CAPÍTULO 1


La reina Imogen posó ligeramente una mano sobre el brazo de su esposo y dijo:

—Bien, ¿qué piensas en realidad?

Veintitrés años de matrimonio habían enseñado a Kalig, rey de las Islas Meridionales, a reconocer cada matiz de los diferentes estados de ánimo y reacciones de su consorte y, aunque intentaba sonar neutral, detectó el placer que resonaba en su voz. Sonrió y apartó la mirada del cuadro terminado para contemplarla con afecto.

—Creo —repuso—, que deberíamos decirle al maestro Breym que estamos satisfechos con su trabajo.

Imogen rió y juntó las manos, al tiempo que se apartaba de él para cruzar la habitación hasta colocarse cerca de la pintura. La dorada luz de la tarde estival penetraba en forma oblicua por una ventana a su espalda, enmarcándola en un halo dorado en el que danzaban perezosas diminutas motas de polvo, y, por un momento, los años desaparecieron de ella y volvió a parecer joven.

—No demasiado cerca —advirtió Kalig—. Ó no verás más que la pintura y perderás la perspectiva de la imagen.

—¡Con los ojos tal y como los tengo, será una suerte si puedo verla! —Pero retrocedió sin embargo, y permitió que le tomara la mano—. En serio, amor mío, ¿estás satisfecho?

—Estoy encantado, y me aseguraré de que se recompense espléndidamente al maestro Breym.

Imogen asintió con la cabeza para demostrar que estaba de acuerdo.

—El primer retrato de todos nosotros como una familia —dijo con satisfacción—. Y el primero en todas las Islas Meridionales que se ha pintado en este nuevo estilo.

Kalig no sabía qué le complacía más: si el propio cuadro o el evidente deleite que su esposa sentía por el mismo. Su decisión de emplear al talentoso pero poco ortodoxo Breym para captar la imagen de la familia real de Carn Caille había sido, en gran parte, producto de la insistencia de Imogen; él personalmente había tenido dudas, aunque admitía con toda franqueza que sus conocimientos sobre arte eran, por no utilizar otro adjetivo peor, limitados. Pero el instinto de su esposa no había fallado. Los parecidos eran excelentes; tenían tal apariencia de vida que era fácil imaginarlos en movimiento, con los brazos extendidos para descender de la tela a la habitación. Los pigmentos que Breym utilizaba, además, resultaban relajantes a la vista; eran matices más suaves y a la vez más ricos que los colores chillones que prefería la mayoría de los artistas, con lo que otorgaba a la pintura una sutileza que él no había visto hasta entonces en un cuadro.

El retrato lo representaba a él, alto, con sus cabellos castaños que empezaban a encanecer, ataviado con las ropas reales que lucía en ocasiones de gran ceremonial, de pie en el gran salón de Carn Caille con la luz del sol que penetraba oblicua por la ventana, de la misma forma en que lo hacía ahora. A su lado, Imogen era una elegante figura vestida de gris y blanco, la dignidad y la serenidad personificadas; mientras que en unos taburetes bajos, delante de sus padres, se sentaban su hijo y heredero, el príncipe Kirra, y su hija, la princesa Anghara. Breym había captado la innata picardía de su hijo Kirra, de veintiún años, en la inclinación de su cabeza y en la forma vagamente despreocupada en que sus manos descansaban sobre los muslos; mientras que Anghara, en completo contraste, estaba sentada con el rostro medio oscurecido por la cortina de su cabello rojizo, su mirada violeta hacia abajo, en una expresión de preocupada contemplación. Kalig se sintió orgulloso del retrato. En años venideros, ya sucedido por una docena de generaciones, sus descendientes seguirían contemplando ese retrato, y se sentirían tan orgullosos y satisfechos de sus antepasados como se sentía ahora él ante el cuadro.

Imogen apartó los ojos del retrato de mala gana.

—Deberíamos hacer venir a los niños —dijo—. Y a Imyssa; le prometí que vería la pintura en cuanto estuviese lista.

Kalig se echó a reír.

—¡Mientras no se ponga a buscar presagios en el pigmento!

