Tarn-Shen respiraba con fuerza y su rostro tenía una expresión pétrea, el desprecio grabado en cada uno de sus músculos. Índigo pensó en coger su ballesta, pero la cabeza seguía dándole vueltas a causa del golpe que le había propinado; no podría encontrar el arma, ni siquiera sabía dónde estaba.
—Así. —Tarn-Shen sonrió con crueldad—. Es lo que yo pensar. Tú ser mala traidora.
En otras circunstancias, ella hubiera podido encontrar cómica su tosca utilización del lenguaje, pero tal y como estaban las cosas, con aquella desagradable revelación extendiéndose como un veneno por su cerebro, no hizo el menor movimiento ni contestó.
—Tú dejar shafan ir. —Tarn-Shen dio un paso hacia adelante, la punta de su bota derecha estaba ahora a pocos centímetros de su rótula—. Es cosa de traidor, de... —utilizó una palabra en su propia lengua que ella no comprendió pero pudo adivinar que era un insulto despectivo—. Los het no ser contentos. Los het quizás aprender ahora a escuchar a mí. —Se detuvo; luego, de forma repentina y salvaje, le dio una patada, que cogió desprevenida a Índigo y la lanzó boca arriba sobre la hierba. Su pie fue a posarse sobre el estómago de la muchacha, sin apretar pero con la firmeza suficiente para aplacar la instintiva necesidad de ella de devolver el golpe—. ¡Y tú saber que ser enfrentarse a Tarn-Shen!
Índigo comprendió con disgusto que el joven disfrutaba con aquello. No le importaba que su presa reconocida hubiera escapado; su soterrado resentimiento, tanto hacia ella como hacia los het a quienes debía obedecer, era un motivo más fuerte que su deseo de ver muerto al shafan.
Ella le contestó, con voz baja y amenazadora:
—No te atrevas a tocarme, Tarn-Shen. ¡O te juro que haré que te arrepientas!
El se echó a reír, pero siguió vigilándola con cuidado.
—Yo no tenerte miedo. Tú cosa ruin, tú gusano. Tú ser nada. —Su bota empujó un poco más fuerte su diafragma y ella aspiró para aguantar la presión.
El cerebro de Índigo empezaba a aclararse por fin, los reflejos se agudizaban, pero había visto el pequeño arco que Tarn-Shen sostenía descuidadamente en una mano, con una flecha dispuesta. Su propio arco estaba fuera de su alcance, su cuchillo atrapado entre su cuerpo y la hierba: no se atrevía ni a volver la cabeza, pues no dudaba de que él podía tensar la cuerda y disparar con la bastante rapidez como para atravesarla si hacía cualquier movimiento imprudente.
Pero al mismo tiempo no podía deshacerse de la molesta sensación de no querer que muriera todavía.
—Tú aprender buena lección, creo. —Tarn-Shen hablaba en voz baja y su tono recordó de repente al de su abuelo; complacido, recto, satisfecho—. Primero, yo hiero a ti, pero no mucho. —Empezó a levantar el arco despacio; la muchacha escuchó el crujido de la madera al doblarse a medida que la cuerda era tensada poco a poco, amorosamente—. Como herir a animal; pero no para matar, para que no correr. Luego hombres míos herir a ti, pero diferente. Como hombre herir mujer que desagradar. —Le sonrió con una mueca, su expresión salvaje en la oscuridad—. Así, tú aprender cómo obedecer lo que decir a ti, como mujer debe hacer.
Su propósito estaba muy claro, y creía que aumentaba el insulto al dar a entender que él no tomaría parte en lo que fuera que sus hombres quisieran hacerle. Índigo utilizó su fuerza de voluntad para que su rostro permaneciera impasible; mostrar emoción ahora, tanto si era temor como cólera, le daría a Tarn-Shen incluso una satisfacción mayor.
—Luego cuando hombres acabar, llevar de regreso al pueblo y los het saber que tú traicionar a ellos. —Un deslizamiento y el débil sonido del hierro sobre la madera al quedar la flecha lista para ser disparada—. Tú no vivir mucho después de eso, creo. A lo mejor tú no querer vivir, creo.
