Hawkes sacó de su bolsillo una moneda y la introdujo en la ranura que había al lado del tablero. Se iluminaron las luces de éste, luces de colores que se encendían alternativamente, en movimiento continuo, sin cesar.
—¿Qué pasa ahora?
—Se hacen combinaciones matemáticas con estas llaves —dijo Hawkes, señalando a la hilera de botones esmaltados que tenía a lo largo de uno de sus lados la máquina—. Luego, las luces empiezan a encenderse con rapidez, y así que comienzan a encenderse, uno ha de hacer su combinación… al azar, por supuesto…, uno ha de realizar la combinación que ha pensado y si acierta, gana. Hay que estar escuchando con mucha atención para oír los números que canta el croupier para adaptarlos a tu serie.
Súbitamente sonó un timbre y se apagaron las luces del tablero. Alan miró hacia los otros tableros y vio que todos estaban apagados.
El hombre que estaba en la tribuna, en el centro de la sala, carraspeó y cantó:
—Mesa 403, gana ciento. ¡403! ¡Ciento!
Un señor mofletudo que estaba sentado en una mesa situada cerca de la de Hawkes se levantó, risueño, para ir a cobrar. Hawkes dio palmadas en la mesa para llamar la atención de Alan.
—Mira aquí, ahora. Así que se iluminen los tableros, me pondré a hacer mi combinación. Compito con todos los que están aquí. Generalmente gana el más rápido. Claro está que, a veces, la ciega Fortuna te hace ganar; pero eso no es frecuente.
Alan, con un movimiento de cabeza, indicó que comprendía y se puso a mirar lo que hacían los dedos de Hawkes en los botones de control así que se iluminaron nuevamente los tableros. Los otros jugadores hacían algo por el estilo, pero ninguno con la ligereza y aire de confianza en la propia destreza que tenía Hawkes.
El croupier dio tres golpes con un macito y dijo:
—103 subprima 5.
Hawkes, presurosamente, hizo una enmienda en su ecuación. Las luces del tablero se movieron y extinguieron tan rápidamente, que Alan casi no pudo ver nada.
—377 tercer cuadrante 7.
Nueva enmienda. Hawkes miraba fijamente al tablero. Los otros jugadores estaban igualmente como fascinados. Alan observó que era posible que alguna persona se dejase hipnotizar por aquel juego y se pasase los días enteros practicándolo.
El joven se puso a mirar con atención profunda las computaciones que hacía Hawkes a medida que el croupier iba cantando los números. Empezaba a ver en qué consistía el juego, el fondo de lógica que el mismo tenía.
Se parecía algo a lo que se llamaba astrogación, y Alan poseía los rudimentos de esta ciencia. El que navega en una astronave ha de saber algo acerca de la desviación de rumbo, de los efectos de los campos magnéticos planetarios, de los meteoros y de otros obstáculos semejantes, a fin de estar preparado para vencer tales obstáculos.
En este juego pasaba lo mismo. El tablero-piloto, que estaba en la tribuna del croupier, tenía una combinación matemática hecha con anterioridad. Para ganar, los jugadores tenían que acertar esa combinación. Así que era cantada cada coordenada subsiguiente que quedaba grabada en el registrador había que computar de nuevo en términos de nuevas probabilidades, borrando las ecuaciones anteriores y sustituyéndolas por otras.
Existía siempre la probabilidad matemática de que se lograra hacer por azar una combinación idéntica a la del tablero de control; pero eso sucedía muy raras veces. En ese juego, para ganar, el jugador tenía que ser inteligente. Ganaba el primer tablero que registraba la misma combinación que el tablero-piloto.
Hawkes operaba con serenidad y eficacia. Perdió las cuatro primeras jugadas. Alan se compadecía de la mala suerte del tahúr; pero éste dijo:
—No malgastes tu compasión. Hago pruebas todavía. En cuanto vea con la imaginación el rumbo que siguen los números esta noche, empezaré a ganar.
Le pareció esto jactancia al astronauta, pero Hawkes ganó la quinta jugada en sólo seis minutos. Las cuatro anteriores habían durado de nueve a doce minutos antes de salir un ganador. El croupier, un hombre bajito y de cara cetrina, entregó un rimero de monedas y algunos billetes de banco a Hawkes cuando éste fue a la banca a recoger sus ganancias. Oyóse un rumor sordo en la sala. Hawkes era muy conocido de los asiduos.
Hawkes cobró cien créditos. En menos de una hora había realizado un beneficio líquido de setenta y cinco créditos. Le brillaban los ojos a Hawkes, y se veía que estaba en su elemento y disfrutaba.
La sexta jugada la ganó un hombre con gafas, de cara redonda, que estaba tres mesas más allá, a la izquierda de la de Hawkes. Luego, Hawkes venció en la séptima y octava jugada: cien créditos cada una; también ganó la novena.
