La órbita, la trayectoria que iba a seguir, requería un viaje de seis días, a poca aceleración, de un punto a otro de los 65.000.000 de kilómetros que separan la Tierra de Venus.

En el astropuerto, Alan mostró su título de piloto y entregó un informe de la órbita que se proponía seguir.

El personal del astropuerto encargado de poner en condiciones de navegación a la nave estaba ya avisado de que ésta despegaría ese día. Hubo manifestaciones de sorpresa cuando Alan subió a la cámara de mando y al ver que el nombre que llevaba la nave era el de James Hudson Cavour; pero nadie se atrevió a preguntar nada al joven.

Los ojos de Alan acariciaron los relucientes instrumentos del cuadro de mandos. Se puso al habla con la torre central y de allí le dijeron la hora de despegue. Inspeccionó rápidamente los contadores de combustible, las válvulas de respuesta de los timones-reactores. Grabó en una cinta la órbita y la puso en la bandeja receptora del piloto automático. La cinta penetró en el computador haciendo un agradable zumbido.

—Faltan ocho minutos para despegar.

Nunca habían pasado tan despacio ocho minutos. Alan miró hacia abajo, al campo, y vio que los hombres estaban haciendo los preparativos para el despegue.

—Falta un minuto para despegar, piloto Donnell.

Diez segundos antes de que dieran el aviso de salir, Alan hizo funcionar el piloto automático y apretó el botón que transformaba su asiento en una especie de hamaca que le protegería de la aceleración. El asiento descendió, y Alan se halló tendido en la hamaca, la cual se movía suavemente de un lado a otro. Desde la torre de control dieron la orden de despegue. Alan, impaciente, esperaba que se oyera el ruido de la aceleración.

Al hacerse audible, la nave empezó a dar sacudidas, luchó con la gravedad por un momento y luego despegó de la Tierra.

Un rato después vino el silencio repentinamente, al enmudecer las turbinas. Lo rompieron las turbinas laterales al ponerse a funcionar y dar movimiento de barrena longitudinal a la pequeña nave. La gravedad artificial empezó a desempeñar sus funciones. El despegue había sido perfecto. Ya sólo restaba esperar que se acercase Venus.

Los días pasaban. Alan experimentaba, alternativamente, estados de melancolía y de euforia. Cuando se sentía melancólico se decía que ese viaje a Venus era una locura, que Cavour había sido un paranoico y que la navegación hiperespacial era el sueño de un idiota.

Pero en sus momentos de alegría se imaginaba que iba a encontrar la nave de Cavour, y él construiría una flota movida por la hiperpropulsión. ¡Se podría llegar a las lejanas estrellas casi instantáneamente! Como había dado la vuelta a la Tierra hacía dos años, así daría la vuelta a las galaxias. Visitaría Canopus y Deneb, Proción y Rigel, iría a todas ellas. Iría de una estrella a otra, desde un extremo del Universo al otro.

El brillante óvalo de Venus relucía más y más. Se arremolinaba y enroscaba la capa nebulosa que envolvía al planeta hermano de la Tierra.

Virtualmente, Venus era un mundo desconocido. Las colonias de terrestres estaban establecidas en Marte y Plutón; pero Venus no había sido aún explorado a causa de su desagradable atmósfera de formaldehído. Tanto si estaba habitado como si era inhabitable, ese planeta no reunía condiciones para la colonización.

La nave penetró en la capa nebulosa. La Cavour, que estaba siguiendo la órbita, dejaba detrás de sí y flotando los chorros de vapor gris. Alan navegaba ya haciendo él de piloto, ejecutando lo mejor que podía y sabía las viejas ecuaciones de Cavour. Gobernaba la nave haciéndola seguir una extensa órbita en espiral a mil metros sobre la superficie de Venus. Ajustó la pantalla televisora.

Alan orbitaba sobre una llanura. Era fantástico el celaje —de colores azules y verdes de diversos matices sobre fondo rosa—, y el aire era de color gris algo oscuro. Al denso sudario de vapores que envolvía el planeta no lo atravesaban los rayos del sol.

Cinco horas seguidas exploró la llanura, con la esperanza de descubrir alguna señal de haber sido habitada por Cavour. Se decía el joven que era vana esperanza; en los mil trescientos años transcurridos los vendavales de Venus habrían destruido todo lo que allí construyera Cavour, suponiendo que éste hubiese llegado realmente a Venus. Acaso no llegó nunca. Y había un millón de «acasos».

Alan calculó la órbita, y en ella colocó a la nave. El mozo miró hacia abajo suponiendo, contra toda esperanza, que vería algo. Se preguntó si Max Hawkes hubiera hecho una apuesta sobre el éxito del viaje. Max era el hombre de las corazonadas, y acertaba infaliblemente.

El muchacho habló a Max con el pensamiento y le dijo:

—Tengo ese presentimiento. Ayúdame una vez más desde donde estés, Max. Préstame un poco de tu buena suerte, la necesito.

Se puso a dar vueltas nuevamente. El día de Venus duraría tres semanas más. No había que temer que oscureciese.

¿Hallaría algo?

—¿Que será eso?

Manipuló los mandos, paró el piloto automático y salió de la órbita para retroceder, para volver a explorar lo que antes había avistado sin resultado positivo.

Ese pálido brillo metálico que veía allá abajo… ¿no sería el de una astronave que estaba sobre la arena?

Sí; era una astronave.

Allí había una nave y una cueva. Alan se extrañaba de estar tan sereno. Descendió y su nave quedó parada en medio del yermo desierto de Venus.

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