Alzó el arco y apuntó con tranquilidad a su muslo izquierdo. Un único pensamiento ardía en la mente de Índigo; era algo irracional que no podía evitar: Un amigo; un amigo digno de confianza...
Entonces un gruñido hizo que la sacudiera una fulgurante onda de choque, y se vio echada a un lado por una forma reluciente y veloz que brotó de entre las zarzas y se arrojó sobre Tarn-Shen. Sus poderosos músculos lanzaron a la loba a una increíble altura, y su enorme peso derribó al hombre haciéndole perder el equilibrio por completo y ambos se estrellaron contra el suelo. Tarn-Shen rugía, la loba gruñía, furiosa; ambos rodaron por el suelo como un solo cuerpo, un macabro monstruo de ocho miembros...
Sobre la maleza resonó el ruido de pies que corrían, y en el momento en que hacían su aparición los cazadores, la mano de Tarn-Shen apareció por un instante de entre las sombras que se debatían salvajemente. Algo plateado centelleó en el aire; Índigo vio la hoja de un cuchillo asesino...
No se detuvo a pensar; no podía. Lanzó un grito penetrante y ululante de los cazadores de las Islas Meridionales, una advertencia, la desesperada advertencia del peligro.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Un cuchillo!
La hoja se hundió y la loba saltó a un lado, evitando la puñalada mortal por cuestión de centímetros. Tarn-Shen rodó por el aire como un acróbata, se puso en pie, con el arco preparado ya cuando el babeante animal se volvió y agachó para saltar de nuevo. No podía fallar a tan poca distancia, e Índigo se arrojó frenética en dirección al moribundo fuego donde sabía que debía estar su propio arco.
Sus manos se engarfiaron alrededor de algo de madera y metal y rodó sobre sí misma en un movimiento rápido que le evitara perder tiempo, no tenía tiempo para mirar, no tenía tiempo para apuntar, así que disparó.
La ballesta lanzó un chasquido sonoro, lleno de mortífera autoridad, y la saeta centelleó con un cruel brillo rojizo a la luz de las llamas por un instante antes de clavarse en el costado de Tarn-Shen. Lanzó un aullido como si fuera un perro herido y se tambaleó a un lado, mientras su propio arco se le escapaba de las manos, e Índigo gritó con todas sus fuerzas:
—¡Corre! ¡Corre!
Un cuerpo cubierto de una piel gris moteada pasó corriendo junto a ella, un proyectil disparado a toda velocidad, el aire se arremolinó tras él, abofeteándola mientras se ponía en pie. El arpa: la agarró por algunas de sus cuerdas, sin preocuparse de si la estropeaba, sin esperar a ver qué sucedía con Tarn-Shen, que aullaba y se revolcaba en el suelo.
Las voces de los hombres resonaron entre los árboles, gritos de contrariedad, de enojo, de protesta, imprecaciones agudas. Algo zumbó cerca de su oreja y una flecha se estrelló contra el tronco de un roble cercano. Índigo saltó sobre el fuego, sintió cómo el calor le quemaba los tobillos y se introdujo en la negra oscuridad que se abría ante ella como unas fauces abiertas. Chocó contra un árbol, rebotó, y siguió, obstaculizada su carrera por la ballesta que llevaba en una mano y el arpa que llevaba en la otra. Otras dos flechas estuvieron a punto de dar en el blanco y oyó el retumbar de pisadas sobre la hierba a su espalda; con la respiración entrecortada siguió corriendo sin mirar por donde pisaba en una carrera zigzagueante cada vez más hundida en la oscuridad.
La desesperación le generó la fuerza necesaria para dejarlos atrás. Pero incluso cuando los sonidos de su persecución se hubieron apagado y era tan sólo su propio avance caótico y tambaleante el que
rompía la quietud, siguió adelante sin saber ni preocuparse por dónde estaba, hasta que por fin un impenetrable matorral de zarzamoras la obligó a detenerse. Cayó al suelo a gatas, jadeante como un animal, sus hombros subían y bajaban a toda velocidad mientras se llevaba a los pulmones el húmedo aire de la noche. El arpa se había enredado entre las zarzas y apenas si tenía fuerzas para desenredarla; por último las espinas la soltaron con una discordante nota de protesta y se enroscó sobre el instrumento, la frente apretada contra la curva de la madera.
