Alan estaba en el piso que había sido de Max Hawkes, con la mirada perdida en el espacio. Habían transcurrido cinco horas desde la frustrada tentativa de robo. Se hallaba solo.
Había sido hecho público el suceso por todos los medios de difusión con que contaba la ciudad. Alan se sabía de memoria la noticia. La acción eficaz de la policía, avisada a tiempo por los aparatos detectores, había impedido el audaz atraco. Los robots guardianes habían sido dotados de dispositivos especiales para cambiar la longitud de onda en caso necesario y sólo habían dejado de funcionar momentáneamente. La policía tenía montado un servicio de vigilancia en el interior del Banco. Byng y Hawkes habían intentado obstruir la puerta; pero la fuerza pública había disparado sobre ellos. Hawkes fue muerto en el mismo local del Banco. Byng falleció una hora después en el hospital a consecuencia de las heridas recibidas.
Habían sido detenidos Jensen y Smith. Se sabía que habían tomado parte en el atraco frustrado más individuos.
Alan no estaba inquieto. Le había sido fácil alejarse sin ser visto. También habían podido huir Webber, Hollis, Kovak, McGuire y Freeman. Hollis o Kovak corrían peligro de ser reconocidos. Como Alan no llevaba televector —pues no estaba inscrito en el Registro de No Agremiados—, podía estar tranquilo.
Paseó la mirada por la habitación y la detuvo en el bar, en los aparatos de radio y televisión, en las otras cosas que tenía allí Hawkes. Y pensó el joven que, el día anterior, se hallaba allí el tahúr, vivo, con los ojos brillantes, exponiendo por última vez los detalles del plan del robo. Ya estaba muerto. Costaba trabajo creer que un hombre tan polifacético como él hubiera podido ser desenmascarado tan pronto.
De pronto pensó Alan que la policía vendría a practicar un registro en el domicilio de Hawkes, que haría indagaciones para conocer qué amistades y relaciones tenía. Le interrogarían a él, Alan, sobre las relaciones que había mantenido con Hawkes, y acaso sobre el crimen. Había que prevenirse contra eso.
Se dispuso a telefonear a la Comisaría para decir que vivía en el domicilio de Hawkes, que acababa de oír que éste había sido muerto. Y afectando ingenuidad preguntaría quién lo había matado…
En el momento de descolgar el receptor, sonó el timbre de la puerta.
Alan volvió a colgar el receptor y se dirigió a la puerta. Miró por la rejilla y vio un caballero de edad madura, de aspecto distinguido, con el uniforme gris plata de la policía.
«¡Qué pronto! —se dijo el mozo—. Antes de haber podido telefonear…»
Fingiendo sorpresa, preguntó:
—¿Quién es?
—La Policía. Inspector Gainer.
Alan le franqueó la puerta. El inspector Gainer, sonriente, entró en el piso y se sentó en la silla que le ofreció Alan. El joven hizo un violento esfuerzo para que no se transparentase el mal rato que estaba pasando.
—¿Se llama usted Alan Donnell? — preguntó el inspector.
—Sí, señor.
—¿Jugador profesional de la categoría B?
—Sí, señor.
—¿Está inscrito en el Registro de No Agremiados?
—No, señor.
Hubo una pausa. Gainer leyó lo escrito en una libreta que tenía en la mano.
—Supongo que sabe usted que el ocupante de esta vivienda, Max Hawkes, ha sido muerto esta mañana durante una tentativa de atraco.
—Lo he oído por la radio hace poco. Aún me dura la impresión. ¿Quiere tomar algo?
—Muchas gracias; estando de servicio, no bebo —contestó Gainer afablemente—. ¿Cuánto tiempo hace que conocía usted a Hawkes?
—Desde mayo pasado. Soy ex astronauta. Renuncié a mi empleo a bordo. Max me encontró en un parque y me llevó a su casa. Max era muy reservado, señor inspector. Me dijo esta mañana, antes de salir, que iba al Banco a hacer un ingreso en su cuenta corriente. ¿Quién iba a imaginar que…?
No continuó Alan. Se preguntó si estaba fingiendo bien la sinceridad. El inspector se lo llevaría detenido, tendría que declarar. Tal vez dictarían contra él auto de prisión o le pasaría algo peor. Y él no había querido tomar parte en el robo, no se juzgaba tan culpable como los otros. Pero a los ojos de la Justicia…
Gainer levantó una mano.
—No actúo como policía judicial, joven. No se sospecha de usted.
—Entonces…
El inspector sacó un sobre de su bolsillo del pecho, y del sobre sacó unos papeles doblados, que desdobló.