—Oh, déjala. A su edad podemos permitirnos mimarla un poco. —Se adelantó de nuevo, llevándolo con ella, y miró con atención la tela, sus ojos miopes entrecerrados para ver mejor—. Claro está que falta un miembro de la familia ahora. En cuanto Anghara se case, tendremos que pensar en otro encargo para el maestro Breym, que incluya a Fenran. Si lo hubiera sabido hace un año, cuando se empezó el retrato...

—Entonces habríamos esperado, y cuando por fin estuviera terminado habría sido Kirra quien hubiese encontrado esposa. Entonces otra espera, hasta que hubiera nietos que añadir al cuadro. — Kalig le oprimió la mano—. ¡Si lo hubiéramos retrasado mucho más, el maestro Breym habría tenido que añadir nuestras mascarillas mortuorias!

Imogen arrugó la frente para demostrarle que su chiste era de mal gusto, pero lo dejó pasar.

—De todas formas, no estaría de más retenerlo durante un tiempo —insistió—. Sólo falta un mes para la boda, y...

La silenció con otro apretón, luego se llevó los dedos de ella a los labios y los besó.

—Se hará todo aquello que desees, mi amor. ¡Me doy perfecta cuenta de que es notoria la falta de obras de arte en Carn Caille, y sé lo ansiosa que estás por traer un poco de cultura a nuestras bárbaras vidas meridionales! ¡Mientras mis cofres puedan permitírnoslo, tendrás todo aquello que desees!

La ligera chanza era un recordatorio de los días, ya muy lejanos, en que Imogen había llegado desde su hogar, en el continente occidental, para convertirse en la reina de Kalig. Como la mayoría de los matrimonios de nivel superior, había sido una boda acordada de forma práctica, ideada para unir un rico principado de comerciantes con el poder militar de las Islas Meridionales. El pragmatismo había funcionado, ofreciendo una muy necesaria seguridad al este a la vez que una deseada prosperidad al feroz —pero empobrecido— sur; y, contra todas las probabilidades, el imposible emparejamiento de un sencillo heredero de Carn Caille, cuyo mundo giraba alrededor de la caza, la equitación y la lucha, con la educada hija de un noble acostumbrada a pasatiempos artísticos y a la elegante vida de la ciudad, había demostrado, tras un inicio incierto, ser un matrimonio de amor. Kalig e Imogen habían aprendido el uno del otro. El exuberante amor a la vida de él con la distinción de ella acabaron por combinar a la perfección; y ahora, muchos años después, el mejor cumplido que podían hacerle a su hija era desearle que su matrimonio resultase tan feliz como el suyo propio.

La familia de Imogen, lo sabían muy bien, desaprobaba la extravagante idea de que a Anghara se le permitiera escoger a su propio esposo. Kalig se había tomado a broma esta desaprobación, pues sostenía que ningún poder de la tierra ni de fuera de ella podría persuadir jamás a la princesa de acceder a un matrimonio arreglado. Imogen, por su parte, más diplomática, había asegurado a sus parientes que el norteño Fenran provenía de una familia de indiscutible nobleza, que había realizado grandes servicios a Carn Caille y que sería un consorte muy apropiado para su querida hija. Gracias a su tacto, las dudas habían quedado en cierta medida satisfechas y habría un buen contingente de representantes del este en las celebraciones nupciales de aquel otoño.

Imogen era muy consciente de que resultaba mucho más fácil arreglar el futuro de su hija de lo que lo sería casar a Kirra, cuando llegara el momento. Como heredero de Kalig —aunque no, rezaba Imogen diariamente, durante bastantes años— sería necesaria una alianza pragmática para salvaguardar la futura prosperidad de las Islas Meridionales, y había pasado muchas horas de intriga con Imyssa, nodriza de ambos desde que nacieran, anotando los nombres y cualidades de muchachas de noble cuna de todos los puntos de aquella enorme expansión de tierra que era el mundo susceptibles de ser consideradas como una digna futura reina. Kirra observaba las deliberaciones de su madre muy divertido, lo cual era un alivio para Imogen; el joven príncipe era veinte veces más tratable que su hermana y aceptaría sin protestas la elección de sus padres, siempre y cuando la muchacha en cuestión tuviera un rostro bonito y un temperamento ecuánime. Algunas noches Imogen se despertaba bañada en sudor, asaltada por la idea de los problemas que le habrían caído encima si los caracteres de Kirra y Anghara hubieran estado invertidos.

