CAPÍTULO 9


El ángulo de la luz había cambiado. Durante todo el día el sol se había filtrado a través de la capa de nubes a intervalos irregulares, y ahora parecía que las nubes se habían disipado, pues unos rayos ambarinos penetraban en diagonal al interior del bosque, resaltaban los troncos de los árboles y formaban brillantes dibujos sobre el suelo poblado de hojas. Pero los vivos haces de luz estaban bajos, y mientras se incorporaba para sentarse en el suelo comprendió que debían de haber transcurrido varias horas desde su caída.

Esta percepción fue seguida de un terrible momento de pánico. El Greymalkin. No se hacía muchas ilusiones de que el clíper perdiera la marea por ella; lo más probable era que ya se preparara para zarpar. Índigo, asustada, hizo un movimiento para ponerse en pie, pero volvió a dejarse caer en el suelo con un agudo grito al sentir una fuerte punzada en el tobillo izquierdo; sentía como si hubiese metido el pie en una trampa. Se quedó inmóvil, con la respiración entrecortada y bañada en sudor; luego, cuando el dolor disminuyó lo suficiente para que pudiera recuperar el aliento, intentó con cautela examinar el pie. El tobillo estaba anquilosado e hinchado, de forma que tensaba y deformaba la fina piel de su bota; si la hinchazón aumentaba mucho más se vería obligada a cortar la bota por completo. Oprimió la zona con mucho cuidado, y el dolor resultante casi le hizo morderse la lengua. ¿Estaría roto? ¿O dislocado? Índigo no era médica; pero de cualquier manera no implicaba mucha diferencia, ya que ni siquiera podía incorporarse en aquellas condiciones. Y a la yegua que había alquilado no se la veía por ninguna parte.

Apoyó todo el peso en los brazos y se arrastró hacia atrás hasta que pudo apoyarse contra el tronco de un roble, una de cuyas ramas que más sobresalía había sido la causante de su caída. Sentía punzadas en la cabeza, aunque su sentido de la visión no parecía afectado; el golpe recibido no había ocasionado, al parecer, grandes daños. El arco que ni siquiera había tenido el ánimo de disparar estaba casi enterrado entre las zarzas de un arbusto cercano, y su arpa había ido a parar junto al árbol; si se estiraba, podría cogerla sin afectar a su pierna herida. No parecía haber sufrido el menor rasguño, y aunque era un sentimiento irracional se sintió más aliviada por ello que por ninguna otra cosa.

Entonces recordó lo que había ocasionado su caída, y se le puso la carne de gallina.

La presa transformada en cazador, surgiendo de la maleza como un relámpago de ferocidad asesina para desvanecerse entre las sombras con la misma rapidez con que se había manifestado. ¿Qué clase de animal era? Sólo había tenido una visión fugaz, pero sabía que era de tamaño mucho mayor que cualquier cosa que hubiera visto jamás en los bosques de su país. Y todavía andaba suelto por la vecindad; se había internado en el bosque mientras ella estaba inconsciente; acaso la contemplaba incluso en aquellos momentos, bien oculto, a la espera del momento de atacar.

De repente, Índigo se sintió asustada de estar sola.

Se esforzó por colocarse en una posición más erguida, con una mueca de dolor cuando una lanza de fuego le perforó el tobillo, y se preguntó cuán lejos se habría ido la yegua. Según como se la hubiera adiestrado, podría haber salido del bosque y galopado a casa, o podría estar aún por allí. Era posible —aunque era una posibilidad muy remota, lo sabía— que el animal respondiera al silbido que los jinetes de las Islas Meridionales utilizaban para llamar a su lado a monturas reacias.

Índigo frunció los labios y sopló, pero tenía la boca demasiado seca para poder lanzar el gorjeo de llamada. Movió la mandíbula, en un intento por inducir la salivación; lo intentó de nuevo, y esta vez

por fin, aunque algo tembloroso, el silbido resonó en el bosque.

Le respondió un ave en tono quejumbroso, pero nada más. Lo intentó de nuevo... y a los pocos momentos escuchó algo que se acercaba, rodeando el claro y acercándose por entre la maleza. Algo grande, le informaron sus oídos; con toda seguridad un caballo, o...

