CAPÍTULO 16


Némesis dijo:

—Bienvenida.

E Índigo sintió que se apoderaba de ella una múltiple sensación de náusea, de repugnancia y de temor al darse cuenta de que la voz del demonio era idéntica a la suya.

—¿Dónde está Grimya? —Las palabras surgieron como un áspero gruñido—. ¿Qué le has hecho?

Némesis sonrió mostrando sus afilados dientes felinos.

—No siento el menor interés por ese animal amigo tuyo. Sin duda regresará cuando le parezca. — La sonrisa se ensanchó—. Eres tú quién me interesa.

Índigo flexionó su mano derecha, e hizo intención de sacar su cuchillo cuando recordó que éste, junto con su ballesta y su arpa, estaba a un mundo de distancia, más allá de los límites de la arboleda sagrada en el bosque del País de los Caballos. Némesis rió.

—Las armas te servirían de muy poco aquí, Índigo.

—Quizá. ¡Pero de todas formas descubrirás que no soy una presa fácil de matar!

—¿Matar? —La criatura enarcó las pálidas cejas con fingida contrariedad—. Oh, no. Tú me diste vida; nuestros destinos están inextricablemente unidos. No tengo el menor deseo de hacerte daño.

—¡Mentirosa! Ya has intentado destruirme...

—No destruirte. —Una lengua de serpiente apareció por un breve instante por entre sus dientes—. A lo mejor te asusté un poco, pero no has sufrido ningún daño a mis manos. Sencillamente pretendía mostrarte algo de lo que puedo hacer. —Se interrumpió, luego lanzó una nueva risita—. ¿O debería decir, lo que puedes hacer? Es lo mismo, ¿no es así?

Una nauseabunda sensación hueca se extendió por el estómago de Índigo al darse cuenta de lo que Némesis insinuaba y replicó con ferocidad:

—¡No intentes convencerme de que acepte tu retorcida lógica! No eres más que un desecho, corrupción, porquería...

—Palabras muy duras, viniendo de mi progenitora.

—¡Maldita seas! —Se abalanzó hacia adelante, con la intención de golpearla, y su puño se hundió en una cortina de brumas vacías mientras la figura de Némesis parpadeaba y se desvanecía—. ¡Maldita seas!

Una voz burlona a su derecha dijo:

—¡Ten cuidado de a quién maldices, Índigo, no sea que te condenes a ti misma!

Giró sobre sí misma. A cuatro pasos de distancia, Némesis la observaba sonriente. Contuvo el impulso de lanzarse contra ella de nuevo, y dijo entre dientes:

—¿Qué quieres de mí?

La lengua de serpiente se balanceó de nuevo.

—Hazte a ti misma esa pregunta. Pregunta a tu corazón, pregunta a tu alma: ¿qué es aquello con lo que realmente sueñas? —El demonio hizo un amplio gesto con la mano, indicándole que mirara a su izquierda—. ¿Esto, quizá?

Índigo volvió la cabeza; y un espantoso sonido chirrió en su garganta. Envuelto en la niebla, encorvado y torturado, como un lúgubre fantasma entre los blancos velos, estaba Fenran. Permanecía con un brazo extendido como para rechazar algún horror invisible, y su boca estaba abierta en un silencioso grito; pero no se movió. Era como si presenciara un único y congelado momento de su horrible existencia.

Índigo aspiró con fuerza, y le espetó:

—¡Es una ilusión!

—Sí —respondió Némesis—. Ilusión. —La torturada figura desapareció—. Pero podría ser de otra forma.

Sintió como si unos dedos helados se aferraran a su cerebro al recordar lo que había visto en el abismo, lo que había deseado, lo que había querido creer.

—La elección es sólo tuya —añadió Némesis con indulgente regocijo—. Pero mi paciencia no es infinita. —Su figura vaciló en el aire, de modo que por un instante pudo ver los zarcillos de niebla a través de su cuerpo translúcido—. Y si me pierdes ahora, puede que no me encuentres de nuevo.

Por un breve instante, los plateados ojos centellearon salvajes... y Némesis desapareció.

—¡No! —El grito de protesta de Índigo se perdió en la niebla—. ¡Regresa!

