CAPÍTULO 7


El emisario dijo:

—Vamos, Índigo.

Y al dirigir la mirada en la dirección que indicaba su mano, vio que el espejo de la pared, el espejo en el que había visto el rostro atormentado de Fenran, empezaba a brillar con una luz interior. La luz se intensificó, ocultando el marco del cristal, al tiempo que se extendía por la habitación como si de una avalancha de agua se tratara, y el ser la tomó de la mano.

—Vamos —repitió, y la palabra fue una orden.

Quiso gritar: ¡No! ¡No me iré! ¡Este es mi hogar, mi vida, todo lo que he sido! Pero lo que había sido estaba muerto. Anghara estaba muerta. Ahora era Índigo.

Sus pies se movieron con un impulso que no podía controlar, y avanzó en dirección al espejo, en dirección a la brillante luz. A su alrededor, los contornos de la habitación empezaron a oscilar, hinchándose y desvaneciéndose, como si estuviera colocada entre diferentes dimensiones, y llena de pánico intentó absorber por última vez las formas del familiar mobiliario, recoger en su memoria las imágenes, los sonidos y los olores de su hogar. ¿Quién había muerto? ¿Quién seguiría con vida? ¿Qué sería de Carn Caille, ahora que el linaje de Kalig había desaparecido? Luchó por formular estas preguntas, pero tan sólo un gemido consiguió escapar de su garganta. La luz era cada vez más brillante, a medida que su querida habitación se perdía en un vago crepúsculo mientras los engranajes del tiempo empezaban a girar de nuevo y ella dejaba atrás su hogar y su mundo.

De repente, un brillo insoportable surgió como una llamarada del corazón del espejo y sintió cómo algo se apretaba contra su espalda, e impulsaba a sus reacios pero impotentes pies hacia adelante. Por un instante sus manos extendidas tocaron la fría superficie del cristal; luego el espejo se disolvió y penetró en su interior con un traspié, lo atravesó, y con una silenciosa conmoción Carn Caille desapareció.

El silencio la envolvió. Sintió el suave y fresco soplo del viento en su rostro, agitando los rapados mechones de su cabello; pero el viento no producía el menor sonido. Bajo sus pies, y bajo sus manos rígidas mientras seguía agachada allí donde había caído, sentía la áspera solidez de un camino de piedra. Y aunque el intenso brillo se había desvanecido, percibía a través de sus bien apretados párpados que existía luz.

Índigo, antes Anghara, abrió los ojos.

El emisario de la Madre Tierra estaba ante ella; su figura resplandeciente era el único pilar familiar en un lugar desierto y silencioso. Se encontraban en una carretera que se extendía vacía y recta como el mango de una flecha por un paisaje llano y sin rasgos distintivos. Sin hierba, sin árboles, sin colinas, sin setos. Sin sol en el cielo, sin una fuente para aquella luz desprovista de sombras que caía sobre ella. Sin nubes, sin pájaros. Tan sólo la interminable llanura, marrón y desolada, y la línea gris que era la carretera.

Volvió la cabeza —ni siquiera los guijarros de debajo de sus pies dejaron escapar el menor sonido al moverse— y miró a su espalda. Sólo la carretera. La llanura vacía. Y, con total incongruencia, el espejo a través del cual el ser la había conducido colgaba sin que nada lo sujetase sobre el camino. Pero el cristal estaba en blanco y no reflejaba nada.

Se volvió de nuevo para mirar al resplandeciente emisario, y su boca se contorsionó en un

esfuerzo por reprimir una nueva avalancha de lágrimas.

—Por favor —susurró, y casi no reconoció su propia voz—. ¿Qué lugar es éste?

—Un mundo más allá del tuyo. Un lugar donde el río del tiempo sigue un curso diferente.

—Carn Caille... —Sintió que el pánico se apoderaba de ella—. ¿Qué le ha sucedido a Carn Caille?

El ser sonrió con tristeza.

—Lloran a tu familia, muchacha, como es correcto que hagan. Mira en el espejo otra vez.

Índigo miró, y vio que el cristal empezaba a aclararse...

Formaron un pasillo por entre la multitud que había penetrado en la gran sala, para permitir que el joven paje guiara a Cushmagar hasta la mesa presidencial. El anciano arpista avanzó vacilante, sus manos nudosas sujetaban con fuerza el brazo del muchacho en el que se apoyaba, y los que estaban en las filas más cercanas al lugar por donde pasaba vieron el brillo de las lágrimas en sus ojos ciegos y vacíos.

