Aquella mañana, para avisar que era la hora de levantarse, sonó el gongo cuatro veces; cuatro notas profundas, fuertes, claras. Todos los tripulantes de la gran astronave Valhalla saltaron de las literas, para empezar otro día. Había viajado la nave en silencio a través de la noche sin fin del espacio, mientras ellos dormían, acercándoles cada vez más al mundo-madre, la Tierra. La Valhalla regresaba de un viaje a Alfa del Centauro.
Un hombre, entre los restantes que iban a bordo, no había esperado a oír el aviso. Para Alan Donnell el día había comenzado muchas horas antes. Desazonado por no poder conciliar el sueño, había salido sin hacer ruido de la cámara situada en la parte delantera, donde se alojaban los tripulantes solteros, para encaminarse hacia donde estaba la mejor pantalla televisora, y contemplar en ella el verde planeta que poquito a poco se iba haciendo mayor.
Quedóse de pie, con los brazos cruzados. Era un joven de elevada estatura, pelirrojo, algo delgado, y tenía las piernas muy largas. Cumplía ese día diecisiete años.
Alan manipuló los excelentes mandos del aparato para ver mejor la imagen de la Tierra sobre la pantalla. Intentaba distinguir los continentes que había en el planeta cercano y luchaba por traer a su memoria la historia de la Edad Antigua, tal como se la habían enseñado. Pensaba que no se mostraría orgulloso de él su profesor Henrich.
«Eso que está ahí abajo es Sudamérica —se dijo muy convencido luego de haber desechado la idea de que podía ser África. Tenían casi la misma forma, y resultaba más que difícil recordar cómo eran los continentes de la Tierra, habiendo tantos otros mundos—. Pero eso es Sudamérica. Y eso que está encima de ella, la América del Norte, la tierra en que yo nací.»
Las cuatro llamadas que daba el gongo a las ocho de la mañana advertían a Alan: «¡Es la hora de abandonar el lecho!» La astronave principió a dar señales de vida.
Se disponía Alan a ajustar el mecanismo de su reloj calendario para que comenzara a marcar el nuevo día cuando una mano dura le asió con fuerza del hombro.
—Buenos días, hijo.
Volviendo la cabeza, Alan vio detrás de él a su padre, un hombre alto y delgado. Su progenitor era el capitán de la Valhalla.
—Buenos días, capitán.
El capitán Donnell miró a su vástago con curiosidad y le dijo:
—Sé que hace rato que estás levantado, Alan. ¿Te pasa algo?
—Nada —respondió el joven—. No podía dormir.
—Pareces preocupado.
—Pues no lo estoy, papá — mintió Alan, que, para disimular su turbación, se puso a ajustar el mecanismo del reloj calendario que tenía en la mano, a fin de corregir la indicación de Año 16-día 365 por la de Año 17-día 1.
—Hoy es tu cumpleaños, ¿verdad? —le dijo su padre—. ¡Te deseo que pases un día feliz!
—Gracias, papá. Me será muy agradable el pasar el día de mi cumpleaños en la Tierra.
—Siempre da alegría volver al sitio en que hemos nacido, aunque tengamos que abandonarlo de nuevo al poco tiempo. Será la primera vez que celebras tu cumpleaños en tu mundo natal; la primera en trescientos años, Alan.
Sonrió el joven y pensó que no podía ser que hubiesen transcurrido trescientos años. Respondió en voz alta:
—Tú sabes que eso no es cierto, papá. No tengo trescientos años, sino sólo diecisiete.
Alan miró de nuevo el globo verde de la Tierra, que giraba lentamente.
—Donde fueres, haz lo que vieres —replicó el capitán—. Así dice un viejo proverbio de ese planeta. En el Registro Civil consta que naciste en el año 3576, si la memoria no me es infiel. Si le preguntas a cualquier terrícola en qué año estamos, te contestará que en el año 3876. Desde 3576 a 3876 han pasado trescientos años, ¿no es eso? — y sus ojos brillaban al decir esto.
—No te burles de mí, papá —. Y mostrando su reloj calendario, añadió Alan: —Nada importa lo que dice ese Registro. Esto, mi reloj, dice: Año 17-día 1. Por él me guío yo. ¿Le importa a alguien saber qué año es en la Tierra? ¡Mi mundo es éste!
—Lo sé, Alan.
Juntos se apartaron de la pantalla.
—Te he gastado una broma, hijo. Pero te tendrás que enfrentar con este hecho si abandonas el recinto de los astronautas, como hizo tu hermano.
