CAPÍTULO 8


Ranna era el puerto más bullicioso de las Islas Meridionales; y aún más en aquella época del año en que las rutas marítimas se acababan de volver a abrir después de las tormentas invernales. La carretera que conducía a Ranna mostraba un tránsito febril ahora durante la mayor parte de las horas de luz, que eran mucho más largas, y el enorme puerto natural estaba atestado de barcos de todos los tamaños y clases, mientras que en los muelles la actividad era incesante. Un enorme y pesado velero de la clase Oso se balanceaba fuera del puerto en la marea de la tarde; perseguía la estela de una barca más ligera y rápida que se dirigía al continente oriental. A los costados del gran velero dos remolcadores danzaban sobre las relucientes aguas como delfines alrededor de una ballena, para acompañarlo fuera de las aguas costeras.

Poco después de que el enorme velero hubiera abandonado el puerto, el Greymalkin, un elegante clíper de la clase Lince, con un cargamento mixto de mineral y de madera, izó su banderín de salida y zarpó al mando de su capitán, Danog Uylason, aprovechando los restos de la marea. Y desde la cubierta del clíper, una mujer de cortos cabellos grises, vestida con traje de caza de hombre, volvió la mirada por última vez a la costa cada vez más lejana de las Islas Meridionales.

Índigo se sentía como si estuviera atrapada en una especie de sueño vago y solitario. Había abandonado el bosque para encontrarse en una carretera que le era desconocida, y había andado durante todo aquel día de una luminosidad cruel envuelta en una creciente miasma de miseria y dolor, una vez la última chispa de esperanza encendida por las palabras del emisario se hubo desvanecido junto con su recuerdo del rostro de aquel ser resplandeciente. Se sentía como si la siguieran fantasmas; su familia, Fenran, las gentes de Carn Caille; todos ellos conscientes de lo que había hecho, todos ellos acusándola. Sentía la carga y la responsabilidad en las que había incurrido como una pesada capa sobre sus hombros.

Un carretero que pasó por su lado en la carretera y vio la bolsa en la que llevaba el arpa colgada de su hombro, le había ofrecido llevarla hasta Ranna a cambio de una canción alegre, pero ella había declinado el ofrecimiento con un movimiento de cabeza, incapaz de soportar la idea de estar acompañada. Y así fue cómo las delicadas sombras del atardecer empezaban ya a caer sobre el paisaje cuando por fin aparecieron las luces de la ciudad costera delante de ella como un resplandor nebuloso.

Ranna era el eje del poder mercantil del reino. Índigo no había visitado nunca antes la ciudad, y aunque la primera visión del caos en que estaba sumergida la atemorizó, se sintió agradecida, no obstante, de estar en un lugar anónimo donde podría confundirse con aquella muchedumbre itinerante y de esa forma pasar inadvertida. En Ranna carecía de recuerdos; no era nadie. Al llegar al puerto con su bosque de mástiles, sus enormes muelles de granito, su mezcolanza de almacenes, había buscado un callejón tranquilo lejos del bullicio de la incesante actividad y había examinado el contenido de las dos bolsas. El arpa la tocó, pero tan sólo una vez; el suave sonido que dejó escapar cuando sus dedos acariciaron las cuerdas estuvo a punto de partirle el corazón, y enseguida se volvió hacia la segunda bolsa. En ésta encontró un odre de agua, un monedero con monedas, pedernal y yesca, su cuchillo de caza, algunos sencillos utensilios de cocina y un pequeño espejo para ver que Imyssa le había dado y que apenas si había intentado utilizar jamás. Atada con una correa a la bolsa estaba su ballesta, junto con varias saetas, lo cual le hizo esbozar una débil sonrisa. El emisario de la Madre Tierra la conocía lo bastante bien como para haberle entregado el arma que manejaba con más destreza; le ocurriera lo que le ocurriese a partir de ese momento, al menos no sería probable que pereciera de hambre.

Cerró la bolsa de nuevo y, a pesar de que no tenía demasiadas ganas, examinó lo que la rodeaba. No quería tomar una habitación en ninguna de las muchas tabernas que daban al puerto; las pocas monedas que poseía eran preciosas, y no soportaba la idea de tener que hablar con un extraño o dormir en una cama ajena. Cuando cayó la noche se colocaron antorchas encendidas en los soportes de la calle y el muelle quedó tan iluminado como si fuera de día; no le haría ningún mal pasar la noche en blanco.

