Capítulo XVI

En aquel instante, estaba Alan tan sobrecogido que nada pudo contestar a su abogado; pero, al cabo de un año de haberse celebrado el juicio, empezó a conocer el deleite de ser millonario.

Quebraderos de cabeza los tenía. ¿Quién no los tiene, por muy rico que sea? Había dicho al difunto Hawkes que debía estampar su firma en algún documento… Pues bien; hubo de poner centenares de ellas para que efectuaran el traspaso a su nombre de los fondos que en cuenta corriente tenía el testador en los Bancos; para que fueran hechas las oportunas inscripciones en el Registro de la Propiedad, para que le hiciesen entrega de los valores mobiliarios. Y hubo de bregar con los agentes del Fisco —que le marearon a visitas— para fijar el impuesto de derechos reales; Alan se asustó de lo que le hicieron pagar por ese concepto.

Pero pagados los impuestos, los honorarios del abogado, los gastos judiciales y de entrega de la herencia y otros cien más, todavía le quedaron limpitos novecientos mil créditos. La colocación, la inversión de este capital, hecha con arreglo a los principios de una sana administración, haría aumentar cada día sus rentas. El Tribunal le nombró como tutor al abogado Jesperson, para que administrase los bienes de Alan hasta que éste alcanzase la mayoría de edad, la edad biológica de veintiún años.

El nervio de la sentencia era la edad del mozo, pues era innegable que había nacido trescientos años antes, en 3576; pero el robot-magistrado que presidió la vista zanjó la cuestión fundándose en un precedente de setecientos años, que sentaba jurisprudencia, según el cual, la edad de un astronauta, era la biológica, y no la cronológica.

El tutor, empero, no planteaba problemas a Alan. Cuando el joven conversó con Jesperson para exponerle sus futuros proyectos, díjole el abogado:

—Eso es cuenta de usted, Alan Yo le daré libertad de acción; aunque, como tutor legal que soy de usted, me reservo el derecho de poner tasa a sus gastos mientras sea menor de edad.

Le pareció bien eso a Alan. Tenía confianza en ese abogado porque se lo había recomendado Hawkes.

—Estoy conforme en eso, señor Jesperson. Y quisiera empezar a usar de esa libertad de acción desde ahora. Voy a emprender un viaje, a dar la vuelta al mundo. Y tengo plena confianza en usted, plena confianza de que velará por mis intereses.

Jesperson se echó a reír.

—Cuando vuelva será usted dos veces más rico que ahora. ¡Dinero hace dinero!

Alan empezó el viaje en la primera semana de diciembre. Antes se había pasado tres semanas sin hacer prácticamente otra cosa que trazar el itinerario. Tenía que visitar muchos lugares.

Primero, Londres, donde Cavour había residido y hecho sus primeros experimentos sobre la hiperpropulsión. Luego, Zurich, para visitar la Biblioteca del Instituto Lexman de Navegación Espacial, donde se conservaba una extensa colección de textos que trataban de esta materia. Podría ser que allí guardasen el libro de apuntes de Cavour, y si allí estaba, eso daría alguna orientación a Alan. Proponíase ir a la Siberia, donde había tenido Cavour su campo de pruebas, y de donde había venido el último comunicado antes de la inesperada desaparición del célebre científico.

No era, pues, un viaje de recreo, sino de trabajo. Pero también lo hacía por el placer de viajar, pues casi llevaba medio año viviendo en el suburbio de Hasbrouck, sin poder mudarse de allí, pese a sus riquezas, por no estar agremiado. Quería conocer el resto del planeta Tierra.

Antes de partir estuvo en una librería donde adquirió por el exorbitante precio de cincuenta créditos un ejemplar de la quinta edición de la obra de James H. Cavour: Investigación sobre la Posibilidad de Navegar por el Espacio a Mayor Velocidad que la Luz. El ejemplar que antes poseía se lo había dejado en la Valhalla junto con otras cosillas de uso personal.

Puso gesto de extrañeza el librero cuando el joven le pidió un ejemplar de la «Teoría de Cavour».

—No creo que lo tengamos. Pero tenga la bondad de esperar un momentito.

Desapareció el hombre y regresó al cabo de unos minutos con un libro en tan mal estado de conservación que casi ni se podía tocar. Tomólo en sus manos Alan y lo abrió por la primera página; en ella leyó lo que ya se sabía de memoria por haberlo leído tantas veces: «El actual sistema de navegación interplanetaria es tan sumamente ineficaz que…»

—Sí; esto es lo que quiero. Me lo quedo.

Llegó nuestro intrépido joven a Londres. Allí había nacido el gran Cavour hacía más de trece siglos y allí había cultivado su inteligencia. La estratonave hizo el viaje cruzando el Atlántico, en menos de tres horas. En media hora más el torpedo aéreo trasladó a Alan desde el aeropuerto al centro de Londres.

Leyendo las Memorias de Cavour, el joven Donnell se había imaginado Londres como una ciudad antiquísima, triste, que apestaba a historia medieval. No podía estar más equivocado. Esbeltas torres —los edificios— de plástico y cemento le saludaban, le daban la bienvenida. Zumbaban los torpedos aéreos sobre las azoteas de las casas, las cuales estaban unidas entre sí por una red de puentes por los que transitaban millares de personas.

