Aterrizó la Valhalla a las 17.35 sobre el morro. No fue esto motivo de sorpresa para nadie, pues el capitán Mark Donnell era esclavo de la puntualidad; no se había retrasado una sola vez en los cuarenta años que llevaba navegando por el espacio, período que equivalía a más de diez siglos de historia de la Tierra.
Todo salió como estaba previsto y ordenado. Desembarcó la tripulación por familias, por orden de clase y antigüedad, con la sola excepción de Alan. Éste, por ser miembro de la familia del capitán, salió el último; pero también le llegó su turno.
—Volvemos a pisar tierra firme, Rata.
Se hallaban en el campo en que había aterrizado la Valhalla, abrasado y requemado por los chorros de gas de la propulsión. La dorada armazón descansaba sobre la cola.
—Firme para ti, quizá —replicó Rata—. Para mí, que voy en tu hombro, se balancea más que la nave.
El capitán Donnell tocó el pito, se llevó luego las manos a la boca y gritó:
—¡Ya están aquí los helicópteros!
Alan se puso a mirar la escuadrilla de helicópteros pintados de gris, que descendían con los rotores girando cada vez más lentamente. El chico echó a andar con sus demás compañeros. Los helicópteros los transportarían desde el campo de aterrizaje del astropuerto al Recinto, donde pasarían seis días.
El capitán vigilaba cómo entraban los hombres en los helicópteros. Alan se acercó a su padre.
—¿En cuál vas tú, hijo?
—Me han mandado que vaya en el número uno.
—He dado contraorden.
El capitán, luego de decir esto, se volvió hacia los tripulantes y dijo:
—No os paréis. Ocupad el helicóptero número uno.
Los hombres obedecieron.
—¿Está lleno ya? — preguntó el capitán.
Contestaron afirmativamente. El aparato empezó a gruñir y los rotores a girar; se elevó, se mantuvo en equilibrio por un momento y luego voló en dirección norte, hacia el Recinto.
—¿Por qué has dado contraorden, papá?
—Porque quiero que vengas conmigo en un helicóptero biplaza. Kandin ocupa tu puesto en el número uno.
Ordenó luego el capitán:
—¡Ocupad el número dos!
Los hombres lo hicieron así. Un momento después hacía señas el piloto de que el helicóptero estaba lleno. Partió el aparato. Alan, viendo que él saldría el último, quiso aprovechar el tiempo y se ocupó en impedir que se alejaran los niños de los tripulantes.
Ya no quedaban en el campo más que Alan y su padre. Tenían detrás de ellos el pequeño helicóptero de dos plazas y la gigantesca y brillante Valhalla.
—Vámonos ya — dijo el capitán.
Subieron al aparato. Alan se ató con la correa en el asiento del copiloto; su padre se sentó detrás de los mandos.
—No te he visto mucho estos últimos días —dijo el capitán cuando ya habían tomado altura—. Para gobernar la Valhalla son pocas las veinticuatro horas del día.
—Sí, papá; lo sé.
Al cabo de un rato el capitán Donnell preguntó, burlón:
—¿No has renunciado todavía a la idea de descubrir la hiperpropulsión? Sé que sigues leyendo el libro de Cavour.
—Tú sabes que no, padre. Tengo la certeza de que Cavour lo consiguió, antes de desaparecer. Si se llegase a encontrar su cuaderno de apuntes, o una carta que nos pusiera sobre la buena pista…
—Han pasado mil trescientos años desde su desaparición, Alan. Si en todo ese tiempo no se han encontrado documentos suyos, ya nunca se encontrarán. Pero supongo que tú no cejarás en tu empeño.
El capitán dio inclinación lateral al helicóptero, los rotores se pusieron a girar y el aparato empezó a descender suavemente en dirección al lejano campo de aterrizaje.
Alan miró hacia abajo, el grupo de edificios que empezaba a hacerse visible. Se diría que el Recinto que allí tenían los moradores de las estrellas era como un paño acolchado hecho de edificios anticuados y viejos y chapuceramente construidos.
