La Leyenda de la Torre de los Pesares: relato de Cushmagar el Arpista
Existió una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo. Antes de que la liebre marrón corriera y jugara en la tundra meridional; antes de que el gran lobo gris hiciera su aparición en los bosques; antes de que se oyera el resonar del cuerno de caza por entre los árboles, en el verano. Una época pretérita y maligna, en la que la tierra estaba poblada por cosas que no hubieran debido existir; en la que el largo día se convertía en interminable noche y el verano se vestía de invierno, y lo que debía estar en el norte estaba en el sur y lo del sur en el norte. Fue entonces cuando la Tierra, nuestra Madre, lanzó su grito, ya que sus hijos se habían vuelto contra ella y perpetraban acciones de maldad inconmensurable. Hartos hasta la saciedad con todos sus generosos dones, se habían apropiado de más de lo que necesitaban o era suyo por derecho. Habían arrancado la belleza a su cuerpo, para luego devorar incluso su cuerpo hasta dejarlo convertido en un hueso pelado. En la noche solitaria, lloró por sus heridas que no curaban, y gritó a sus hijos que le devolvieran aquello que le habían robado; pero sus hijos no la oyeron. Sus hijos reían y cantaban y contaban relatos de sus hazañas, y en medio de sus ostentosas celebraciones no escucharon los gritos de la Tierra, nuestra Madre.
Y así, durante mucho mucho tiempo la Tierra languideció entre su dolor y su vergüenza. Otorgó el don de la vida a sus hijos, y sus hijos tomaron todo lo que les daba y más aún, sin darle nada a cambio. Y la Tierra gritó, y sus hijos siguieron sin oírla.
Pero en esa época llena de maldad, mientras nuestra Madre Tierra se retorcía de dolor, apareció un hombre bueno entre tantos hombres malos. Un Hombre de las Islas, Hijo del Mar, Hermano de la Tormenta; un hombre cuyo corazón se sintió ultrajado ante las humillaciones que la Madre Tierra sufría a manos de sus hijos-vampiro, quienes se amamantaban en sus pechos resecos. Su nombre no lo sabemos; pero su recuerdo será alabado para siempre en nuestras canciones e historias; porque fue él y no otro quien clamó contra sus semejantes. Fue él el que se alzó solitario como el campeón que pedía nuestra Madre. Y fue a él a quien ella concedió su mayor don y en quien depositó su más pesada carga.
Y llegó un momento en que la Tierra ya no pudo soportar por más tiempo su dolor. La cólera se apoderó de ella donde antes sólo había existido sufrimiento. Esta cólera cayó sobre sus hijos, que tanto habían abusado de ella, y se alzó para vengarse de los malvados. Pero aun en su furia sintió compasión por el Hombre de las Islas; y una noche, mientras éste dormía en su lecho, la Tierra le habló con la voz murmurante del mar, la voz de la dulce brisa veraniega, la voz del ave cantarina. Envió a una criatura resplandeciente a los pies de su cama, y la criatura habló al Hombre de las Islas con todas estas voces y con la voz de la Tierra misma. Y la criatura resplandeciente dijo:
—Hombre de las Islas, tú has sido el adalid de la Tierra, nuestra Madre, pero la tuya ha sido una voz solitaria y se ha quedado sola en medio del caos. He venido a hablarte con la voz de nuestra Madre, y a decirte esto: los hijos de la Tierra han traicionado la confianza de aquella que los alimenta, y se acerca el momento en que deberán pagar el precio de esa traición. La cólera de nuestra Madre se ha despertado, y tan sólo el más grande de los sacrificios aplacará su sed de venganza.
Y el Hombre de las Islas lloró lleno de aflicción y respondió a la criatura resplandeciente:
—¿Cómopodría evitarse algo tan terrible?
Y la criatura replicó con severidad:
—No puede evitarse. El hombre debe pagar por lo que ha hecho; ya que si no es así, el mal continuará su existencia y la Tierra, nuestra Madre, morirá. No supliques por tus semejantes, Hombre de las Islas. Escucha, por el contrario, el mensaje que te traigo de la Madre Tierra, porque así y sólo así podrá salvarse tu raza.
El Hombre de las Islas calló; porque, aunque sabía que estaba dormido, tenía suficiente juicio como para comprender que la criatura resplandeciente decía una verdad mayor que la de cualquier sueño. Y aunque su corazón estaba lleno de temor, escuchó tal cual se le pedía.