Quiso ir a la calle Bayswater, para visitar la casa en que vivió Cavour, por si hallaba allí documentos interesantes. Rogó a un agente de la circulación que le dijese por donde había que pasar para ir a esa calle.

—No conozco esa calle. No la he oído nombrar nunca. Lo siento, joven. Pero puede usted preguntar a ese robot-informador que está ahí.

El robot-informador era un muñeco metálico, pintado de color verde, que estaba metido en un quiosco situado en el centro de una calle ancha y bien pavimentada. Alan se acercó a él y le dio las señas del domicilio que había ocupado Cavour trece siglos antes.

—No existe esa ficha en el archivo —respondió la voz metálica del robot —. Como no haya sido cancelada por haber desaparecido la calle…

—Existía en el año 2570. En ella vivía un tal Cavour.

El robot digirió los nuevos datos. Canturrearon los relés que tenía en su interior en tanto él buscaba los datos que le habían pedido en el almacén de su memoria. Gruñó al cabo de un rato:

—Se ha encontrado la ficha que le interesa.

—¡Bravo! ¿Por dónde se va?

—Fue demolido el barrio entero allá por los años 2982 a 2997, durante la reconstrucción general de Londres. Nada queda ya.

—¡Oh! — exclamó Alan.

No desmayó el joven. Seguiría la pista londinense hasta el fin Se le ocurrió entrar en el Instituto Tecnológico de Londres. En el vestíbulo vio en el cuadro de honor el nombre de Cavour y en la Biblioteca de la Casa descubrió un ejemplar de la obra del sabio científico. Nada más pudo hallar en aquella ciudad. Después de permanecer en ella un mes, partió hacia el Este, atravesando Europa.

La Europa que veía Alan se parecía muy poco a la Europa descrita en los libros que había en la Biblioteca de la Valhalla. Esto no era de extrañar. Las astronaves visitaban la Tierra de diez en diez años. La mayoría de los libros que guardaba la Biblioteca de la Valhalla habían entrado en ésta el año 2731. Y la faz de Europa había cambiado casi totalmente desde entonces.

Los resplandecientes edificios actuales reemplazaban a los antiguos, que habían resistido las acometidas impetuosas del tiempo durante más de un milenio. Un puente rutilante enlazaba a Dover con Calais. Sobre todos los ríos de Europa se habían tendido puentes, por los cuales se podía pasar de un Estado a otro de la Federación Europea. En algunos lugares, aquí y allá, conservaban aún los monumentos del pasado: la Torre Eiffel quedaba empequeñecida por los altísimos edificios que la rodeaban, pero aún alzaba su estructura metálica en París. También existía aún en la capital de Francia la hermosa Catedral de Nuestra Señora. Pero el resto de lo que fue Ciudad Luz, el Cerebro del Mundo de otros tiempos —de la que tantas cosas había leído Alan en los libros— había sido barrido, arrollado por los siglos en su constante avanzar hacia el futuro. Los edificios no duraban eternamente.

En Zurich el joven Donnell visitó el Instituto Lexman para la Navegación Espacial, magnífico grupo de edificios construido con los fondos obtenidos de los derechos que dio la explotación del sistema de propulsión Lexman. El monumento a Alexander Lexman, el primer astronauta que puso las estrellas al alcance del hombre en el año 2337, era una bella estatua que medía 15 metros de altura.

Alan consiguió que el director del Instituto le concediera una audiencia. El despacho en que le recibió el director estaba adornado con recuerdos de aquel vuelo de prueba —que hizo época— realizado en 2338.

—Me interesa la obra de James H. Cavour — dijo Alan, que por la cara de desdén que puso su interlocutor conoció que había cometido un grave error.

—Cavour está todo lo lejos de Lexman que se puede estar, amigo mío. Cavour fue un soñador; Lexman, un valiente, un hombre de acción.

—Lexman triunfó. ¿Es que sabe usted positivamente que Cavour no triunfase?

—Es que viajar a mayor velocidad que la luz es absolutamente imposible, amigo. Es un sueño, una quimera.

—¿Quiere darme a entender que no luchan ustedes por conseguirlo?

—Los Estatutos de esta Corporación fueron redactados por el propio Lexman, y disponen y mandan que nos consagremos a la obra de conseguir perfeccionamientos en la navegación espacial. Nada preceptúan sobre sus fantasías y ensueños. No; no nos ocupamos de la hiperpropulsión en este Instituto, y no nos ocuparemos de eso en tanto permanezcamos fieles al espíritu de la obra de Alexander Lexman.

Alan estuvo a punto de decir que Lexman fue un hombre audaz, un explorador sin miedo, que no reparaba en gastos ni hacía caso de la pública opinión. Estaba claro como la luz del día que los elementos del Instituto hacía largo tiempo que se habían fosilizado. Era gastar saliva en balde discutir con ellos.