Una carcajada resonó en la distancia como una lluvia de pedazos de cristal.

—¡Encuéntrame, Índigo! Por el bien de Fenran, encuéntrame. ¡Si puedes!

Se arrojó tambaleante a la niebla y tanteó con los brazos extendidos delante de ella.

—¡Maldita seas! ¡Te lo ordeno, regresa!

—Contrólate, hermana. —Algo relució entre la blancura delante de ella e Índigo salió corriendo hacia ello—. ¡Corre! —Toda apariencia de bondad había desaparecido ahora de la lejana voz; era un desafío burlón y perverso—. ¡Corre!

Corrió, cegada por lágrimas de rabia. La risa de Némesis la incitaba, en un momento dado la oía atormentadoramente cerca, al siguiente le resultaba tan lejana que tenía que redoblar sus esfuerzos para alcanzarla, mientras sus pies resbalaban en la extraña hierba empapada de rocío. Al tiempo que corría, maldecía, juraba, sollozaba, y tan absorta estaba en su afán por alcanzar a su presa que no escuchó el ruido de algo que corría a cortarle el paso, ni vio la vaga forma oscura que corría como un rayo pegada al suelo.

«¡Indigo!»

Grimya surgió de la niebla a toda velocidad, calculó mal la distancia, y ambas chocaron. Índigo perdió el equilibrio y cayó al suelo; cuando consiguió incorporarse, aturdida, sus ojos estaban vidriosos por la desdicha y la conmoción sufrida.

«¡Te perdí! La niebla se espesó de repente y no se te veía por ninguna parte. Busqué y busqué... Indigo, ¿qué te ha sucedido?» Grimya estaba jadeante.

El frío y húmedo aire le irritaba la garganta, y durante algunos segundos le fue imposible hablar. Por fin las palabras surgieron, entrecortadas, ahogadas.

—Némesis: ¡estaba aquí, atormentándome! Vi... —Sacudió la cabeza.

«¿Te ha hecho daño?»

—No..., no quiere matarme, Grimya. Quiere... —Y se interrumpió cuando de las cambiantes brumas surgió de nuevo aquella risa cristalina.

Grimya lanzó un grito cuando Índigo se puso en pie de un salto, pero su grito no fue escuchado. Índigo corría ya, hundida entre las brumas, y la loba salió en su persecución, temerosa de perderla de vista por segunda vez. Índigo se desplazaba sobre la hierba zigzagueando como si estuviera bebida; de repente, con un grito de sorpresa que encontró eco en el gañido asustado de Grimya, se desvió a un lado al tiempo que lo que hasta aquel momento había parecido una blanca sábana de niebla demostró ser un enorme y sólido muro que bloqueaba el camino. La muchacha retrocedió sobresaltada y estuvo a punto de dar un traspié; Grimya resbaló sobre el suelo hasta detenerse junto a ella, y ambas se quedaron contemplando la lisa superficie de mármol blanco veteado que se extendía entre la niebla hasta donde alcanzaba la vista en cualquier dirección.

Índigo extendió la mano y tocó la pared, no muy convencida de que no fuera a desvanecerse en el aire como había sucedido con tantas otras cosas. Pero era real... y su suavidad era demasiado completa, demasiado uniforme para ser natural.

Una risita desagradablemente familiar susurró por entre la niebla a su derecha, y se volvió a toda prisa, paseando a lo largo de la pared. Delante de ella, algo quebraba la simetría del mármol, y cuando se acercó más, descubrió que el muro quedaba interrumpido por un arco, dos veces su propia altura, abierto en la piedra. Más allá del arco —donde, curiosamente, la niebla no penetraba— todo era oscuridad.

Se volvió para mirar a Grimya, que la había seguido.

—Voy a entrar. No tienes que entrar conmigo, Grimya; pero debo encontrar a Némesis de nuevo.

Grimya lanzó un resoplido.

«¿Crees que dejaré que te enfrentes a lo que sea que haya ahí dentro, tú sola?»

Dio un paso hacia adelante y atisbo en las negras fauces de la arcada.