Ningún hombre, ni ninguna mujer, ni ningún niño de los presentes en la sala hablaba. Cuatro cuerpos yacían ante la mesa envueltos en lienzos de ropa de color Índigo, sus cuerpos casi ocultos por completo bajo las coronas hechas de las bruñidas hojas otoñales de fresnos, saúcos y endrinos. El silencio se interrumpía tan sólo por el perdido y solitario sonido de una mujer que lloraba: habían colocado a Imyssa en un rincón junto al hogar, y las otras mujeres acariciaban sus cabellos y sus manos, sabedoras de que no podían curar su dolor pero intentando darle todo el consuelo que pudieran.

Índigo contempló paralizada la escena del espejo, luego giró en redondo para enfrentarse con el emisario.

—¡Hay cuatro cuerpos! —exclamó con voz angustiada—. ¡Cuatro! ¿Quiénes son?

—El rey Kalig, la reina Imogen, el príncipe Kirra hijo-de-Kalig, y la princesa Anghara hija-de-Kalig.

—Pero mi madre..., ella se... —Índigo tragó saliva con fuerza, incapaz de pronunciar las palabras—. ¡No pueden haberla encontrado! ¡Y yo todavía vivo!

El ser resplandeciente le contestó sin la menor emoción:

—ÍÍndigo vive. Anghara hija-de-Kalig está muerta, y se la llorará como debe ser.

—Pero mi madre...

—La reina Imogen falleció a causa de las mismas fiebres que acabaron con su señor y sus hijos.

—¿Fiebres...? —El rostro de Índigo tenía un tono ceniciento.

—Una fiebres virulentas que barrieron las Islas Meridionales. Duraron poco, pero infligieron grandes pérdidas, y entre sus víctimas se contó la familia real de Carn Caille. Kalig y Kirra murieron rápidamente, al igual que Anghara y el joven del norte, Fenran. Imogen ardió de fiebre durante cinco días y por último sucumbió. Hubo muchos otros que los siguieron para reunirse con la Madre Tierra. —Y, al ver su sorprendida perplejidad, el emisario sonrió con un dejo de compasión—. Sí, fue una horda de demonios, y tuvo lugar una batalla. Pero los demonios que salieron de la Torre de los Pesares no tienen una auténtica existencia física en tu mundo. Son la quintaesencia del mal, pero sus formas son alegorías; penetraron a través de una brecha entre dimensiones, y ahora que la brecha se ha cerrado de nuevo los que sobrevivieron a su ataque no guardan ningún recuerdo de la batalla. Para ellos, la tragedia acaecida en Carn Caille tomó la forma de una enfermedad: una plaga breve pero virulenta. Es un paralelismo irónico, pero muy apropiado, porque a su manera los monstruos que has liberado son como una plaga; ningún ojo puede verlos en su forma auténtica, pero su

maligna influencia tiene un amplio alcance, y es imprevisible y mortífera.

Índigo se quedó mirando el polvoriento sendero. Comprendía —o creía comprender— lo que el emisario había dicho; pero aquello la dejaba con una sensación de parálisis, de debilidad de espíritu que nada podría hacer que desapareciera. Horrores invisibles, una influencia que ya empezaba a extenderse por todo el mundo como una enfermedad..., y ella debía encontrar a aquellos demonios, capturarlos y destruirlos, si no quería que el mundo desapareciera.

—¿Cuántos viven todavía? —preguntó con voz hueca.

El ser le tocó el hombro, provocándole un estremecimiento, y cuando le respondió su voz sonó repentinamente amable.

—Suficientes para asegurar la supervivencia de Carn Caille; Mira en el espejo otra vez.

Índigo parpadeó para apartar las lágrimas, y el espejo volvió a mostrar imágenes. En la mesa de presidencia de la sala de Carn Caille los sillones acolchados permanecían vacantes, y ante cada uno de ellos, sobre la mesa, se había colocado un plato de oro, una copa de oro, un cuchillo y una cuchara. Entre la mesa y los cuerpos cubiertos estaba el arpa de Cushmagar. No había hablado desde el horripilante momento en que su voz había conmocionado a los participantes en el banquete de la cacería silenciándolos; ahora, una vez el paje lo hubo acompañado hasta su lugar y acomodado bien, el bardo hizo correr los dedos sobre las cuerdas, y arrancó un murmullo tembloroso y melancólico al instrumento que hizo que incluso Imyssa dejara de sollozar, y que todos los rostros de la sala se volvieran hacia él. Estaba pálido y parecía enfermo; la fiebre también lo había atacado, y no hacía más que un día que se había levantado de la cama; pero ningún poder humano lo hubiera persuadido de eludir la tarea que ahora tenía ante sí.

