CAPÍTULO 17


Los dedos de la criatura se extendieron hacia ella, su rostro sonrió con la cruel alegría de la victoria. Índigo tendió su brazo, y salida de ningún sitio una voz estalló en su cabeza, un aullido sin palabras de furiosa y desesperada negación. Una forma oscura pareció explotar de la penumbra a su espalda, y Grimya saltó entre ella y el demonio, retorciendo su poderoso cuerpo en el aire de forma que arrojó a Índigo contra el suelo de la sala.

¡Grimya!

Había olvidado la existencia de la loba en medio de la confusión de su encuentro; ahora rodaban ambas en una furiosa y violenta maraña. Índigo, con los brazos agitados por la desesperación, escupía y lanzaba maldiciones contra el ser que luchaba por apartarla de su objetivo.

La voz de Grimya la atravesó implacable.

«¡No te dejaré hacerlo! ¡El demonio te ha robado la razón y te ha debilitado! Indigo, escúchame...»

—¡No! —Golpeó la mancha borrosa de color gris moteado que tenía ante ella con los puños apretados—. Déjame sola, no tienes ningún derecho...

«¡Tengo ese derecho! ¡Soy tu amiga!»

—¡Maldita sea tu amistad, un millón de maldiciones para ti y todos los tuyos! —chilló Índigo.

Con todas las energías que pudo reunir arrojó a la loba lejos de ella, pero Grimya volvió a saltar antes de que pudiera ponerse en pie y le cerró el paso hasta el demonio que las contemplaba. Ambas se quedaron inmóviles, agazapadas, mirándose la una a la otra en un silencio que se había transformado de repente en mortal.

«Indigo.»

La muchacha percibió las agitadas emociones que se ocultaban bajo la voz de la loba que escuchaba en su cerebro.

«Esto no debe ser.»

Índigo aspiró con fuerza.

—¡Apártate de mi camino!

«No lo haré. Te detendré, Indigo. Te detendré, aunque tenga que matarte.»

La muchacha le dedicó una mueca burlona, un gesto despectivo.

—He dicho que...

Grimya gruñó. Tenía los pelos del cuello erizados y sus ojos relucían rojos como el fuego; de repente ya no era una amiga en la que confiar sino un depredador, un atacante. Sus cuartos traseros se estremecieron de energía contenida y sus colmillos aparecieron blancos como el marfil bajo la turbadora luz.

«No me pongas a prueba, Indigo. No me obligues a hacer esto.»

Algo en el interior de Índigo gritaba, gritaba, pero era demasiado débil y estaba demasiado lejos para que pudiera comprenderlo y aceptarlo. Mostró sus propios dientes; consciente de que la lucidez empezaba a abandonarla, dio un paso adelante...

Grimya saltó como un muelle al que se suelta de repente y con violencia. Índigo tuvo una breve impresión de su cuerpo musculoso y contraído, escuchó silbar el aire, escuchó el potente chasquido de colmillos al cerrarse a pocos centímetros de su garganta y cayó de espaldas sobre el suelo. Su columna vertebral golpeó el suelo de mármol con un crujido que la sacudió hasta la médula, y se encontró tendida en el suelo bajo la rugiente y babeante loba. Un aliento ardiente cayó sobre su rostro; sus ojos se clavaron en las fauces cavernosas de Grimya...

«¡Lucha contra mí!»

Era la voz de la loba que rugía en su cerebro.

«¡Si quieres a tu compañero, a tu Fenran, lucha contra mí! ¿O eres como todos los demás humanos: un ser débil que se esconde tras palabras vacías?»

Índigo sintió una furia renovada que ardía y borboteaba en su interior; pero esta vez era una onda de choque, un tornado, un cataclismo de furia. Su boca se abrió para lanzar una salvaje avalancha de nuevos juramentos, y lo que surgió fue un rugido animal.