Alan frunció el ceño, y sintió un escalofrío. Le molestaba que se tocase el tema de su hermano.
—¿Crees que Steve volverá, esta vez? ¿Nos quedaremos lo bastante para darle tiempo a que vuelva?
El rostro del capitán Donnell expresó la tristeza que embargaba su ánimo. Con voz súbitamente alterada, contestó con aspereza:
—Steve tendrá tiempo de sobras para volver con nosotros, si lo desea, aunque me figuro que no querrá. Y no sé si yo quiero mucho que vuelva.
El capitán se detuvo delante de la hermosa puerta de su cámara, con una mano sobre la placa que accionaba la cerradura. Apretaba los labios.
—Y acuérdate, Alan —dijo—, de que Steve ya no es tu hermano gemelo. Tú tienes diecisiete años, y él va a cumplir veintiséis. Ya no seréis mellizos nunca más. — Y apretando el brazo de su hijo, agregó el capitán cariñosamente —: Lo mejor que puedes hacer es ir a almorzar. Va a ser un día de mucho ajetreo para todos nosotros.
Y Donnell entró en su cámara.
Alan echó a andar a lo largo del ancho corredor que conducía al comedor, situado en el Compartimiento C de la gran astronave. Iba pensando en su hermano. Hacía unas seis semanas que Steve se había fugado, durante la parada anterior que hizo la Valhalla en la Tierra.
En aquella ocasión la Valhalla tenía que permanecer dos días en la Tierra y luego partir para Alfa del Centauro llevando a bordo a un grupo de colonos para Alfa C IV. El horario de una astronave se prepara siempre con mucha anticipación. La Junta de Comercio para la Galaxia suele tomarse décadas de tiempo terrestre para la inscripción de peticiones de pasaje.
Faltaba poco para salir la nave. Steve no había vuelto al recinto en que moraban los astronautas durante sus recaladas en la Tierra.
Alan recordaba todo esto como si hubiera sucedido el día anterior. El capitán Donnell pasó lista para cerciorarse de que todos los tripulantes estaban a bordo. Esto era necesario, pues si partía la nave sin alguno de ellos, el pobre quedaría separado de sus amigos y familia para siempre.
Llamó a Donnell, Steve. Viendo que no contestaba, el capitán repitió el nombre dos veces más. Reinaba profundo silencio en la sala en que se hallaba reunida la tripulación.
Lo rompió Alan, diciendo:
—No está aquí, papá. No volverá.
El muchacho hubo de explicar a su padre lo que el díscolo Steve había hecho, y que había intentado inducirle a abandonar también la Valhalla.
Alan también estaba cansado; todos sentían este cansancio en algún momento; pero no era rebelde como su hermano, y no había querido desertar.
Recordaba Alan la dolorosa sorpresa que se dibujó en el rostro del autor de sus días. El capitán Donnell reaccionó inmediatamente y como él solía hacerlo. Movió la cabeza y ordenó a Art Kandin, primer oficial y segundo de a bordo:
—Borre de la lista a Donnell. Los demás están todos. Prepárense para partir.
Una hora después se elevaba la nave. Se dirigía a Alfa del Centauro, que dista de la Tierra cuatro años y medio de luz. Duró el viaje de la Valhalla seis semanas justas.
Durante esas seis semanas habían transcurrido en la Tierra más de nueve años.
Por lo tanto, Alan Donnell tenía diecisiete años y su hermano gemelo, Steve, veintiséis.
—Buenos días, Alan — dijo una voz aguda en el momento en que el joven dejaba a sus espaldas los asideros de la Cubierta de Gravedad 12 y seguía andando hacia el comedor.
Miró asustado y lanzó un bufido de disgusto al ver la persona que le había saludado. Era Judy Collier, una chiquilla delgadita de unos catorce años de edad, cuya familia hacía cosa de cinco años —cinco años según el tiempo de la nave— que formaba parte de la tripulación. Los Collier eran como quien dice unos recién llegados; no obstante, gozaban ya de las simpatías de muchas otras familias, pese a lo difícil que era penetrar en su intimidad.
—¿Vas a comer? — preguntó la niña.
—Sí — respondió Alan con sequedad, sin detenerse.
La chiquilla anduvo un par de pasos detrás de él y le preguntó:
—¿Es tu cumpleaños, hoy?
—Sí, es mi cumpleaños — contestó Alan más secamente aún.
Al joven le cargaba aquella chica. Desde el último viaje a Alfa, la chica se había encaprichado por él y no hacía más que seguirle a todas partes y marearle a preguntas. Alan la desdeñaba, considerándola una niña tonta.