—Madre de los Sueños, Madre Poderosa. —La voz de Cushmagar se elevó con fuerza hacia las vigas del techo mientras entonaba las palabras de ritual—. Madre de nuestras noches y nuestros días, Señora de nuestras alegrías y nuestras tristezas, a Ti te recito la letanía de los hijos de la Tierra. Porque nuestro señor y nuestra señora, que hablaron por don Tuyo y gobernaron por Tu mano, han cruzado el portal del que nadie regresa, y nos hemos quedado sin ellos. Ahora pasean como los ciervos en Tu valle, y nadan como los peces en Tu mar, y planean como los pájaros en Tu cielo, y nos hemos quedado sin ellos. Hemos perdido su sabiduría y su equidad, y nos vemos privados de su presencia, y nos sentimos entristecidos. Madre de todo el mundo, te canto la canción de nuestro señor y nuestra señora, y te canto la canción de los hijos de su unión, para que puedas escuchar nuestra pena y te des cuenta de que eran muy amados. Canto su canción para que todos la puedan escuchar e inclinen sus cabezas en señal de dolor por nuestra pérdida, y sus nombres y sus acciones serán recordadas mientras Carn Caille permanezca. Que todos los hijos e hijas de la Tierra, nuestra Madre, escuchen la canción de nuestro señor y nuestra señora, cantad todos vosotros, y mientras el sol permanezca en el cielo lamentaos junto con Cushmagar.

Una nota delicada, triste e intensa surgió de las cuerdas del arpa mientras la última palabra pronunciada por el anciano flotaba en la quietud; entonces, el sonido se transformó en un melodioso lamento con la cadencia del inquieto mar invernal. Algunos de los hombres más próximos a la mesa principal volvieron sus cabezas para que los demás no vieran las lágrimas que afluían a sus ojos, e Índigo sintió que se le contraía el corazón al reconocer algunos rostros crispados por el dolor y desfigurados por las secuelas de la enfermedad. Dreyfer, el encargado de los podencos. Angmer, el consejero y antiguo amigo de su padre. Lillyn, la doncella de su madre. La diminuta Middigane, la costurera. Los tres hijos del jefe de los mozos de cuadra con su madre, aunque a su padre no se lo veía por ninguna parte. También otros, tantos otros... Y sin embargo, aún había más que estaban ausentes, que siempre permanecerían ausentes. Entonces, como en una encrespada oleada, las voces de todos los presentes en la sala se elevaron entonando la antigua y hermosa Isla Pibroch, el lamento por los muertos. Cushmagar, la cabeza inclinada, los ciegos ojos cerrados, tocaba como si estuviera poseído, y por un momento fue como si Índigo penetrara en su mente, sintiendo las armonías que lo inundaban mientras su arpa conducía el coro. También él lloraba, bajo sus cerrados párpados; y la muchacha vio las imágenes que el anciano contemplaba: un fuerte Kalig, una serena y encantadora Imogen, unos jóvenes Kirra y Anghara segados en la flor de la vida. En otro momento pronunciaría la auténtica oración en su memoria, cuando la Madre Tierra le brindara su inspiración; hoy, Carn Caille los lloraba en la única forma que sabía, en la forma antigua, en la forma apropiada.

Los sonidos y las imágenes que se reflejaban dentro del espejo se apagaron y desaparecieron. Índigo, sobre el polvoriento camino que se extendía eternamente por el vacío y monótono paisaje, se cubrió el rostro con las manos mientras una nueva oleada de dolor y remordimiento la inundaba. No supo cuánto tiempo permaneció inmóvil e inclinada hasta que la resplandeciente criatura volvió a tocarla; pero finalmente sintió el frío contacto de su mano sobre su hombro y levantó la cabeza.

—Es hora de que nos vayamos —dijo el emisario en voz baja.

—No... —Su voz era como el lloriqueo de un niño y extendió la mano hacia el espejo cuya superficie permanecía vacía, sin reflejar nada.