Supervivencia. Sintió el poder en sus mandíbulas, la fuerza en sus hombros; sintió la cálida densidad de la piel que cubría su estremecido cuerpo. Loba. Aplastó las orejas, notó el frío mármol bajo sus afiladas garras. Loba. Sus labios se abrieron para mostrar en su boca unos caninos afilados como cuchillos. Loba. Grimya, su hermana, su propia familia, con los ojos inyectados en sangre y salvajes, colocada sobre ella mientras se desprendía de su capa de humanidad. No quería luchar contra Grimya...

Y el resto de confusión se hizo añicos cuando vio el mundo, la sala, la figura de cabellos plateados de Némesis, a través de los ojos de Grimya, y se dio cuenta de lo que había hecho la loba. El demonio la había enredado en una telaraña de sus propias emociones. Y Grimya había comprendido que sólo había una forma de hacer trizas aquella telaraña y liberarla de su propia debilidad. Loba. — Su cerebro y su sangre estaban llenos de las sensaciones de una nueva conciencia libre de trabas—. Loba.

El aullido espeluznante, lanzado a dúo, de dos habitantes de los bosques se elevó hasta el techo lleno de sombras de la sala. Ambos se pusieron en pie como uno solo, y como uno solo se volvieron hacia la plataforma, y hacia la figura de la maligna criatura que ahora retrocedía ante ellos asustada.

—¡Índigo! —Había cólera en la voz de Némesis, pero cedía terreno con rapidez al temor—, ¡Índigo, escúchame! ¡Piensa en Fenran! Piensa en lo que haremos...

Grimya aulló de nuevo, ahogando los gritos del demonio mientras éste retrocedía tambaleante. Índigo lo vio como un repugnante esqueleto, cubierto de gusanos que se retorcían, sólo sus ojos plateados brillando todavía en su cabeza deforme. Corrupción, descomposición, tinieblas —libre ahora de las cadenas de la humanidad, lo veía con la nítida y simple conciencia del animal en que se había convertido, y comprendió cuán cerca había estado Némesis de conducirla a una trampa mortal. Fenran tenía razón...

¡Fenran, amor mío, perdóname! Era un eco de la Índigo humana, y cuando volvió sus ojos rojos hacia donde él se acurrucaba, aturdido junto a la silla caída, la sensación le partió el alma; pero las ataduras que casi habían conducido a ambos a la perdición estaban rotas, porque ya no era humana.

Y la loba Índigo ansiaba venganza.

—¡Némesis!

Pronunció el nombre con la mente, y su garganta lanzó un salvaje rugido. El temor pintado en los ojos de la criatura envuelta de gusanos que estaba sobre la plataforma se tornó de repente en frustrada cólera; cuando las dos lobas empezaron a arrastrarse hacia ella con los estómagos casi pegados al suelo, Némesis abrió la boca y sus mandíbulas se abrieron de par en par, cada vez más dilatadas, extendiéndose hasta los límites de lo imposible mientras el demonio empezaba a cambiar de forma. Su cuerpo se retorció sinuoso, su piel adquirió un brillo nacarado, los colmillos gotearon veneno en la cavernosa boca y una serpiente gigantesca se alzó por encima de sus cabezas, siseando

con un sonido que parecía un trueno.

La loba que era Índigo lanzó un gañido y se echó hacia atrás acobardada, pero la voz de Grimya gritó:

«¡Ilusión! ¡Ilusión!»

Y de repente recordó que, al igual que Grimya no lo olvidaba, cualquiera que fuera su forma, por muy terrible que pareciera su aparente amenaza, la criatura que tenía delante era Némesis y nada más. Y ella era más poderosa de lo que Némesis podía esperar ser jamás.