Índigo se acomodó lo mejor que pudo al amparo de los almacenes del puerto, mientras contemplaba la incesante actividad de Ranna, gobernada enteramente por las mareas, que se prolongó durante toda la noche. Prestó muy poca atención al Greymalkin y al hombre y a la mujer que gritaban órdenes a los hombres que llenaban sus bodegas; el clíper no era más que un barco entre muchos otros. Pero cuando la débil luz gris de la aurora empezó a competir con las llamas de las antorchas, se despertó de su inquieta duermevela plagada de pesadillas a tiempo de ver cómo la mujer interrumpía su trabajo para lanzar una rápida mirada en su dirección con franca curiosidad. Por un instante sus miradas se encontraron y se sostuvieron, entonces la mujer sonrió y, en un reflejo involuntario, Índigo le devolvió la sonrisa.

Por qué Laegoy, la esposa de Danog Uylason, se compadeció de la desventurada desconocida de mirada aturdida y poseedora sólo de unas pocas monedas, era algo que ni ella ni Índigo sabrían jamás. Pero, por alguna razón, durante una breve pausa en su trabajo, Laegoy encontró una excusa para pasar junto a la desconocida, detenerse y hablar con ella; y al enterarse de que la muchacha deseaba abandonar las Islas Meridionales, Laegoy se vio movida a ofrecerle pasaje en el Greymalkin a cambio de algunas monedas y la música de su arpa.

Laegoy estaba ahora de pie en la batayola del Greymalkin. Era un mujer que se acercaba a los cincuenta, huesuda y de gran tamaño, de dientes limados y manchados de tabaco, con una larga melena negra sujeta en cuatro grasientas trenzas. Llevaba ropas de marino y gran cantidad de joyas; sus brazos musculosos estaban rodeados de apretados brazaletes de cobre y latón, mientras que una pesada torques de latón adornaba sus hombros, y el puntiagudo puñal que guardaba con despreocupación en la faja tenía una empuñadura incrustada de piedras de la luna y ágatas, sus piedras de la suerte. Su aguda mirada verdemar se dividía entre la balanceante mole del velero que navegaba delante de ellos, y que ahora viraba para tomar rumbo nordeste, y la solitaria figura situada cerca de popa. Laegoy no podía imaginar por qué su pasajera querría navegar hasta la Isla de El Reducto, un viaje que la llevaría casi de polo a polo; pero había algo en aquella muchacha convertida en anciana que le producía a la vez compasión y malestar. No averiguó nada sobre la muchacha, excepto que se hacía llamar Índigo: un nombre estrafalario y desde luego inventado; su asociación con la muerte y el luto habían hecho que Danog sospechase que pudiera ser «gafe», aunque Laegoy había desdeñado tal idea y hecho caso omiso de las dudas de su esposo. Pero había algo extraño en la muchacha, una especie de aislamiento, una oscuridad interior y un vacío que ocultaba a su rostro pero que sin embargo aparecía en sus ojerosos ojos. Y Laegoy, a pesar de toda su dureza exterior y fiero dominio de la tripulación del barco, era una mujer compasiva y de buen corazón.

El banderín de partida —un triángulo azul con una raya blanca en diagonal— bajó con gran estrépito por el mástil cuando el Greymalkin pasó junto a la última de las boyas ancladas en las rutas de entrada y salida del puerto. Laegoy se detuvo para lanzar una estentórea orden a un marinero que holgazaneaba, luego se apartó de la batayola y se dirigió a popa.

Índigo levantó los ojos hacia ella cuando se le acercó. Esos ojos, pensó Laegoy, ¡tan vacíos!. En voz alta le dijo:

—Ya hemos salido del puerto, chica. Desde ahora no hay otra cosa que ver más que agua.

—Sí... —Índigo reprimió un escalofrío.

Picada por la curiosidad, y en un intento de obligar a hablar a la muchacha, Laegoy continuó:

—Habrá muy poca cosa que contemplar hasta que avistemos las costas de Scorva. Con el viento soplando del sur, no deberíamos tardar más de cuatro o quizá cinco días. Haremos escala en el puerto de Linsk, en el País de los Caballos, para cargar comida y agua fresca; luego cruzaremos el Mar de la Serenidad y seguiremos hacia el norte por los Estrechos de las Fauces de la Serpiente en dirección a la Isla de El Reducto. —Se interrumpió pero no hubo reacción—. La ruta occidental tiene una navegación más dura, pero con las corrientes que existen en esta época del año nos ahorraremos una semana de viaje o más.