«No huelo nada malo. ¿Entramos a ver qué nos ha preparado el demonio?»

Atravesaron bajo el arco, y salieron de las brumas tan de repente que, por un momento, Índigo se sintió desorientada, y a la vez terriblemente vulnerable sin la blanda neblina blanca para envolverla. Grimya se sacudió, con lo que lanzó una rociada de agua en todas direcciones; luego dio algunos pasos hacia el interior. Índigo la siguió; aguzó la vista para poder ver en la penumbra, pero todo lo que pudo discernir fue el débil reflejo de las paredes de mármol de un pasillo o un túnel que se extendía delante de ellas. El suelo era también de mármol, y sentía el frío de su lisa superficie traspasar las suelas de sus botas. Si aquel lugar había sido creado por demonios, pensó, su solidez y su forma eran muy tranquilizadoras sin embargo. Era como si hubiera penetrado en uno de los elegantes palacios orientales que su madre le había descrito tan a menudo, o...

El pensamiento se fundió en un molesto escalofrío, un brusco descubrimiento de que algo de aquel corredor le era de algún modo familiar. Se detuvo, clavando los ojos en las veteadas paredes mientras se estrujaba el cerebro; pero no acertaba a dar con la conexión.

«¿Índigo?»

Grimya estaba algo más adelante y se había detenido para mirar a su espalda. Estaba entre las sombras y sólo se veía el brillo de sus ojos.

«Hay unos escalones aquí.»

Dejando a un lado la pregunta no contestada, Índigo fue a reunirse con ella, y vio que el pasillo terminaba en un tramo de escalones que torcía oblicuamente hacia abajo. La sensación de que aquello le era conocido regresó, esta vez con más fuerza; pero de nuevo su naturaleza se le escapó cuando intentó asirla.

«¿Seguimos la escalera?», inquirió Grimya.

—Sí..., sí, creo que deberíamos hacerlo.

Fue ella quien se puso a la cabeza esta vez, mientras Grimya la seguía con gran dificultad al no estar familiarizada con las escaleras, pero aquella persistente sensación se negaba a abandonarla. Había recorrido aquel camino con anterioridad, o uno tan parecido a aquél que las diferencias eran casi imperceptibles. Pero ¿dónde? ¿Dónde?

Entonces le vino a la mente de pronto, y la revelación resultó tan desconcertante que se detuvo en seco, con un espantoso y estrangulado sonido aprisionado en su garganta.

«¿Qué sucede?»

Grimya se apresuró a ponerse a su lado, atisbando por entre la oscuridad. Un poco más abajo, el tramo de escaleras terminaba en un elevado y estrecho arco; más allá, se entreveía el parpadeo de una pálida luz.

—No... no puedo. —Índigo se sintió como si se ahogara mientras contemplaba la puerta con creciente horror—. Es... ¡No puedo! —Empezó a temblar de forma incontrolada.

«Hay luz allí delante.»

Grimya intentó sonar tranquilizadora, pero se sentía confundida y preocupada por el extraño comportamiento de Índigo.

Oh, desde luego; habría luz sin la menor duda. La cálida y confortable luz del fuego que ardía en la gran chimenea de la habitación situada al otro lado de la puerta. Lo conocía todo: el pasillo, estas escaleras, el arco, la sala, porque le era tan familiar como su propio cuerpo. Lo había conocido toda su vida, y el hecho de que las dimensiones estuvieran algo desproporcionadas, y el granito se hubiera transformado en mármol, no importaba en absoluto.

Estaban en Carn Caille.

Le resultaba imposible moverse. Los gañidos y empujones que le daba Grimya con el morro no provocaban en ella la menor reacción; tan sólo cuando la loba introdujo con fuerza su frío hocico en uno de los puños apretados de la muchacha consiguió ésta por fin salir de su inmovilidad con una convulsionada sacudida.

«¿Qué sucede?», preguntó Grimya con ansiedad. «¡No veo nada a lo que hayamos de temer!»

—Oh, pero yo sí... —Las palabras chirriaron a través de los dientes de Índigo.