La piel se le erizó de nuevo ante la idea: ¿o qué? El recuerdo de lo que había visto antes de caer se apoderó de ella, y se puso tensa involuntariamente; apretó la espalda con fuerza contra el tronco mientras buscaba a tientas el arco, el corazón le palpitaba con violencia...

Un hocico castaño apareció por entre la maraña de hojas, y la yegua lanzó un suave relincho a guisa de saludo, Índigo cerró los ojos y empezó a temblar de risa provocada por la distensión. Las lágrimas brotaron de sus apretados párpados y se mordió los labios en un intento por contenerlas, ya que sabía lo fácil que resultaría sucumbir a la histeria. La yegua avanzó hasta ella y la golpeó en el hombro con el hocico; ella extendió las manos y abrazó el suave morro mientras el ataque de nervios poco a poco se apaciguaba.

Ya no estaba sola. Todo lo que necesitaba era montar en la silla y podría salir del bosque y cabalgar de regreso a través de los páramos hasta Linsk. Si el Greymalkin había abandonado el puerto sin ella, no tardaría en encontrar otro barco en el que pudiera zarpar. Pero cuando, con la ayuda de la correa de un estribo, se levantó a duras penas sobre la pierna sana, comprendió que no podría montar sin ayuda: su tobillo sencillamente no podía aguantar la presión. La yegua se agitó nerviosa, sin comprender el retraso, y tras varios minutos de vanos esfuerzos seguidos de igual número de pensamientos inútiles, Índigo abandonó el intento. Necesitaría encontrar algún lugar elevado desde el que dejarse caer sobre la silla, pero no tenía a la vista nada que pudiera servirle, y no podía desplazarse muy lejos en busca de un sitio apropiado. Además, los oblicuos rayos de sol empezaban a pasar del ámbar al rojo sangre, y comprendió que el día tocaba a su fin. Pronto sería de noche, y el solo intento de encontrar el camino de regreso en aquella enorme zona boscosa resultaría una temeridad. No tenía ni idea de la extensión del bosque; si se equivocaba de camino, se perdería en sus profundidades. Era mucho mejor permanecer donde estaba hasta que amaneciera; a lo mejor entonces su tobillo estaría lo bastante recuperado para permitirle montar.

Se recostó otra vez contra el árbol. Aquél era un buen lugar para establecer un campamento provisional; la verdad es que no quería arriesgarse a una nueva caída por buscar un lugar mejor. Enrolló las riendas del animal a una raíz del roble que sobresalía del suelo y empezó a examinar lo que llevaba encima en busca de algo que pudiera ayudarla a pasar la noche. Agua: una preparación temprana le había enseñado que jamás debía salir a cabalgar o de caza sin un odre lleno de agua. No había comida, pero quizás hubiera brotes o raíces comestibles al alcance de su mano si los buscaba, y si no, las punzadas del hambre no eran nada de lo que debiera preocuparse. Su mayor problema era resguardarse. A pesar de la gruesa bóveda de hojas, el bosque ofrecía muy poca protección contra la lluvia o el frío penetrante, y su abrigo, aunque caliente, podía no ser suficiente para evitar que se helara si la temperatura nocturna bajaba tanto aquí como en su país. No había ninguna cueva ni matorral lo bastante espeso como para ofrecerle refugio, pero como mínimo tendría un fuego: en su morral guardaba pedernal y yesca junto con su cuchillo, y en el suelo del bosque había suficientes restos de hojas y ramas para hacer una buena hoguera.

Mientras la yegua mordisqueaba los pastos del extremo del claro, Índigo se puso a trabajar. Jamás había tenido que encender un fuego por sí misma con anterioridad, pero recordaba haber observado a los criados cómo preparaban las piras en las chimeneas de Carn Caille, o en los bosques cuando las cacerías duraban dos días seguidos. Pronto tuvo ante ella un buen montón de broza, corteza y hojas; pero lograr que la pira se encendiera resultó menos sencillo; el material estaba húmedo, y cuando consiguió por fin que prendiera la primera chispa y la avivó con un soplido al tiempo que la protegía con una mano, estaba agotada y desanimada.