Tenía que descansar. No importaba quién la persiguiera ni lo cerca que estuviera, estaba tan agotada que no podía seguir adelante. Al cabo de algunos minutos levantó la cabeza y entornó los párpados para ver algo en medio de la intensa oscuridad del bosque. Aunque casi ni podía ver su propia mano, percibió que se encontraba en un espeso bosquecillo; sentía la proximidad de los árboles, las ramas bajas, las zarzas que lo envolvían todo. Estaría tan a salvo aquí como en cualquier otro sitio, al menos hasta el amanecer.
Índigo se arrastró como pudo al interior de la maraña de espinos. A fuerza de encorvar y retorcer el cuerpo consiguió acomodarse de una forma casi confortable sobre la maleza; tras doblar las rodillas para proteger su arco y su arpa, acomodó la cabeza sobre las manos y se hundió en las oscuras profundidades del sueño.
«¿Indigo?»
Se sintió como le había sucedido una vez durante su infancia, como si nadara de regreso al mundo real después de haber sufrido una fiebre muy alta. Le parecía como si se balanceara en la estela de algo enorme y oscuro, liberada de sus garras y sin embargo perdida, abandonada, sin saber dónde estaba.
«¿Indigo?
Debajo de ella había un suelo duro, pero no podía coordinar sus ideas; debía conseguir salir de aquel sueño persistente...
«No; no intentes despertarte. Cuando estás despierta, no puedo hablarte así. No puedes oírme. Por favor..., contéstame mentalmente, no con la boca.»
Conocía la voz. Le había hablado en el bosque y ella la había considerado una ilusión...
Formó un pensamiento con suma cautela; no deseaba romper el frágil hilo que la mantenía entre el sueño y la vigilia.
—¿Quién eres?
«Me llamo Grimya.»
Y con la silenciosa respuesta llegaron también una serie de conceptos mudos: lobo, hembra, amiga.
Esto es de locos, se dijo Índigo. No existían los lobos con poderes telepáticos. Y sin embargo no podía discutir los hechos. La criatura que le había hablado en su campamento, que la había salvado de Tarn-Shen, no había sido una ilusión: y esa misma criatura le hablaba en aquellos momentos.
Puso en orden sus pensamientos y proyectó:
—¿Cómo sabes mi nombre?
«Miré en tu mente mientras dormías, y vi muchas cosas sobre ti. —Se produjo una pausa—. No era mi intención curiosear. Por favor, perdóname.»
Índigo notó que los músculos de su rostro se movían cuando sonrió en su medio sueño. ¿Por qué debería estar enojada? ¿Qué tenía que temer de compartir sus secretos con una loba?
—Entonces sabes muchas más cosas de mí de las que yo sé de ti —repuso.
«Sí.»
De pronto, aunque la voz que sonaba en su mente carecía de tono a excepción de un sibilante susurro, Índigo percibió reluctancia e incertidumbre. Grimya tenía miedo de algo.
—¿Qué es, Grimya? ¿A qué le temes?
No recibió respuesta.
—¿Grimya? —Hizo sonar la pregunta con tanta suavidad como le fue posible—. ¿Por qué tienes miedo de hablarme de ti?
«Porque...»
De nuevo una vacilación, e Índigo notó la lucha interna que se libraba en el interior de la criatura. Grimya deseaba comunicarse, pero algo la retenía. Entonces, por fin le llegó un suspiro, un soplo en su psique de una tristeza indescriptible.
«Vi en tu mente que estás sola, y que te sientes triste. Yo también estoy sola y triste, y pensé que quizá podrías ser mi amiga. Pero si te cuento lo que provoca que esté sola, puede que me des la espalda.»