Le causaban sorpresa a Alan las palabras de su progenitor. El capitán nunca había mostrado interés por la posibilidad de la navegación a mayor velocidad que la de la luz. Eso le parecía pura fantasía.
—No te comprendo, papá. ¿Por qué dices que no cejaré? Si algún día encuentro lo que busco, eso significará el fin del estilo de vida que llevamos ahora los moradores de las estrellas. La navegación entre los planetas será instantánea. Nadie se querrá marchar. No estaremos separados largo tiempo de las personas que conocemos.
—Tienes razón. Eso de la hiperpropulsión me está ahora haciendo meditar mucho y profundamente. No habría efectos de contracción. ¡Figúrate los cambios que ello operaría en nuestro estilo de vida! No; no habría ya separaciones largas, si alguno abandonaba la nave por algún tiempo.
Alan adivinó el estado de espíritu de su padre. Veía el motivo que tenía el autor de sus días para interesarse por la hiperpropulsión.
«Se acuerda de Steve —pensaba el joven—. Si tuviéramos ya la navegación hiperespacial, no tendría importancia lo que ha hecho mi hermano. Steve y yo tendríamos la misma edad.»
El próximo viaje de la Valhalla era para Proción. Tardaría otros veinte años en regresar, y Steve tendría entonces casi cincuenta.
Pensaba Alan que eso era lo que atormentaba la mente de su padre. Daba el capitán por perdido para siempre a su hijo Steve. Y no quería que se repitiera el caso de éste. «Y ahora desea que venga la hiperpropulsión tanto como yo», opinaba el muchacho.
Alan admiró la erguida figura de su padre al descender del helicóptero. Mientras caminaban hacia el edificio en que estaba la Administración del Recinto iba pensando el joven en el mucho trabajo que le habría costado a su padre el ocultar la pena que le roía el alma, tras aquella hermosa fachada que era su cuerpo.
«Por él, tanto como por mí, he de saber algún día en qué consiste la hiperpropulsión de Cavour», se dijo Alan.
Los grotescos edificios del Recinto aparecían delante de él. Detrás de éstos, visibles a la purpúrea claridad crepuscular, estaban las altas y brillantes torres de aquella ciudad de la Tierra. Probablemente, en alguna parte de la ciudad vivía Steve. —También encontraré a mi hermano.
Cuando llegaron al Recinto Alan y su padre, ya habían dado alojamiento a muchos de los individuos de la tripulación del Valhalla en la zona de cuarentena.
El funcionario encargado de los alojamientos dio a Alan el número de su habitación. Era aquél un viejo de expresión aburrida en su ajada cara, quizás un astronauta que se había retirado del servicio.
La habitación era un cuarto muy reducido que contenía una inmensa y vieja silla neumática —desinflada quién sabe cuánto tiempo ha— un catre y un lavabo. Las paredes estaban pintadas de verde — de un verde que debió ser oscuro en algún tiempo, pero que estaba ya descolorido; tenían no pocos desconchones, en uno de ellos había grabado con un cortaplumas, en letras muy grandes: BILL DANSERT DURMIÓ AQUÍ el 28 de junio de 2683.
Preguntóse Alan cuántos ocupantes había tenido aquella pieza antes y después de Bill Dansert, si este Bill Dansert estaría vivo aún y navegando por entre las estrellas al cabo de doce siglos de haber grabado su nombre en la pared.
Se dejó caer en la silla neumática y se aflojó la chaqueta de su uniforme.
—No hay mucho lujo ni comodidades aquí —dijo a Rata—; pero por lo menos es una habitación, un sitio que puede habitarse.
Los médicos se presentaron al anochecer, para ver si los recién llegados venían con alguna enfermedad contagiosa. Les habían dicho a los tripulantes de la Valhalla que no sería levantada la cuarentena hasta después de haber sido reconocidos todos ellos. Era un trabajo lento que duraría hasta la mañana siguiente.
—Es una medida de precaución —dijo el galeno, como disculpándose, al entrar en el cuarto de Alan, con la cabeza metida en el casco espacial—. Estamos muy escarmentados con lo que pasó cuando vinieron de Altair aquellos navegantes portadores de una enfermedad desconocida.
