CAPÍTULO 10


El poblado de los vaqueros estaba metido entre dos pliegues del terreno, una serie de casas de color pardo que se recortaba contra las verdes laderas de las colinas que los protegían. Cuando se acercaron a la entrada de la empalizada les salió al paso un corro de niños que los rodeó para contemplar absortos y en silencio a la extranjera; ataviados con ropas de colores brillantes y de rostros menudos y solemnes, eran reproducciones en miniatura de sus mayores. La voz aguda de una mujer les ordenó que se marcharan, y, de mala gana, se dispersaron mientras los anfitriones de Índigo —o sus capturadores— la conducían a través de la puerta.

Tuvo poco tiempo para adquirir una primera impresión del poblado, quedándose sólo con una imagen de casas de una sola planta y techo de paja colocadas en un tosco círculo alrededor de un polvoriento y pisoteado pedazo de terreno con un pozo en su centro. Unos pequeños campos de labranza se desparramaban ladera arriba más allá de los edificios; cerca de la cima vio una bomba de irrigación movida por dos perros sujetos a un malacate que giraba con lentitud. Más perros, primos lejanos de los perros de caza de las Islas Meridionales, se acercaron haciendo fiestas o gruñendo, según la naturaleza de cada uno, en torno a las patas de los caballos; la yegua dio un quiebro nerviosa y puso los ojos en blanco hasta que una lacónica orden de uno de los hombres los hizo marchar.

Mientras la yegua se tranquilizaba de nuevo, una anciana se abrió paso por entre la multitud hacia ellos, y los aldeanos se apartaron con una deferencia que daba a entender que era una persona importante. Era grotescamente gruesa, y en contraste con las ropas de brillantes colores que la rodeaban, sus muchas capas de ropa eran totalmente negras. Su único adorno consistía en una cinta de discos de cobre batido alrededor de la cabeza; bajo ella sus ojos relucían negros y agudos en un rostro agrietado como un estrato rocoso. La mujer se detuvo y contempló a Índigo de arriba abajo como si evaluara una res en un mercado. Luego se volvió, hizo señas imperiosamente a dos mujeres que permanecían de pie allí cerca y lanzó una aguda y entrecortada andanada de órdenes.

Las mujeres se adelantaron presurosas y la lanza del hombre señaló en dirección a la pierna de Índigo; debía desmontar y dejar que la atendieran. La muchacha apenas si podía apoyar su pie izquierdo en el suelo; al comprobar su incapacidad de andar, las mujeres empezaron a parlotear como pájaros asustados y medio la acompañaron medio la transportaron hasta un edificio alargado con el tejado de paja, que parecía una especie de casa comunal. La depositaron sobre un jergón relleno de brezos cerca de un perezoso fuego de turba que ardía en el centro de la habitación, y con mucha gesticulación empezaron a sacarle la bota del pie izquierdo. Permaneció callada mientras parloteaban, los ojos fijos en su tobillo hinchado, y se sometió a la aplicación de una cataplasma. A pesar de que no podía entender ni una palabra de su locuaz conversación, su actitud la tranquilizó, ya que parecía indicar que era una invitada, más que una prisionera.

Casi habían terminado su trabajo cuando la puerta se abrió y un raudal de luz entró en la sala; la anciana de negro hizo su aparición, acompañada de un hombre igualmente anciano, calvo y con una barba rala adornando su barbilla. También él llevaba discos de cobre en la frente, y, por la rapidez con que sus dos cuidadoras se pusieron en pie respetuosamente, Índigo adivinó que aquellos dos debían de ser los habitantes de más edad del poblado.

Hizo un gesto apologético para demostrarles que no podía alzarse para saludarlos, y el anciano levantó una mano, mientras su arrugado rostro le dedicaba una sonrisa cortés pero reservada.

—No levantar —dijo, en el mismo idioma de Índigo.

La muchacha parpadeó, sorprendida.

—Gra... gracias.

—Yo ser Shen-Liv —le comunicó el anciano—. ¿Tú ser...? —Enarcó las cejas con gesto interrogativo.