Su gañido se transformó en aullido, y las dos saltaron a la vez, sus músculos proyectándolas desde el suelo, directamente contra la balanceante serpiente. Hubo un agudo silbido, una ráfaga de luz, y la cosa en forma de serpiente se derrumbó ante el ataque de las lobas, enroscándose y golpeando con la cola mientras ellas la acometían. Un rostro contorsionado de ojos plateados se alzó ante la mirada de Índigo; mordió, le pareció sentir cómo sus mandíbulas aplastaban hueso, luego lanzó un gruñido de rabia cuando su presa se disolvió en una bola de luz que pasó a toda velocidad entre ella y Grimya en el mismo instante en que se revolvían sobre sí mismas para atraparla. El brillante cometa centelleó en dirección a la enorme chimenea, y las frías llamas del fuego se alzaron de repente en una elevada columna que adoptó la forma de un ardiente oso plateado de las nieves, casi cinco veces el tamaño de Índigo y Grimya. Ojos que eran como tizones encendidos las miraron enloquecidos; las mandíbulas se separaron para mostrar fuegos infernales reluciendo en el interior de la enorme y amenazante boca, y el aterrador fantasma empezó a avanzar hacia ellas, despacio y deliberadamente.

Un terror lupino, primario e innato, se debatió con su propia furia en un intento por controlar los instintos de Índigo. Tanto humanos como lobos temían a estos grandes señores de la tundra, y con buen motivo; un golpe de una de sus enormes zarpas podía abrir el vientre o romper el cuello del más hábil de los cazadores. Y este horror era dos veces el tamaño de cualquier oso de las nieves que jamás hubiera existido.

Pero era una ilusión, ilusión. Repitió las palabras de Grimya una y otra vez en su cerebro, y mientras las dos lobas se movían en círculo para flanquear al monstruo, su mirada jamás se apartó de la enorme cabeza que se balanceaba amenazadora. La adrenalina empezó a fluir por sus venas e hizo que se estremeciera de ansiedad; el espectro del oso abrió la boca, rugió...

Y Grimya gritó:

«¡Ahora!»

Saltaron a un tiempo, y por toda la sala resonó una terrible retahíla de rugidos, gruñidos y gañidos cuando atacaron a Némesis con todas sus fuerzas. El demonio agitó los brazos y golpeó, pero aunque su forma de oso era muy real, era demasiado lento y pesado para infligirles daño; había confiado en su poder intimidatorio, y la estratagema había fallado.

Índigo se sintió exultante en su recién encontrado poder y su sangre hirvió llena de violentas sensaciones; la alegría de la caza, el frenesí de dar muerte a la presa, el sabor salvaje de la victoria inminente; y por debajo de todo ello y arrojándola a nuevos niveles de fiereza, estaba su odio humano por el demonio que tan cerca había estado de sellar su perdición.

La cosa que era Némesis rugió de nuevo, y la figura del oso se transformó en la de un dragón que golpeaba sus alas de escamas plateadas y lanzaba un fuego helado. Los dientes de Grimya se hundieron en una de las alas y tiró del monstruo haciéndole perder el equilibrio mientras Índigo saltaba en dirección a su cuello de serpiente. Gruñía y rugía sedienta de sangre pero su furia se vio frustrada cuando el dragón se transformó en un águila que se elevó como una flecha hacia el techo. Encogió los músculos con desesperación, saltó, y sus fieras mandíbulas se cerraron sobre un extremo de la cola del águila. Pájaro y loba se estrellaron contra el suelo juntos, y el águila se convirtió en una espantosa quimera, medio chacal, simio y sapo, con seis piernas, alas, una boca enorme y sin pelo. En su forma humana, Índigo hubiera retrocedido ante aquella obscenidad llena de repulsión, pero la loba Índigo se lanzó con un furioso gruñido en su persecución mientras la quimera batía las alas y se arrastraba, chillando, por toda la sala. Al tiempo que corría, su cuerpo cambiaba una y otra vez, como si Némesis hubiera perdido el control de su poder para cambiar de forma; animales, pájaros, peces, reptiles, y otras cosas repugnantes e irreconocibles competían por poder manifestarse, aunque fuera por breves instantes.

Y entonces el demonio ya no pudo seguir su huida. Estaba acorralado, las dos lobas avanzaban amenazadoras hacia él... Se produjo un resplandor, y de repente la quimera había desaparecido, y en su lugar estaba la criatura de malévolos ojos plateados, con los brazos extendidos contra la pared de mármol.

Índigo se sintió invadida por la repugnancia y la aversión y todo su cuerpo empezó a temblar.