El médico sacó una pequeña cámara y enfocó con ella a Alan. Apretó un botón y salió de la máquina como un zumbido raro. Alan notó un calor no menos raro en su cuerpo.
—Perdone la molestia, pero he de cumplir con mi obligación — dijo de nuevo el doctor en son de disculpa.
Accionó una palanca que tenía en su parte posterior la cámara. Inmediatamente cesaron los zumbidos de la maquina, y por uno de los lados de ésta fue saliendo, desenrollándose, una cinta. El médico la examinó.
—¿Me encuentra usted algo? — preguntó Alan con ansiedad.
—Nada de particular. Pero tiene usted cariada la muela del juicio de la mandíbula superior derecha. Hay que evitar que el agujerito se haga mayor. —Y después de enrollar la cinta, agregó el doctor—: El tratamiento indicado es el flúor. ¿Tienen ustedes tiempo para seguir ese tratamiento? Dan pena las dentaduras que tienen ustedes.
—Nuestra nave fue construida cuando no se conocía aún el uso del flúor para hacer potable el agua que bebemos. Y estamos tan poco tiempo en la Tierra que carecemos de él para seguir un tratamiento. ¿No tengo más que eso?
—Ese es el diagnóstico, según dice la cinta. Cuando reciba el informe del laboratorio, hablaremos. Hasta entonces no le podré levantar la cuarentena. — Y reparando entonces en Rata, que estaba en un rincón, preguntó el médico—: ¿También tengo que examinar eso?
—Yo no soy eso —protestó Rata con helada dignidad—. Soy un ser extraterrestre, un ser inteligente nacido en Bellatrix VII. Y no padezco ninguna enfermedad que le pueda interesar a usted.
—¡Una rata que habla! —exclamó el galeno, pasmado de asombro—. ¡Habremos de ver, andando el tiempo, hasta animales inteligentes! A usted le tendré que tratar como si fuese un tripulante.
Y enfocó a Rata con la cámara, la cual comenzó a zumbar.
Después de haberse ido el médico, Alan quiso refrescarse lavándose en el aguamanil. Recordó de repente que aquella noche habría baile.
Mientras se lavaba la cara, se le ocurrió pensar que no había hablado con ninguna de las siete u ocho chicas que podía invitar.
El joven estaba inquieto sin saber por qué. Sentíase deprimido. Se preguntaba si le pasaba lo que a Steve. ¿Sería porque quería huir de la nave para ir a ver el universo, para verlo de verdad?
—Dime, Rata; si tú estuvieras en mi lugar…
—Si yo estuviera en tu lugar, me vestiría para ir al baile —respondió el ser extraterrestre—. Si tenía pareja, claro está.
—El caso es que yo no la tengo. No me he tomado la molestia de invitar a ninguna chica. Me las sé de memoria a todas. ¿Para qué molestarse por ellas?
—¿No vas a ir al baile?
—No voy a ir.
Rata se subió en el brazo de la silla neumática, levantó la cabeza y clavó sus brillantes ojillos en los ojos de Alan.
—Tú maquinas algo, tú quieres irte como tu hermano. Veo los síntomas de ello en tu cara. Estás lo mismo que estaba Steve de agitado e inquieto»
Tras un momento de silencio, Alan sacudió la cabeza y dijo:
—No; no puedo hacer eso, Rata. Steve es un rebelde. Yo no me atrevería a marcharme como él. Pero tengo que hacer algo. Sé cómo pensaba mi hermano. Decía que le aplastaban las paredes de la nave. Poco valdría si no le hago volver.
Con nerviosa impaciencia se desabrochó Alan la camisa y se la quitó. Experimentaba la sensación de que estaba cambiando por dentro. A él le pasaba algo, y pensaba que debía ser lo mismo que le había ocurrido a Steve. Quizá se había mentido a sí mismo al decirse que no era como Steve.
—Corre a decir al capitán que no voy al baile —ordenó a Rata—. Dile que estoy cansado, dile lo que quieras, para que no se inquiete por mí¡. ¡Pero que no sepa el estado de ánimo en que me encuentro!