Índigo siguió sin decir nada, y la mujer arrugó la frente.

—Vayamos por la ruta que vayamos, será un viaje largo, chica. Debes de tener un motivo para querer hacer un viaje así, ¿no? —añadió, al ver que Índigo se ponía en tensión y la desconfianza aparecía en sus ojos—, no es que curiosee en tus cosas, pero espero que tengas amigos que te vengan a buscar cuando por fin lleguemos a Mull Barya. El Reducto puede resultar un lugar muy solitario sin amigos.

La preocupación de Laegoy estaba llena de buena intención, pero Índigo no podía mitigarla confiándole qué se escondía detrás de su decisión de viajar a la gran isla del lejano norte. Se hacía pocas ilusiones de encontrar amigos entre los compatriotas de Fenran, ya que Fenran se había alejado de su padre mucho antes de llegar a las Islas Meridionales. Pero todo el mundo se abría ante ella; aunque la Isla de El Reducto pudiera ofrecerle poco, sentía, aunque pareciera ilógico, que ir hasta allí la acercaría más a Fenran, y aquello le proporcionaba un pequeño consuelo.

Le contestó a Laegoy:

—Estaré bien, gracias.

—Como quieras. —Laegoy se encogió de hombros, luego indicó con la cabeza en dirección a la cubierta de escotilla—. Debieras bajar a tu camarote y descansar un rato. Nada va a suceder hasta que la tripulación empiece a vociferar en demanda de alimento, y por tu aspecto parece como si no te fuera a ir mal dormir un poco.

—No —respondió Índigo, tan deprisa que Laegoy percibió el tono de temor antes de que ella pudiera disimularlo y enarcó las negras cejas.

—¿Qué sucede, chica? ¿Tienes miedo a las pesadillas?

En los ojos de la muchacha apareció una confirmación a sus palabras, y la mujer sonrió torvamente.

—Hay formas de mantenerlas a raya. Te prepararé una poción y te la bajaré: te prometo que dormirás como una criatura de pecho y no tendrás que temer a los demonios de la oscuridad. —Pasó su brazo alrededor de los hombros de Índigo y la apretó contra sí, no suavemente sino con ruda cordialidad—. Ahora ve; anda.

El brusco comportamiento maternal de Laegoy trajo a la memoria de Índigo, como una puñalada en el estómago, a Imyssa. Volvió la cabeza, parpadeó para reprimir las lágrimas que amenazaban con brotar y, tras recordarse a sí misma que el momento de llorar había quedado atrás, asintió:

—Yo... —Pero no tenía palabras para explicarlo; notó un amargo sabor a ceniza en la boca—.

Gracias.

Con cuidado para que Laegoy no pudiera verle el rostro, se dirigió —con pasos vacilantes a causa de la inclinación del barco— hacia la escalera de la escotilla.

Gracias a la poción que Laegoy le preparó, Índigo durmió toda la noche y gran parte del día siguiente y, tal y como la mujer había prometido, no tuvo pesadillas. Cuando despertó, el Greymalkin navegaba por un mar encrespado bajo una negra masa de nubes. Laegoy le explicó que, con aquel viento tan fuerte del sur, llevaban un considerable adelanto de tiempo; avistarían la costa del País de los Caballos dentro de dos días y llegarían a Linsk en tres.

Cuando el ventoso crepúsculo empezó a caer sobre el barco, la tripulación se reunió sobre cubierta al abrigo de unas lonas, y, recordando que la música debía ser parte del pago por su pasaje, Índigo desenfundó su arpa. Interpretó canciones marineras, salomas que todos conocían y podían cantar, y, al final, el Lamento de la Esposa de Amberland, una pieza conmovedora y hermosa creada mucho tiempo atrás por la viuda de un pescador que había visto hundirse el bote de su esposo frente al célebre Cabo de Amberland. Cuando la pieza finalizó, Laegoy, visiblemente emocionada, la abrazó con fuerza mientras los marineros golpeaban las tablas de la cubierta en ronca aprobación, y por primera vez desde aquella espantosa noche que había destrozado su vida y su mundo, Índigo sintió cómo las semillas del consuelo se agitaban en su interior. El rítmico movimiento del mar y el viento, el balanceo del Greymalkin mientras avanzaba con rapidez, la música, las voces de los hombres llenas de armonía... habían despertado una imprevista sensación de cordialidad y compañerismo, una sensación de que aún tenía amigos en el mundo y de que su misión, por muy solitaria y por muy dura que fuese, tenía un propósito vital y auténtico.