No obstante, cuando el fuego por fin empezó a arder, tuvo un inesperado golpe de suerte. No supo si la luz o el olor a madera quemada habían despertado su curiosidad o si simplemente se paseaba sin rumbo por el bosque; pero un crujido la alertó, y a la moribunda luz del ocaso vio aparecer a un pequeño jabalí junto a un abedul. Era muy joven, probablemente no tendría más de dos meses, e Índigo se puso alerta al instante, consciente de que su madre podría muy bien estar por los alrededores y de que una jabalina adulta podía resultar peligrosa. Pero ni se veía ni oía a ningún animal de mayor tamaño; el jabato la observaba como hipnotizado por la luz del fuego. Incluso cuando ella se inclinó despacio y con cautela para tomar su arco siguió sin moverse, y tan sólo ante el sonido de la cuerda al tensarse se volvió y salió a toda prisa.

Índigo disparó y el jabato dio un salto en el aire con un chillido de dolor cuando la saeta se incrustó en su costado. Rodó sobre sí mismo entre pataleos y aullidos, y luego, al cabo de algunos segundos, se quedó inmóvil fuera de alguna convulsión ocasional.

Índigo apretó los dientes para reprimir el dolor y se arrastró unos metros hasta donde estaba el jabato herido, y acabó con él a cuchillazos. Dio gracias en silencio a la Madre Tierra por sus habilidades cinegéticas y por la insistencia de Imyssa en que, princesa o no, debía saber cómo preparar y cocinar aquello que cazase. Quitarle las tripas al jabato resultó una tarea sucia y desagradable, pero se las arregló para conseguirlo, luego cortó una pierna y la ensartó en una rama descortezada que apoyó en ángulo sobre el fuego, de modo que la carne quedara suspendida sobre las llamas. La pierna chisporroteó y pronto desprendió un aroma que hizo revolverse los jugos gástricos de su estómago; entretanto, la yegua seguía pastando. Cansada de tanto esfuerzo, y aún bajo los efectos dolorosos de su caída, Índigo se quedó dormida apoyada sobre el tronco del árbol.

Cuando despertó era negra noche. El fuego ardía todavía, pero muy débilmente; el descuido y un abundante rocío lo habían reducido a unas perezosas ascuas. Revolvió a su alrededor enseguida en busca de más leña, y suspiró aliviada cuando las llamas se alzaron de nuevo y las sombras que la rodeaban se alejaron del renovado círculo de luz.

El bosque estaba muy silencioso. La yegua ya no mordisqueaba la hierba sino que permanecía inmóvil con la cabeza gacha, durmiendo en esa forma peculiar en que duermen los caballos. Las aves estaban calladas ahora; tampoco soplaba viento suficiente para alborotar las hojas y hacer que susurraran, e Índigo sintió un escalofrío en la columna ante la incómoda soledad de estar aislada en el enorme y oscuro silencio. Este no era lugar para un ser humano solo; la luz de la hoguera dibujaba caprichosas sombras que convertían la maleza en una vaga amenaza apenas dibujada, sin forma ni simetría; los árboles, en fantasmales y sensibles vigilantes, criaturas procedentes del reino de las antiguas historias y supersticiones. Aunque luchó contra el impulso, Índigo no pudo evitar el recuerdo de los deliciosos e inofensivos relatos de Imyssa, emocionantes en la acogedora seguridad de su dormitorio iluminado por el fuego de la chimenea en Carn Caille, pero que ahora habían sido transportados de forma siniestra al terreno de lo tangible. El Caminante Castaño, alto como un roble pero delgado como el más joven de los árboles, con su único ojo y la boca en el centro del pecho de la que brotaba el incesante ulular que era el último sonido que escuchaban sus víctimas. Los Dispersadores; criaturas achaparradas de pelaje abigarrado, con quinientos dientes cada una, cuyo nombre provenía de su costumbre de esparcir los huesos de aquellos que chocaban contra ellos, cuando habían consumido los últimos restos del tuétano. Ginnimokki, de quien se decía que en una ocasión había sido una mujer, pero ahora era un esqueleto viviente que se arrastraba, se enfurecía y aullaba.

Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral como una onda expansiva y la dejó sin aliento. No quería pensar en aquellas viejas historias macabras, pero se agolpaban en su cerebro de forma espontánea, atraídas por la profundidad del bosque, su oscuridad y su silencio. Cualquiera de esos horrores o una docena de otros parecidos podía surgir de entre las sombras en cualquier momento, surgir del reino de los sueños para enfrentarse a ella. Y no tenía defensa, no había muros de piedra que la protegieran, ni niñera que la adormeciera con sus canciones.

Índigo sintió un temor enfermizo que no había sentido desde la infancia. Miedo a lo desconocido, a la soledad, a los monstruos sin forma que vagabundeaban por las noches solitarias; un terror profundamente arraigado que era mucho peor que el otro temor más natural a animales de rapiña que pudieran acechar. Extendió una mano y agarró la bolsa que contenía el arpa, de la que sacó el instrumento, con dedos helados y torpes. El hambre que la había asaltado antes había quedado anegada por un temor nauseabundo; la pierna del jabato seguía cociéndose, pero ahora la idea de comer le revolvía el estómago. Lo que necesitaba era espiritual, no corporal. Sólo la música podría mantener a raya los horrores de la noche... y de su mente.

El arpa estaba desafinada y gimió como un espíritu atormentado cuando pulsó las cuerdas. Temblando, Índigo la afinó; luego se acomodó y aspiró profundamente varias veces antes de empezar, despacio primero pero ganando seguridad luego, a entonar una dulce canción marinera. El sonido del arpa con el telón de foro del bosque resultaba de una impresionante belleza; sin muros que la encerraran, las nítidas notas relucían y temblaban en la oscuridad, y se dio cuenta de que respondía a la música, que su pulso reducía su marcha, que su mente se relajaba como si la música la consolara. Tras la canción marinera interpretó una danza del Mes del Espino, una celebración de la llegada del verano; luego una canción de la cosecha que subía y bajaba con el ritmo del ondulante maíz y las veloces guadañas.

Estaba ya a mitad de la canción de la cosecha cuando vio unos ojos pálidos que la observaban desde la oscuridad.

La música se detuvo con una horrible disonancia, y el arpa cayó al suelo con un enojado «clang» al perder Índigo el control de sus manos. Paralizada por el susto, clavó los ojos en el pedazo de maleza, en los dos círculos dorados que capturaban la luz del fuego y la reflejaban con un brillo salvaje.

La razón luchó por imponerse. Aquello no era una manifestación sobrenatural; era simplemente un animal del bosque. El resplandor de las llamas, el olor de la carne que se asaba...; desde luego que aquello atraería depredadores. ¿Un felino? Había visto gatos monteses en las Islas Meridionales, y era posible que habitaran en el País de los Caballos, también. Pero éstos no eran ojos de gato. ¿Qué eran, entonces?

Algo se movió, algo que era un punto más oscuro que las sombras. Con un movimiento reflejo propio del cazador, Índigo intentó ponerse en pie de un salto, olvidando su tobillo torcido; éste cedió bajo su peso y volvió a caer al suelo con un aullido de dolor. Cuando se recuperó y miró de nuevo, los ojos estaban más cerca.

A pocos pasos de distancia la yegua dejó escapar un relincho, inquieto y apenas audible. El instinto del caballo confirmaba el suyo, e Índigo extendió una mano hacia el fuego y extrajo un pedazo de madera en llamas. Miles de chispas cayeron sobre su brazo y el extremo que no ardía abrasaba, pero hizo caso omiso del dolor y alzó la tea amenazadora.

—¡Jaaa! —De lo más profundo de su garganta surgió un rugido, a la vez un desafío y una advertencia, pero los ojos no se movieron—. ¡Atrás! —Blandió de nuevo la llameante tea—. ¡Fuera!

Algo oscuro y grande se movió justo en la periferia del círculo de luz proyectado por la hoguera, como si lo que fuera que acechaba allí detrás estuviera indeciso sobre si huir o saltar. El corazón de Índigo pareció estrellarse contra sus costillas y buscó a tientas su arco pero no pudo encontrarlo; se maldijo en silencio por olvidar la regla más esencial del código del cazador, que un arma debe estar a mano en todo momento.

Y entonces oyó algo tan increíble que su palpitante corazón casi se detuvo incrédulo.