—Índigo. —Efectuó una reverencia lo mejor que pudo desde su posición de sentada—. De las Islas Meridionales.

—Islas Me-ri-dio-na-les. —Lo pronunció con un énfasis peculiar—. Ah, sí. Conocemos bien.

—Habláis nuestra lengua de un modo excelente, señor.

La sonrisa de Shen-Liv se cubrió de humildad.

—Comerciamos con Scorva, las Islas Meridionales, otros lugares. Caballos por... —buscó la palabra apropiada—, por metal.

La anciana, que la había estado observando con una inquietante falta de expresión, lanzó de repente una retahila de preguntas ininteligibles. Shen-Liv las contestó con rapidez, luego miró de nuevo a Índigo.

—La Abuela quiere saber: ¿cómo tú llegas aquí, con pierna enferma, tu caballo también con pierna enferma?

Índigo sonrió con cierta tristeza.

—Me hice daño al caer y tuve que pasar la noche en el bosque. Esta mañana iba de regreso a Linsk cuando mi yegua introdujo la pata en el agujero de una madriguera y se quedó coja. Dos de vuestros hombres me encontraron, y me trajeron aquí.

—Ah. —Shen-Liv asintió, luego la miró de arriba abajo—. Tú caes. ¿Del caballo?

—Sí.

—Los buenos jinetes no caer sin buen motivo, y tu yegua no parecer mal adiestrada. —La implicación de que probablemente ella era una incompetente resultaba obvia.

—No —respondió Índigo con un ligero nerviosismo en la voz—. Un animal que encontramos en el bosque asustó a mi yegua. —Se interrumpió; recordó su enorme tamaño, sus ojos relucientes, el pánico. Shen-Liv interpuso con rapidez:

—¿Animal? ¿Qué animal era ése?

Sacudió la cabeza y respondió con voz fatigada:

—No lo sé. Sucedió tan deprisa... No estoy segura. —Se pasó la lengua por los labios resecos—. Quizás... un lobo.

La Abuela dejó escapar un «¡Ja!», como si ésta fuera una palabra que conociera, y el rostro de Shen-Liv adquirió un aspecto más severo y concentrado.

—¿Lobo?

—Sí. Eso... creo. Y más tarde, durante la noche, algo se acercó al fuego que encendí: no lo vi con claridad, pero lo... lo escuché.

El anciano entrecerró los ojos y la estudió con atención, como si sospechase que pudiera convertirse en un licántropo en cualquier momento y metamorfosearse ella misma.

—Crees que fue un lobo —dijo poniendo énfasis en el verbo receloso—. ¿Qué significar tú con eso? Un lobo es un lobo: o ver o no ver.

—No puedo estar segura. —No lo miró a los ojos, y la Abuela avanzó arrastrando los pies hasta que quedó a un paso del lugar donde Índigo se sentaba.

La anciana miró con fijeza a la muchacha, su expresión todavía ilegible, luego retrocedió y le espetó algo a Shen-Liv. Índigo recibió la impresión de que a la mujer o bien no le gustaba o desconfiaba de lo que había visto.

—La Abuela decir que tú no contar toda la verdad —le informó Shen-Liv—. Decir hay algo más, algo tú mantener en secreto.

Así que la anciana era vidente. Debiera haberlo sabido; debiera de haberse dado cuenta de que, al igual que las brujas de las Islas Meridionales, percibiría las evasivas de la misma forma que un perro olía a la liebre. Ya había perjudicado bastante su propia causa, seguir fingiendo sólo empeoraría las cosas. Les contaría la verdad, por muy increíble que ésta pareciera.

Shen-Liv añadió con brusquedad:

—Esperamos.

Índigo suspiró.

—Muy bien. Hay algo más. No os lo dije, porque pensé que no me creeríais. —Levantó los ojos por fin con candidez—. Ni siquiera sé si yo misma lo creo. Pero la criatura que se acercó a mi campamento, fuera lo que fuese, tuve la impresión de que... me hablaba. —Tragó saliva, deseando tener a mano una jarra de agua—. ¿Sabéis de algún lobo que pueda hacerlo?

