CAPÍTULO 18


Durante un largo y silencioso momento, Índigo contempló sin poder decir nada el rostro sereno y hermoso del ser resplandeciente. Y despacio, tan despacio que resultaba como el despertar de una larga fiebre, la comprensión se hizo en su mente. Los árboles, esta tierra, el olor y el contacto de la nieve que caía en silencio, habían vuelto a cruzar la puerta del mundo diabólico y regresado al reino de la Tierra.

Sintió algo cálido que se apretaba contra sus piernas y comprendió que Grimya había ido a reunirse con ella. El animal temblaba, pero no de frío; Índigo se inclinó para posar una mano sobre la cabeza de la loba, deseaba tranquilizarla pero le fue imposible encontrar las palabras adecuadas.

Grimya. —Los lechosos ojos dorados se posaron en la loba, y se llenaron de repente de cordialidad y afecto—. No tienes nada que temer.

Grimya dejó de temblar y lanzó un débil gemido.

—Yo... —La gutural y dolorida voz surgió de su garganta mientras, todavía confusa y atemorizada, se esforzaba por hablar—. Por favor, yo...

—Tranquilízate, hermana. —El emisario extendió la mano, y muy despacio, obligada por algo más allá de su control, Grimya se adelantó; la mano acarició su cabeza, y un prolongado estremecimiento recorrió el cuerpo del animal.

—Has encontrado una amiga buena y leal, Índigo —dijo el emisario.

Índigo asintió con gran seriedad.

—Si no hubiera sido por Grimya hubiera caído bajo la influencia de Némesis —repuso—. Ella...

—Sé lo que hizo. —También había amabilidad para ella en la sonrisa del ser, y el corazón de Índigo empezó a latir con fuerza—. Y sé que se necesita valor para reconocer que has estado a punto de fracasar.

—¿4 punto? —Índigo dejó caer los hombros, su voz se volvió aguda de repente—. No. La verdad es que fracasé. Traicioné tu confianza; la confianza de la Madre Tierra. —Levantó los ojos y su mirada desafió al emisario a negarlo—. En esa parodia de Carn Caille habría matado a Grimya, si hubiera podido, para recuperar a Fenran. Sólo cuando me provocó para que viera a través de los ojos de un lobo tuve las fuerzas necesarias para luchar contra mi demonio. Se me probó y fallé.

—Tú te probaste a ti misma, Índigo. Y al final, triunfaste. Tu presencia aquí es prueba suficiente, ¿no es así?

Índigo no contestó, sino que miró a su alrededor. A su espalda, con un débil brillo en la difusa luz del cielo que se elevaba sobre sus cabezas, estaba la ladera rocosa con su hendidura natural donde Némesis se había hecho pasar por un duende de la arboleda. La diminuta cascada estaba congelada ahora en una inmóvil catarata de carámbanos, el estanque a sus pies se había convertido en un negro espejo de hielo; recordó cómo la habían engañado, cómo se había abierto la diabólica entrada para arrastrarla al mundo del sol negro. Recordó el abismo, las ilusiones, la burla de Némesis. Y a Fenran. Por encima de todo, a Fenran.

—El precio del éxito fue alto —dijo el emisario con suavidad, conocedor de lo que pensaba—. Pero quizás encontrarás consuelo en el pensamiento de que has aliviado un poco el tormento de tu amado.

Ella levantó la cabeza.

—¿Aliviado...?

El ser asintió.

—Con cada derrota que padecen, el poder de los demonios se debilita de forma proporcional. Le has facilitado a Fenran un pequeño alivio, al menos.

Índigo arrugó la frente, luchando por aceptar aquella idea. ¿Un pequeño alivio? No era nada comparado con lo que pudiera haberle otorgado. Pero sabía en su interior —aunque no era ningún consuelo— que comprar la libertad de Fenran como había estado a punto de hacer hubiera resultado la victoria más amarga de todas.

Miró de nuevo al helado estanque, y repuso:

—Vine aquí buscando una clase de sabiduría. Al parecer no encontré más que mi propia estupidez.

—No —replicó el emisario—. No lo creo. —Y cuando ella le devolvió la mirada, sin comprender, añadió—: Los conocimientos que intentabas encontrar en la arboleda estaban ya en tu interior. Recuerda la prueba por la que pasaste en ese mundo, piensa en lo que hiciste; luego mira en tu propia mente. ¿Qué ves?