Índigo se dio cuenta entonces de lo que se ocultaba detrás de la profunda y al parecer incomprensible sensación de piedad que la había rozado momentos antes en el bosque. Grimya intentaba comunicarse con ella, intentaba compartir sus pensamientos. Pero aunque había percibido la presencia de la loba, Índigo no había sido capaz de oírla: cualquier habilidad telepática que pudiera poseer era demasiado embrionaria, demasiado poco educada para manifestarse fuera del sueño.
Preguntó:
—¿Por qué tendría que apartarme de ti?
«Porque soy diferente. Esa es mi vergüenza.»
Índigo sonrió de nuevo con tristeza.
—Lo sé todo sobre la vergüenza, Grimya. Tengo mucho de lo que avergonzarme. Además, tengo una deuda contigo. Me salvaste la vida.
Se produjo un ronco sonido, como si, por extraño que pudiera parecer, la loba se aclarara la garganta.
«Al igual que tú salvaste la mía.»
—Perfecto, entonces. ¿No nos hace eso iguales? —Una vez más se produjo una larga pausa—. ¿Grimya?
«No puedo contarte mi historia. No conozco todas las palabras adecuadas. Podría mostrarte las imágenes de mi memoria, pero no creo que las percibieras con claridad, no ahora que estás ya casi despierta. Quizá cuando duermas de nuevo.»
—Inténtalo por mí, Grimya. Por favor.
«No. —La respuesta fue tajante—. Es de día. Debes levantarte ahora, antes de que los hombres del pueblo vengan a vengar a su jefe muerto.»
Índigo sintió una sacudida, que casi la arrancó de su estado de semiinconsciencia.
—¿Tarn-Shen está muerto?
«El que te atacó. Olí la muerte en él antes de venir aprisa en tu busca. Marchó a la oscuridad antes del alba; siempre lo sé. Sus hombres regresarán a buscarnos y matamos. Debes despertar.»
—Yo... —Índigo jadeó, jadeó mientras los hilos del sueño se rompieron y todos los nervios de su cuerpo de pronto fueron conscientes de que descansaba sobre un suelo duro y desigual, sobre hierba mojada, y tuvo también la sensación de que algo se cernía sobre ella. Por un momento una película
gris verdosa ensombreció su visión interna; luego abrió los encostrados párpados, parpadeó bajo la pálida luz del día que penetraba en el bosque, y se volvió hacia un lado donde se encontró con Grimya sentada en el refugio que ofrecían las zarzas a menos de dos pasos de distancia.
Por vez primera veía por completo y con claridad a la criatura que anteriormente sólo había visto entre las sombras de la noche. Grimya era realmente mucho mayor que cualquier lobo normal, pero bajo su abundante pelaje gris a manchas estaba terriblemente delgada, sus huesos sobresalían muy marcados por entre su largo pelo. Y su rostro, sobre todo alrededor del hocico, era una masa de viejas heridas que jamás habían cicatrizado de forma adecuada. Verdugones, cuchilladas, mordiscos; la piel de la mandíbula inferior era evidente que había sufrido un terrible desgarrón en alguna ocasión y ahora no crecía pelo allí, y la carne formaba una arruga sobre su ojo derecho de modo que distorsionaba ligeramente su forma. Cómo habría recibido tales heridas era algo que Índigo no podía ni empezar a imaginarse, pero estaba claro que la vida no había tratado a Grimya demasiado bien. Sin embargo, algo en los ojos ambarinos de la loba la hacía resultar hermosa a pesar de sus marcas; poseían una cálida inteligencia y una profunda y genuina bondad que Índigo raras veces había encontrado en criatura alguna, fuera animal o humana.
Se miraron la una a la otra durante lo que pareció una eternidad, sin que ninguna de las dos deseara hacer el primer movimiento. Índigo no sabía cómo dar la bienvenida a su nueva amiga; no podía estrechar las manos de un lobo, pero acariciar o dar palmaditas a Grimya como lo hubiera hecho con un perro, resultaría tosco e insultante. Al fin, no obstante, fue Grimya quien rompió el incómodo silencio al ponerse en pie, dar dos pasos en dirección a Índigo y, con una simpleza que a la muchacha le llegó al corazón, le lamió el rostro. Era, comprendió Índigo, la única forma de saludar que conocía el animal, y le respondió impulsivamente pasando los brazos alrededor de su peludo cuello y abrazándola con fuerza.