—¡Mátala! —Su voz era una explosión gutural y vengativa—. ¡Mátala!

Némesis rió:

—No puedes matarme. Somos una sola persona y la misma.

—¡Jamás!

Los ojos plateados relucieron salvajes.

—¡Hazme pedazos, y regresaré a ti en otra forma! ¡Nunca te librarás de mí, Índigo!

Índigo perdió el control. Con un aullido de furia enloquecida se arrojó contra Némesis y, entre gruñidos, desgarró, hizo pedazos con sus colmillos que destrozaban el convulsionado cuerpo de la criatura; arañó con sus garras hasta sacar al descubierto los huesos. Todo su dominio sobre sí misma había desaparecido; no oyó cómo Grimya le gritaba que se detuviera, y sólo cuando un cuerpo pesado chocó contra ella, y unos dientes la agarraron por el pescuezo y la separaron de su víctima, salió a la superficie un atisbo de razón por entre la caótica conmoción producida por sus emociones desbordadas.

«¡Indigo, detente!», gritó Grimya. ¡El demonio se ha ido!»

Se dejó caer sobre el suelo de la sala, jadeante mientras su visión se aclaraba lentamente. Y allí, entre sus patas delanteras, estaba el traje que había constituido el único vestido de la criatura, un pedazo de tela destrozada. Némesis se había desvanecido.

—¡Noooo!

La frustración y la angustia se mezclaron con la furia en el aullido de protesta de Índigo, y el aullido se transformó en un identificable alarido humano. La sala giró vertiginosamente a su alrededor; empezó a retorcer su cuerpo, se dio cuenta de que perdía el sentido de la coordinación, se dejó caer de nuevo. Y una mano —una mano humana— se cerró en el vacío mientras gritaba:

—¡Némesis! ¡Némesis!

Procedente de la chimenea, oscura y vacía ahora, le llegó, como en un suspiro, el eco de una débil carcajada. Entre convulsiones, Índigo trató de ponerse en pie, pero Grimya la detuvo.

«No sirve de nada. El demonio se nos ha escapado.»

Índigo no podía recuperar el equilibrio; su conciencia seguía balanceándose en el vértigo entre lo humano y lo lupino. Se dejó caer hecha un ovillo sobre el suelo, el temblor haciendo rechinar sus dientes ante la rabia y la desilusión de la derrota.

«Lo intentamos.» Grimya hablaba llena de pesar. «Hicimos todo lo que pudimos, pero no fue suficiente. Lo siento.»

—Ojalá... —empezó a decir Índigo, salvaje, luego sacudió la cabeza—. No. No importa ahora. — Levantó la cabeza y apartó de los ojos los cabellos empapados de sudor; entonces se detuvo, los ojos desorbitados mientras se posaban en el extremo opuesto de la sala.

—¡Fenran!

Las palabras surgieron con un jadeo. Había imaginado que él, también, habría desaparecido; que Némesis se lo habría llevado con ella. Pero no; el joven estaba allí de pie, e intentaba, desfallecido pero con determinación, rodear la mesa situada sobre la plataforma. Qué había visto, si había presenciado o no su transformación, ella no lo sabía; sus ojos estaban abiertos de par en par, febriles, y parecía ser víctima de una tremenda conmoción. Pero intentaba acercase a ella.

—¡Fenran!

Se puso en pie con dificultad, luchando contra la desorientación que la dominaba, y empezó a correr hacia él.

Había recorrido ya la mitad de la sala cuando el primero de los árboles negros se abrió paso a través del suelo de mármol para cortarle el avance. Ramas grotescas y distorsionadas, cubiertas de espinos tan largos como su brazo, chocaron y se retorcieron en una espantosa parodia de vida, y ella se desvió bruscamente a un lado con un aullido de sorpresa y contrariedad. Un segundo árbol hizo su aparición junto al primero en el mismo instante en que ella se volvía para esquivar los afilados espinos; otro apareció tras éste, y otro... y el horror embargó a Índigo al darse cuenta de lo que sucedía.