La voz de Kalig la sacó de su ensueño.

—Mi amor, a pesar de lo mucho que admiro el trabajo de Breym, acabaremos por echar raíces en el suelo si permanecemos aquí parados contemplando el cuadro durante mucho más tiempo. Cada vez hay menos luz. Estoy hambriento...

—¡Siempre estás hambriento!

—...Y antes de retirarme esta noche debo hablar con Fenran sobre los derechos de caza en el bosque del oeste. Ha habido algunas pequeñas disputas entre los pequeños propietarios sobre... —La voz de Kalig se apagó al sentir la mano de Imogen sobre su brazo dándole unas suaves palmaditas.

—Fenran ha salido a pasear a caballo con Anghara, y dudo que los veamos para nada antes del anochecer —dijo con placidez—. Hay muchísimo tiempo para arreglar derechos de caza; ni siquiera estamos aún en plena temporada. Esta noche, mi querido esposo y señor, cenaremos en privado en nuestros aposentos, y te cantaré tus canciones favoritas, y nos retiraremos temprano. —Picardía y afecto brillaron en sus ojos—. Los negocios pueden esperar hasta mañana.

Por unos breves instantes, Kalig la contempló en silencio, luego su rostro se distendió en una lenta y amplia sonrisa. No dijo nada, pero llevó los dedos de Imogen de nuevo a los labios y los besó. Luego, tras una última mirada de satisfacción al retrato, dejó que ella lo condujera fuera de la habitación.

Mientras Kalig e Imogen se dirigían sin prisas a sus aposentos privados, la princesa Anghara hija-de-Kalig detenía su yegua de color gris oscuro en la cima de una escarpadura que señalaba el extremo más meridional de la zona de bosques. Desde el lugar que ocupaba, el panorama era impresionante. Al norte, los árboles empezaban a dominar el terreno, al principio de forma gradual para aumentar en densidad hasta fundirse en el azul verdoso ininterrumpido del mar; mientras que hacia el sur, a partir del pie de la escarpadura el terreno aparecía vacío y llano hasta morir en un nebuloso horizonte sólo interceptado por los contornos de afloramientos rocosos y alguna esporádica parcela de escasa vegetación. Con el tiempo apropiado y con la luz en cierto ángulo, era posible vislumbrar el final de la vasta tundra meridional que terminaba sólo cuando se encontraba con los implacables glaciares de la región polar. Hoy, aquel distante resplandor pálido no era visible; el sol estaba demasiado bajo (a pesar de que durante los cortos veranos apenas si se hundía más abajo de la curva del mundo) y su suave luz de tonos dorados y naranja convertía las distancias en nada más que una confusa mancha.

Las yermas llanuras, junto con la tundra y los glaciares, formaban parte del reino de Kalig, pero nadie se había aventurado muy al interior de aquella inmensidad meridional. De hecho, el mojón que marcaba el límite de la exploración humana era apenas visible desde la escarpadura como una larga sombra que tocaba el paisaje casi directamente enfrente de ella; un rectángulo de oscuridad, anguloso y aislado, que se alzaba por entre las siluetas más pequeñas y menos claras de la maleza. Una única torre de piedra, que llevaba siglos sin ser utilizada, su puerta cerrada al paso por un edicto ya antiguo cuando los ancestros del bisabuelo de Kalig se había hecho con el gobierno de Carn Caille. El edicto era de severa sencillez: la torre no debía ser abierta jamás; ni siquiera debía acercarse nadie a ella. Las razones para aquella ley irrevocable se ocultaban en un pasado inmemorial, y sobrevivían tan sólo en la enigmática forma de la balada y el folclore: sólo la torre misma perduraba, solitaria, amenazadora, oscura.

Anghara se estremeció cuando un ligero vientecillo se levantó y heló sus brazos. Un lugar tan antiguo..., sus orígenes olvidados hacía tanto tiempo... No obstante, la familia gobernante de Carn Caille había vivido durante siglos con aquella tácita amenaza, y podría seguir haciéndolo durante muchos siglos venideros.