—Muchas felicidades —dijo Judy, soltando una risita—. ¿Me dejas que te dé un beso?
—No. Déjame en paz, si no quieres que llame a Rata para que…
—No me da miedo ese animalito. El mejor día lo aplasto como a un gusano y lo tiro a la basura.
—¿Quién se atreve a llamarme gusano? — dijo desde el suelo una voz fina, chillona, que apenas se podía oír.
Alan miró al suelo y vio a Rata, su compañero, que estaba sentado sobre sus patas traseras junto a Judy, mientras sus ojillos rojos, que parecían dos abalorios, dirigían aviesas miradas al tobillo de la niña.
—Me mordió — se quejó Judy, haciendo como que iba a pisar al animal.
Rata se alejó velozmente, dio un salto y ascendió por los pantalones del uniforme de Alan hasta llegar al hombro de su dueño, donde tenía costumbre de colocarse.
El chasco puso rabiosa a Judy. Asestó a Rata una mirada de furor, pataleó colérica y entró en el comedor. Alan la siguió riendo entre dientes, para sentarse en el banco de los tripulantes de su categoría.
—Gracias, compañero —dijo con dulzura al pequeño ser que tenía en el hombro—. Esa chica se está poniendo muy pesada.
—Lo mismo pienso yo —repuso Rata con su vocecilla de pájaro—. No me ha gustado esa mirada que me ha lanzado. Es capaz de tirarme a la basura después de aplastarme.
—Nada temas. Le costaría caro si lo hiciese, porque yo le haría algo peor a ella.
—Me tranquilizas — dijo Rata en tanto el transportador de correa de plástico llevaba desde la cocina hacia Alan el almuerzo de éste.
Alan se echó a reír y se apoderó con avidez de la humeante bandeja. En un vasito puso un poco de zumo de naranja sintético para Rata.
Rata era natural de Bellatrix VII, un mundo tan grande como la Tierra que gira en torno de la brillante estrella de la constelación de Orión. Pertenecía a una de las tres razas inteligentes que poblaban ese planeta junto con una reducida colonia de terrestres.
Poco tiempo antes de nacer Alan, la Valhalla hizo un viaje a Bellatrix, que dista de la Tierra 215 años de luz. El capitán Donnell supo ganar la amistad de ese ser tan pequeño y se lo llevó en la nave al regresar a la Tierra.
Rata fue la mascota del capitán hasta que éste se lo regaló a su hijo Alan el día en que el niño cumplió diez años. Rata no se llevó nunca bien con Steve, quien se peleó más de una vez con su hermano Alan por los celos que le tenía al animalito.
Le cuadraba bien el nombre de Rata. Se parecía bastante a un roedor, con el pelo color de púrpura tirando a azul, unos ojillos vivarachos que semejaban abalorios, un rabo escamoso y retorcido. Pero hablaba el idioma terrestre bien y claramente. Y era, además de inteligente, amable y fiel.
Comían en silencio. Alan ya había ingerido la mitad de su preparado de proteínas, cuando Art Kandin se dejó caer en el banco de enfrente. El primer oficial de la Valhalla era un hombrón de cara ancha y maciza. Por decirlo así, hacía el difícil trabajo de traducir el lenguaje conciso y sibilino con que daba sus órdenes para el gobierno de la astronave el padre de Alan, convirtiéndolo en las maniobras adecuadas para cada momento.
—Buenos días y felicidades, Alan.
—Gracias, Art. ¿Cómo es que se le ocurre gandulear a esta hora? Hoy suponía que iba a trabajar más que un zapador marciano. Si esta usted aquí, ¿quién se encarga de determinar la órbita de aterrizaje?
—Ya está hecho eso —respondió jubiloso Kandin—. Tu padre y yo hemos estado toda la noche trabajando! en ello.
Cogió a Rata y se puso a hacerle cosquillas con el dedo índice. Rata agradeció la caricia dándole un mordisquito, sin hacerle daño, con sus afilados dientes.
—Aprovecho la mañana para descansar —continuó Kandin—. No te puedes imaginar lo bien que se está sin hacer nada mientras los demás trabajan, para variar.
—¿A qué hora es el aterrizaje?
—A las 17,53 en punto de esta noche. Así se ha dispuesto. Estamos ahora en la órbita de aterrizaje. Aterrizaremos esta noche e iremos al Recinto mañana. —Kandin miró a Alan como si sospechara de algo y preguntó al muchacho—: ¿Piensas quedarte en el Recinto?