Durante un instante estuvo de regreso en aquella réplica de Carn Caille, penetró de nuevo en las sensaciones de aquella conciencia extraña y animal que le había facilitado las fuerzas necesarias para revolverse contra su demonio. Y a medida que el recuerdo tomaba forma sintió que aquella creciente oleada bullía de nuevo en su sangre, en sus huesos; sintió cómo el cambio se iniciaba en su interior...

Loba...

Asustada, intentó controlarse; y ante su sorpresa sintió que las sensaciones se doblegaban ante el control de su mente. Se deslizaron fuera de ella, se desvanecieron, y miró, aturdida, al emisario. El ser resplandeciente sonrió.

—El poder está en ti, Índigo, para que lo utilices.

Grimya... —Incapaz todavía de creer, de asimilar lo que le decían, Índigo se volvió hacia su amiga.

—«Es cierto.»

Grimya le respondió con la mente, e Índigo pudo escuchar su silenciosa voz psíquica con la misma claridad que si la loba hubiera hablado en voz alta.

«Has despertado. Lo veo en tu mente.»

El emisario sonrió a la loba.

Grimya es más sabia de lo que cree. —Entonces sus ojos se encontraron de nuevo con los de Índigo—. Has obtenido la recompensa de tus recién adquiridas habilidades, criatura. Y en consecuencia, la Madre Tierra me ordena que te conceda otro regalo que pueda serte de ayuda en el futuro. —Le tendió una elegante mano—. Ven; sigúeme. —Y dio la vuelta y se alejó entre los árboles.

Grimya permaneció pegada a Índigo mientras el ser resplandeciente las guiaba por entre las tupidas ramas. Un vaho blanco escapaba de sus bocas y se mezclaba con el aire helado; la nieve caía incesante para cubrir los dos juegos de pisadas que dejaban tras ellas. Grimya no dejaba de mirar a su alrededor, los ojos bien abiertos e inquisitivos, e Índigo leyó los pensamientos a medio formar de la mente de la loba.

«Invierno.»

Cuando penetraron en el mundo demoníaco estaban a principios de primavera; ahora el año había avanzado a través de la madurez del verano hasta el mes de la escarcha o tal vez más allá. Recordó lo que el emisario le dijera en su primer encuentro, acerca de que las corrientes del tiempo se movían por rutas extrañas y diferentes en los mundos situados más allá de la Tierra; y con suavidad, en silencio, intentó transmitir a Grimya que no había necesidad de dudar o asustarse.

Llegaron a un lugar donde los árboles parecían ser menos abundantes, y el ser resplandeciente se detuvo. Al mirar a su alrededor, Índigo tuvo la impresión de que era el mismo lugar desde el que había partido sola en busca de la magia de la arboleda; aunque la llegada del invierno lo había cambiado por completo, le resultaba vagamente familiar.

El emisario aguardó hasta que estuvieron todos juntos, luego indicó el suelo. Y allí, sobre la capa de nieve, intactos y sin haber sufrido el menor daño, estaban el arpa, el arco y el cuchillo de Índigo. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.

—Los hemos guardado para ti —dijo el emisario—. Eso sí nos era posible.

La muchacha se arrodilló sobre el suelo, sin importarle la nieve húmeda, y tomó sus valiosas pertenencias entre sus brazos mientras tartamudeaba unas sinceras palabras de agradecimiento. Luego calló y levantó la vista.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

Hizo la pregunta vacilante; y de repente lamentó haberla hecho, no fuera que no pudiera soportar la respuesta.

—Las estaciones han recorrido un círculo completo, y se han movido de nuevo hasta llegar al invierno.

Un año y medio...

Índigo pensó en las Islas Meridionales, y sintió una débil punzada de dolor. Para ella no habían transcurrido más que unos pocos días desde que dejara su país; sin embargo, entre las paredes de Carn Caille se habían celebrado ya dos primaveras, dos cosechas, dos banquetes de invierno. Pensó en los viejos amigos, y se preguntó cuántos de los que había conocido se habrían marchado ya para siempre.

—Hay paz en tu país —le informó el emisario con suavidad—. Y hay muchos que aún recuerdan con cariño a Kalig y a su familia en sus plegarias.

Índigo parpadeó para librarse de las lágrimas que se helaban en sus pestañas.

—Un día regresaré —susurró; levantó los ojos e insufló a su voz de un ligero tono de desafío—: Lo haré.