Y la criatura habló otra vez, y dijo las siguientes palabras:
—Hombre de las Islas, la Tierra está encolerizada, y su cólera no puede reprimirse. Ninguna palabra o acción podrá persuadirla. Alzará su mano contra sus hijos, y habrá gran destrucción y grandes sufrimientos. Pero su venganza no es infinita. Y cuando haya finalizado, nueva vida brotará otra vez por todas sus tierras. El hombre alzará la cabeza por entre el polvo de la destrucción, y verá a su alrededor brotar de nuevo las hojas de los árboles, y contemplará cómo las tímidas criaturas salvajes olfatearán el aire fragante de vida, y se sabrá que el mundo ha renacido.
»Pero este renacer, Hombre de las Islas, tendrá un precio. El hombre ha aprendido a utilizar una poderosa magia, pero la magia lo ha superado y ahora el amo se ha convertido en el siervo. Si ha de seguir vivo cuando la Tierra, nuestra Madre, haya finalizado su venganza, deberá cambiar su poderosa magia por otra más modesta y más antigua. Deberá renunciar al poder y a la fuerza con los que ha intentado conseguir ascendencia sobre nuestra Madre, y deberá transformarse en lo que era hace mucho tiempo: un hijo de la Tierra, ligado a la Tierra, y en perfecta comunión con ella. Esto es lo que el hombre puede esperar; pero sólo si tú, Hombre de las Islas e Hijo del Mar, decides cargar con el peso final de la defensa de la Madre.
La criatura resplandeciente se interrumpió entonces y sonrió con infinita piedad, ya que había visto el gran pesar que se había apoderado del Hombre de las Islas y el gran temor que se agazapaba silencioso en su corazón. Aguardó y aguardó mientras el hombre se retorcía las manos trastornado; pero al fin llegó una respuesta. El Hombre de las Islas levantó los ojos y preguntó:
—¿Qué debo hacer?
Y la criatura sonrió de nuevo; ya que sabía, al igual que lo sabía la Tierra, nuestra Madre, que este Hijo del Mar era digno de su confianza. Sonrió, y respondió:
—Dirígete a la zona más lejana de tu país, a la gran tundra que limita con la helada inmensidad polar. Construye allí una torre, una torre aislada sin ventanas ni adornos, y con una sola puerta. Construye la de piedra sacada de la tundra, y hazla tan resistente que ninguna mano pueda destruirla. Cuando esté acabada, ve hasta su puerta sólo al atardecer, penetra en ella, cierra y atranca la puerta a tu espalda. Aguarda a la puesta del sol, y cuando éste se ponga vendrá la venganza de nuestra Madre Tierra. Oirás cosas que ninguna criatura mortal ha escuchado jamás; escucharás el llanto y las súplicas y la muerte de tus semejantes, y tu corazón se hará pedazos de tanto dolor como sentirá. Pero debes ser fuerte, y apartar tu mente de sus sufrimientos. Por ningún motivo deberás abrir la puerta, porque si lo haces firmarás la sentencia de muerte de toda la raza humana. Esta será tu mayor prueba, y no debes rehuirla. Cuando todo haya terminado, y la sed de venganza de nuestra Madre se haya aplacado, entonces y sólo entonces volverás a verme y te diré lo que debes hacer. —De nuevo se interrumpió, y de nuevo le sonrió—. Nada más te diré ahora, Hijo del Mar. ¡Pero si quieres ver cómo tu gente vive, aprende y prospera, no me decepciones!
Y con estas palabras la criatura resplandeciente desapareció.
El Hombre de las Islas ya no volvió a dormir aquella noche. Y cuando despertó por la mañana y el sol se elevó en el firmamento, se levantó de la cama y salió al mundo, y lo contempló con nuevos ojos. La verdad es que la magia de los hombres en aquellos tiempos era mucho mayor que la que tenemos ahora. Sus conjuros podían encadenar a los elementos, detener a los mares, sujetar al vendaval enfurecido. Podía moverse sobre, por encima y por debajo de la Tierra, y en sus viajes era veloz como el pensamiento. Era señor de todas las criaturas, dueño del aire, rey de las aguas. No conocía el miedo, y tampoco ningún tabú. Nada le estaba vedado.