—Hace cosa de una semana estuvo a verme Hawkes —prosiguió el inspector— y me entregó un sobre lacrado y sellado con el ruego de que fuese abierto si moría en el día de hoy. Me pidió que lo destruyese si seguía viviendo. Lo he abierto hace un rato. Me parece que le interesará a usted leer esto.
Alan tomó los papeles con dedos temblorosos. Los leyó por encima. Vio que estaban escritos con la máquina que Hawkes tenía en su cuarto — una máquina que escribía al dictado de la voz.
Leyólos después detenidamente.
Uno de los documentos decía que Hawkes proyectaba el atraco a un Banco para el viernes, 13 de octubre de 3876. Declaraba que no tenía cómplices. En otro documento decía que Alan Donnell, ex astronauta no inscrito en el Registro de No Agremiados, vivía con él en su domicilio, y que este Alan Donnell no sabía absolutamente nada del proyectado robo. Uno de los párrafos rezaba así:
«Si muero ese día, declaro por la presente, que instituyo heredero universal de todos mis bienes a Alan Donnell, y que anulo todos mis testamentos anteriores.»
A continuación seguía la lista de los bienes dejados por Hawkes: en cuentas corrientes bancarias, 750.000 créditos; fincas, obligaciones de la Deuda del Estado, acciones y obligaciones de compañías industriales y mercantiles cotizadas en la Bolsa. El total de la herencia ascendía a algo más de un millón de créditos.
Terminada la lectura, Alan, espantado y pálido como un muerto, miró al inspector y preguntó:
—¿Todo esto es mío?
—Sí. Será usted rico. Hay que cumplir requisitos, como presentar plena y legal prueba de la autenticidad del testamento. Mas puede ser que alguien lo impugne, y en tal caso, no podrá usted entrar en posesión de la herencia hasta después que haya dado su fallo el juez que entienda en el juicio, suponiendo que salga usted vencedor de la testamentaría.
Alan no entendió eso y meneó la cabeza.
—Escribió esto como si supiera…
—En efecto —replicó Gainer—, lo sabía. Era… digámoslo así…, el hombre más emprendedor que yo he conocido. Y el más sagaz, también. Veía venir las cosas. Lo sabía, claro está. Y sabía igualmente que lo mejor que podía hacer era dejar este documento en mis manos, que podía confiar en que yo no lo abriría. Imagínese usted lo que es anunciar un robo con una semana de anticipación y entregar su confesión a un inspector de policía.
A Alan no le llegaba la camisa al cuerpo. La policía sabía que se iba a intentar el robo, y por eso habían perdido la vida Max y el vicioso de Byng, que tomaba polvos para soñar. ¿Habría sido Gainer uno de los delatores? ¿Habría abierto el sobre lacrado y sellado?
No. Era inconcebible que un hombre, al parecer tan correcto, hubiese hecho semejante cosa. Alan desechó la idea.
—Max sabía que iba a morir —dijo el joven—, y, sin embargo, lo intentó. ¿Por qué cree usted que obró así?
—Tal vez porque quería morir, porque estaba cansado de vivir, de ganar siempre, de todo lo que le rodeaba. Era el hombre más hermético que ha habido bajo el sol. Usted, que le ha tratado, debe de saberlo. — Y poniéndose en pie, agregó el inspector —: Me tengo que marchar. Pero antes quiero darle un buen consejo. Vaya usted a inscribirse en seguida en el Registro de No Agremiados. Le darán a usted un televector. Va usted a ser un personaje importante cuando esté en posesión de la herencia. Ponga usted mucho cuidado en la elección de sus amigos. Max sabía guardarse. Podría ser que usted no tuviera tan buena suerte como él, hijo.
—¿Me llamarán a declarar?
—Sí. Ya están instruyendo el sumario. He hecho entrega al juez de una copia del testamento. Creo que esto le eximirá a usted de toda responsabilidad.
Se daba cuenta Alan de que había profesado mucho afecto a Hawkes. No se lo había demostrado nunca, y menos en los últimos días de la vida del pobre tahúr, cuando le robaba la tranquilidad el maldito atraco en proyecto. Reconocía el muchacho que debía mucho a Hawkes, pese a lo truhán que era. En el fondo, Max era hombre de buen corazón; pero sus pasiones le habían llevado a la perdición, a ganarse la enemistad de la sociedad. Y había dejado este pícaro mundo sabiendo cuál iba a ser el último instante de su vida.