Se produjo un gran silencio. El anciano la miró fijo; entonces la Abuela le golpeó con el codo con fuerza e inquinó con energía:

—¿Ja?

Se volvió hacia ella y le habló rápidamente en voz baja, y la anciana efectuó una señal contra el mal de ojo y siseó una respuesta. Shen-Liv escuchó con atención lo que le decía, asintió, y le hizo una inclinación de cabeza, tras lo cual, ella se volvió con brusquedad y se dirigió a la puerta. Las dos mujeres que habían atendido a Índigo salieron corriendo detrás de ella y a los pocos momentos la desvencijada puerta se cerraba a sus espaldas, dejando a Índigo y a Shen-Liv a solas.

Shen-Liv se acomodó encima de un jergón al otro lado del fuego y cruzó las manos sobre el regazo. Bajo la vacilante luz de las llamas su rostro parecía tallado en granito, y unas rojas puntas de alfiler se reflejaban en sus ojos.

—Bien —dijo con suavidad, pero en un tono que no era para tomarlo a la ligera—. Contar toda tu historia, ahora.

Y de esta forma, Índigo relató todo lo que le había sucedido desde su llegada al País de los Caballos a bordo del Greymalkin. Fue un relato muy breve; pero cuando llegó a la descripción de la criatura que había merodeado alrededor de su fuego, y de los sonidos guturales que, a ella, le habían parecido escandalosamente similares al habla humano, Shen-Liv exigió conocer todos los detalles: lo que había visto, cómo había reaccionado, lo que pensaba que el inoportuno visitante le había dicho. Índigo descubrió que su memoria era dolorosamente fiel: las atormentadas palabras, «Música, me gusta la música», resonaron en su cabeza mientras las repetía al anciano, y, cuando por fin terminó su relato, éste se sentó sobre sus talones, con rostro solemne.

—Es como la Abuela decirme —dijo—. Tú mucha suerte de no morir en el bosque. Fue la música, creo, la que salvar del demonio tu vida.

El color desapareció del rostro de Índigo.

—¿Demonio?

—Sí. El lobo no era un lobo. Era un shafan.

Y, al ver que la joven estaba a la vez desconcertada y acobardada, Shen-Liv le explicó de qué se trataba. El shafan era un demonio del País de los Caballos, ni hombre ni animal pero con elementos de ambos; un devorador de carne, un merodeador, un asesino. Según la leyenda podía tomar la forma de cualquier criatura, pero acostumbraba a escoger la de un depredador: lobo, leopardo blanco o carcayú. Que él recordase, dijo Shen-Liv, no se había visto nunca un shafan en las praderas ni en el bosque: los ritos mágicos y los sacrificios que celebraban las ancianas mantenían a raya a tales diablos. Pero durante la primera luna llena del invierno, dos vaqueros informaron haber visto un lobo de un tamaño anormalmente grande cerca del río. Los cazadores salieron en su busca temiendo por sus yeguas, pero no encontraron nada. Más tarde llegaron noticias sobre ataques a las manadas de ponis, de un poblado situado a un día de distancia a caballo. Un animal, o dos como máximo; no una manada de lobos, decía el mensaje; pero no había en la región ningún animal salvaje lo bastante grande como para vérselas con un caballo adulto a menos que fuera en grupo. Luego siguieron llegando más noticias de gente que había visto algo, todo ello añadió leña al fuego: un lobo enorme visto fugazmente en el bosque, una criatura que vagaba por los llanos que gritaba con la voz de un hombre y en lengua humana pero que cuando se le salía al paso huía entre gruñidos, una aparición oscura y delgada de ojos llameantes descubierta cuando atisbaba justo detrás de la empalizada del poblado. Las sospechas y los rumores se convirtieron al fin en certeza: un shafan rondaba por las praderas. Y ahora la misma experiencia de Índigo lo había confirmado más allá de la duda.

—Tú tener mucha suerte —le dijo Shen-Liv con enfática gravedad—. Es raro que un humano y un shafan se encuentren y el humano siga vivo. —Arrugó la frente—. No es una muerte agradable, creo.