—No puedes regresar, Índigo. Esta carretera te conduce a tu futuro, y debes seguirla tal y como ordena la Madre Tierra. Ven conmigo.

Se irguió despacio, vacilante. Entonces el dolor y el aturdimiento la vencieron de nuevo y se volvió hacia su compañero con las manos extendidas, suplicante.

—¡Debo tener alguna esperanza! Por favor, he perdido a mi familia, mi hogar, mi tierra; todo lo que conocía y amaba. Debe de haber algo para mí aún..., ¡debe de haber algo!

El emisario la miró directamente a los ojos, y por un instante ella vio de nuevo aquella piedad que había hecho añicos las barreras de su interior. Entonces el ser extendió su mano y, aunque no lo quiso de forma consciente, Índigo descubrió que su mano se alzaba para tomar aquellos dedos extendidos.

—Aún hemos de recorrer un buen trecho, criatura —dijo el ser resplandeciente—. Te aguardan tres encuentros, y dos tendrán lugar en esta carretera. El primero no está muy lejos, y temerás ese encuentro y por un buen motivo. El segundo..., el segundo puede ser tu salvación o tu perdición, Índigo: una inspiración para tu búsqueda, y a la vez una amenaza a tu resolución.

—Y... ¿el tercero?

—El tercero está más lejano en tu futuro. Te traerá a un nuevo amigo digno de confianza, aunque las apariencias puedan sugerir lo contrario al principio. —La mano que sujetaba la suya aflojó la presión, y el ser indicó al otro extremo de la larga y vacía carretera en dirección al nebuloso e inalterable horizonte—. Es hora de ponerse en marcha.

Índigo miró por encima de su hombro una vez más mientras el ente empezaba a alejarse. Y mientras lo miraba, el espejo que había colgado sin nada que lo sujetase sobre el polvoriento camino empezó a desvanecerse. Su contorno se estremeció, perdió nitidez; por un momento le pareció vislumbrar el rostro ciego de Cushmagar de nuevo y escuchar los ecos de un arpa y de unos cánticos, pero las imágenes desaparecieron como en un sueño, y el espejo lanzó un trémulo resplandor y se desvaneció en la nada.

Durante algunos instantes, Índigo siguió absorta en la contemplación del lugar donde había estado. Luego inclinó la cabeza y se dio la vuelta una vez más para seguir al resplandeciente

emisario por la interminable y monótona carretera.

En Carn Caille las voces cantaban, y el sonido de su lamento fluía desde la sala para llenar la antigua fortaleza con su melancólica belleza. Cushmagar deseó que pudiera llegar a los lugares más remotos de las Islas Meridionales, ya que la canción era para todos aquellos que habían muerto; para cada uno de los guardabosques y pescadores, cada una de las esposas y criadas, cada uno de los niños. Aún no sabía cuántos habían sucumbido al virus más allá de los muros de Carn Caille, pero adivinaba que había muchas, muchísimas familias desconsoladas en el reino. Dentro de algunos días, cuando hubiera recuperado las fuerzas, se pondría en camino junto con otros bardos para viajar por las islas y visitar los hogares afectados y cantar las elegías por aquellos que hubieran fallecido, como era su deber. Y cuando las lamentaciones tocaran a su fin habría mucho más trabajo. Deberían reconstruirse las vidas destrozadas y también escoger un nuevo rey que se sentase en el trono de las Islas Meridionales. Cushmagar, como arpista real, tendría que presidir esta triste tarea; se sentaría a la cabecera de lo que quedaba del consejo, y se haría venir a las mujeres sabias del bosque para que añadieran sus opiniones e hicieran sus adivinaciones, y por último tendría lugar la elección. Pero por ahora el bardo conducía a su gente tan sólo con la música, y la música siguió fluyendo hasta alcanzar cada rincón de Carn Caille. Llenó la habitación que había sido de Kalig e Imogen: una habitación vacía a excepción de un aislado rayo de sol, y un caballete de pintor sobre el que reposaba la obra maestra de Breym, el pintor, cuyo cadáver yacía ahora, velado por su hermana, en otro lugar de la fortaleza. Las figuras de Kalig e Imogen, Kirra y Anghara, capturadas para siempre por los colores del artista, aparecían enmarcadas por tapices de color Índigo.