Pero su tranquilidad de espíritu no iba a durar. Una vez consumida la comida, Danog Uylason abrió un barril de sidra y, con las lenguas sueltas por una jarra o dos de bebida, la tripulación empezó a hablar. En alta mar, sin ver nada verde que le recordara la estación en que estaba, a Índigo le había resultado fácil olvidar que habían transcurrido meses mientras recorría la extraña y sobrenatural carretera con el emisario de la Madre Tierra, y ahora fue un gran golpe para ella escuchar los cambios que habían ocurrido en las Islas Meridionales.

Lo peor fue que sólo pudo averiguar una pequeña parte de la verdad. No se atrevía a hacer preguntas: la tripulación del Greymalkin sabía que era oriunda de las islas, y por lo tanto daba por sentado que sabría tanto como ellos de los acontecimientos más recientes en el remo; si no más, ya que habían estado en el mar todo el tiempo a excepción de la parte más cruda del invierno. Para evitar el riesgo de que le hicieran preguntas, Índigo fingió dormir, al tiempo que escuchaba con gran atención.

Por el momento aún no había un nuevo rey en Carn Caille. Las fiebres que habían barrido las islas a finales del verano habían sido de corta duración pero de una virulencia terrible: cientos —dedujo Índigo por la conversación de los marineros— habían muerto o habían estado a las puertas de la muerte, y las islas afectadas empezaban justo ahora a recuperarse. Y en Carn Caille los supervivientes del consejo real, descalzos y con los cabellos anudados en señal de luto, consultaban a los bardos y a las brujas del bosque, dibujaban runas y observaban los fenómenos naturales a su alrededor, en un esfuerzo por encontrar un digno sucesor de Kalig.

Se había temido que uno o más de los países vecinos que no mantenían fuertes alianzas con las Islas Meridionales intentaran aprovecharse de la tragedia para arrebatar a los habitantes del sur la supremacía en el mar. Índigo supo que el Greymalkin y muchos otros barcos hermanos habían pasado gran parte del invierno patrullando las rutas marítimas, no fuera a ser que los ávidos oportunistas del este o de la gran isla de Scorva intentaran imponer su fuerza. Se habían producido escaramuzas, pero ninguna lo bastante grave como para justificar una alarma general; ahora todo estaba tranquilo otra vez, y los isleños creían que se sabría el nombre del nuevo rey antes de que pasaran muchos días.

Fingiendo todavía dormir, Índigo escuchaba la conversación y se esforzaba por no demostrar la menor emoción. En su interior, no obstante, la idea de un nuevo monarca, un nuevo reinado, una nueva familia en Carn Caille le sentaba como si tuviera ascuas al rojo vivo en el estómago, ya que la obligaba a comprender, como ninguna otra cosa lo había conseguido, la cruel ironía de su situación. Ella era, por derecho de nacimiento, la reina de las Islas Meridionales; pero en su lugar habría un recién llegado, incluso podría ser un desconocido el que ocuparía el gran sillón de la sala de Carn Caille, y su dinastía pronto no sería más que un capítulo de la turbulenta historia de las islas.

No es, se dijo con amargura, que hubiera deseado ser reina. Lo que quería era que su padre siguiera vivo, con su hermano como heredero designado. Quería volver a tener a su madre, sofisticada y elegante. Quería a Fenran...

Al pensar en Fenran, las lágrimas se abrieron paso por entre sus cerrados párpados a pesar de sus esfuerzos por retenerlas. Un espasmo sacudió su cuerpo y se acurrucó aún más en su rincón, con la esperanza de que ninguno de los que ocupaban la cubierta del Greymalkin se hubieran dado cuenta.

Pero alguien sí se había dado cuenta. Laegoy fue a colocarse a su lado y le dio un codazo en las costillas. Cuando abrió los ojos, Índigo vio que la mujer la contemplaba con manifiesta piedad, pero cuando habló su voz sonó despreocupada.