—Un céntimo de plata por tus pensamientos. —La voz que sonó a su lado, cálida, burlona y ligeramente divertida, sacó a la princesa de su ensimismamiento.

Anghara se volvió y vio que Fenran había subido también a la escarpadura para reunirse con ella, había detenido su caballo y estaba recostado en la silla mientras sus ojos grises la evaluaban con cierta pereza.

—Has abandonado la cacería demasiado pronto —dijo él—. ¡Ya te he dicho que la paciencia tiene sus virtudes! —E indicó delante de él, atrayendo su atención hacia el pequeño cuerpo peludo que se balanceaba sobre el pomo de su silla.

Ella rió.

—¿Una liebre? ¡Fenran, tu valor es ilimitado! ¡Toda una liebre..., me siento asombrada!

—¡Es más de lo que has conseguido tú, querida mía! —Fenran hizo como si fuera a darle una bofetada con la mano que tenía libre; luego dio unas palmaditas al animal muerto—. Imyssa la apreciará, aunque tú no lo hagas. Y cuando la haya estofado y añadido sus hierbas, y murmurado sus conjuros sobre la cazuela, ¡me encargaré de que no pruebes ni un bocado del resultado! —Le dirigió una amplia sonrisa—. Pero hablando en serio...

—¿En serio?

—Se está haciendo tarde. Cualquier criatura con un ápice de sentido común está ya en su madriguera o en su guarida a estas horas, y deberíamos ponernos en marcha. Si oscurece mucho más, Imyssa y tu madre empezarán a preocuparse.

Anghara suspiró. No le apetecía en absoluto abandonar el largo y luminoso día por los muros de Carn Caille, y allí arriba, en la escarpadura, había vuelto a adueñarse de ella aquella vieja sensación; la espantosa, excitante, insaciable sensación que la había asaltado tan a menudo desde que era una niña pequeña y había contemplado las llanuras meridionales por primera vez. La imperiosa sensación de querer saber...

Fenran vio reflejarse algo de aquello en su rostro, y su propia expresión se trocó en una de preocupación. Siguió su mirada hasta la lejana sombra que se alzaba sobre la llanura, y dijo:

—¿No pensarás todavía en la Torre de los Pesares?

Enojada consigo misma por resultar tan transparente, Anghara se encogió de hombros.

—No hay ningún mal en pensar.

—Oh, pero sí lo hay. O podría haberlo, si los pensamientos se apoderan demasiado de uno. —Se inclinó hacia adelante y le oprimió el brazo—. Olvídala, mi pequeña loba; es más seguro. Los caballos están cansados, y tu futuro amo y señor muerto de hambre. Déjalo estar y regresemos a casa.

No estaba en la naturaleza de Anghara el dejarse maniobrar u obedecer a nadie —incluido su padre— por un motivo ajeno al sentido del deber. Pero durante el tiempo que hacía que se conocían, Fenran había aprendido la forma de manejar su vivo temperamento y su tozudez, y algo en su voz la aplacó y convenció. Le dirigió una débil sonrisa y, con sólo una pequeña muestra de desgana, espoleó la yegua hacia adelante para seguirlo ladera abajo.

—¡Vamos ya, hija mía; mira la hora que es! ¡Regresa a la cama, y duérmete!

Anghara se apartó de la ventana para dirigirse a donde Imyssa revoloteaba como una regordeta y mimosa gallina clueca. La anciana nodriza había arreglado las ropas del lecho, alisado la sábana inferior, tirado del edredón relleno de plumas de ganso hasta dejarlo bien recto, y ahuecado las almohadas; ahora, con ninguna otra cosa en qué ocupar las manos, iba y venía de un sitio a otro por detrás de la muchacha.

Anghara suspiró irritada.

—No puedo dormir, Imyssa; no estoy cansada, y no quiero regresar a la cama. Ahora vete, y déjame dormir.

Imyssa la contempló con atención, sus ojos azules llenos de agudeza a pesar de estar rodeados de arrugas.

—Vuelves a estar preocupada; y no pienses que no conozco la razón.