Grimya dejó escapar un satisfecho sonido infantil desde la parte posterior de su garganta, y formó las palabras con un gran esfuerzo.
—Bien-venida. ¡Bien-venida!
—Grimya. —Índigo se sentó sobre los talones, luego sacudió la cabeza mientras su cerebro intentaba asimilar demasiadas cosas a la vez—. Perdóname, por favor, nunca... nunca antes me había encontrado con un lobo que pudiera hablar.
—No hay... otros —repuso Grimya—. Sólo yo.
Así que era una mutación. ¿Pero un fenómeno natural, o criado así con algún propósito? Índigo pensó en las cicatrices de su rostro. Sabía bien que los animales tienden a ser intolerantes contra cualquiera de los suyos que sea diferente de lo normal. No era extraño que Grimya estuviera sola...
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por aquella voz gutural y vacilante.
—No debemos... permanecer... aquí. Hombres vendrán.
Índigo soslayó sus especulaciones. Había perros en el poblado de los vaqueros, y sin duda alguna habrían sido adiestrados para seguir rastros. Si, tal y como creía Grimya, Tarn-Shen había muerto a causa de la herida que ella le produjo, los het no descansarían hasta obtener su sangre a cambio.
Volvió la cabeza y contempló los árboles que las rodeaban. En esta parte del bosque crecían tan amontonados que era imposible calcular incluso la posición del sol. Grimya se dio cuenta de lo que pensaba, y dijo:
—Yo... conduciré a lugar seguro. Pero debemos ir deprisa. Marchar ahora.
—¿Adonde iremos? —inquirió Índigo. —Le... lejos. —Grimya tuvo gran dificultad en pronunciar la primera letra, y ya había empezado a moverse de un lado a otro inquieta, sin dejar de agitar la
cola, ansiosa por ponerse en movimiento—. Le-lejos de los hombres. Ahora.
—Pero ¿adonde? —empezó a decir Índigo—. Si realmente están decididos a encontrarnos, no... —y se detuvo cuando Grimya la interrumpió con un gruñido.
—¡Chisst! —La cabeza de la loba estaba alzada, las orejas erguidas y vueltas hacia adelante, y el áspero pelo de su cuello y lomo empezaba a erizarse.
A pesar de que se concentró con todas sus fuerzas, Índigo no pudo escuchar más que los trinos de los pájaros. —¿Qué es?
—Ca-za-do-res. —La respuesta vino en un débil y amenazador gruñido, apenas discernible como lenguaje—. Hombres; perros. Los oigo. Los huelo. —Yo no puedo.
Grimya se agazapó en el suelo con un estremecimiento. —Contra el viento —gruñó—, pero cerca. —Sus ojos, que relucían como el bronce ahora y tenían una expresión salvaje, se clavaron en el rostro de Índigo—. No más tiempo. Sigue. Corre.
Y antes de que la muchacha tuviera tiempo de reaccionar se alejó de un salto, pasando por entre la maraña de zarzas y perdiéndose en el espeso bosque.
Un escalofrío recorrió entonces la espalda de Índigo ya que por primera vez escuchó aquello que la loba había percibido mucho antes. Unos ladridos lejanos: las ansiosas, frenéticas y estúpidas voces de los perros de caza que han olido la presa. El apiñado bosque distorsionaba su sentido de la dirección, pero calculó que no podían estar a más de medio kilómetro de distancia.
Giró en redondo, mordiéndose la lengua para no empezar a gritar el nombre de Grimya, y por entre los árboles le pareció ver un centelleo de algo gris y más corpóreo que las sombras. Entonces un aterrador aullido surgió diabólico de la oscuridad del bosque cuando Grimya lanzó su desafiante reto.