Pero la gloria y el triunfo del hombre estaban a punto de acabar. Esto lo supo el Hijo del Mar al mirar al sol y escuchar de nuevo las palabras de la criatura resplandeciente, el mensajero de la Madre Tierra. El remado del hombre tocaba a su fin. Pero el hombre podría seguir su vida, y aprender, y prosperar. Y la llave de esta nueva vida la tenía en sus manos ese Hombre de las Islas, ese Hijo del Mar.
Sentía un gran peso en el corazón y su sombra se extendió alargada ante él cuando volvió el rostro en dirección a la gran tundra. Pero no vaciló, sabedor de lo que debía hacer. Era un león, y era un lobo; sabía que no fracasaría. Y de este modo llegó a la tundra y encontró el lugar donde debía construir. Cómo la construyó y cómo trabajó no lo sabemos; en qué forma hacía las cosas es algo que no ha llegado hasta nosotros. Pero la construyó, y la torre sin ventanas se alzó solitaria en la llanura, sin adornos y con una sola puerta. Y cuando la torre estuvo terminada, un atardecer se situó ante su puerta, la abrió y penetró en el interior, y cerró la puerta a su espalda, y se quedó solo en aquella oscuridad sin ventanas. Mientras permanecía en aquel triste y solitario lugar las lágrimas afluyeron como un torrente por todos aquellos a los que había dejado atrás. Y por fin llegó el momento en que el sol se puso bajo el lejano horizonte.
Lo que el Hombre de las Islas oyó en aquella noche interminable, y cuáles fueron las imágenes que conjuró su mente, no lo sabemos y no nos atrevemos a preguntarlo. Cantamos su tormento y nuestras arpas, y flautas pregonan los lamentos de su agonía, pero seguimos sin saberlo, y tampoco queremos preguntarlo. Porque en aquella noche los mares se alzaron contra la tierra, y la tierra fue hecha pedazos, y los peces del mar perecieron por falta de agua en la que nadar y las aves del cielo perecieron por falta de aire en el que volar, y los animales de la tierra perecieron por falta de tierra sobre la que correr. Pero la torre de la tundra no se desplomó. Y los hombres, a miles, a millones, a miles de millones, gritaron a los aullantes cielos, pero los cielos no les prestaron atención, y los hombres perecieron junto con los peces, las aves y las bestias. Pero la torre de la tundra continuó en pie.
Durante toda aquella noche larga y terrible el Hombre de las Islas permaneció encogido en un rincón del interior de la torre que había construido. Y por fin llegó un momento en el que todo sonido y movimiento cesaron. Un silencio extraño y sepulcral descendió sobre el mundo, y más allá de los muros de la torre, allí donde el hombre no podía ver, la oscuridad retrocedió y el primer arco dorado de la nueva mañana apareció por encima del lejano horizonte. En medio de aquel silencio el hombre lloró, porque sabía que todo lo que había conocido y amado ya no existía. La venganza de la Madre Tierra se había completado, y su nueva vida significaba la muerte de las viejas costumbres humanas.
Y entonces, cuando más entristecido se sentía, apareció una luz en el interior de la torre, y el hombre alzó la cabeza y en medio de aquella luz vio a la criatura resplandeciente, el mensajero de la Tierra, de pie ante él. Y la criatura sonrió llena de lástima y le habló de la misma forma que le
había hablado antes en su sueño.
—Hombre de las Islas, Hijo del Mar, tu raza ya no existe y el mundo está limpio de nuevo. Ha llegado el momento de que abras la puerta que atrancaste, cuando el sol se ponga, y salgas al nuevo mundo.
»Mucho ha cambiado, amigo mío. La tierra que conocías ya no existe. El verano y el invierno han variado sus épocas en el año; lo que estaba en el norte ahora está en el sur, y la gran magia que el hombre poseyó en una ocasión la ha perdido para siempre. Pero con esa magia y esas otras obras también se ha ido el mal que era creación humana y azote de la Tierra y que ha sido el causante de la perdición de la humanidad. Te hablaré por última vez, a ti hombre, a ti superviviente, a ti adalid, y te hablaré de la carga que la Tierra nuestra Madre coloca ahora sobre tus espaldas.
El Hombre de las Islas no pudo responderle: su espíritu estaba demasiado acongojado para poder hablar. La criatura resplandeciente lo tocó en la frente para que levantara la mirada, y al hacerlo vio que el semblante de la criatura estaba lleno de piedras y de tristeza y alegría a la vez.