El ser avanzó hacia ella y posó las manos sobre sus hombros, para mirarla fijo a los ojos.

—La Madre Tierra comparte tu esperanza —anunció con voz grave—. Sea lo que sea lo que te aguarde, no lo olvides jamás.

—No..., no lo olvidaré...

El emisario retiró las manos.

—Y ahora, ha llegado el momento de que nuestros caminos se separen. Pero antes de despedirnos, tengo unos regalos para ambas. Índigo, este regalo te lo has ganado para que te ayude en tu camino.

El emisario alargó una mano hacia ella, e Índigo vio en la palma un pequeño guijarro marrón veteado de verde y oro. Vacilante extendió la suya y tomó el regalo; tenía un tacto extrañamente cálido y, cuando lo contempló con más atención, le pareció vislumbrar una puntita de luz dorada que se movía en el interior de la piedra como una diminuta luciérnaga cautiva.

—Ésta es tu piedra-imán, Índigo —dijo el ser resplandeciente—. Te guiará con fidelidad en tu búsqueda de los demonios que te has comprometido a destruir. No tienes más que sostener la piedra en tu mano, y la luz de su interior te mostrará qué camino debes tomar. Jamás te fallará.

Los dedos de Índigo se cerraron alrededor de la piedra; parecía palpitar en su mano, como si un corazón diminuto latiera en sus profundidades, y era una sensación reconfortante aunque en una forma que no podía definir. Levantó la vista.

—Gracias... —dijo en voz baja.

—Se te da de buena gana. Y ahora, Grimya. —El ser se inclinó para acariciar a la loba, que había asistido a la conversación con una vaga expresión de melancolía—. Hermanita, posees un corazón afectuoso y leal digno de los de tu clase. Sin embargo padeces una aflicción, y ésta te ha convertido en una proscrita. ¿Te gustaría librarte de este estigma, Grimya? ¿Ser libre para reunirte con los tuyos, para vivir con tus parientes y tus amigos en el bosque y no volver a estar sola jamás?

Grimya levantó la mirada hasta aquel rostro sereno, y su hocico se estremeció.

—¿No ser... diferente?

—Exacto. Ser un lobo de verdad, como los demás lobos. Ése es el regalo que te ofrezco.

Grimya vaciló, y sus ojos se encontraron con los de Índigo. Su expresión era extraña e ininteligible. Luego respondió:

—¡N-no!

Grimya... —empezó a decir Índigo, pero la loba la interrumpió antes de que pudiera decir nada más.

—No..., no he sido nun... nunca un lobo como los otros lobos. No..., no creo que pudiera aprender a serlo ahora. Y... ¡no quiero abandonar a mi amiga!

Índigo se volvió llena de repentina angustia al darse cuenta de que desde el momento en que el emisario había hablado, ella había sabido lo que Grimya respondería. Y se sentía dividida en dos por el conocimiento de que separarse de la loba con quien había compartido tantas tribulaciones resultaría una pena difícil de soportar; pero que sin embargo, por el bien de Grimya no podía, no debía, dejar que fuese de otra forma.

Con voz temblorosa dijo:

Grimya, debes esforzarte en comprender. Debemos seguir caminos separados; no estaría bien que te quedaras conmigo.

—No —reiteró Grimya, tozuda—. Soy tu amiga.

Desesperada porque los sentimientos de la loba reflejaban tan fielmente los suyos, Índigo se volvió para apelar al emisario.

—¡Por favor, has que comprenda! No puedo pedirle algo así; no sería justo para ella. No ha hecho nada para merecer la carga que yo llevo sobre mis espaldas; ¡no permitiré que lo haga!

—Es ella quien debe elegir —repuso el emisario con suavidad.

—¡Pero no sabe a lo que se enfrentará!

—Lo sabe.

Índigo negó con la cabeza.

—¿Qué clase de vida le espera si viaja conmigo? Cuando sea vieja y débil, mientras que yo me veo obligada a seguir adelante, ¿qué le sucederá a ella entonces?

Grimya le contestó:

—¡No... me importa!

—Aguarda. —El ser resplandeciente levantó una mano, y miró a la loba—. Si Grimya no quiere el regalo que le he ofrecido, entonces puedo ofrecerle otro. Grimya: ¿deseas realmente viajar con Índigo, y ayudarle en su misión?

—¡Sí! —jadeó Grimya.