Una voz le habló desde la oscuridad, desde las profundas sombras en las que brillaban los feroces ojos. No era una voz humana —era demasiado gutural, demasiado áspera, con una aterradora inflexión artificial, como si la creación de tales sonidos produjera a su autor un dolor terrible. Pero hablaba un lenguaje que ella comprendía.

—Mú... si... ca. —Había agonía en la voz, y desesperación—. Guussta. Me...guuusta. Múuuu...sica...

Índigo lanzó una exclamación sobresaltada, y perdió el control sobre sí misma.

—¡Fuera! —Su voz se elevó en un agudo chillido, y arrojó la tea con todas sus fuerzas en dirección al lugar del que surgía aquella odiosa voz—. ¡Lárgate de aquí, vete, vete!

Los ojos desaparecieron en un santiamén, y su perpleja mente registró a una inmensa forma oscura que se movía como el agua, un lomo enorme y fornido, una cabeza cuyo perfil le era vagamente familiar, orejas puntiagudas y erguidas. Desapareció en un instante y se perdió en la noche en un ágil salto. Oyó un chasquido y un roce entre las hierbas, cada vez más apagado, y luego algo que le dejó la boca seca. Distante, pero estremecedoramente real, un lúgubre quejido que se elevó hasta convertirse en un prolongado aullido antes de perderse en un silencio tan agudo que le pareció que si extendía el brazo podría tocarlo.

Un lobo. Indigo se desplomó junto al fuego, intentando contener el martilleo que corría por cada una de las venas de su cuerpo. En la última fracción de segundo, mientras el intruso desaparecía, había reconocido su figura, y el triste aullido en la distancia se lo confirmó sin la menor sombra de duda.

Nunca había temido a los lobos. En las Islas Meridionales no representaban ninguna amenaza; su destreza y astucia eran respetadas, y cazadores humanos y lobunos no se inmiscuían unos con otros. Pero jamás había visto a un lobo de tamaño tan gigantesco. 7 los lobos no podían hablar como los seres humanos...

Índigo se interrumpió, y se dijo a sí misma con severidad que debía comportarse de manera racional. La oscuridad jugaba trucos a la vista; podría muy bien haberse equivocado en lo concerniente al tamaño de la criatura ya que no la vio con claridad mientras huía y quedaba muy poco excluido a una imaginación sobreexcitada; su aterrorizado cerebro podría muy bien haber convertido la respiración estertorosa del animal en palabras. Las pesadillas de su infancia no habían regresado para atormentarla: el inoportuno visitante había sido un lobo, nada más. E incluso si los lobos del País de los Caballos eran mucho mayores que sus primos de las Islas Meridionales, no habría nada de sobrenatural en ellos. Éste se había acercado a su campamento a causa de la curiosidad y el olor a comida; y el fuego y su demostración de agresividad lo habían hecho huir. No pensaba que fuera a regresar.

La tea que arrojara se había extinguido entre la húmeda maleza; la yegua se había calmado y el bosque estaba en silencio una vez más con excepción del chisporroteo del fuego y el intermitente siseo de la pierna del jabato asándose. La visita del lobo había devuelto a Índigo a la tierra, y pudo reemplazar los terrores de la pesadilla con la sólida realidad, con lo que desaparecieron sus supersticiones. Sonrió, de forma un poco forzada, y rescató la comida antes de que se convirtiera en cenizas; se chamuscó los dedos cuando, recuperado el apetito, intentó arrancar pedazos del muslo asado antes de que se hubiera enfriado lo suficiente.

Comió con avidez, y una vez saciada, apagó su sed con el odre de agua. No tenía forma de saber cuánto tiempo había transcurrido, pero un instinto natural le dijo que no faltaba mucho para que amaneciera, y la idea resultaba reconfortante. El bosque ya no la atemorizaba. Pensó en interpretar una última canción con el arpa, una nana que tranquilizara su mente subconsciente hasta la mañana, pero cuando tomó el instrumento sus dedos se movieron despacio a causa del cansancio, y la volvió a dejar en el suelo sin tocarla. El tobillo le dolía con un dolor sordo y punzante que no obstante le era posible, con un poco de esfuerzo, ignorar; el tronco del roble resultaba cómodo ahora que los músculos de su espalda se habían acostumbrado a él. El fuego chisporroteó, la yegua dejó caer la cabeza de nuevo tranquila. El dolor, la sensación de saciedad, junto con la parpadeante luz de las llamas y los ecos de la Canción de la Cosecha se fundieron en un suave y acogedor manto. Índigo se durmió.