Índigo no sabía cuánto tiempo habían andado. La criatura era incansable, y también, por lo que parecía, lo era ella; no sentía la menor fatiga, sólo apatía, un vacío interior que reflejaba lo desértico del sendero y del campo que los rodeaban. Sus pies se movían, sus pulmones aspiraban aire, pero aparte de esto toda otra sensación estaba como muerta. Y la carretera no cambiaba.

Hasta que, tan a lo lejos que le costó convencerse de que no era nada más que una ilusión, vio a una figura que los aguardaba.

Su pulso se aceleró. El distante y solitario vigía resultaba incongruente, como si mancillara la interminable uniformidad de la llanura y adquiriese un aspecto en cierta forma antinatural en aquel mundo sin forma. Índigo recordó las últimas palabras del emisario, y apresuró el paso —la criatura iba un poco más adelante— para alcanzarlo.

—Alguien nos espera —dijo cuando lo alcanzó.

—Sí.

—¿Es éste el primero de los viajeros con los que nos hemos de encontrar?

—Sí. —Su compañero no le dio ninguna otra explicación y continuó por el camino, y ella no pudo hacer otra cosa que seguirlo.

Poco a poco se fueron acercando a la lejana figura, hasta que Índigo pudo ver que el viajero era humano; o al menos tenía forma humana. Una persona menuda, pensó; quizás un niño incluso..., el corazón le dio un brinco con un repentino recuerdo espontáneo, pero apartó aquel pensamiento de su mente. No aquí, con toda seguridad no en este mundo vacío. Pero sus pasos se hicieron más lentos a medida que un terrible presentimiento se apoderaba de ella, y con él una renuencia a seguir adelante. No era posible; sin embargo, la intuición le decía que sí lo era, que sus peores temores estaban a punto de verse espantosamente confirmados...

—La criatura.

El ser resplandeciente la miró, y ella se dio cuenta de que se había detenido.

—No..., no puedo —La voz de Índigo sonó áspera; contemplaba fijamente a la figura que los aguardaba más adelante junto al camino.

—Debes hacerlo.

—¡No! —Sintió un doloroso bloqueo en la garganta, y el suelo pareció bambolearse bajo sus pies mientras el pánico bullía en su cerebro.

—Debes hacerlo.

Sus ojos se encontraron con los del emisario, y se encontró dirigiéndose hacia adelante, obligada a moverse a pesar de su terror. Intentó protestar pero no tenía voz. Seguía su avance y entonces pudo ver lo que la esperaba, lo que había temido.

Una criatura de cabellos y ojos plateados estaba de pie sobre el marchito suelo junto a la interminable carretera. Llevaba puesto únicamente un sencillo tabardo gris, y la rodeaba una inquietante y fantasmagórica aureola. Sonreía, mostrando unos dientes felinos, y la sonrisa era cruel, malévola, monstruosa.

El sobresalto la hizo maldecir con ferocidad, y se volvió en redondo con todos los músculos en tensión. El resplandeciente emisario se detuvo y volvió la cabeza, y comprendió que los ojos de la muchacha revivían los terribles sucesos acaecidos. Índigo giró otra vez muy despacio, sin pensar ni detenerse a recordar la anterior exhortación del ser, y siseó por entre sus apretados dientes:

—¿Qué es esa criatura?

Una risa suave y maligna susurró junto a ella, pero el niño de los ojos plateados no se movió, no dio la menor señal de darse cuenta de la presencia de la muchacha. El emisario repuso:

—¿No reconoces su naturaleza, Índigo? Pues debieras, ya que fuiste tú quien le dio vida.

—¿7o?

—Sí. Es tu propia némesis. Una manifestación de aquella parte de ti misma que te llevó a penetrar en la Torre de los Pesares y a liberar a los demonios allí encarcelados. —El ser contempló a la criatura, que seguía sonriendo, y una expresión que combinaba la compasión con la repugnancia apareció en su hermoso rostro—. Mientras permaneces en este camino, no puede hacerte el menor daño; no tiene ninguna fuerza aquí, y lo que ves ahora es tan sólo un reflejo. Pero cuando abandones el camino, tu némesis será tu enemigo más mortal, de todos los demonios a los que has de enfrentarte, él es el peor.

El rostro de Índigo se puso rígido y su boca se torció.

—¡Mataré a esa cosa asquerosa! ¡La destruiré! —Con la violencia presente en cada uno de sus movimientos hizo intención de dirigirse hacia la criatura de ojos plateados, pero el emisario la retuvo.