Despacio, casi sin darse cuenta de lo que hacía, bajó un escalón, y percibió un desigual declive del mármol, un lugar donde un pedazo del escalón se había roto hacía tantos años que el áspero reborde estaba ahora liso de tanto pisarlo. Sería el quinto escalón desde el pie de la escalera... Miró, contó, y se mordió la lengua cuando su recuerdo se vio confirmado. En una ocasión había caído en aquella escalera, tenía entonces seis años, e Imyssa la había consolado y lavado la herida con uno de sus ungüentos de hierbas...

El temblor se convirtió en violentas convulsiones que sacudieron su columna vertebral. Bajó otro escalón. Grimya se mantuvo a su lado; la miraba preocupada a los ojos tratando de averiguar qué pensaba. Pero sus pensamientos eran demasiado turbulentos; demasiado incontrolados... Otro escalón, otro más, y estaba ya al pie de la escalera, frente a la arcada y a su puerta abierta.

Esto era lo que Némesis había querido decir cuando le había echado en cara sus propios deseos. Pregunta a tu corazón, a tu alma: ¿qué es aquello con lo que realmente sueñas? Había sabido la respuesta entonces, pero se había negado a reconocerlo o a admitirla. Ahora, ésta se había alzado del reino de los fantasmas para enfrentarse a ella.

Índigo avanzó dando un traspié y se agarró a la piedra esculpida que enmarcaba la entrada. No podía huir de aquello: no había ningún sitio al que pudiera ir. No podía hacer más que enfrentarse a ello, y rezar porque no le faltara el valor. Aspiró muy profundamente, el aire frío le hirió la garganta, y cruzó el umbral.

Todo estaba tal y como ella lo había conocido. Allí estaban las altas ventanas, con las cortinas echadas por ser de noche. Allí estaban las largas mesas de los banquetes, aunque también ellas, al igual que las paredes, habían sido convertidas en mármol. Allí estaba la magnífica chimenea con el fuego encendido; pero las llamas no tenían el reconfortante color dorado y anaranjado del fuego auténtico. En lugar de ello, ardían con un pálido color azul nacarado, y no desprendían el menor

calor. Llamas fantasmales; un eco de la realidad en la sala vacía.

No quería volver la cabeza hacia el lugar donde sabía que estaría la plataforma real, pero una fuerza la obligaba a saberlo o todo o nada. Y allí estaba la mesa principal, el enorme sillón labrado del rey, de mármol ahora como todo lo demás, sus brillantes almohadones rojos convertidos en otros de un apagado verde azulado.

Fantasmas...

En lo más profundo del sillón del rey, se movió una delgada figura.

Grimya gruñó, con los pelos del lomo erizados, e Índigo sintió el cálido contacto de la piel de la loba contra su pierna cuando Némesis se puso en pie con una elegancia obscena. Extendió una mano, en sardónica parodia de un saludo real.

—Bienvenida a casa, Índigo.

Ella siseó una maldición y enseguida ladeó la cabeza, repelida y enloquecida por la visión de una criatura tal sentada en el lugar —incluso aunque fuera la réplica de aquel lugar— que había sido de su padre. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre la piel de Grimya; la presencia de la loba le proporcionaba un hilillo de consuelo, aunque era un hilo débil e inseguro.

—¡Ésta no es mi casa! —Soltó las palabras con todo el desprecio del que fue capaz, y Némesis dejó escapar su suave risita.

—Cierto. Y Carn Caille, el auténtico Carn Caille, te está vedado. Pero podría ser diferente, si lo deseas. —El demonio le dedicó una sonrisa calculadora.

—¡No lo deseo! —La violenta refutación de Índigo fue apoyada por un gruñido de Grimya.

Némesis ignoró a la loba y regresó a la silla, trazó un dibujo con los dedos en los brazos labrados mientras paseaba con deliberación alrededor de la plataforma. Luego se detuvo, la miró de nuevo, y sus ojos plateados centellearon con peligrosa seguridad en sí misma. —¿Estás segura de eso? Después de todo, fuiste feliz en Carn Caille. La mayoría de tus recuerdos son agradables, ¿no es así? —E hizo chasquear los dedos.