La indecisión se desmoronó. Con un rápido movimiento, Índigo agarró su arpa y su arco; luego, sin detenerse a mirar atrás, se precipitó en la dirección que Grimya había tomado. Las ramas le azotaron el rostro, se enredaron en sus cabellos; las apartó violentamente con la mano que sujetaba el arco, vio una raíz que sobresalía justo a tiempo de saltar por encima, y siguió corriendo. Grimya la esperaba, y cuando la muchacha llegó junto a ella salió disparada de nuevo en lo que para ella debía de ser una velocidad moderada, pero que pronto tuvo a Índigo jadeando como si también ella fuera un lobo a causa del esfuerzo que le costaba mantener su paso. Mientras corría juraba, en silencio y con ferocidad, maldiciendo su humana torpeza que aplastaba maleza y hacía que los arbustos se movieran y crujieran, de modo que el ruido de su paso parecía llenar el bosque. A veces perdía de vista a Grimya, que corría delante de ella; entonces la loba aparecía de nuevo, como un silencioso fantasma, aguardando para apremiarla a seguir adelante con la roja lengua colgando y ojos febriles. Índigo no sabía lo cerca que estaban sus perseguidores, ni si ganaban o perdían terreno, pero la agitación de Grimya aumentaba a medida que se introducían más en el bosque, y la muchacha empezó a sentirse cerca del desaliento. Los perros debían de haber encontrado su rastro ya, y conocía aquella raza; eran incansables, incluso si no podían alcanzar a su presa la perseguirían hasta que cayera exhausta. Grimya podría escapar a ellos: ella no podía.
—¡Ín-di-go!
El grito sonó tan parecido a una respiración ronca y jadeante que por un instante no comprendió que Grimya gritaba su nombre. Sólo se detuvo cuando la loba surgió de entre los apiñados árboles, y se vio obligada a balancear un brazo para mantener el equilibrio sobre el traicionero y desigual suelo del bosque.
—¡Agua! —Las mandíbulas de Grimya estaban abiertas de par en par y mostraba los
amarillentos y mortales colmillos—. ¡Sígueme!
Ella no comprendió lo que quería decirle. No había tiempo para detenerse a beber, pero no le quedaba aliento para protestar, y Grimya ya se había dado la vuelta y corría cuesta abajo en ángulo agudo al sendero que habían seguido. Índigo la siguió tambaleante; y cuando los árboles disminuyeron para revelar una orilla escarpada cubierta de musgo con un río que corría más abajo de una pendiente de unos tres metros, comprendió lo que había querido decir su compañera.
Era un truco viejo y sencillo, pero efectivo. Su olor desaparecería en cuanto penetraran en el agua; los perros podrían registrar las orillas, pero mientras ellas corrieran por el lecho del río resultarían imposibles de encontrar.
Grimya se detuvo en la parte alta de la orilla, donde unas viejas raíces de roble se habían enroscado alrededor de una desgastada roca para formar un extraño y petrificado saliente. Volvió la cabeza un instante para luego desaparecer por encima del borde, cayendo al agua tras un difícil descenso con un fuerte chapoteo. Índigo la siguió, entre tropiezos y resbalones, sus movimientos obstaculizados por su preciosa arpa, pero consiguiendo de todas formas mantener el equilibrio. El río era poco profundo y murmuraba sobre piedras que afortunadamente estaban libres de hierbas traicioneras. Grimya se movía ya río abajo, e Índigo volvió la cabeza para contemplar la orilla. Incluso el rastreador más inexperto no tendría la menor dificultad en encontrar las delatoras señales de su descenso, la hierba aplastada y el musgo pisoteado, el lugar donde el acantilado de arena en miniatura se había desmoronado por culpa de un resbalón; pero no importaba. Allí desaparecería el rastro.
Se detuvo por un momento para comprobar si oía algún ruido extraño, pero no oyó otra cosa que los sonidos del río y de las omnipresentes aves. Grimya la esperaba, menos frenética ahora pero todavía impaciente; Índigo ajustó la cuerda que sujetaba el arpa sobre su hombro y se puso en marcha corriente abajo.