Alan pensaba que Hawkes había ganado cuatro de las nueve jugadas. En la sala había por lo menos cien personas. Suponiendo que no tuviera siempre la misma buena suerte, eso significaba que muchas personas ganaban muy pocas veces, y algunas, nunca.
Hawkes siguió ganando y perdiendo jugadas. Hubo un momento en que sus ganancias ascendieron a mil cuatrocientos créditos.
Alan ardía en deseos de jugar él, pero en una casa de la categoría A no dejaban jugar a los principiantes.
Después de esto, Hawkes perdió cinco jugadas. Cometió un error en un cálculo aritmético, y Alan se lo dijo. Hawkes impuso silencio al mozo, y éste enrojeció.
Por el momento parecía que lo abandonaba la fortuna y que había perdido su destreza. Hawkes se levantó de la mesa y meneó la cabeza con tristeza.
—No juego más. Vámonos.
Se guardó en el bolsillo las ganancias, que eran de mil doscientos créditos.
Cuando salieron de la casa de juego eran más de las doce de la noche. Había llovido y estaban mojadas las calles. Las personas que andaban por ellas se dirigían a sus casas. Antes de llegar a la boca del metro, Alan rompió el silencio y dijo:
—Ha ganado usted bastante.
—No me puedo quejar.
—Sin las pérdidas de última hora, se hubiera usted llevado doscientos créditos más.
Hawkes sonrió.
—Si tú hubieses nacido dos siglos antes serías mucho más listo de lo que eres ahora.
—¿Qué quiere usted decir? — preguntó Alan algo amoscado.
—Que a última hora he perdido porque he querido perder. El jugador inteligente tiene que conocer el momento oportuno en que le conviene perder.
El tahúr se acercó a la taquilla para sacar los billetes.
—No acabo de entender eso, señor Hawkes.
—Los listos viven a expensas de los tontos, y los que a mí me dan de comer no volverían a la casa de juego si yo no hiciera eso. Yo conozco este juego como nadie. Puedo decir que soy el mejor jugador que hay en esta ciudad. Mis manos sienten los números, y, si yo quisiera, ganaría cuatro de cada cinco jugadas, aun en un local de la categoría A.
Alan frunció el ceño.
—¿Por qué no lo hace usted? Podría ser rico.
—Soy rico —replicó Hawkes en un tono que desconcertó a Alan—. Si pretendiera hacerme más rico en poco tiempo, podría enfadarse algún cliente y meterme cuatro balas en la barriga. Contéstame a esto, niño: ¿volverías tú a un casino en que un solo jugador se llevase el ochenta por ciento de las ganancias? Te consentirían eso un mes quizá, pero, después, o tendrías que retirarte o atenerte a las consecuencias. Mi táctica es mejor. Les dejo ganar la mitad de las veces. Yo no necesito todo el dinero que fabrica la Casa de la Moneda; con una pequeña parte de él, me conformo. Con ese régimen económico, que es esencial en este juego, gano yo más dejando ganar de vez en cuando a los otros.
—Sí; lo comprendo —dijo Alan—. Y así no tiene usted envidiosos. Les deja usted la esperanza de ganar otro día.
Salió el coche de la estación. Mientras éste corría a gran velocidad por el oscuro túnel, iba pensando Alan en lo que había visto aquella noche. Se decía que el género de vida que se llevaba en la Tierra le enseñaba a uno muchas cosas, y que muchas de estas cosas él las tenía que aprender aún.
Hawkes tenía un don: el de saber ganar. Pero no abusaba de este don, sino que lo ocultaba un poco para que la gente no le tuviera envidia. En la Tierra reinaba la envidia; en ella la gente llevaba una vida muy fea, que en nada se parecía a la serenidad y al generoso espíritu de amistad que dominaba la vida a bordo de una astronave.
Alan se sentía muy cansado, pero su cansancio no era más que fatiga física. En la Tierra, la vida, por su brutalidad y su suciedad, era tremendamente emocionante comparada con la existencia que se vivía a bordo. Alan experimentaba algo así como una desilusión cuando pensaba que tenía que volver a la Valhalla. Él quería conocer algunos de los aspectos fascinadores que presentaba la Tierra.
Salieron del tubo en la estación de Hasorouck.
La calle, con sus altos edificios, parecía una garganta, un encajonamiento entre montañas. El aspecto de algunas de aquellas casas, a la luz de las farolas, proclamaba que estaban habitadas por gente pobre.
—Es un barrio residencial —dijo Hawkes—. Yo vivo en él, en esa casa.
La señaló el tahúr con el dedo, y era el peor de los edificios de la calle.
—Vive gente pobre allí —añadió Hawkes—. Se paga poco alquiler. Fea y vieja es la casa, pero yo vivo en mi pisito tan a gusto como si estuviera en un palacio.