Índigo estaba totalmente desprevenida para lo que sucedió. Abrió la boca para maldecir a Némesis de nuevo y su mandíbula se cerró con incrédulo horror cuando una figura penetró por la puerta, de detrás de la plataforma que sólo su familia había utilizado. Cabellos castaños, encanecido pero todavía abundante; un ahorro de movimientos que contrastaba con su corpulencia, la marca del guerrero diestro y valiente; las ropas, el cinturón tachonado, la espada de gala, el desgarrón en su capa que Imyssa había zurcido...

Índigo se tambaleó hacia atrás y cayó casi encima de Grimya; se llevó una mano a la boca al tiempo que su voz se alzaba en un gemido ahogado.

—Padre...

Némesis chasqueó los dedos de nuevo. Y detrás de Kalig apareció la reina Imogen, serena y sonriente, tomada de la mano por su esposo con graciosa formalidad mientras se dirigían a sus asientos. E inmediatamente después, Kirra, despeinado y sonriente, como si recordara alguna broma sólo conocida por él.

Su familia. Sus parientes más cercanos; sus desaparecidos seres queridos... Índigo intentó gritar una negativa a esta espantosa posibilidad, pero el único sonido que consiguió producir fue un apenas audible e inarticulado grito de dolor y desesperación. De rodillas ahora, e inconsciente a la presencia de Grimya, que seguía de pie gruñendo y con los pelos del lomo erizados en protectora amenaza delante de ella, no podía hacer otra cosa que mirar paralizada, mientras Némesis se hacía a un lado para permitir que el rey y la reina ocuparan sus lugares en la mesa principal. Los labios de su madre se movían, y su padre rió como respuesta; pero ningún sonido surgió de sus bocas. Y tampoco parecieron darse cuenta de la presencia de Némesis ni de su aturdida hija, sino que se sentaron en sus sillas, y amontonaron comida invisible en platos invisibles, y se llevaron copas de vino invisibles a los labios. Eran máscaras, que representaban sus papeles en fantasmal silencio; fantasmas que en la muerte representaban de una forma insensata los placeres cotidianos de que habían disfrutado en vida.

—Recuerdos —dijo Némesis con crueldad—. ¿No te recuerdan la herencia que te ha sido robada?

Índigo escuchó la voz mental de Grimya como quien intenta despertar de una pesadilla, procedente del mundo real pero inalcanzable, inconexa; sólo cuando la loba apretó su cálido y sólido cuerpo contra ella consiguieron penetrar las palabras en su conciencia y resultar coherentes en su cerebro.

«Índigo, ¿qué sucede? ¿Qué ves? ¡Dímelo!»

—Mi familia... —Su lengua estaba reseca y apergaminada en su boca, y alzó una mano temblorosa para indicar hacia la mesa principal. —Están ahí, en esta sala—. ¡Mi familia!

Grimya miró con atención y vio únicamente a Némesis y las sillas de mármol vacías. El demonio sonrió ante su confusión.

—Tu amiga loba carece de nuestra sutileza, Índigo.

Dio un paso hacia adelante y Grimya se agazapó para saltar, mostrando los colmillos amenazadora. Némesis no le hizo el menor caso, pero la intervención del animal liberó a Índigo de su parálisis.

—Están muertos. —Se puso en pie, dio un paso, dos, en dirección a Némesis. Detrás del demonio, en la mesa, Kalig, Imogen y Kirra continuaron su silenciosa mascarada sin sentido; no podía soportar su visión—. Muertos —repitió—. No puedes volverlos a la vida. ¡No puedes hacerme creer que puedes volverlos a la vida!

—Desde luego —Némesis reconoció esta verdad con una maliciosa inclinación de cabeza—. No soy tan estúpida como para intentar negarlo. Pero aunque tu familia esté más allá de mis posibilidades para devolverla a la vida, existe otro a quien amaste; y él todavía vive, en cierta forma. El es el quid del trato que me gustaría hacer contigo.

El poco color que quedaba aún en el rostro de Índigo desapareció; su piel se volvió repentinamente gris como el cielo invernal.

—¿Trato...?

No, gritó algo en su interior. No escuches; no dejes ni que pronuncie las palabras...

