Alan metió los platos en la tolva y salió del comedor en seguida. Tenía que ir a la Sala Central de Mandos, pieza larga y ancha que era el centro nervioso de las actividades de la nave, así como el Salón de Recreo, al que podían asistir todos; era, para la tripulación, el centro en que podían cultivar el trato social los que estaban francos de servicio.
En la gran pizarra de avisos estaban escritos con yeso los de nombres los tripulantes que habían de hacer las faenas del día. Alan buscó el suyo.
—Hoy te toca trabajar conmigo, Alan — dijo una voz reposada.
Volvióse el mozo al oír aquella voz y vio a Dan Kelleher, jefe de almacén, hombre bajito y de pocas carnes. Alan arrugó el entrecejo y dijo con forzosa resignación:
—Vamos a estar envasando hasta la noche.
Kelleher sacudió la cabeza.
—Te equivocas. No hay trabajo para tanto tiempo. Pasaremos frío. Se ha de envasar toda la carne de dinosaurio que hay en la cámara frigorífica. No nos vamos a divertir.
Alan asintió.
Púsose a leer lo escrito en la pizarra. Sí; allí estaba su nombre, Alan Donnell, en la lista que empezaba bajo la letra A-Almacén. Él era un tripulante no especializado, y tenía que hacer todos los trabajos que le mandaban.
—Calculo yo que tardaremos unas cuatro horas en hacer todo el trabajo —indicó Kelleher—. Podemos empezar cuando tú quieras. Si nos damos prisa, terminaremos pronto.
—No lo discuto. ¿Te parece bien a las nueve?
—Me parece bien.
—Si me necesitas antes, me llamas por teléfono. Estaré en mi camarote.
Ya en su camarote —una piececita cuadrada en la colmena de hombres solteros que estaba en la parte anterior de la nave—, tomó Alan el libro —con muchas dobleces— que se sabía de memoria. Se estuvo un rato hojeándolo. En el lomo, y en letras doradas, decía: Teoría de Cavour. Lo había leído de cabo a rabo no menos de cien veces.
—No me explico esa locura tuya por Cavour —gruñó Rata, mirándole desde la cunita para muñecas en que dormía, puesta en uno de los ángulos del camarote de Alan—. Si algún día llegas a resolver las ecuaciones de Cavour, te hundirás tú y hundirás a tu familia en la ruina. Anda, sé buen chico y dame el palito para que me entretenga royendo un rato.
Alan dio a Rata el muy roído palito de roble que usan los moradores de Bellatrix para afilar sus dientecitos.
—Tú no lo entiendes, Rata. Si pudiéramos continuar la obra de Cavour y perfeccionar la hiperpropulsión, no sería obstáculo para nosotros la Contracción de Fitzgerald. A la larga, ¿qué importancia tendría el que la Valhalla resultara anticuada? Siempre podríamos introducir en la nave las modificaciones convenientes. Tal como veo yo la cosa, pienso que si llegásemos a conocer el secreto de la propulsión hiperespacial de Cavour, podríamos…
Le atajó Rata diciendo con su aguda vocecilla, en la que se percibía acento de aburrimiento:
—Me lo has contado infinitas veces. Con la propulsión hiperespacial se podría atravesar rápidamente toda la Galaxia… A ver si me sabré explicar. Se podría pasar, digo, sin esa retardación de tiempo que se experimenta en la navegación actual. Podrías realizar entonces tu sueño dorado de ir a todas partes y verlo todo. ¡Qué luz hay en tus ojos! ¡Qué expresión tan radiante! ¡Brillan como luceros tus ojos cuando hablas de la hiperpropulsión!
Alan abrió el libro por una de las páginas dobladas.
—Sé que se puede hacer. Estoy seguro de ello. También estoy seguro de que Cavour logró construir una nave hiperespacial.
—No lo dudo — dijo Rata secamente, meneando su larga cola a derecha e izquierda —. Construyó esa nave. Eso explica su misteriosa desaparición. Se borró como una candela a la que apagan de un soplo, al regreso de su viaje. Anda, hombre, anímate y construye una, si puedes. Pero no me pidas a mí que tome pasaje en ella.