Cuando despertó había amanecido ya; una luz grisácea penetraba en el bosque y los pájaros cantaban. La hoguera no era más que una mancha circular de cenizas grises. Algo se había acercado mientras dormía, y llevado los restos del jabato que matara la tarde anterior, dejando tan sólo unas borrosas manchas de sangre sobre la hierba húmeda.

Intentó no pensar en ello mientras bebía de su odre de agua y recogía las escasas posesiones que tenía desperdigadas a su alrededor; sin embargo, seguía presente en su mente. El lobo había regresado, había penetrado en el círculo de luz de la hoguera y cogido los restos del jabato sin molestarla ni a ella ni a la yegua. Podría haberla matado. Una cosa así no había sucedido nunca en las Islas Meridionales, pero aquí —y especialmente cuando pensó en el tamaño del animal— podría ser diferente. Pero en lugar de ello se había acercado y marchado como un fantasma, y lo único que había perdido era la comida de algunos días.

Por alguna razón, aquel pensamiento la entristeció, y la tristeza desencadenó el recuerdo de los sueños que la habían atormentado mientras dormía lo que quedaba de la noche. Esta vez no fueron pesadillas, sino imágenes deprimentes de cosas queridas y perdidas. Había oído la voz de su madre, visto el rostro sonriente de Kirra, sentido el contacto de Fenran. Y había habido algo más, algo que recorrió su sueño como una corriente zigzagueante: una sensación de lástima que la llevaba a olvidar sus propias penas y acercarse a un extraño a quien había gustado su música y le había rogado que tocara más...

Sacudió la cabeza y las imágenes se hicieron añicos y desaparecieron. Se dejaba llevar por la imaginación; era de día, el bosque ya no era una incógnita, y ella debía marchar ya para regresar a Linsk. Su tobillo parecía estar mejor, aunque la hinchada articulación todavía estaba muy oprimida por la bota y le dolía, pero con un poco de paciencia y muchísimo cuidado consiguió montarse en la yegua.

El caballo estaba ansioso por marchar. Índigo levantó los ojos y los entrecerró para mirar por entre el dosel de ramas y hojas, en un intento de orientarse, ahora que el sol empezaba a ascender; pero el espeso follaje y el regreso de las nubes de tormenta lo hizo imposible, y por lo tanto tuvo que adivinar la dirección correcta e hizo girar a su montura en la que esperaba fuese dirección sudeste.

Se dio cuenta de que se había equivocado cuando el bosque empezó a aclararse, luego desapareció, y se encontraron en la cima de una larga y suave colina con los extensos páramos extendidos más abajo ante ellas. El río que rodeaba el bosque dividía la llanura en dos, desparramado en una lenta red de serpenteantes afluentes como una gigantesca telaraña tendida sobre el terreno; aunque el sol resultaba invisible, la luz de la mañana era lo bastante brillante para dar a la escena una trémula cualidad nebulosa. Era muy bello, pero no era Linsk. Se volvió sobre la silla y descubrió que había salido por el lado nordeste del bosque; a su espalda el límite de los árboles reseguía una curva natural del paisaje, y pudo ver más allá de los páramos el lejano resplandor del mar.

La yegua golpeó el suelo con la pata. Olía los pastos del llano, y quería saborearlos. Índigo chasqueó la lengua para retener al reacio animal mientras intentaba decidir cuál sería la ruta más rápida de regreso a Linsk. Cabía la posibilidad, aunque muy remota, de que Danog y Laegoy hubieran retrasado su partida, y el Greymalkin esperase, en aquellos mismos momentos, el regreso de la marea antes de zarpar para recorrer la siguiente etapa de su viaje hacia el norte. Si cabalgaba deprisa podría llegar al puerto antes del mediodía, y puede que a tiempo de reincorporarse al barco. Junto al delta el terreno era llano, lo cual facilitaría un viaje más seguro, pero quizá ganara tiempo si tomaba por el terreno más accidentado y elevado que bordeaba el bosque. El tiempo era de suprema importancia.

