Capítulo XIX

No fue difícil para Alan averiguar el rumbo que llevaba la Valhalla, pues estaba inscrito en el libro corriente del Registro Central de Rutas. La Ley imponía a todas las astronaves, sin excepción, la obligación de presentar, antes de la partida, un mapa de derrota detallado, y este mapa era conservado en los archivos de la Oficina del Registro. Se comprende el motivo de ello: si la nave sufría algún percance en su ruta, en los más de los casos había que considerarla como perdida. Si eso sucedía, volaba a la deriva hacia su destino sin poder virar ni maniobrar ni gobernar sus movimientos. Si encontraba en su camino a algún planeta o a alguna estrella…

La única manera de cambiar la trayectoria era aminorar la velocidad, y minorada ésta, ya no se podía volver a aumentar; la nave seguiría desviándose lentamente hacia las estrellas, y su tripulación moriría de vejez.

Gracias a ese Registro era posible conocer la situación en el espacio de una nave en peligro y mandar otra para intentar el salvamento. El espació es inmenso, y sólo de ese modo se puede localizar la posición de una nave.

El Registro no facilitaba información sobre las rutas a todo el mundo; pero Alan supo convencer al funcionario que le atendió de que él llevaba buenas intenciones. Cumplidas ciertas formalidades legales, el joven consiguió lo que deseaba.

Para ello se amparó en una antigua disposición que decía que los tripulantes de una astronave podían, en determinados casos de justificada necesidad, solicitar esa información del Registro.

Alan tomó nota de las coordenadas.

La Cavour estaba dispuesta para la partida. Alan se abrió paso por entre los grupos de curiosos, subió a bordo y entró en la Sala de Mandos.

El joven pasó sus dedos por el cuadro de mandos durante un momento; acarició los modernos instrumentos que iba a manipular por primera vez: cuadrantes, palancas, compensador de superpropulsión, transmutador de combustible, guía de distorsión, índice de curvas. Comprendía Alan que todos esos vocablos raros eran nombres nuevos que formarían parte de la docta jerga científica que hablarían y escribirían los astronautas del futuro.

Púsose a operar con los nuevos mandos. Trazó las coordenadas con sumo cuidado y las comprobó luego seis o siete veces. Estaba satisfecho al fin; había calculado una hiperpropulsión que lo llevaría en pocos días adonde se hallaba la Valhalla, la cual estaba navegando por el espacio a casi la velocidad de la luz.

La velocidad de la Valhalla, comparada con la hiperpropulsión, era, prácticamente, como andar a paso de tortuga.

Había llegado la hora de la gran prueba. Alan cambió algunas palabras con sus amigos y colaboradores que estaban en la torre de control y pidió permiso para despegar.

Un momento después empezaron a contar los segundos al revés. Alan se preparó para el despegue.

Temblaba el joven al pensar que iba a pilotar una nave movida por primera vez por la hiperpropulsión. Iba a penetrar en lo desconocido, iba a ser el primero en emplear medios de navegación acaso peligrosos. El viaje le llevaría más allá de la continuidad de espacio-tiempo… ¿Adonde le conduciría…? ¿Podría volver de allí?

Él esperaba que sí.

Apretó los botones para hacer funcionar el piloto automático.

Luego de haber dejado atrás la órbita de la Luna sonó un timbre para advertirle que la propulsión de Cavour iba a desempeñar su cometido.

Alan experimentaba una sensación indefinible. No apartaba la vista de la pantalla televisora.

Las estrellas habían desaparecido. Había desaparecido la Tierra llevándose consigo todo lo que había vivido en la memoria de Alan, incluso los recuerdos que el joven guardaba de los nueve años que residió en ese planeta, a Hawkes, a Jesperson, a la ciudad de York, al Recinto…

Flotaba en un vacío sin figura, triste, de color pardo, en que no había estrellas ni mundos. Y se dijo Alan que eso era el hiperespacio. Se sentía cansado, tenía los nervios alterados. Había llegado al hiperespacio; se encontraba ya en lo más recio del combate y tenía medio ganada la batalla. Faltaba ver cómo y por dónde podría salir de la lucha… o si no podría salir de ella.

Cuatro días de fastidio, cuatro días sin tener otro deseo que el de salir del hiperespacio. Al fin volvió en sí el piloto automático; dijo, con su ruido, que el generador de Cavour había hecho su trabajo, y callóse luego.

¡La Cavour salía del hiperespacio!

Sobre la oscuridad del espacio aparecieron de repente las estrellas. Se iluminó la pantalla televisora. Alan cerró los ojos un momento. ¡Volvía del combate victorioso!

Alan miró a la pantalla. Debajo de su nave navegaba la Valhalla con rumbo a Proción, rutilante en la oscuridad del espacio.

El joven manipuló los mandos de la radio. Minutos después oyó la voz conocida de Chip Collier, el oficial de señales de la Valhalla.

—Aquí la Valhalla. ¿Quién llama?

—Alan Donnell. ¿Cómo van las cosas a bordo, Chip?

—¡Alan! ¿Qué broma es ésta? ¿Dónde estás?

—Lo crea usted o no, encima de vosotros, en una navecilla. Dígale a mi padre que quiero hablar con él. Voy a descender sobre vuestra cubierta.

Al cabo de un cuarto de hora la Cavour estaba pegada a la piel de la Valhalla como pulga montada sobre el lomo de un elefante. Alan entró en ésta por la esclusa principal. Después de tantos años de ausencia, se sentía otra vez muy a gusto a bordo de la gran nave.

Se quitó el traje espacial y echó a andar por el corredor. Allí le esperaba su padre.

—Aquí me tienes otra vez, papá.