—¿Dormías, chica? Dudo que los hombres te dejen bajar sin otra canción que envíe a los vigías a sus puestos y al resto de nosotros a sus hamacas.

Índigo parpadeó y se enderezó con esfuerzo. Se sintió agradecida a Laegoy por ayudarla a mantener su engaño, pero se preguntó qué habría deducido la mujer —si es que dedujo algo— de su momentáneo desliz. Laegoy sonrió bondadosa.

—La música es buena para el espíritu, muchacha —añadió en voz baja—. Para el tuyo tanto como para el nuestro. Una pieza más, y luego a dormir.

Uno o dos de los miembros de la tripulación le dirigieron un gesto de ánimo, y se escucharon gritos de aprobación cuando Índigo tendió la mano para tomar su arpa. Devolvió a Laegoy una sonrisa triste y preguntó:

—¿Otra saloma?

—Eso es, chica. —Laegoy le pellizcó el brazo con fuerza pero a la vez con afecto—. Otra saloma. ¡Y que sea muy alegre!

Aunque los días se alargaban, el sol todavía alcanzaba un meridiano bajo en aquellas latitudes. Cuando Índigo se despertó, a la mañana siguiente, apenas si sobresalía de la línea del horizonte: esta vez había dormido sin la ayuda de las pociones desterradoras de los sueños preparadas por Laegoy. Durante los dos días que siguieron trabajó junto a la tripulación del barco, allí donde fuera necesario que echara una mano. Ante su sorpresa, la agotadora actividad física le proporcionó una gran sensación de que se purificaba, de modo que a medida que pasaba el tiempo sintió que se empezaba a recuperar, muy despacio, de una herida que había creído se infectaría sin la menor esperanza de curar jamás. Entretanto, mientras los tintes grises del crepúsculo empezaban a tocar el mar y a convertirlo en estaño, el quinto anochecer desde que salieran de Ranna, el estentóreo grito del vigía les indicó la presencia de la mancha de una costa, y del distante, parpadeante faro del puerto de Linsk.

Índigo permaneció junto a Laegoy en el batayola para ver, por primera vez en su vida, el gran continente occidental que surgía de la cada vez más densa oscuridad. Links era el puerto comercial más importante del independiente y pequeño principado conocido como País de los Caballos, y la mayor parte de lo que vio mientras los remolcadores conducían al clíper hasta la orilla le recordó a las bulliciosas ciudades marítimas de las Islas Meridionales. Tras el rocoso muelle, un revoltijo de almacenes y casas se encaramaba por unos acantilados de poca pendiente, sus tejados de pizarra relucientes bajo la lluvia. El puerto en sí era un bosque de elevados mástiles. Alrededor de los muelles brillaban luces que se reflejaban en formas caprichosas y danzarinas sobre el agua; a lo lejos, allí donde empezaban a descender las nieblas nocturnas, vio la mancha gris-verdosa de los páramos que se extendían tierra adentro.

El Greymalkin fue amarrado en el extremo más occidental de los muelles, y un oficial del puerto —un hombre menudo, de facciones anchas y uniformes, ataviado con una mezcolanza de pieles, cuero y lana tejida de brillantes colores— subió a bordo. Danog Uylason se lo llevó con él al camarote del capitán para tomar una copa de aguamiel, y la tripulación pudo por fin relajarse. Laegoy dijo a Índigo que dormirían a bordo aquella noche y que tendrían libre el día siguiente para partir con la marea al anochecer, y le sugirió que quizá le haría bien un poco de ejercicio durante unas pocas horas antes de que iniciaran la siguiente etapa del viaje.

—No dan a esta provincia el nombre de País de los Caballos sin motivo —le dijo—. Probablemente crían los mejores animales de monta que se pueden encontrar en todo el mundo, y siempre hay muchos para alquilar en Linsk. Danog te lo arreglará. —Sonrió de oreja a oreja y dio a Índigo un codazo en las costillas—. ¡Y si utilizas como es debido ese arco tuyo en los páramos, no haremos ascos a un poco de carne fresca!

La idea de una larga cabalgada para aclarar su cabeza atraía a Índigo, al igual que la oportunidad de corresponder a las amabilidades de Laegoy aunque fuera de una forma tan nimia. Así que, tras una noche de sueño inquieto —se había acostumbrado al rítmico balanceo del clíper en alta mar, y su ausencia ahora le resultaba desorientadora— recogió una yegua alquilada a la mañana siguiente y se dirigió tierra adentro. Colgada a la espalda llevaba su arpa, que era demasiado valiosa para arriesgarse a dejarla atrás, un morral y su arco; si la caza abundaba tanto como daba a entender el paisaje, no tendría dificultad en cumplir con su encargo.