—¿No vendrías conmigo si construyese una nave hiperespacial?
—¡Tú dirás! —respondió Rata sin nota de vacilación en su voz—. Me gusta mucho esta continuidad de espacio-tiempo de ahora. No me seduce la idea de remontar diecisiete dimensiones al norte de aquí sin haber camino para volver.
—Tú eres de los que se atascan en el fango —replicó Alan consultando su cronómetro de pulsera, que marcaba las 8.25—. Tengo que ir a trabajar. Kelleher y yo hemos de envasar carne de dinosaurio congelada. ¿Te vienes conmigo?
Rata hizo un gesto negativo meneando rápidamente la punta de la nariz.
—Gracias; tampoco me seduce esa idea. Se está muy bien y muy calentito aquí. ¡Corre, muchacho, vete a trabajar! Me estoy cayendo de sueño.
Se hizo un ovillo en su cuna, se enroscó la cola muy pegada al cuerpo y cerró los ojos.
Los hombres hacían hilera a la entrada de la cámara frigorífica. Alan se puso en la fila. Un muchacho les fue entregando los trajes del espacio, se los vistieron y penetraron en la esclusa neumática.
Para transportar comestibles de los que fácilmente se echan a perder —como la carne de dinosaurio que traían de la colonia establecida en la Alfa C IV para satisfacer la gran demanda que había en la Tierra de este manjar, pese a su sabor algo raro— empleábase en la Valhalla el sistema de refrigeración más eficaz de todos: un compartimiento que se abría al vacío del espacio. Se ponía la carne en grandes recipientes abiertos, los cuales se llenaban de agua antes de emprender el vuelo; a la menor sospecha de que se pudiera echar a perder la carne, se abría la esclusa, huía el aire al espacio y el calor del compartimiento irradiaba hacia afuera. El agua se volvía hielo sólido y conservaba la carne. Era mucho más sencillo y más eficaz que la maquinaria frigorífica.
El trabajo que se tenía que hacer en aquel momento era sacar la carne congelada de los recipientes, cortarla en pedazos y meterla en cajas que se pudieran manejar fácilmente. El trabajo resultaba difícil, pues exigía de los que lo hacían más inteligencia que fuerza muscular.
Así que todos los hombres estaban dentro de la esclusa neumática, Kelleher cerraba la puerta y abría la de la cámara frigorífica. Oíase el ruido de los relés fotónicos, giraba lentamente la puerta metálica hacia fuera y entraban los hombres.
Alan y los otros empezaron a trabajar de mala gana, cortando el hielo y la carne. En seguida se entregaron con ardor al trabajo. Al cabo de poco rato comenzaron a conseguir algo. Alan sacó una pierna que pesaba lo suyo y dos de sus compañeros le ayudaron a meterla en la caja. Los martillos golpeaban en los clavos para tapar las cajas sin que se oyera ruido alguno en la bóveda sin aire.
Después de lo que a Alan le parecieron tres o cuatro siglos, y que no pasó en realidad de dos horas, quedó hecho el trabajo. Alan se fue luego al Salón de Recreo y se dejó caer con gusto en una silla neumática.
Estaba rendido de cansancio y pensaba que no quería volver a ver más, ni comer, carne de dinosaurio.
Desde allí veía que sus compañeros andaban corriendo por la nave para ejecutar algún trabajo que les había mandado hacer a última hora, antes de que la nave hubiera descendido. Alan se alegraba en cierto modo de que le hubiera tocado hacer aquel trabajo. Era difícil y pesado y se tenía que realizar en malas condiciones: no era cosa agradable gastar tiempo en hacer un trabajo manual embutido en un traje del espacio, pues el aparato para mitigar el sudor, y los acondicionadores del aire que en éste había, hacían que durase más tiempo la labor; pero por lo menos el trabajo quedaba terminado. Una vez envasada toda la carne, el trabajo estaba hecho.