—No la conoces —replicó Anghara—. Puede que seas una bruja, pero no puedes leer mis pensamientos; y no son cosa que te deba importar.

—¡Oh, no lo son! ¿Crees que no te conozco tan bien como a las líneas de mi propia mano, yo que te saqué del cuerpo de tu madre y te cuidé desde que eras una criatura hasta ahora que eres toda una mujer? —Imyssa cruzó los brazos—. ¡No necesito mi Arte para saber qué es lo que no va bien contigo! —Dio un paso en dirección a la princesa—. Sé dónde has estado y sé lo que has visto hoy; y te digo muy seriamente: ¡quítatelo de la cabeza y envíalo lejos, a los lugares oscuros a los que pertenece!

El problema con Imyssa, pensó Anghara, era que sus conocimientos como mujer sabia le permitían realmente leer la mente, o al menos las inclinaciones, demasiado bien. Hundió la cabeza entre los hombros, malhumorada, y regresó a la ventana para contemplar el oscuro revoltijo que era Carn Caille. No había luna esa noche, pero en el cielo se reflejaban los apagados resplandores del sol situado apenas a unos pocos grados bajo el horizonte, y el patio y el antiguo torreón que señalaban los límites de la fortaleza estaban claramente visibles. Más allá de Carn Caille, por encima de las colinas llenas de maleza y pasados los amontonados árboles del bosque, estaba la llanura y la tundra y la Torre de los Pesares...

La voz de Imyssa interrumpió de nuevo sus pensamientos.

—Olvídate de ese lugar, niña mía. No es una carga que tú debas soportar jamás; es a tu hermano a quien corresponderá cuando la Tierra, nuestra Madre, se lleve con Ella a tu padre algún día; aunque espero que nos concederá aún muchos años de su compañía. —Había algo más que una ligera reprimenda en su voz, y algo, incluso, que Anghara pensó que olía a temor—. Ten en cuenta mi consejo, porque yo —añadió Imyssa llena de misterio.

El enojo se apoderó de nuevo de Anghara.

—¿Qué es lo que sabes? —exigió—. Dímelo, Imyssa: ¿qué es lo que sabes exactamente sobre la Torre de los Pesares?

Imyssa apretó los labios.

—Nada, excepto la ley que nadie ha infringido jamás; y no la pongo en duda. ¡Criaturas mejores que tú han obedecido esa ley desde el principio del tiempo, y si deseas ser una persona sensata, seguirás su ejemplo!

Había de repente tanto énfasis en su voz, que Anghara se sintió impresionada. En muy pocas ocasiones había oído a Imyssa hablar con tal fiereza; la naturaleza de la anciana era demasiado apacible y cariñosa para tener tan feo defecto, y su manifestación ahora resultaba inquietante. Un sentimiento de culpabilidad siguió al de disgusto; no había tenido intención de trastornar a Imyssa ni de hacerle pagar su mal humor, y de pronto lamentaba su arrebato.

La nodriza vio cómo la llameante luz de desafío se apagaba poco a poco en el rostro de Anghara y, agradecida por no tener que hacer hincapié en un tema desagradable, se volvió hacia una mesita baja situada cerca de la mesa. Sobre la mesilla había un reloj; un ornamentado y complejo objeto de delicadas ampollas y tubos de cristal soplado en un armazón de filigrana de plata. Un líquido de color corría por el cristal en un intrincado diseño, filtrándose despacio en las pequeñas ampollas y llenándolas, una por cada hora que transcurría. Cuando habían transcurrido doce horas, se hacía girar la estructura en su armazón y todo el proceso se iniciaba de nuevo. El reloj había sido un regalo de cumpleaños hecho a Anghara por la familia de la reina Imogen, quien valoraba en mucho tales invenciones, pero la princesa compartía —aunque en privado— la opinión de Kalig de que era un juguete cursi y que la hora podía saberse mucho más fácilmente y de una forma mucho más conveniente con sólo contemplar el cielo.

Imyssa golpeó la estructura de filigrana con una uña, y el reloj dejó escapar un suave y débil repiqueteo.