Índigo reprimió un escalofrío.

—Dijisteis que mi música me salvó la vida. No lo comprendo.

—Ah, sí. La música es algo mágico, eso dicen las mujeres. Puede... —Vaciló al no encontrar las palabras adecuadas en aquel lenguaje con el que no estaba demasiado familiarizado—, puede seducir al shafan, hacer que no atacar, si la música es la correcta. ¿Comprender?

Cushmagar le había enseñado a fondo la magia peculiar de la música. Índigo asintió.

—Comprendo.

—De modo que tu tener favor de la Madre Tierra. Eso, creo yo, es una señal. —Shen-Liv se puso en pie con dificultad. Bajó los ojos hacia ella y la contempló con atención—. Debo contar esto a los otros het del poblado. Las mujeres regresar para terminar cuidar tu pierna mala; más tarde comeremos aquí, entonces hablaremos más. —Meneó la cabeza, un conciso pero cortés reconocimiento de su satisfacción—. Habrá mucho que decir.

Y con estas palabras, Shen-Liv abandonó la casa.

Las dos mujeres regresaron, terminaron su trabajo y se fueron de nuevo, e Índigo no vio a nadie más durante el resto del día. Sus cuidadoras le habían dejado una jarra con agua, pero nada de comida; y aunque se sentía bastante cómoda, y agradecida por su ayuda, se sentía a la vez un poco inquieta todavía por la actitud de los aldeanos hacia ella. Las atenciones de las mujeres y la reservada cortesía de Shen-Liv no daban a entender hostilidad, pero sin embargo la habían dejado sola e indefensa, despojada de sus posesiones, hasta que desearan volverla a interrogar. Su única pizca de consuelo era la aseveración de Shen-Liv de que debía gozar «del favor de la Madre Tierra»: una declaración inconscientemente irónica pero que, estaba segura, le garantizaría su seguridad mientras él siguiera con esa creencia.

Más allá de la alargada casa el sol giraba y lanzaba rayos de un polvoriento color pardo a través de la estrecha ventana que Índigo tenía a su espalda. El fuego convertía la habitación en un lugar sofocante; cansada todavía después de la agitada noche dormitó la mayor parte de la tarde, y cuando se despertó el sol ya se ponía, del fuego no quedaban más que unas brasas y las sombras embargaban la casa. En el exterior escuchó gran actividad, cascos que batían sobre el suelo y voces de hombres que se mezclaban con el agudo parloteo de las mujeres y los gritos de los niños; un perro empezó a ladrar con ferocidad, luego aulló cuando alguien le dio una patada para que callara. Al parecer, los vaqueros habían regresado de los prados; y a los pocos minutos la puerta de la casa alargada se abrió para dar paso a varias mujeres y muchachas que empezaron a reavivar el fuego y mover los jergones hasta formar un círculo alrededor de la hoguera. Encendieron también velas de junco, las cuales daban muy poca luz pero sí gran cantidad de humo que apestaba a sebo rancio, luego las mujeres trajeron bandejas cargadas de cuencos llenos de lo que parecía una variedad de pedazos de carne y verduras. Por último instalaron un pesado trébede sobre el fuego, y sobre éste un gran caldero de hierro en el que empezó a borbotear un líquido muy condimentado.

Cuando las mujeres se retiraron, penetró un joven en la casa. Era alto para ser un habitante del País de los Caballos, y vestía de forma menos complicada que la mayoría de los hombres que había visto. Por sus modales y gestos, Índigo adivinó que era, o al menos se imaginaba ser, un guerrero. Realizó un breve examen de los preparativos, y luego se aproximó al jergón donde ella se sentaba y le dedicó una ligera inclinación. Su expresión era hostil, o quizá desaprobadora, no pudo definirlo.

—Los het del poblado venir ahora a comer. —Sus palabras sonaban abreviadas y poco naturales; el dominio que el joven tenía de su idioma era mucho menor que el de Shen-Liv—. Tú estar con respeto, y contestar cuando hablar a ti.