Muy atareado anduvo Alan en los días siguientes. Hubo de declarar ante la Policía y el juez instructor. Declaró que nada sabía del robo, que no conocía a los cómplices de Hawkes. Quedó libre de toda sospecha de complicidad gracias a la confesión firmada por Hawkes.
Presentóse después en la Oficina del Registro de No Agremiados, y le fue concedida la inscripción y le entregaron el televector transmisor, el cual se hizo injertar en el muslo por un cirujano. Le aceptó un vasito de whisky al gordinflón de Macintosh, en memoria de Hawkes.
Habló con Macintosh sobre la mejor manera de entrar en posesión de la herencia, y le dijo el funcionario que era cosa complicada, pero que al final sería resuelta favorablemente para él. Macintosh se encargaría de que el Juzgado actuara sin pérdida de tiempo.
Encontró a Hollis en la calle algunos días después. El orgulloso usurero estaba paliducho, acobardado, muy delgado, lo que se dice en los puros hueso. Aunque Alan no le tenía simpatía, lo convidó a comer, para ver si se inflaba un poco.
—¿Se ha quedado usted en York? —le preguntó Alan—. Tengo entendido que buscan a los… amigos de Max.
—Sí —respondió Hollis, enjugándose el sudor de la frente—. Pero a mí no me han molestado todavía. Creo que van a sobreseer el sumario pronto. Han muerto dos y otros dos están presos. Y la cosa no pasó de ser una tentativa.
—¿Sabe por qué fracasó el plan?
—Me lo figuro. Juraría que nos delató Kovak.
—¿Cree usted que Mike…? No le creo capaz de eso.
—Ni usted ni otros muchos. Pero debía una fuerte cantidad a Bryson, y éste quería cobrar. Como Bryson odiaba a Hawkes, Kovak vendió a Max para saldar su deuda con Bryson. Bryson dio parte a la Policía, y por eso estaba tan bien guardado el Banco.
Pensó Alan que no había sido Gainer el delator, y se alegró de ello.
—¿Cómo ha sabido usted eso?
—Me lo ha contado el propio Bryson.
—¿Bryson?
—Sí.
—No sé qué motivos le daría Max. Bryson es amigo mío. Jugamos en las mismas casas de juego. De mí no sospecha.
—¿Y qué sabe de Kovak?
—Que ha muerto, Fue hallado muerto ayer. Un ataque al corazón, dicen. Y me preguntó Bryson si sabía yo a quién ha dejado su dinero Max.
Alan meditó un momento antes de responder:
—No he oído hablar de eso. Como no tenía familia, supongo que le heredará el Estado.
—Sería una lástima —dijo Hollis—. Max tenía bien cubierto el riñón. Si yo pudiera echar la zarpa a ese dinero… Y eso querría Bryson, también.
Alan no replicó. Pagó la nota que le presentó el camarero y salieron del restaurante. Y pensó el joven si sería Bryson quien impugnaría el testamento de Hawkes.
Bryson compareció ante el Juzgado representado por un tal Berwin. Fundaba la impugnación en el hecho de que Hawkes había estado asociado con él durante cierto número de años y en que, en virtud de una Ley, de letra algo oscura, dada en el siglo anterior, el patrimonio de un jugador profesional muerto por los agentes de la Autoridad en el acto de cometer un delito revertía al demandante.
El robot-computador, que hacía las veces de juez, meditó un rato. Oyóse luego ruido de relés, se iluminó el panel que tenía en la parte izquierda de la cara el robot, y sobre dicho panel apareció escrito con letras de vivo color rojo: DENEGADA LA ADMISIÓN DE LA DEMANDA.
Berwin hizo uso de la palabra durante tres minutos, y acabó solicitando que el robot-computador se declarara incompetente y consintiese en ser substituido por un juez humano.
La decisión del computador fue dada a conocer en menos tiempo que la vez anterior: DENEGADA LA ADMISIÓN DE LA DEMANDA.
Berwin lanzó a Alan una mirada de basilisco. El abogado que tenía Alan se lo había recomendado al joven el propio Hawkes. Se apellidaba Jesperson. En breve informe probó el derecho de Alan a entrar en posesión de la herencia.
El computador, tras madura reflexión sobre los alegatos que el letrado había grabado en la cinta, encendió el panel, y sobre éste, con letras verdes, quedó escrito: SE ADMITE LA DEMANDA.
Bryson había sido vencido. Sonrió Alan. El dinero de Max era suyo. Lo gastaría en investigaciones y experimentos sobre la hiperpropulsión.
—Y bien —dijo Jesperson al mocito—, ¿cómo le prueba ser millonario?