Desalentado, prosiguió el viaje y se detuvo en Viena. Fue al Teatro de la Opera a oír buena música y cantantes famosos. Max siempre había deseado ir a pasar unas vacaciones en Viena en compañía de Alan, para deleitarse con las obras de Mozart. El joven creía que tenía el deber de rendir ese homenaje al pobre Hawkes. Las óperas que vio eran muy antiguas, en realidad medievales. Recrearon su alma las dulces melodías; pero parecióle al joven que los argumentos de las óperas eran difíciles de entender.

Fue a ver una función de circo en Ankara, vio un partido de fútbol en Budapest y una exhibición de lucha libre con gravedad cero en Moscú. Viajó por toda la Siberia, donde pasó Cavour sus últimos años, y vio que lo que había sido un yermo helado, tierra apropiada para los experimentos con astronaves en el año 2570, era ahora una floreciente ciudad moderna habitada por cinco millones de almas. Tiempo hacía que había desaparecido el campo en que realizaba sus experimentos Cavour.

La fe de Alan en la permanente naturaleza del esfuerzo humano fue restaurada en cierto modo por su visita a Egipto, pues allí vio las pirámides, las cuales contaban muchos miles de años de edad y parecían tan permanentes como los astros.

Se halló en el África del Sur al año justo de haber abandonado la Valhalla, y desde allí se dirigió hacia Oriente, pasando por China y Japón, por las muy industrializadas islas de la parte más remota del Pacífico, y desde las Filipinas regresó al continente norteamericano.

Los cuatro meses siguientes los empleó en viajar por los Estados Unidos. Quedóse admirado contemplando el Gran Cañón y las demás bellezas del pintoresco panorama del Oeste. Al este del Misisipí era diferente el género de vida; entre la ciudad de York y Chicago pocas eran las porciones de tierra que no estuviesen pobladas.

A finales de noviembre regresó a York. Jesperson le dio la bienvenida en el aeródromo. La ausencia de Alan había durado un año. El joven tenía ya dieciocho años cumplidos y estaba algo más recio y fuerte. Del adolescente ansioso de saber que salió de la Valhalla quedaba muy poca cosa; pero había cambiado por dentro.

Pero una parte de él no había mudado sino para hacer más firme la determinación que había tomado; era la parte que esperaba desvelar el secreto de la navegación a mayor velocidad que la de la luz.

Alan estaba descorazonado. Su viaje habíale revelado el hecho desagradable de que en ninguna parte de la Tierra se hacían investigaciones sobre la hiperpropulsión; las habían iniciado y las habían dejado como cosa imposible o, como los científicos de Zurich, habían condenado a muerte esa idea desde el principio.

—¿Ha encontrado lo que buscaba? — le preguntó Jesperson.

—No; a pesar de haber dado, como quien dice, la vuelta al mundo — respondió Alan. Y mirando un momento al abogado, le preguntó: —¿Cuánto dinero tengo ahora?

—Mucho. Digamos un millón trescientos mil créditos. El año pasado pude hacer algunas inversiones afortunadas.

—Mejor. Procure usted que siga aumentando mi capital. Puede que necesite eso y algo más si me decido a montar un laboratorio para hacer investigaciones y experimentos.

Pero al día siguiente por la mañana el cartero entregó a Alan un paquete. Leyó éste en la etiqueta que el remitente era Dwight Bentley, de Londres.

El joven estuvo un momento pensando quién podía ser el tal Bentley. Recordó en seguida que era el subdirector del Instituto de Tecnología de Londres, la Escuela fundada por Cavour. Una tarde del mes de enero él había tenido una larga conversación con Bentley, en la que se habló de Cavour, de la navegación espacial y de las esperanzas que él abrigaba de perfeccionar la hiperpropulsión.

Abierto el paquete, vio que contenía una carta y un libro. La carta decía:


«Londres, 3 de noviembre de 3877. »

»Apreciado señor Donnell:

»Tal vez no habrá olvidado la agradable charla que sostuvimos en este Instituto el invierno pasado, cuando usted visitó Londres. Recuerdo que mostró usted vivo interés por la vida y obra de James H. Cavour y que dijo se proponía avanzar por el camino que había iniciado Cavour.

»Hace unos días encontramos por casualidad en una de las estanterías de nuestra Biblioteca, el libro que usted buscaba con tanto afán. Me inclino a creer que el señor Cavour nos lo envió desde el laboratorio que tenía en Asia.

»Me tomo la libertad de mandárselo en la esperanza de que le ayudará a realizar su obra y acaso a triunfar al fin en su empeño.

»Le agradeceré lo devuelva a este Instituto después de haberlo leído.

«Atentamente le saluda,

»Dwight Bentley.»


A Alan se le cayó la carta al suelo cuando cogió el libro. Estaba tan deteriorado como el ejemplar de la «Teoría de Cavour» que compró en York. Parecía que un soplo bastaría para convertirlo en polvo.

Impaciente, el joven abrió el libro. Las tres primeras páginas estaban en blanco. La cuarta página del manuscrito, pues manuscrito era, estaba encabezada como sigue:


DIARIO DE JAMES HUDSON CAVOUR

Volumen 16

Del 8 de enero al 11 de octubre de 2570

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