—No puedes matarlo, Índigo. Es parte de ti, a pesar de que haya cobrado una existencia independiente. Y no puedes escapar de él, ya que dondequiera que vayas, él seguirá tus pasos. Sigue adelante, muchacha. Sigue junto a mí, y no intentes salirte del camino.

La joven siguió adelante con pasos vacilantes, pero su venenosa mirada no se apartó del rostro de la aparición ni por un instante.

—Esta criatura no tiene más que una meta: frustrar tu búsqueda —le dijo el ser con voz grave—.

Y es un demonio de gran poder. Aparecerá ante ti bajo muchos disfraces, pero siempre, siempre resultará traicionero.

El corazón de Índigo latía con fuerza bajo sus costillas. Con voz ronca, replicó: —¡Si no puedo matarlo, ni siquiera reconocerlo, no podré enfrentarme a él!

—Sí que podrás. Tiene un punto flaco: no puede manifestarse sin mostrar alguna parte de su figura de color plata. Ojos plateados, cabellos plateados, o incluso adornos de plata, hasta puede que un diente de plata. Guárdate de la plata, Índigo; porque el plateado es el color de tu némesis.

La muchacha dirigió una furtiva mirada a su compañero.

—¿Por qué? ¿Por qué plata?

Éste sacudió la cabeza.

—No más preguntas ahora. Hemos de seguir nuestro camino.

Índigo quiso replicar. Volvió la cabeza, miró de nuevo en dirección a la diabólica criatura...

No había nada más que la vacía carretera.

No sabía cuánto tiempo habían vuelto a andar después de aquel primer encuentro. El paisaje seguía inalterable ante sus ojos, la luz mate jamás variaba de intensidad, la carretera resultaba interminable. Entonces allá a lo lejos, delante de ellos, Índigo vio una forma que se movía despacio, como atormentada por el cansancio o el dolor, en dirección a ellos.

El segundo encuentro. La boca se le secó al recordar el odiado rostro del niño diabólico, y se preguntó qué le esperaba ahora. Tu salvación o tu perdición, había dicho el emisario, una inspiración para tu búsqueda, y ala vez una amenaza a tu resolución. Se estremeció, y tuvo que hacer un esfuerzo para avanzar.

La lejana figura estaba cada vez más cerca, y se dio cuenta de que, al igual que su némesis, no avanzaba por la carretera sino que andaba por la árida tierra que bordeaba el sendero. Una vez más una intuición que no podía definir le dijo, mucho antes de que el viajero quedara claramente visible, que cuando sus caminos se cruzaran resultaría ser alguien a quien ella conocía.

Y la sensación de reconocimiento, cuando llegó, resultó más aterradora de lo que jamás podría haberlo sido su némesis.

Un horrible sonido brotó de su garganta y se cubrió la boca con el dorso de una mano, mordiendo la carne mientras su mente intentaba rechazar lo que sus ojos le decían. El emisario se detuvo y volvió la mirada hacia ella.

—No puedes evitarlo, Índigo. Debes enfrentarte a tu segundo encuentro.

No podía responder, no podía protestar. El viajero seguía andando hacia ella, su andar vacilante, irregular, como si se tambaleara por un desquiciado y solitario sueño. No advertía la presencia de Índigo; aunque parecía como si la mirara directamente a ella, sus ojos contemplaban otro mundo, y lo que reflejaban la hizo echarse hacia atrás horrorizada. Sus manos empujaban algo invisible que parecía impedirle el paso, era como un nadador que se debatiera en aguas profundas. Y sangraba. La sangre manaba de las heridas de su cuerpo, de sus piernas; caía de una abertura en su pálido y demudado rostro, enmarañaba sus negros cabellos; fluía sin cesar un inagotable río carmesí que a su paso no dejaba ni manchas ni rastros en el suelo.

La parálisis provocada por el choque se desvaneció y de la garganta de Índigo surgió un grito desgarrador.

—¡Fenran!

Antes de que el emisario pudiera detenerla se lanzó hacia adelante, con los brazos extendidos y dando manotazos, en dirección a su novio muerto. Salió de la carretera y se estrelló contra una barrera intangible, sólida como una pared de piedra, que la lanzó hacia atrás estupefacta. Retrocedió entre alaridos al ver, tan sólo por un instante, una fugaz visión de otro mundo más allá de la barrera: un mundo de cielos aullantes y nieblas sulfurosas, en el que unos árboles deformes retorcían sus podridas ramas en el interior de un espeso y hediondo bosquecillo por entre el que se debatía Fenran como una mosca en la tela de una araña. Entonces la espantosa visión desapareció y sólo quedó la figura destrozada de Fenran dando tumbos como un mimo enloquecido junto a la interminable carretera.