Frenética, se arrojó contra la barrera. Los espinos desgarraron sus ropas, su piel, se enredaron en sus cabellos; golpeó y tiró de las retorcidas ramas mientras chillaba el nombre de Fenran; lo vio a punto de saltar de la plataforma para ir hacia ella, vio cómo más de aquellos espantosos árboles se alzaban delante y detrás de él, atrapándolo en un mortífero y cada vez más apretado círculo...

—¡No! ¡Ah, no!

Fenran se revolvió al darse cuenta del peligro, pero era demasiado tarde. Unas ramas negras se desenroscaron como serpientes para enrollarse en sus brazos y sus piernas; se debatió, mientras los espinos se clavaban en su cuerpo y el espantoso bosque viviente se alzaba más alto, más espeso, para engullirla.

Índigo gritaba como enloquecida, sus ojos desencajados mientras luchaba en vano por abrirse paso a través de la barrera y llegar hasta él; hasta que de repente la maraña de ramas bajo sus manos agitadas se estremeció, se deformó, perdió su solidez. Durante un instante que le pareció eterno una imagen de Fenran quedó grabada en su mente, inmóvil e impotente entre los espinos, su rostro blanco como el papel en terrible contraste con la negra telaraña de los árboles, su boca abierta y torcida en un mudo grito de agonía. Entonces toda aquella imagen se estremeció ante sus ojos, y el bosque, y Fenran con él, se disolvió en un silencioso y brillante espejismo y desapareció.

Índigo se quedó rígida en el centro de la vacía sala, contemplando con muda incredulidad la plataforma, la mesa, las sillas vacías. Tan cerca, tan al alcance de la mano... y se lo habían arrebatado, arrastrado de nuevo al odioso mundo astral de su tormento, donde no tenía la menor esperanza de poder seguirlo y encontrarlo de nuevo. Casi lo había alcanzado. Pero el casi no era suficiente: había desaparecido y ella le había fallado.

Grimya se deslizó a su lado, pero en cuanto notó el suave contacto de la loba, Índigo se apartó con violencia y se acercó a la plataforma. Subió a ella, se quedó mirando la mesa, las sillas, y por un instante deseó darles patadas, arrojarlo todo al suelo, destrozarlo, partirlo y destruirlo codo ciega de desesperación. Pero no serviría de nada, argüyó la parte más cuerda de su cerebro; no serviría de

nada. ¿Qué ganaría desahogando su amargura en objetos inanimados? Eso no le devolvería a Fenran.

«¿Índigo?»

Grimya la había seguido, y su vacilante pregunta estaba llena de piedad. Miró con ansiedad al rostro de su amiga y vio que los ojos de Índigo estaban cerrados con fuerza y que se mordía el labio inferior mientras las lágrimas se abrían paso despacio por entre sus pestañas y rodaban por sus mejillas.

«Índigo, si puedo...»

Índigo la interrumpió con un fuerte sollozo, y se cubrió el rostro con ambas manos. Se dejó caer sobre la silla más cercana y se dobló hacia adelante, la cabeza enterrada en los brazos mientras su cuerpo se agitaba estremecido, víctima de un silencioso y desesperado llanto.

Grimya sabía que no había nada que pudiera hacer. El tiempo parecía haberse detenido en la sala desierta; no había nada más que la quietud, la penumbra y la destrozada y temblorosa figura de su amiga que lloraba como si su alma fuera a partirse por el peso de su dolor. Grimya se tumbó a los pies de Índigo, la barbilla apoyada en las patas delanteras; llena de tristeza, deseó poseer alguna habilidad, algún poder mágico, que pudiera traerle consuelo o esperanza. Pero de nada servía desearlo si no era posible. La tempestad que rugía en el interior de Índigo pasaría por sí misma y en su momento.

Y por fin los estremecidos sollozos empezaron a calmarse. Grimya la observó, llena de inquietud e Índigo levantó la cabeza.

Su cara estaba blanca y desfigurada, y la tensión sufrida señalaba su rostro como si fuera ácido. Pero sus ojos mostraban la terrible calma de un dolor que puede y debe ser soportado. Grimya se puso en pie. Se sentía reacia a hablar, sin embargo deseaba comunicar la piedad que sentía, por si podía servir de algo. Indecisa, dejó que su garganta lanzara un débil sonido, e Índigo bajó los ojos hacia ella.