A Alan le extrañaba que un jugador pudiera vivir en un lugar como aquél.
—No me explico cómo puede vivir en un sitio así una persona que gana el dinero a espuertas.
El joven se arrepintió de lo que había dicho al ver la cara que al oírlo puso el otro.
—Las leyes de este planeta —respondió Hawkes— obligan a vivir a los que no tienen tarjeta profesional en los barrios que las autoridades les asignan.
Entraron en el ascensor. Hawkes apretó el botón que estaba junto al número 106.
—Vine a vivir aquí con el propósito de mudarme cuando tuviera dinero para ello. Pero ahora que puedo hacerlo, no quiero irme. Soy un poco perezoso.
Se paró el ascensor en el piso 106. Echaron a andar por un pasillo estrecho, que estaba casi a oscuras. Hawkes se detuvo delante de una puerta. El tahúr puso su dedo pulgar sobre la placa que había en la puerta y esperó hasta que ésta se abrió, luego de haber quedado impresas sus huellas dactilares en la sensible placa electrónica.
La vivienda tenía tres habitaciones. Los muebles que contenían eran nuevos y casi lujosos; no eran muebles de persona pobre. No faltaban allí los aparatos de radio y televisión. Hasta había un bonito robot-bar. Y libros.
Hawkes indicó una silla a Alan. El joven se sentó en ella. Alan no tenía ganas de irse a dormir; prefería estar hablando hasta la madrugada.
El tahúr hizo funcionar el bar. Alan miró lo que había en el vaso que le dio Hawkes; era un líquido de color amarillo brillante. Se lo bebió. Tenía buen sabor.
—¿Qué es esto? — preguntó el muchacho.
—Vino de Antares XIII. Lo compré el año pasado y me costó cien créditos cada botella. Me quedan seis en casa todavía Hasta dentro de catorce años no vendrá otra nave de Antares XIII.
El vino le hizo entrar ganas de hablar a Alan.
Estuvo conversando con su nuevo amigo hasta las tres de la madrugada. Escuchaba lo que decía Hawkes con el mismo deleite con que se bebía el vino de Antares XIII. El tahúr era un hombre complejo, polifacético. Debía de haber estado en los más diversos lugares de la Tierra y hecho todo lo que en ese planeta se podía hacer. Y no había jactancia en el tono con que hablaba de sus proezas. No hacía más que contar sus aventuras como si ello fuera la cosa más natural del mundo.
En el juego, venía a ganar cada noche mil créditos. Pero había acentos de queja en su voz. Los repetidos triunfos que alcanzaba le fastidiaban. Había satisfecho todos sus deseos, y nada más podía ambicionar. Era el rey de los jugadores profesionales. Ya no quedaban mundos que él pudiera conquistar. Había visto todo lo que había que ver y hecho todo lo que se podía hacer, y se lamentaba de ello.
—Quisiera ir al espacio algún día —manifestó—; pero esto es un sueño. Este año no puede ser. No sabes tú lo que yo daría por ver los soles que hay sobre Albirea V o por contemplar las lunas de Capela XVI. No me es posible hacerlo. Mejor es no soñar. Me gusta la Tierra y también el género de vida que llevo. Y me alegro de haberte conocido; haremos una buena pareja tú y yo, Donnell.
La voz de Hawkes había arrullado a Alan, pero éste despertó de súbito y prestó atención a lo que el otro decía.
—¿Qué quiere decir eso de que haremos una buena pareja?
—Que te tomo bajo mi protección, que haré de ti un buen jugador. Te haré un hombre. Tú has estado en el espacio y me puedes decir cómo es.
—No siga. Ha mezclado usted las cosas un poco. Saldré para Proción en la Valhalla a fines de semana. Le agradezco mucho todo lo que ha hecho por mí, pero no pienso desertar de la nave y pasarme el resto de mi vida…
—Te quedarás en la Tierra, ya lo verás. Te gusta este planeta. Tú sabes que no pasarás las siete décadas que aún puedes vivir en la nave que manda tu padre. Sabes que no volverás.
—Sé que volveré. Le apuesto lo que usted quiera jugarse.
—Acepto la apuesta. ¿Te apuestas cien créditos contra mil a que te quedas?
—Una apuesta así no la quiero hacer. Regresaré a la Valhalla. Yo…
—Pues toma mis mil créditos, si tan seguro estás.
—Los tomo. Mil créditos nunca vienen mal.
Alan ya no tenía deseos de seguir escuchando a Hawkes. Se puso en pie de repente y apuró el contenido de su vaso.
—Estoy cansado, Hawkes. Acostémonos.
—Me parece bien —dijo el tahúr, apretando un botón que había en la pared, con lo que se abrió hacia afuera una puerta y salió una cama—. Échate aquí. Te despertaré mañana temprano e iremos a buscar a tu hermano Steve.