Némesis sonrió, una obscenidad en el inocente rostro de la criatura.

—Deja que te muestre lo que tengo que ofrecer. —Levantó una mano, hizo un gesto indolente, y los fantasmas de Kalig, Imogen y Kirra se inmovilizaron; hizo otro gesto, y las figuras se disolvieron como el humo produciendo una ligera brisa.

Índigo contempló, paralizada, los espacios vacíos, y Némesis extendió la mano en dirección a la puerta que había detrás de la plataforma.

Subió a la plataforma tambaleante como si unas manos invisibles lo empujaran, y se quedó allí balanceándose, aturdido, asido al borde de la mesa para no caer. Índigo intentó dar voz a la violenta sensación de rechazo que aullaba en su mente pero sus cuerdas vocales estaban paralizadas, agarrotadas. Todo lo que podía hacer era mirar fijamente los cabellos empapados de sudor, los huesos del rostro casi cadavérico, los ojos grises desenfocados y enloquecidos por el recuerdo de imágenes que la muchacha no podía comprender. Llevaba las ropas manchadas de sangre que vestía

cuando ella lo vio caer víctima del demonio en el patio de Carn Caille. Y todavía, de una forma horrible, espantosa, continuaba sangrando...

Grimya alzó la cabeza y dejo escapar un prolongado y terrible aullido. El sonido sacó a Índigo de su conmocionada inmovilidad, y, capaz de hablar ahora, gritó:

—Fenran... ¡Oh, amor mío!

Fenran levantó la cabeza con dificultad. Sus miradas se encontraron, y la comprensión apareció en los ojos del joven como si alguien lo hubiera abofeteado en pleno rostro. Chocó contra la mesa, tropezó y estuvo a punto de caer de rodillas.

—¡Anghara!

Dio un paso hacia él, temblando; se detuvo al darse cuenta de que no se atrevía a acercarse por miedo a que también él se disolviera en la nada y lo perdiera.

—Fenran, ¿qué te han hecho? —Se volvió temblorosa hacia el sonriente demonio—. ¿Qué le has hecho?

—Ya conoces el destino de tu amor. —Los ojos de Némesis brillaban maliciosos—. Y sufrirá siempre tal y como lo hace ahora, a menos que decidas liberarlo.

Índigo empezó a retroceder, a alejarse de la plataforma.

—No es real —siseó, aunque mientras las pronunciaba, no creía en sus propias palabras—. Intentas engañarme; es tan real como mi padre, mi madre, mi...

—Es tan real como tú —Némesis interrumpió su protesta con cruel indiferencia—. Compruébalo por ti misma. Tócalo.

—No...

—Tócalo, Índigo.

Le aterrorizaba aceptar el desafío, pero una fuerza interior la obligó a avanzar despacio y subir a la plataforma. Como si estuviera atrapada en un sueño horrible vio cómo Fenran alzaba la cabeza. Sus ojos captaron cada detalle del destrozado rostro del joven: el sudor, la tensión, su textura agrietada y quebradiza, las hundidas mejillas y cuencas de los ojos. Lo habían destrozado en cuerpo y espíritu, y la terrible expresión que mezclaba esperanza con temor y con una incapacidad de creer en sus propios ojos era casi más de lo que la muchacha podía soportar.

Su mano tembló espasmódicamente cuando la extendió hacia él. Fenran levantó un brazo sin fuerzas, intentó susurrar su nombre: los dedos de él se aferraron a los suyos y ella cerró los ojos con un gemido de dolor al sentir su débil y estremecido apretón.

—Fenran...

Dio unos pasos hacia adelante para abrazarlo, pero Némesis le espetó:

—¡Suficiente!

Un zigzagueante rayo de luz centelleó como un relámpago a través de la sala chisporroteando entre Índigo y Fenran, y una fuerza terrible hizo que la muchacha perdiera pie. Cayó de la plataforma hacia atrás y oyó cómo el grito de protesta de Fenran encontraba eco en un gruñido de Grimya mientras caía pesadamente al suelo. La loba corrió en su ayuda, y ella, entre juramentos y sollozos, se puso en pie violentamente y se revolvió contra el demonio.