Unas manos frías sujetaron a Índigo cuando intentó de nuevo dirigirse hacia su amor. No tenía fuerzas suficientes para luchar contra el emisario, y tuvo que limitarse a contemplar cómo Fenran seguía adelante arrastrando los pies, sin darse cuenta de su presencia, luchando por abrirse paso por entre los sofocantes y monstruosos árboles que sólo él podía ver.

—Pero está muerto —susurró Índigo—. Yo lo vi morir...

—Vive, pero no en la forma en que tú comprendes la vida. —La criatura resplandeciente observó con profunda compasión a la abatida figura que se alejaba—. Y en eso radica tu esperanza. Los demonios puede que hayan mutilado el cuerpo de Fenran, pero no pudieron destruir su espíritu. Está atrapado en su reino, una dimensión más allá de este mundo. Si tienes éxito en la tarea que te ha impuesto la Madre Tierra, entonces se lo podrá liberar de su cautiverio y serte devuelto, pero sólo si tienes éxito; porque hasta que los siete demonios no hayan sido destruidos Fenran es y seguirá siendo su prisionero.

Índigo contempló con tristeza a la figura que se alejaba, luego cerró los ojos abrumada por el pensamiento de los tormentos que debía de sufrir su amado. Desesperada, musitó con los dientes apretados:

—¿Cómo puede ser tan cruel la Madre Tierra?

—Ella no fue la que infligió a Fenran sus sufrimientos, Índigo —repuso el ente con voz muy seria y una nota de severidad—. Los demonios son creación del hombre, no Suya; Ella no puede controlarlos, y Ella tampoco puede liberar a tu amado. Sólo tú tienes el poder para hacerlo, si así lo deseas.

—¿Si así lo deseo? —Llena de amargura, Índigo se volvió contra el ser—. ¿Piensas acaso que no daría mi vida, mi alma, por salvarlo? ¿Crees que me importa otra cosa?

—Conozco tus sentimientos mejor quizá de lo que los conoces tú misma, criatura. Y en ellos está tu mayor peligro, ya que en tu deseo por salvar al hombre a quien amas, puedes olvidar con demasiada facilidad la tarea más importante. Eso es lo que quise decir cuando dije que el segundo viajero de este camino simbolizaría tu salvación o tu perdición.

Empezó a comprender. Con gran deliberación y un gran esfuerzo para no volver la cabeza de nuevo en la dirección que el espectro de Fenran había tomado, dijo:

—¿Responderás a una pregunta?

El emisario inclinó la cabeza.

—Lo haré.

—¿Cómo puedo encontrar y destruir a los siete demonios?

El ente lanzó un suspiro.

—La Madre Tierra desearía que la respuesta fuera tan sencilla como la pregunta. Todo lo que puedo decirte es esto: encontrarás a los siete demonios uno a uno, aunque la naturaleza de cada encuentro puede variar. A algunos los encontrarás bajo la forma de maldad humana; otros puede que te conduzcan a reinos astrales. Es cosa tuya el enfrentarte y destruir a esos mensajeros del mal con los recursos de tu propia mente y de tu corazón; pero con cada triunfo tu poder crecerá. —El ser sonrió comprensivo—. Será un largo camino, Índigo. Verás cambiar al mundo a tu alrededor mientras tú permaneces inalterable, sin envejecer. Pero aunque no puedas morir de muerte natural, debes, sin embargo, permanecer alerta, ya que eres vulnerable a otras fuerzas. Pero reconocerás a tus enemigos cuando los encuentres; y puedes triunfar, si utilizas lo que posees con sensatez y no tienes miedo. Tienes el poder para redimirte a ti y a tu amor. Todo eso te lo concede la Madre Tierra, y de buen grado.

Índigo bajó la mirada hacia el polvoriento suelo a sus pies.

—Intentas ofrecerme algo de esperanza —dijo por fin, con voz marchita—. Ojalá pudiera encontrar consuelo en ella.

—Con el tiempo, quizás, aprenderás a hacerlo. —El ser extendió una mano hacia ella—. Debemos irnos. El final del camino no está muy lejos.