Y la criatura habló por última vez y dijo:
—Hombre de las Islas, Hijo del Mar, ésta es la tarea que la Tierra, nuestra Madre, te impone, y esta tarea durará todos los días de tu vida y también todos los días de la vida de tus hijos y de los hijos de tus hijos y de todos los que te sigan en el correr del tiempo. Ha llegado el momento de que salgas al mundo, y cuando cruces este umbral debes cerrar y atrancar esta puerta a tu espalda y nunca jamás volverás el rostro hacia esta torre. Regresa a tu hogar allí en las islas, donde prosperarás bajo el sol y la lluvia y el viento; y no regreses a este lugar, no importa lo grande que sea la tentación. Y cuando te cases y tengas un hijo y ese hijo crezca para convertirse en un hombre a imagen de su padre, deberás contarle la historia de la Tierra, nuestra Madre, y su venganza sobre los hijos que la traicionaron. Y la carga que habrás soportado pasará a él y a sus herederos; guardarán la torre, y ningún ojo humano se posará sobre su puerta y ningún pie humano mancillará la tierra que la rodea.
»Esta torre perdurará, Hombre de las Islas. Se alzará como un símbolo de la locura de tu raza, y como advertencia a las multitudes por nacer. Si quieres ver cómo tu gente vive y crece, deja que estas piedras permanezcan en soledad, y no permitas que ninguna mano se pose sobre ellas.
»Hombre de las Islas, Hijo del Mar, ésta es la tarea que la Tierra, nuestra Madre, te impone, y la responsabilidad que deposita en tu corazón. No la defraudes.
Y el Hombre de las Islas levantó la cabeza una vez más: allí donde antes estaba la criatura resplandeciente había ahora un vacío y una especie de suspirar y de brillo de luciérnaga que se desvaneció hasta desaparecer. Y mientras se dirigía con paso lento hasta la puerta, las palabras de la criatura resonaron de nuevo en su agitado cerebro, y cuando sus manos se elevaron hacia la barra y levantaron el pestillo, sentía un gran peso en el corazón producido por el temor de lo que pudiera ver cuando saliera de aquel lugar.
La puerta se abrió con facilidad, y sus ojos contemplaron la luz del día y la esfera solar que surcaba los cielos. Y a pesar de que el mundo que lo rodeaba era diferente, muy diferente, y pese a que los árboles que conoció ya no existían y tampoco los ríos ni los mares, la tierra seguía siendo la misma que conociera y en la que había nacido. Mientras la contemplaba y se hacía cábalas sobre aquella tierra tan diferente y tan familiar a la vez, vino hacia él un oso blanco de las nieves procedente del sur, y cuando siguió los pasos del oso apareció un lobo gris de la tundra, y detrás del lobo vino el gato salvaje del bosque, y tras el gato la inocente liebre marrón, y todas las pequeñas criaturas que corren y saltan y se arrastran sobre la tierra los siguieron. Y el Hombre de las Islas contempló a estas criaturas y se dio cuenta de que la Tierra, nuestra Madre, había colocado la herencia de aquellas especies y de la suya propia en sus manos. E inclinó la cabeza y las lágrimas rodaron de sus ojos, y en su corazón se juró en silencio que tan importante tarea y tan gran responsabilidad jamás serían dejadas de lado, y que la humanidad no olvidaría.
Y de esta forma, el Hombre de las Islas cerró y atrancó la puerta tras de sí, y dio la espalda a la torre y dirigió sus pasos a través de la llanura para crear un nuevo hogar y un nuevo lugar de las ruinas del antiguo. Y las criaturas de la tierra se retiraron a sus dominios: a la nieve, a la tundra y al bosque, y la torre se quedó sola y permaneció solitaria.
Qué fue del Hombre de las Islas, el Hijo del Mar, no lo sabemos y no lo podemos decir; porque esto sucedió en una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo. Pero la torre que construyó con sus propias manos continúa erguida en la solitaria llanura, y en nuestra, época apartamos la mirada de ese lugar, y así lo haremos por toda la eternidad.
Tú que te sientas a mi lado junto al fuego; tú que paseas tu inquieto espíritu entre las sombras de mis sueños; vosotras, criaturas que aún no habéis nacido: os hablo a todos tal y como aquella criatura resplandeciente habló hace tiempo. Si queréis ver a vuestra gente vivir y prosperar, debéis dejar que esas viejas piedras continúen solitarias. Porque ésta es la carga que la Tierra, nuestra Madre, nos ha impuesto, y ésa es la responsabilidad que deposita en nuestros corazones. No debemos defraudarla.