Grimya... —Una mano se posó sobre la parte superior de su cabeza, y acarició una de las sedosas orejas—. Yo...

«No sientas que debes decir lo que hay en tu corazón», repuso la loba. «Comprendo. Y las palabras no son suficientes.»

La muchacha asintió. No existían palabras para expresar las emociones que se movían como una marea lenta y poderosa en su interior, lo que sentía era demasiado íntimo, y le afectaba muy profundamente. Sólo podía afligirse, en silencio, en privado, sin esperanza de obtener consuelo.

«Debemos abandonar este lugar. No hay nada más que podamos hacer aquí.»

La loba le hablaba con dulzura, suavemente.

—Irnos...

Índigo paseó la mirada por la sala, como si necesitara de algún tiempo para comprender lo que veía. Su mirada se detuvo en la enorme chimenea con su vacío interior, en las elevadas ventanas cubiertas por cortinas, en los contornos de las vigas y en las paredes. Resultaba familiar; tan familiar... pero no era realmente Carn Caille. Y en un extremo de la sala, en un rincón, había algo que confirmaba sardónicamente la ilusión, algo que parecía un arrugado chal gris que alguien hubiera abandonado en el suelo...

Sí; era hora de marchar. Pero no por el mismo camino por el que habían venido: no quería pasar por entre las altas ventanas, junto a la enorme chimenea, y entre las hileras de fantasmas que guardaba su propia memoria. Se volvió. A su espalda estaba la pequeña puerta, la réplica de la entrada real privada a la gran sala de Carn Caille. Qué habría detrás de ella en este reino inhumano no lo sabía. Pero sea lo que sea que ocultase, podía enfrentarse a ello, su camino la llevaba adelante, no hacia atrás.

Grimya permaneció pegada a ella mientras se dirigía a la pequeña puerta y colocaba la mano sobre ella. Incluso el pestillo era de mármol, aunque funcionaba perfectamente. Empezó a levantarlo, luego miró sobre su hombro por última vez, y a Grimya le pareció que miraba más allá de las dimensiones físicas de la sala, quizás incluso más allá de este mundo, para contemplar algo o a alguien invisible a otros ojos que no fueran los suyos.

—Adiós, amor. —Lo dijo con tanta suavidad que las palabras apenas si resultaron audibles—. Te encontraré de nuevo, no importa lo que deba hacer para ello. Pongo a la Madre Tierra por testigo de que te encontraré. —Y dio la espalda a la sala vacía, y abrió la puerta.

Sus ojos se encontraron con unos suaves copos blancos, que caían en silencio y sin interrupción sobre un telón e fondo de aterciopelada oscuridad. Índigo sintió el gélido y escalofriante soplo del aire húmedo en sus mejillas, saboreó el frío agridulce de la noche, vio el relucir de ramas entrecruzadas, sin hojas y vagamente fosforescentes, más adelante. Y a lo lejos, entre los árboles, alguien aguardaba.

Grimya preguntó, su voz una extraña mezcla de incertidumbre y temor:

«¿Quién es...?»

Pero Índigo lo sabía, y avanzó; atravesó la puerta y penetró en la oscura región que había tras ella. Sintió sus pies hundirse en la blanda suavidad de la nieve, sintió el aguijoneo de los fríos copos que rozaban su piel, sus cabellos, sus manos; escuchó el profundo, profundísimo silencio del invierno como una lejana canción en sus oídos.

La figura no fue a su encuentro, sino que aguardó allí donde se iniciaba el enrejado que formaban los arbolillos. Su capa era ahora de piel, de un pálido tono leonado como el pelaje de un gran gato montes. Pero la brillante cabellera castaña seguía invariable, y también los ojos dorados, y la triste y enigmática sonrisa.

—Índigo, hija mía —dijo con dulzura el emisario de la Madre Tierra—. Esperaba tu regreso.

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