No se atrevió a mirar por encima del hombro, ya que no sabía qué temía más: si volver a ver la figura tambaleante y mutilada de Fenran, o no ver nada más que una carretera vacía. Se pusieron en marcha, uno junto al otro.

Y de improviso, frente a ellos apareció una puerta. Un momento antes no había habido nada más que la interminable carretera, y al siguiente, un arco de pálida luz cobró forma directamente frente a ellos. Lo que fuera que hubiera en el interior del arco quedaba oscurecido por una cambiante y densa neblina, e Índigo vaciló indecisa, pero el ser sonrió.

—No vaciles, criatura. Aquí acaba nuestro camino juntos.

Se acercaron al arco, y a medida que se acercaban la neblina empezó a agitarse, deshaciéndose para revelar un enrejado de ramas y del vivo color verde de las hojas tiernas. Algo en aquella escena que emergía ante ella hizo que Índigo sintiera una dolorosa sensación de familiaridad, y al cabo de un instante habían cruzado ya el arco y estaban de pie sobre una hierba suave y abundante, con la luz del sol penetrando por entre los árboles, que formaban un dosel sobre sus cabezas.

—Hemos regresado a tu mundo —explicó el ente—. Estos bosques están a un día y medio de camino del Puerto de Ranna. Ahora te dejaré, para regresar a mi propio reino, y tú deberás ir a Ranna y embarcarte para abandonar las Islas Meridionales.

Índigo contempló la que sería una de sus últimas imágenes de los grandes bosques de su país; luego se detuvo. Sus nudillos se volvieron blancos al crispar inconscientemente los puños.

—Pero... —De nuevo volvió a pasear la mirada en derredor suyo, frenética esta vez como si creyera ver alucinaciones. Pero sus ojos no la engañaban. Las hojas de los árboles que la rodeaban eran tiernas, acababan de brotar; demasiado brillantes para ser hojas de otoño.

—Es primavera... —Su voz sonó gutural a causa de la sorpresa de su descubrimiento—. Y cuando abandoné Carn Caille, era...

—Lo sé. Pero ya te dije que el curso del tiempo fluye de forma diferente en el sendero por el que hemos viajado. Mientras nosotros andábamos, en la Tierra han transcurrido siete meses.

El rostro de Índigo se tornó gris.

—¿Siete meses...?

—Sí. El mundo ha girado sobre sí mismo, y empieza a brotar vida nueva. —El ser sonrió bondadoso—. Es tiempo de esperanza.

¿Esperanza?, pensó abatida. En algún lugar, un pájaro lanzó un agudo y estridente gorjeo en una exuberante melodía y notó cómo sus labios se movían para formar una inesperada sonrisa irónica, aunque la verdad es que no sabía si reír o llorar.

El emisario le dijo:

—Es la hora de partir, Índigo. Recoge tus cosas.

Fue entonces cuando vio por primera vez las dos bolsas que descansaban sobre la hierba a unos pocos pasos. Una de ellas, de fina piel, tenía una forma que le resultó familiar, y se inclinó para tocarla con dedos vacilantes.

Su arpa. Era un poderoso vínculo con Carn Caille, Cushmagar y todo lo que se había visto obligada a dejar atrás. El emisario volvió a dedicarle una bondadosa sonrisa.

—La música posee su propia y poderosa magia. Recuérdalo siempre. —Dio un paso adelante y, ante su sorpresa, posó ambas manos sobre sus hombros de una forma que insinuaba un afecto que no quería o no podía expresar—. Puede que nos encontremos de nuevo; pero entretanto recuerda todo lo que te he dicho. Hay peligro en el camino que tienes ante ti, pero también esperanza. Posees habilidades aún sin descubrir; utilízalas bien, si te es posible, y no quedarás sin recompensa. —El ser se interrumpió y luego sonrió—. En tu empresa no te verás totalmente sin amigos. Tu tercer encuentro no queda muy lejos, y será uno en el que podrás confiar. La Madre Tierra no te desea ningún mal, Índigo.

El aire empezó a relucir como si el sol hubiera fluctuado de repente y cobrado más fuerza. Al cabo de un segundo, Índigo vio que el arco de luz situado detrás del emisario se estremecía, mientras sus colores se arremolinaban con renovada energía. Entonces un perfumado soplo de aire le rozó el rostro sin que pareciera provenir de ningún sitio, y el arco y el ser resplandeciente desaparecieron.

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