Alan dejó el tenedor que produjo un sonido metálico y clavó su mirada en el rostro del primer oficial.
—¡Qué tonterías se le ocurren a usted! ¿Cree que soy como mi hermano?
—Es muy natural que tema eso —repuso Kandin sin inmutarse—, si me pongo a pensar que otro hijo del capitán lo ha hecho. Tú no sabes lo que sufrió tu padre cuando se marchó Steve. Disimuló y calló, pero yo sé que fue un golpe muy duro para él. Quedó muy malparada su autoridad de padre, y eso fue lo que más le trastornó. No es hombre que esté acostumbrado a tolerar tales cosas.
—Lo sé. Él manda aquí, y todos le obedecen sin rechistar. No le cabe en la cabeza que nadie pueda desobedecerle, y menos que nadie su hijo.
—Supongo que tú no irás a…
Alan no le dejó acabar la frase.
No necesito consejos, Art. Sé lo que está bien y lo que está mal. Dígame la verdad. ¿Le ha pedido mi padre que me sonsaque?
Kandin se puso colorado y bajó la vista.
—Lo siento, Alan. No creas que…
Guardaron silencio. Alan volvió a ocuparse del almuerzo mientras Kandin, pensativo, dirigía la mirada a lo lejos.
—Te diré que me ha dado mucho que pensar Steve —dijo finalmente el primer oficial—. Me parece que ya no debes llamarle tu hermano gemelo. Es esto una de las sutilezas, uno de los caprichos más raros que hasta ahora ha tenido la navegación interestelar.
—He meditado sobre ello —replicó Alan—. Él tiene veintiséis años, yo diecisiete, y nos creíamos mellizos. Pero la Contracción de Fitzgerald crea estas situaciones tan paradójicas.
—Es mucha verdad, chico. Bueno, bueno. Llegó la hora de tomarme el breve descanso que apetezco.
Kandin dio una palmadita en la espalda a Alan, sacó sus largas piernas de debajo del banco y se fue.
Hablando para sí, repitió Alan lo de que la Contracción de Fitzgerald crea situaciones paradójicas. Y esto fue en tanto masticaba a conciencia los últimos bocados y se ponía a la cola para meter los platos en la boca abierta de la especie de tolva que los llevaba abajo para que los lavaran los limpiadores moleculares. ¡Cosas verdaderamente paradójicas eran éstas!
El joven trató de imaginarse cómo sería Steve con nueve años más encima. No lo consiguió.
Cuando la velocidad se acerca a la de la luz, el tiempo se acerca a cero.
Ésta era la clave del universo. El tiempo se acerca a cero. La tripulación de una astronave que fuese de la Tierra a Alfa del Centauro a una velocidad muy próxima a la de la luz no se daría apenas cuenta del paso del tiempo durante el viaje.
Empero, era imposible por el momento alcanzar la velocidad de la luz. Las grandes astronaves podían acercarse mucho a ella; y cuanto más se acercasen, más grande sería la contracción del tiempo a bordo de la nave.
Todo se refería a la relatividad. El tiempo es relativo para el observador.
Luego era posible navegar entre las estrellas. Sin la Contracción de Fitzgerald, la tripulación de una nave espacial envejecería cinco años en el viaje a Alfa C; ocho, si iba a Sirio, y diez, a Proción. Transcurrirían más de dos siglos en el viaje a estrella tan lejana como Bellatrix.
Gracias a los efectos de la contracción, Alfa C quedaba a la distancia de tres semanas, y Sirio a la de mes y medio. La misma Bellatrix estaba a pocos años de distancia. Claro está que, cuando la tripulación regresase a la Tierra, encontraría las cosas completamente cambiadas. Pasaban los años por la Tierra y la vida seguía adelante.
La Valhalla se hallaba nuevamente en la Tierra, y en ella permanecería poco tiempo. En la Tierra los habitantes de las estrellas se congregaban en los Recintos, que son ciudades dentro de otras ciudades que crecen junto a cada astropuerto. Esos hombres se mezclaban allí en una sociedad constituida por ellos y para ellos, sin intentar penetrar en el desconcertante mundo que estaba fuera de los recintos.
Alguna vez se separaba de ellos un morador del espacio. Le dejaba atrás su nave y él se hacía terrícola. Eso había hecho Steve Donnell.
La Contracción de Fitzgerald tiene efectos paradójicos. Pensaba Alan en el hermano que hacía pocas semanas había visto joven y risueño, en el hermano gemelo en todo idéntico a él, y se preguntaba qué cambios habrían operado en Steve los nueve años que éste tenía más que él.