Laegoy no se había equivocado con respecto a los caballos de aquella región: la yegua alquilada —un alazán de elevada estatura— tenía tanto brío como hubiera podido desear, y le recordó, con una punzada de dolor, a su propia y desaparecida Sleeth. Por el sendero pedregoso que había más allá del puerto, Índigo dio rienda suelta al animal, y el páramo se abrió ante ellas como un mar enorme rodeado de tierra. El viento le azotaba el rostro con un estimulante toque helado. A lo lejos vio unos bosques espesos bordeados por la reluciente cinta de un río, y más allá al oeste una pequeña manada de caballos salvajes, de los que la región tomaba su nombre, pacían en los pastos primaverales.

Cabalgó hasta que la yegua dio muestras de cansancio, entonces la obligó a reducir la marcha hasta ponerla al paso y por fin detenerla. Los bosques estaban mucho más cerca ahora, a unos ochocientos metros como máximo; había galopado más de lo previsto, pero estaba satisfecha, porque la galopada no sólo había aliviado su mente y su cuerpo, sino también algo que pesaba en su alma. A lo mejor aquella sensación no duraría: a lo mejor al cabo de algunos minutos, o de algunas horas, o incluso al cabo de algunos días el tormento regresaría para acosarla. Pero mientras el respiro

continuara, se sentía muy agradecida por ello.

La yegua tiró del bocado, en un intento por salirse del sendero y mordisquear los jóvenes pastos, pero Índigo la contuvo. Aparte de los caballos salvajes no había visto ningún otro animal o pájaro, y si tenía que cazar, los bosques parecían mucho más prometedores que los páramos. Espoleó a la reacia yegua hacia adelante, trotaron con más sosiego hasta llegar a la orilla del río tras el cual se iniciaba el bosque.

El río era ancho pero la crecida que se producía a principios de primavera ya había pasado, y aunque las aguas aún bajaban turbulentas, no tenían más que algunos centímetros de profundidad. Su montura chapoteó a través del pedregoso lecho, y tras detenerse a medio camino para beber, al cabo de unos minutos estaba ya entre los árboles.

El bosque no era como los de las Islas Meridionales. Allí, los árboles de hoja caduca tenían que luchar para sobrevivir entre sus parientes de la familia de las coníferas, que estaban mejor adaptados al clima frío; pero aquí el roble, el fresno, el abedul y el carpe proliferaban en un brillante mosaico de vivos tonos verdes. La maleza era espesa y variada, y del dosel que cubría sus cabezas llegaban intermitentes fragmentos del canto de las aves.

Había senderos que cruzaban el bosque, medio cubiertos por la vegetación pero lo bastante despejados para poder seguirlos sin peligro de perderse. Y sobre el suave mantillo del suelo se veían las huellas de pezuñas.

Índigo sonrió y descolgó el arco. Sujetó las riendas alrededor del pomo de la silla y condujo a la yegua hacia adelante con las rodillas y los talones, los ojos alerta a cualquier signo de movimiento.

«Algo más allá a su derecha...», sisesó entre dientes, mientras sacaba la yegua del sendero en dirección al revelador movimiento. Justo frente a ella había un pequeño claro natural donde, con más luz para favorecerlo, la hierba crecía extraordinariamente exuberante. Era un lugar que acaso frecuentaran los animales para pastar y, mientras se deslizaba con cautela por entre las ramas hacia él, tuvo la satisfacción de ver otro rápido movimiento entre las hojas, una fugaz visión de algo moteado por entre las sombras que se filtraban. Un ciervo, de buen tamaño a juzgar por las huellas de sus pezuñas; suficiente para ofrecer un banquete de carne de venado a toda la tripulación del Greymalkin. Empezó a rodear el claro, en un deseo por colocarse a favor del viento sin apartarse del abrigo de los árboles y, tan en silencio como le fue posible, colocó una saeta en el arco, tensó la cuerda y apuntó...