El capitán Donnell meneó la cabeza. No se explicaba lo que había hecho su hijo.

—Alan, ¿cómo has podido…? Estás hecho un hombre…

—Han pasado nueve años, los que he estado en la Tierra. Para vosotros solamente han pasado dos meses desde que salisteis de allá. Yo estoy ahora aquí gracias a la propulsión de Cavour, papá.

Se presentó entonces Steve. Steve tenía buen aspecto, le había hecho mucho bien los meses que llevaba a bordo de la Valhalla. Ya no estaba obeso.

—¡Alan! Me explicarás porqué…

Alan dio las explicaciones que le pidió su hermano y dijo luego:

—Como no podía invertir el tiempo, como no podía hacerte a ti tan joven como yo, hice lo contrario, que fue alcanzar la misma edad que tú tenías entonces. —Y mirando a su padre, agregó—: El Universo va a cambiar desde ahora, La Tierra ya no estará tan superpoblada. Y esto supone el fin del sistema de recintos y de la Contracción de Fitzgerald.

—Tendremos que montar la hiperpropulsión en la Valhalla —dijo el capitán Donnell, asombrado todavía de la vuelta inesperada de su hijo—. De otro modo no podremos competir con las naves modernas. ¿Habrá naves modernas pronto?

—Tan pronto como yo regrese a la Tierra y diga que he triunfado —respondió Alan—. Los hombres que yo tengo a mi servicio las construirán inmediatamente. El Universo estará lleno de ellas antes que la tuya llegue a Proción.

Dábase cuenta Alan de la grande importancia que tenía lo que él había hecho. Y por eso añadió:

—Ahora que va a ser un hecho la navegación interestelar, tendremos la Galaxia tan cerca como tenemos el sistema solar.

El capitán Donnell asintió:

—Ya has perfeccionado la propulsión de Cavour hijo. ¿Qué piensas hacer en lo sucesivo?

—Tengo una nave mía, papá. Y allá están Rigel, Deneb, Fomalhaut y muchos, muchos astros más ¡Todos los quiero ver! La hiperpropulsión me lo permitirá. Pero hay una cosa…

—¿Qué es? — preguntaron a la vez el capitán y Steve.

—He vivido solo estos últimos años y quiero hacer este viaje con un compañero.

Y dicho esto, miró a Steve.

Steve sonrió y dijo:

—¡Bien pensado te lo tenías! ¡Qué remedio me queda sino acompañarte!

—¿Lo haces a gusto?

—Eso no se pregunta. Deseándolo estoy.

Alan sintió que alguien le tiraba de la pernera de su pantalón. Miró hacia abajo y vio una pelotita de piel, de color púrpura azulado, que estaba junto a su zapato y le miraba bizqueando los ojos.

—¡Rata!

—Sí, Rata. Me gustan las excursiones. ¿Admites a bordo otro pasajero?

—Si ese pasajero eres tú, sí.

Alan estaba lleno de contento y entusiasmo. Volvía a hallarse entre seres queridos. Y la Galaxia estaba allí, delante de él, abriendo los brazos para recibirle en ellos, amorosa. Lleno estaba el cielo de brillantes luceros contemplándole a él, llamándole con anhelante mirada.

Con eso había soñado Alan. E iba a ver realizados muy pronto sus sueños.

Allí estaban ya para saludarle, todos sus compañeros de la Valhalla: Art Keandin, Dan Kelleher, Judy Collier, Roger Bond…

—¿Cuándo te vas? —preguntó el capitán—. ¿No te quedarás unos días con nosotros?

—Sí, me quedaré, papá. No tengo prisa. Primero volveré a la Tierra a decirles que he triunfado y a dar la orden de que se pongan a construir naves. Después iré a…

—A Deneb, primero —dijo Steve—. Y de allí iremos a Altair y otras estrellas de la constelación del Águila.

—Aunque tuviéramos diez vidas, no podríamos ir a todas las estrellas que hay, Steve —dijo Alan sonriendo—. Se hará lo que se pueda.

Estaba el cielo cuajado de estrellas. Y pensaba Alan que él, Steve y Rata —juntos los tres otra vez, al fin— saltarían de estrella en estrella e irían a todas partes para ver lo que había. La navecilla que estaba pegada a la piel de la Valhalla como pulga montada sobre el lomo de un elefante sería la varita mágica que pondría en las manos de ellos el Universo todo.

Alan frunció el ceño en ese instante de felicidad. Recordaba a un hombre enjuto, de una fealdad agradable, que le había amparado y protegido y había muerto nueve años atrás. La ambición de Max Hawkes había sido visitar las estrellas. El pobre Max no pudo ver cumplidos sus deseos.

«Steve y yo lo haremos por ti, Max», pensó Alan.

El joven miró a su hermano. Los dos tenían muchas cosas que contarse.

—Cuando desperté a bordo de la Valhalla —dijo Steve— y comprendí que me habías emborrachado, me entró tal locura, que, si llego a tenerte al alcance de mis manos en aquel momento, te hago pedazos.

—Puedes hacerlo ahora, bien cerquita me tienes.

—Ahora no quiero — replicó Steve riéndose.

Alan dio un puñetazo a su hermano, sin hacerle daño. Al joven le parecía ya más amable la vida. Había encontrado a Steve y había dado al Universo la navegación a mayor velocidad que la luz. No hacía falta más para que un hombre se sintiese feliz.

Un nuevo afán tenían Alan y su hermano. Anhelaban explorar la infinidad de soles que hay en el cielo. Había que consagrar a esta empresa la vida entera. Y ¿quién sabía el tiempo que se tardaría en realizarla?

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