La yegua no quería apartarse de la perspectiva del delta y sus verdes pastos, pero Índigo ganó la breve pugna de voluntades, y se pusieron en marcha a un medio galope rápido a lo largo de la inclinada ladera del límite del bosque.

Supo que algo no iba bien cuando la suave marcha a la que había estado viajando se interrumpió de forma inesperada para convertirse en un trote desigual que hizo que : doliesen los dientes. Pocos minutos antes la yegua había tropezado, introduciendo un casco en uno de los innumerables agujeros de madrigueras que eran un peligro constante. Al parecer, un momento después se había recuperado e Índigo no había vuelto a pensar en el incidente. Ahora, sin embargo, se dio cuenta de que la alazana había empezado a cojear. Aflojó la marcha, se detuvieron e Índigo se deslizó fuera de la silla. Aún seguía sin poder apoyarse en el pie izquierdo, pero consiguió cojear hasta colocarse al otro lado de la yegua para examinarla. El animal permanecía con la pata delantera derecha encogida, y cuando Índigo deslizó su mano hasta el corvejón, la yegua agitó la cabeza y se revolvió inquieta, mientras la muchacha se maldecía a sí misma. Cualquiera con una pizca de sentido común hubiera tomado el camino de las tierras bajas junto al río en lugar de cabalgar a toda velocidad por aquel terreno lleno de pozos. Pero ella había ignorado los riesgos en aras de la prisa, y ahora — irónicamente, tras su propia lesión— el tropezón había dado como resultado un tendón dislocado. Podía dar gracias de que la pata de la yegua no estuviese rota.

Retrocedió y contempló el paisaje que la rodeaba. Lo que vio no fue alentador; la costa estaba aún muy lejos, y más cerca, todo lo que pudo ver fue la deshabitada llanura que se extendía interminable a lo lejos; el único signo de vida era una de las manadas de caballos salvajes que pastaba junto al río a sus pies.

Índigo se dejó caer sobre la hierba. La yegua no podía transportar peso ahora, eso era seguro; y aunque podía seguir andando a paso lento, Índigo, personalmente, no podía avanzar sin una muleta y no tenía nada con lo que fabricarse una. No existía la menor posibilidad de continuar hasta Linsk; estaban totalmente abandonadas a su suerte hasta que alguien viniera a rescatarlas —lo cual parecía muy improbable— o hasta que sus lesiones curaran lo suficiente para permitirles seguir adelante.

O hasta que cayera la noche, y los lobos salieran de nuevo...

Asustada, dio una mirada rápida a su alrededor, como si esperara ver un hocico gris, una forma larga y lustrosa, que se acercara furtiva por entre las hierbas. A plena luz del día tal temor resultaba irracional, pero la noche sería otra cosa, y, con grandes dificultades, Índigo se puso en pie de nuevo para escudriñar más atenta el paisaje con la remota esperanza de descubrir alguna forma de refugio no demasiado lejana.

Los caballos atrajeron su atención, y por primera vez se dio cuenta de la presencia de varios, entre la apiñada manada, que parecían llevar jinetes. Vaqueros, desde luego; los caballos no eran del todo salvajes, sino que debían de estar al cuidado de los hombres de la tribu local. Lo cual quería decir que debía de existir algún poblado no muy lejos.

Estudió a los apelotonados animales con los ojos entrecerrados, deslumbrada por la luz mate del delta del río. A aquella distancia no era probable que los vaqueros la vieran, y mucho menos que la oyesen, si les gritaba; pero un fuego seguro atraería su atención. Índigo arrancó con premura puñados de hierba, formó un montón de tamaño razonable que esperó estuviera lo bastante seco para arder..., pero mientras se preparaba para golpear la yesca, se preguntó de pronto si sería sensato atraer la atención. Aquellos hombres podrían reaccionar de forma hostil ante un intruso en su territorio; aunque no llevaba posesiones que valiera la pena robar, podía ser asaltada, violada, o incluso asesinada...

O podía quedarse allí en el llano, y su segunda noche al aire libre podría traerle males peores que los lobos...