No se podía decir lo mismo de los desgraciados que tenían que fregar los suelos o los tubos u otras cosas peores. Su trabajo no se acababa nunca, siempre tenían que hacer.
Las astronaves eran inspeccionadas cuando se hallaban en la Tierra. La Valhalla tenía que estar en buenas condiciones porque sólo llevaba nueve años terrestres de servicio. Los inspectores se mostraban más severos y exigentes cuando se tenían que hacer viaje largos, pues había que contar con el de regreso.
Alan temía que los inspectores vieran algo en la Valhalla que aconsejara el aplazamiento de la salida de la nave. Según el plan adoptado, tenía que partir para Proción dentro de seis días, llevando a bordo, como de costumbre, a un grupo de colonizadores.
El plan se consideraba como cosa sagrada. Pero Alan no había olvidado que existía su hermano, Steve. Si pudiera disponer de unos días para buscarlo y encontrarlo…
«Veremos», pensó el joven.
Formó el propósito de descansar un rato.
El descanso fue breve. Una voz chillona, que él conocía muy bien, vino a turbarlo y le hizo exclamar:
—¡Se acabó el descanso! ¿Qué querrá esta pelma?
—¿Tú aquí sin hacer nada?
Alan abrió un ojo y miró con tristeza la figura enclenque de Judy Collier.
—He terminado mi trabajo, y por eso estoy aquí. Quería descansar un poco. ¿Es que tú no quieres que descanse?
Judy alzó las manos y, nerviosa, paseó la mirada por el Salón de Recreo.
—¡No te alborotes, hijo! ¿Dónde está Rata? ¿Dónde está ese animal?
—No te preocupes por él. Se ha quedado en mi camarote, royendo un palito. Te aseguro que le gusta más eso que tus tobillos, que no son más que hueso. —Alan bostezó adrede y añadió—: Y ahora, ¿me das tu permiso para descansar?
La niña pareció ofendida.
—Si te lo tomas así… He venido para contarte las novedades que veremos en el Recinto cuando aterricemos. Muchas cosas han cambiado desde la última vez que estuvimos allí. Pero supongo que eso a ti no te interesa…
La chiquilla hizo además de marcharse.
—¡Espera un momento!
El padre de Judy era el Oficial Jefe de Señales de la Valhalla y su hija, generalmente, se enteraba por él, antes que nadie, de lo que sucedía en loa planetas en que desembarcaban.
—¿Qué pasa ahora? — preguntó el joven.
—Que han reformado el reglamento para la aplicación de la Ley de Cuarentenas. Hace de eso dos años. Lo motivó una nave que regresó de Altair con algunos tripulantes que tenían una enfermedad rara. Nos aislarán de los otros en el Recinto mientras no hayamos sido reconocidos por los médicos.
—¿Lo hacen con todas las naves?
—Sí. Es un fastidio. Por eso tu padre, pensando que no podremos salir a hacer visitas hasta después de haber sido reconocidos, ha decidido dar un baile esta noche para procurarnos un poco de distracción.
—¿Un baile?
—Lo que oyes. Cree que es buena idea para que no decaigan nuestros ánimos en tanto esperamos que levanten la cuarentena. Me ha invitado el antipático de Roger Bond — añadió la joven alzando una ceja y mirándole con aires de importancia.
—¿Qué tienes que decir de Roger? Toda esta tarde he estado envasando carne de dinosaurio con él.
—Que no me hace ninguna gracia, absolutamente ninguna.
«Pues yo sí te haría» — pensó Alan —. «¡Te asaría viva a fuego lento!»
—¿Has aceptado? — preguntó el chico por mostrarse cortés.
—¡No! Es decir, todavía no. Creo que recibiré otras invitaciones más interesantes.
Pensó Alan: «Te conozco, bacalao. Tú buscas que te invite.»
El muchacho volvió a ponerse cómodo en la silla y fue cerrando los ojos poquito a poco.
—Que tengas buena suerte, Judy.
La flaca muchacha se quedó boquiabierta al oír esto.
—¡Tú eres otro antipático!