—¡Deja que me acerque a él!

Némesis bajó los ojos hacia ella, su mirada plateada resultaba fría y calculadora.

—¿Estás convencida, pues, de que no es sencillamente una ilusión?

—¡Sí! —soltó con una voz llena de veneno—. ¡Estoy convencida de ello!

—¿Entonces no te gustaría librarlo de ese tormento? —Némesis hizo un gesto con la mano para indicar el lugar donde Fenran se había dejado caer sobre una silla, al parecer, casi inconsciente ahora—. Mira a tu amor. ¿No ha sufrido suficiente? ¿No lo quieres a tu lado otra vez?

«Indigo, no escuches al demonio, no lo escuches!»

Podía haber sido Grimya quien le hablaba; podría haber sido su propio espíritu; no lo sabía, ni le importaba. De nuevo, sus ojos se clavaron en la figura de Fenran. No podía darle la espalda. No podía.

Por fin dijo, su voz apenas audible:

—¿Cuál es tu precio a cambio de la liberación de Fenran?

Grimya gruñó, y Fenran levantó la cabeza. Némesis sonrió, sus pequeños y feroces dientes reluciendo bajo la anormal luz de las llamas.

—Mi precio es muy sencillo, Índigo. Quiero que te entregues a mí, te fundas conmigo, de modo que podamos volver a vivir como una sola entidad. —Se detuvo, luego añadió con suavidad—: ¿Es éste un precio muy alto por la vida de tu enamorado?

Índigo miró a Fenran, su rostro atormentado, y las advertencias del emisario de la Madre Tierra sonaron de nuevo en su cerebro. Tu salvación o tu perdición. Hacer lo que Némesis quería de ella significaría ceder ante el mal que había dentro de sí misma y abrir las compuertas a los demonios que había soltado de la Torre de los Pesares. Su monstruosa influencia se esparciría por todo el mundo sin que nada pudiera enfrentársele, y su misión se convertiría en cenizas incluso antes de empezar. Traicionaría la confianza de la Madre Tierra.

Pero existía otro deber, otro obligación. Su amor, su torturado amor a merced de todos los horrores de este mundo. ¿Darle la espalda, aunque fuera por el bien mayor, no era otro tipo de maldad? No podía hacerlo. Era demasiado humana, demasiado débil...

Tu salvación o tu perdición...

Su boca se movió espasmódicamente e intentó negar lo que sabía era la verdad.

—Mientes. —Su voz era aguda—. No posees el poder de devolverme a Fenran...

—Pues sí lo tengo. Y lo haría con mucho gusto —la voz de Némesis se convirtió en un suave y persuasivo murmullo—. Piensa, Índigo; piensa en Carn Caille, tu hogar. Podrías regresar allí con Fenran, y ocupar el lugar que te corresponde en el trono, para continuar el linaje de Kalig. Piensa en ello. Vivir el resto de vuestros días en paz, libres de tormentos, libres de duros trabajos, libres de las celadas del cruel destino. —El demonio se detuvo, luego añadió con infinita dulzura—: ¿No es eso lo que quieres en lo más profundo de tu corazón?

—¡No! —La voz de Fenran hendió la sala de repente y se puso en pie con un esfuerzo, las manos apretadas con fuerza contra la mesa y blanco por el esfuerzo que le suponía mantener el cuerpo erguido—. ¡Anghara, no lo escuches! El demonio miente; ¡quiere hacerte caer en una trampa!

Némesis se revolvió furiosa contra él.

—¡Cállate!

Efectuó un movimiento amplio y brusco con el brazo, y Fenran lanzó un aullido y se apartó tambaleante de la mesa como si hubiera recibido un tremendo golpe. Cayó contra la silla, se desplomó sobre ella y quedó allí tendido estremeciéndose.

—¡No lo toques! —chilló Índigo—. ¡No te atrevas a tocarlo!

Némesis giró en redondo sobre uno de sus talones y la miró desde la plataforma. Toda apariencia de amistad había desaparecido de repente de su expresión; sus ojos eran crueles, calculadores, siniestros.

—Eso no fue nada comparado con las agonías que ya ha padecido —dijo sin la menor emoción—.