—¿A pesar de los peligros que puedas encontrar?

—El peligro no importa.

El emisario continuó mirándola durante unos instantes. Luego asintió con la cabeza, y repuso:

—Sí. Veo que dices la verdad, hermanita. —Se volvió hacia la muchacha—. Índigo, es la voluntad de Grimya el acompañarte, y por lo tanto eres libre de aceptar o rechazar su compañía según los dictados de tus propios deseos. Si aceptas, puedo otorgarle la misma inmortalidad que tú has obtenido, si ella lo desea; aunque debe comprender, al igual que tú lo haces, que tal don puede ser tanto una maldición como una bendición. —El ser se detuvo—. ¿Lo comprendes, Grimya?

—Sí. Y... lo acepto de buena gana.

—Muy bien. —El rostro del emisario era severo—. ¿Bien, Índigo? ¿Qué decides?

Índigo contempló a Grimya. Los ojos de la loba brillaban con excitación mezclada de aprensión, y de repente la muchacha comprendió que ya no podía fingir sentimientos que no eran reales. Sea lo que fuese lo que el futuro le deparase, una compañera y amiga leal era más valiosa que el oro. Y la soledad era la más lúgubre de las privaciones...

Respondió, con un nudo en la garganta:

—¿Es eso de verdad lo que quieres, Grimya?

Grimya balanceó la lengua.

—Sabes... que sí.

—Entonces... sí. —Fue incapaz de decir nada más; las palabras no le salían—. Sí...

Despacio, como si aún no pudiera reunir del todo el coraje necesario para demostrar su alegría, la cola de Grimya empezó a menearse. El emisario le sonrió.

—Que te acompañe la buena suerte, hermanita. —Su mirada dorada pasó de ella a Índigo—. Y también a ti, criatura; buena suerte. Te vigilaremos, y te ayudaremos cuanto podamos.

La muchacha alzó una mano. Quería hablar, tocarlo, hacer algún gesto que, por muy inadecuado que fuera, expresara lo que sentía. Pero en el mismo instante que extendía la mano, una aureola dorada apareció alrededor de la elevada figura del emisario. El aire empezó a relucir, y el ser desapareció.

Durante un buen rato, Índigo permaneció inmóvil, consciente sólo del incesante caer de la nieve, del débil crujir de las ramas bajo la brisa nocturna. Luego avanzó con cuidado sobre la gruesa y blanca alfombra. Grimya se acercó y apoyó la cabeza contra las manos enlazadas de la muchacha. Se miraron la una a la otra: ojos violeta clavados en ojos marrón dorado que compartían un acuerdo tácito. Entonces Grimya se agitó ansiosa, dio la vuelta, y trotó hasta el borde del claro. Allí arrugó el hocico, olfateó el aire, y luego se volvió para mirarla por encima del lomo.

«Siempre me ha gustado la nieve.»

Una ligera e involuntaria sonrisa asomó a los labios de Índigo.

«La caza será buena», añadió Grimya, y su cola golpeó contra un joven árbol, de suerte que provocó una lluvia de nieve procedente de las ramas que colgaban sobre su lomo. Se sacudió con fuerza. «¡Mañana comeremos muy bien!»

Conmovida por el inocente entusiasmo de su amiga, Índigo se echó a reír. No era más que una risita, pero ayudó a disolver el nudo que sentía en su interior. Contempló la piedra-imán que aún sujetaba en su mano: latía sin cesar y desprendía una suave calidez. La diminuta luz brilló para ella en la oscuridad, revoloteando en un extremo del guijarro. Al norte. Lejos del País de los Caballos, en dirección a las extrañas y desconocidas tierras del gran continente occidental. Y a pesar de su tristeza, una sensación que podría haber estado lejanamente emparentada con la excitación de Grimya, se agitó en ella.

Con un cuidado que bordeaba la reverencia, deslizó la preciosa piedra-imán en el interior de la bolsa que colgaba de su cinturón. Luego recogió su arpa guardada en el interior de su funda, se la colgó de un hombro junto con la ballesta, y metió el cuchillo en el estuche que pendía de su cintura. No volvió la cabeza en dirección a la silenciosa arboleda; cuando Grimya se puso en camino internándose en el bosque, vaciló tan sólo un momento antes de seguir a la loba y dejar el claro a la quietud de la noche y a los copos de nieve que caían suaves y constantes.

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