Protegió el montón de hierba con las manos y le prendió fuego. Sea lo que sea lo que los vaqueros fueran capaces de hacer, no tenía otra alternativa. Al menos de esta forma, pensó torvamente, tendría una posibilidad de sobrevivir.

Una diminuta lengua de fuego lamió las briznas de hierba, se agitó vacilante y creció. Índigo la abanicó con su chaquetón, en un intento de crear más humo, y al cabo de unos minutos tuvo la satisfacción de ver cómo dos de los lejanos jinetes apartaban sus caballos de la manada principal, gritaban y gesticulaban uno al otro, sostenían luego una corta conferencia y lanzaban después sus caballos al galope para cruzar el río en dirección a ella.

Índigo volvió a ponerse de pie al acercarse los jinetes. El poni de uno de los vaqueros relinchó; la yegua alazana devolvió el saludo, e Índigo se llevó la mano subrepticiamente al cuchillo que pendía de su cinturón.

Los vaqueros tiraron de las riendas de sus ponis para detenerlos. Eran hombres menudos y fornidos de rostros anchos del color y la textura del cuero viejo y de ojos rasgados. Sus ropas recordaban las del capitán de puerto de Linsk, pero eran más llenas de color; botas cortas de cuero, pantalones anchos de fieltro, jubones y chaquetones adornados con una extravagante colección de remiendos de fieltro, pedazos de piel y discos de plata y de cobre. Ambos llevaban gorros de fieltro bordados con orejeras sobre sus grasientos cabellos negros..., y también llevaban lanzas, cuyas afiladas puntas se cernieron a pocos centímetros de Índigo.

Intentó que su nerviosismo no se reflejara en su rostro, y se inclinó para juntar las palmas de las manos en lo que esperaba fuera un gesto universal de amistad.

—Saludos, amables señores. —Hablaba despacio; existía la posibilidad de que tuvieran algún conocimiento de la lengua de un país vecino.

La escudriñaron con la mirada; luego uno de ellos agitó su lanza en un gesto que no fue capaz de interpretar y replicó en un idioma que no comprendió. Era una curiosa mezcla de sonidos guturales y

de sonsonetes, y la muchacha sacudió la cabeza.

—Lo siento. No os comprendo. —Para dar más énfasis a sus palabras, extendió los brazos en gesto de impotencia.

Los hombres se consultaron algo y luego el que se había dirigido a ella acercó su peludo poni e indicó a la yegua con un sonido de interrogación.

—Mi caballo está cojo. —Índigo imitó, como pudo, a un caballo cojo, y se inclinó para tocar la pata delantera del animal—. Y yo también, me he hecho daño en una pierna.

Debieron de comprender la esencia de lo que les decía, ya que el hombre le hizo una señal con la lanza para que se apartara mientras su compañero desmontaba y se acercaba a examinar la yegua. Sabía lo que hacía; el animal apenas si se movió, y cuando lo hizo él le canturreó tres notas en voz baja que parecieron calmarla. Terminado el examen, volvió su atención a Índigo, indicó el morral y dijo algo que ella interpretó como una orden para que lo depositara en el suelo.

Se desató el morral con inquietud y lo colocó sobre la hierba junto a su arpa y su arco. Mientras el primer hombre mantenía la lanza dirigida a su estómago, el otro llevó a cabo un veloz y silencioso inventario, e Índigo observó con agitación cómo sus posesiones eran cargadas en un serón sujeto al lomo de uno de los ponis. Cuando hubo concluido, el que la vigilaba apagó a pisotones los restos de la hoguera, volvió la lanza y la empujó con el mango, indicando hacia el poni que no llevaba carga. Ella asintió con la cabeza para indicar que había comprendido. Si lo que querían era que montara, aquello era una buena señal; al menos no pensaban matarla de inmediato.

Cuando demostró ser incapaz de montar sin ayuda, el hombre maldijo por lo bajo —Índigo dio por sentado que la maldecía a ella— y la subió con malos modos sobre el lomo del caballo, aunque tomó él las riendas. La lanza seguía su inquieto balanceo cerca del indefenso cuerpo de Índigo, pero de momento no parecía estar en peligro, y no protestó cuando el segundo hombre condujo su yegua y se pusieron en marcha alejándose del delta.

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