Y su tormento no ha hecho más que empezar. Los de mi clase son muy hábiles y sutiles en el arte de infligir sufrimiento. —Dio un paso hacia ella—. Te he ofrecido una elección muy simple. Toma lo que te ofrezco... ¡o condena a tu enamorado a seguir a nuestra merced!

—¡No, Anghara! —La protesta de Fenran estaba llena de dolor pero no exenta de ferocidad—. ¡No te dejaré hacerlo!

Némesis giró de nuevo para hacerlo callar, pero Índigo gritó desesperada:

—¡No lo hagas!

El demonio se detuvo, y la miró desafiante.

—¿Bien, Índigo?

No podía abandonarlo. Lo amaba demasiado para dejarlo seguir sufriendo. Al infierno con el emisario y sus advertencias.

Tu salvación o tu perdición...

Al infierno la salvación. Al infierno el castigo, y al infierno su misión.

—Suéltalo —dijo con voz ronca—. Suéltalo, y pagaré tu precio.

—¡Anghara! —Fenran estaba en pie de nuevo—. ¡No seas estúpida! ¡No puedes hacer esto!

Ella vio su extraviada mirada, y las lágrimas anegaron sus ojos.

—Puedo, Fenran... ¡y si es la única forma de salvarte, lo haré!

Él se revolvió contra ella furioso, con repentinas y renovadas energías.

—¡He dicho que no! ¡Condenarás al mundo entero al infierno!

—¡No me importa el mundo! ¡La Madre Tierra ha pedido demasiado de mí!

—¿Y qué hay de lo que yo te pido a ti?

El rostro de la muchacha palideció.

—¿Tú...?

—¡Sí!

Con una sensación que le hizo sentir la impresión de que la tierra cedía a sus pies, Índigo comprendió la intensidad de la cólera de Fenran, cólera que no iba dirigida contra Némesis, sino contra ella.

O quizá no había la menor diferencia...

—Te digo que no debes hacerlo, Anghara. No sólo por ti, sino por mí. —Fenran se secó el sudor de la frente—. ¡Si cedes ante esta monstruosidad, eso quiere decir que no eres mejor que un demonio!

—¡Silencio! —Némesis se dirigió hacia él con una mano alzada para golpearlo.

—¡No callaré! ¡Anghara, escúchame! Lo que esta criatura te ofrece no vale la pena obtenerlo; ¡y no viviré contigo en un mundo que hemos ayudado a destruir!

Némesis siseó como una serpiente enfurecida. Una luz centelleó violentamente en la sala y Fenran chilló con fuerza cuando un rayo de energía chocó contra él y lo arrojó por los aires hacia atrás. Tanto él como la silla fueron a chocar contra el suelo de la plataforma y Némesis se precipitó hacia adelante, con el rostro convulsionado de furia y malicia. La mano del demonio se alzó de nuevo...

—¡No! —aulló Índigo.

Némesis se detuvo. Durante unos horribles segundos el cuadro que aparecía ante los ojos de Índigo permaneció inmóvil y rígido: Fenran acurrucado junto a la silla volcada, el demonio preparado para arrojar un segundo rayo de agonía. Entonces, muy despacio, Némesis se volvió para mirar a la temblorosa muchacha, y ésta retrocedió ante la clara malevolencia de sus ojos plateados. La lengua de serpiente hizo su aparición, y Némesis siseó con perniciosa deliberación: —Mi paciencia se ha agotado...

Índigo sintió como si su cerebro se hiciera pedazos. Ella era humana, tan sólo humana. Fácil presa de las debilidades humanas, arrastrada por emociones humanas. No podía soportar una prueba así; no tenía la fuerza necesaria. Era demasiado débil. Y quería a Fenran demasiado.

Dio un paso hacia adelante, se tambaleó sobre sus piernas que no querían sostenerla, y su voz suplicó:

—Hagámoslo. —Vio pero no registró la luz de triunfo que apareció detrás de la fría máscara plateada de los ojos del demonio—. Acepto tu precio: ¡hagámoslo!

Y se tambaleó de nuevo hacia adelante para tomar la mano que le tendía Némesis.

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