—Lo sé —confesó Alan, sin alterarse—. Soy algo horrible. En realidad soy un vil gusano de los que se arrastran por el fango de Neptuno. Estoy aquí disfrazado para destruir la Tierra. Y si revelas mi secreto, te como viva.
Judy no hizo caso de aquel exabrupto. Movió la cabeza y preguntó en son de queja:
—¿Es que tengo obligación de ir siempre al baile con Roger Bond? Bueno, perdona…
Después de decir esto, se retiró.
Alan la siguió con la vista mientras atravesaba el Salón de Recreo y hasta que dejó a sus espaldas la puerta de salida. Era tonta, pero había dado en el clavo al referirse al problema que planteaba la vida en la astronave, haciendo la pregunta: «¿Es que tengo obligación de ir siempre al baile con Roger Bond?»
La Valhalla era prácticamente un universo encerrado en sí mismo. Pertenecer a su tripulación equivalía a ser inamovible en el cargo. Nadie renunciaba a su empleo, a no ser que obrase como Steve, y Steve había sido el único de los tripulantes de la Valhalla que había hecho eso. Y ningún recién llegado podía entrar a forma parte de la tripulación si no era en los casos, muy infrecuentes, en que se hacían cambios de personal. La propia Judy Collier era uno de los tripulantes que menos tiempo llevaban a bordo, pues su familia sólo hacía cinco años que había sido admitida, por haberse tenido que reemplazar un oficial de señales.
Esto aparte, todo seguía igual. Eran dos o tres docenas de familias, un centenar de personas que vivían juntas año tras año. No era, pues de extrañar que Judy Collier siempre tuviera que ir al baile con Roger Bond. Por aquel entonces escaseaban tanto los solteros, que los jóvenes de uno y otro sexo apenas si tenían a quien elegir.
Por eso se había ido Steve. ¿Qué había dicho Steve? «Me siento como encerrado entre las paredes de la nave… me parecen los barrotes de una celda.» Afuera estaba la Tierra, con una población de unos ocho billones de almas. Los moradores de la Valhalla no eran más que 176.
Alan conocía a los 176, y todos eran para él como de su familia; y lo eran, hasta cierto punto. En ninguno de ellos había nada que fuese misterioso o nuevo.
Y lo que buscaba Steve era la novedad. Huyó de allí en pos de ella. Alan volvió a pensar que con el perfeccionamiento de la hiperpropulsión todo se arreglaría si…
No le gustaba nada tener que hacer cuarentena.
Los moradores de las estrellas sólo podían quedarse en la Tierra muy poco tiempo. Pero en el Recinto tenían ocasión de comunicarse con los tripulantes de otras naves, de ver caras nuevas, de hablar de cómo era la vida en los astros en que ellos habitaban. Casi era un crimen privarles de esas horas de bienestar.
Al levantarse de la silla neumática el joven pensó que, después de aquello, lo mejor era el baile; aunque había una gran distancia entre ambas cosas.
Paseó la mirada por el Salón de Recreo y lo que vio le hizo decir para su capote:
—En nombrando al ruin de Roma…
Allí estaba Roger Bond, descansando también, bajo una lámpara radiotérmica. Alan se acercó a él.
—¿Sabes ya la mala noticia, Rog?
—¿La de la cuarentena? —respondió Roger, consultando su cronómetro de pulsera—. Sí. ¡Demonio, qué tarde es ya! Vale más que vaya a ponerme guapo para el baile.
Se puso en pie. Era un chico de poca estatura, bien parecido, con el pelo casi negro, un año más joven que Alan.
—¿Quién es tu pareja?
Roger meneó la cabeza.
—¡Quién va a ser! Esa flacucha de Judy Collier. ¿Hay algo más para elegir aquí?
—No —contestó Alan con tristeza—. No hay mucho más.
Salieron juntos del Salón de Recreo. Un enorme aburrimiento se apoderaba de Alan. Le parecía estar metido dentro de una niebla parda, la cual le desazonaba.
—Nos veremos esta noche — dijo Roger.
—Puede ser — respondió Alan melancólicamente, con el ceño fruncido.