La maleza del otro extremo del claro se agitó. Índigo se preparó para disparar; esperaba ver al ciervo en cualquier momento emergiendo desde la frondosidad del bosque; pero en lugar de ello se produjo otro movimiento entre las hojas, como si algo hubiera sujetado con fuerza una rama y tirara de ella con violencia. La yegua echó las orejas hacia atrás y su hocico se ensanchó; Índigo percibió la repentina rigidez de sus músculos y se dio cuenta de que había detectado algo adverso, y fuera del alcance de la percepción humana.

—Chisst. —Bajó la voz hasta convertirla en el peculiar susurro carente de inflexión utilizado por los cazadores expertos de las Islas Meridionales—. No es más que un ciervo.

Las orejas de la yegua se movieron hacia adelante por un brevísimo instante; seguía inquieta, Índigo empezó a desatar las riendas para tener un mejor control del animal; entonces, de repente, se quedó totalmente inmóvil al oír cómo la maleza crujía de nuevo bajo el peso de unas pisadas, y tuvo una breve visión de su presa.

No era un ciervo. Aunque parecía tan grande como un gamo, su cuerpo no tenía la forma correcta: demasiado bajo, demasiado lustroso; el cuello demasiado corto y el hocico demasiado largo. Las engañosas sombras hacían que resultase imposible discernir ningún detalle, pero sintió que los músculos de su estómago se contraían de forma instintiva y comprendió que aquel animal era tan depredador como ella.

La confusa forma se movió, e Índigo comprendió que la había visto. La cabeza, su perfil distorsionado por los matorrales y los troncos de los árboles por entre los que acechaba la criatura, se volvió en redondo, y unos ojos brillantes, no dulces y bovinos, castaños con un fulgor ambarino, se clavaron en su rostro.

Sin advertencia previa su montura se desbocó y se deslizó de lado con un resoplido. Índigo sintió que resbalaba de la silla y se agarró a las riendas, en un intento de poner a la yegua y a su propio cuerpo bajo control; pero antes de que pudiera recuperar el equilibrio, las hojas y las ramas del otro extremo del claro se agitaron furiosas, y una forma extraña saltó de su escondite y salió disparada como una flecha contra ella. Tuvo una caótica impresión de una piel abigarrada, un cuerpo enorme y poderoso, en el preciso instante en que la criatura, entre gruñidos, erraba por centímetros el flanco de la yegua. Ésta se encabritó de nuevo y se revolvió aterrorizada; Índigo perdió un estribo, fue arrojada de nuevo sobre la silla, y vio una rama precipitarse hacia ella en el momento en que su caballo se desbocó. Intentó gritar, pero una furiosa confusión de hojas y ramas estalló en su rostro; una rama la golpeó en plena frente y perdió el conocimiento ya antes de caer al suelo.

El marinero al que Laegoy envió al límite de la ciudad en busca de alguna señal de la pasajera del Greymalkin volvió para informar del fracaso de su misión. Danog Uylason, que había paseado por la cubierta del clíper durante casi dos horas dudando ante las perspectiva de enfrentarse a su esposa y al mismo tiempo sin perder de vista la menguante marea, hizo valer por último su autoridad. Ya no podían esperar más. Empezaba a anochecer: si no zarpaban ahora no tendrían el calado necesario para salir del puerto, y otra noche de retraso significaría un revés para su horario, sobre todo si se encontraban con una de las calmas periódicas del Mar de la Serenidad, que eran un riesgo constante.

Laegoy cedió. No le gustaba la idea de marchar sin Índigo —aparte del hecho de que le había cogido afecto a la muchacha, había que considerar también la cuestión moral— pero reconoció que su deber principal era el Greymalkin, su tripulación y su carga. No obstante, mientras se soltaban amarras no dejó de escudriñar la parte alta de la ciudad, con la esperanza de ver en el último momento a un jinete solitario surgiendo del páramo. Pero no vio nada, y, por fin, el Greymalkin se deslizó fuera de su lugar de atraque siguiendo la estela de los remolcadores y enfiló a alta mar.

Laegoy se mostró muy silenciosa durante los días siguientes, algo nada común en ella. Pensaba mucho en Índigo; se preguntaba por qué la muchacha no habría regresado al barco, cuál sería su destino. Pero había otras cosas que exigían su concentración y su tiempo, y, poco a poco, la sensación de culpabilidad se desvaneció, la preocupación se desvaneció, el recuerdo se desvaneció.

Tan sólo de vez en cuando se preguntaba si volvería a ver a Índigo alguna vez.

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