—¡Mira la hora! —dijo, agradecida por tener un nuevo tópico con que distraer la atención de ambas—. Mañana habrá una fiesta para celebrar el inicio de la nueva temporada de caza, y tendrás que tocar para los invitados del rey. ¿En qué estado estarás si no duermes?

—Estaré en forma. —Pero el resentimiento de Anghara empezaba a desvanecerse, y había un matiz de afecto en su voz—. Por favor, Imyssa querida, déjame ahora.

La anciana arrugó la frente.

—Bueno..., entonces te prepararé una bebida para calmarte. —Miró a su pupila—. Algo para poner fin a esas tempestuosas ideas que tienes en la cabeza.

Resultaría fácil apaciguarla, y quizás incluso la paz artificial de una pócima sería mejor que el tormento de la insatisfacción. Anghara asintió.

—Muy bien.

Satisfecha, Imyssa cruzó deprisa la puerta baja que separaba el dormitorio de Anghara del suyo. Mientras preparaba la poción somnífera de una colección de hierbas que guardaba en un pequeño morral que llevaba siempre con ella a todas partes, su voz, reprendiéndola cariñosamente, atravesó el abierto umbral, entremezclada con el rítmico golpeteo de la mano de mortero en el almirez.

—¡Ya debieras poder hacer esto por ti misma, niña mía, en lugar de confiar en que la vieja Imyssa lo haga por ti! ¡Los huesos y espíritus de mis abuelas saben que he intentado enseñarte mis habilidades desde que apenas andabas, y saben, también, que posees el talento con tanta seguridad como cualquier mujer sabia que jamás haya existido! Pero no; nunca te has aplicado a tus estudios, como una chica obediente. Demasiado ocupada en montar a caballo, cazar y correr con los muchachos... ¡No me asombra que tu pobre madre, la reina, se desespere por ti algunas veces! —Se oyó el sonido del líquido al ser vertido, luego una cuchara de plata que se agitó con rapidez y mucho ruido en una copa de barro.

—Madre no se desespera conmigo —la contradijo Anghara—. Me acepta tal y como soy, querida Imyssa. Además, ¿de qué me servirán los conocimientos de brujería cuando esté casada?

—¿De qué? —la voz de Imyssa aumentó de potencia en el momento en que apareció en la puerta con la poción en la mano—. ¡De todo aquello que se te ocurra, y podría nombrarte unas cien cosas sin detenerme para respirar! Puedes ver más allá, puedes predecir el tiempo, tienes un don con los caballos y los perros que es la envidia de todos los habitantes de Carn Caille; ¡y no creas que no te he visto utilizar esos truquillos que te enseñé para doblegar la voluntad de cualquiera sin que se dé cuenta! Además está...

—Sí, sí —interrumpió Anghara con precipitación, consciente de que Imyssa podía y cumpliría su promesa de nombrar un centenar de diferentes posibilidades si no se lo impedía—. Pero no las necesito. —Sonrió—. No hace falta magia para convencer a Fenran de que piense como yo.

La nodriza sonrió burlona pero, dándose cuenta de que Anghara necesitaba más dormir que debatir, no hizo otro comentario y se limitó a entregarle la copa—. Ahí tienes. Bebe, y a la cama. —

Y en voz baja masculló—: ¡No los necesita, dice!

Anghara se tomó la poción, que estaba mezclada con zumo de manzana endulzado con miel y tenía un sabor delicioso, y no protestó cuando Imyssa corrió el tapiz-cortina sobre su ventana y bajó la mecha de su lámpara hasta dejarla en una punta apenas resplandeciente. Dejó que la vieja nodriza la empujara hasta la cama, y, mientras la cubría con la colcha hasta los hombros, Imyssa le dijo, con más dulzura:

—No te preocupes, pequeña. Tienes cosas más alegres en las que pensar que antiguas leyendas. Buenas noches, mi niña.

Imyssa despedía un agradable perfume a hojas frescas y a miel y al aroma prensado de las flores de las tierras bajas; aromas que transportaban recuerdos de la infancia; y Anghara extendió su brazo y con la suya apretó la mano arrugada de la mujer antes de que ésta apagara la lámpara y la habitación se sumiera en la reluciente semioscuridad de una noche de verano meridional.

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