Habían seguido el curso del río durante más de una hora cuando Grimya indicó por fin que ya podían descansar sin peligro. La estratagema, al parecer, había funcionado; no había habido señal de sus perseguidores y el bosque permanecía tranquilo y silencioso; no obstante, mientras trepaba orilla arriba la loba mantuvo la cautela, las orejas erguidas y alerta, deteniéndose en la parte más alta para observar y escuchar antes de permitir a Índigo que la siguiera.
En aquellos momentos, Índigo estaba totalmente desorientada. Los árboles se extendían de manera indefinida al parecer, y a juzgar por el tono verdoso de la luz imaginó que debían de estar en lo más profundo del corazón del enorme bosque. Si hubiera estado sola, podría haber vagado por él una eternidad sin encontrar jamás la salida; si todavía le quedaban algunas dudas sobre lo acertado de confiar en Grimya, no podía hacer otra cosa más que desalojarlas de su mente.
La loba ya se había puesto en marcha por entre los árboles, y ella la siguió. Después de alrededor de diez minutos —el tiempo resultaba difícil de calcular en aquel lugar tan silencioso y tranquilo— llegaron a un barranco poco profundo formado mucho tiempo atrás por un deslizamiento de tierras. Robles enormes sobresalían por encima del desnivel, y sus raíces, expuestas parcialmente al aire libre, formaban un refugio natural en la pendiente cubierta de musgo.
—Aquí descansamos —dijo Grimya—. Es seguro.
Había una repisa bajo las raíces de un roble, lo bastante grande como para que pudieran acomodarse las dos. Índigo se dejó caer con la espalda apoyada contra la pared del barranco, agradecida de poder dar un descanso a sus doloridas piernas. Grimya se asomó un poco, olfateó el aire con minucia y por fin dijo: —Todo está bien. Los hombres muy lejos para oler. Seguro. —Se volvió para mirar a Índigo, sus ojos parecían pedir una seguridad de que la muchacha confiaba en ella.
Índigo estiró una mano y, aunque todavía un poco vacilante, la colocó sobre el lomo del animal.
—No sé cómo darte las gracias, Grimya. Tengo una gran deuda contigo.
La boca de Grimya se abrió y la lengua le colgó fuera de ella en señal de alegría, y su cola golpeó una raíz retorcida. Luego se volvió para estudiar de nuevo el bosque.
—Tú que-da aquí —dijo con voz gutural—. Espera.
—¿Adonde vas?
Los cuartos traseros de la loba sufrieron una pequeña crispación.
—Cazar —respondió.
Sonó casi como un ladrido. Y antes de que Índigo pudiera decir nada más, ya se había introducido por entre las arqueadas raíces del árbol y trepaba por la ladera del barranco. Durante un momento permaneció inmóvil en la cima, una elegante silueta entre los árboles, luego desapareció, alejándose de un salto sin el menor ruido.
Índigo se echó hacia atrás y cerró los ojos. Se sentía agradecida por aquel descanso en su huida, por poder olvidar durante algún tiempo el temor a ser capturada y a lo que eso hubiera significado. Y por primera vez desde que todo aquello había empezado tenía la posibilidad de recapacitar sobre los extraños acontecimientos de las últimas horas.
El hecho de que su vida había sido salvada —dos veces— por una loba ya era algo que en sí mismo hubiera resultado difícil de considerar, pero incluso esto se veía eclipsado por la extraordinaria naturaleza del animal mismo. Aún tenía que averiguar la historia de Grimya, pero estaba segura de una cosa: la loba era el único miembro de una raza. Un proscrito, un paria quizás; una superviviente solitaria que sólo podía confiar en sus propios recursos. Los paralelismos entre las dos estaban dolorosamente claros.
No por primera vez, volvieron a la mente de Índigo las palabras de despedida del emisario de la Madre Tierra. Un nuevo amigo, en quien podría confiar. Durante los días que siguieron a aquel extraño encuentro no había tenido motivo para considerar aquella idea, pero de repente resultaba muy oportuno hacerlo.
Una loba cuya mente había tocado la suya con un sentimiento de simpatía y camaradería. Una criatura que la había salvado, guiado, ayudado... Índigo sonrió para sí. Había creído que la auténtica amistad, cuando la encontrara, sería en forma humana.
Al parecer se había equivocado.