Índigo comprendió de repente que su resentimiento provenía del hecho de que, para los habitantes del País de los Caballos, las mujeres —excepto las mujeres sabias como la Abuela— eran poco más que muebles, y la idea de que ella disfrutara del privilegio de sentarse entre los ancianos durante su cena había ofendido el sentido del decoro del joven guerrero. Ella le dedicó una débil sonrisa irónica:

—Gracias. Creo que comprendo lo que queréis decir.

El joven frunció el entrecejo, luego se volvió y avanzó, muy erguido, en dirección a la puerta, donde se colocó en posición de firmes mientras los ancianos del poblado —los het— entraban uno tras otro. La Abuela, observó Índigo, no estaba entre ellos: aquélla era una reunión sólo de hombres. Ocuparon sus lugares sobre los jergones y formaron un semicírculo que irradiaba de Shen-Liv; se intercambiaron unas envaradas reverencias y dio comienzo la cena.

Existía, tal y como Índigo descubrió enseguida, un gran protocolo que debía observarse durante la sencilla función de cenar. Shen-Liv entonó unas palabras rituales sobre el hirviente caldero, antes de que nadie pudiera empezar a comer, las cuales remató con un florido gesto al que sus compañeros dieron su aprobación con gruñidos y golpeando el suelo con las palmas de las manos. Tras esto, todos los presentes bebieron, en estricto orden de prioridad, de una jarra comunitaria. Índigo fue la última; al igual que habían hecho los hombres, levantó la jarra con ambas manos, se llevó el borde a los labios y bebió un trago tan largo como se atrevió. El brebaje era un té de hierbas tibio, suave e inocuo. Completado todo este ceremonial, los reunidos empezaron a comer. Se tomaron pedazos de carne o de verdura que se sumergían con gran cuidado —una vez más volvía a observarse un estricto orden de precedencia— en el hirviente caldero, y se comían sin la ayuda de platos ni de cuchillos. Índigo estudió a sus anfitriones y siguió su ejemplo, observando, también, que el banquete se llevaba a cabo en un pétreo silencio. La comida era probablemente muy saludable, pero para su paladar resultaba poco apetitosa. Las verduras eran insípidas, y sospechó que la carne pudiera ser de caballo o incluso de perro, cuyo sabor se disfrazaba mediante una generosa adición de especias al caldero.

Por educación, no puso la menor objeción mientras los cuencos circulaban una y otra vez alrededor del fuego, pero se sintió agradecida cuando la comida tocó a su fin.

Con terrible formalidad, los het sacaron unas pipas de caña corta, que llenaron con hojas curadas y empezaron a fumar. Con gran alivio por su parte no se esperaba que Índigo tomara parte en este ritual; y mientras el humo de las pipas se mezclaba con el del fuego para formar una cortina perfumada por entre las vigas, Shen-Liv rompió el silencio que persistía ya desde hacía más de una hora.

—He hablado con los het —dijo a Índigo—, y la Abuela ha descifrado las señales. Nosotros de acuerdo que hay muy buen presagio en acontecimientos que trajeron a ti aquí.

Los demás ancianos contemplaban ahora a Índigo con atención, y uno o dos que, al igual que Shen-Liv, era evidente que comprendían el idioma de las Islas Meridionales, traducían lo que se decía a sus compañeros en susurrados aparte.

—La Abuela dice —continuó Shen-Liv—, que alguien que ha estada cara a cara con shafan y no resultar herido debe tener poder contra tales dominios.

—¡Shen-Liv, yo no soy una hechicera! —protestó Índigo—. Si la Abuela cree...

—No interrumpir. —Shen-Liv levantó una mano y sus compañeros arrugaron la frente en señal de desaprobación—. Digo, poder. No magia. Es don, como habilidad con caballos, como cantar. La Abuela decir es don de la Madre Tierra, y el don debe usarse para echar shafan de aquí. Ahora. —Se inclinó hacia ella, con un dedo levantado como si regañara a una criatura—. Tú tienes instrumento de hacer música desconocido para nosotros.

—Mi arpa... —La voz de Índigo sonaba muy débil.

—Arpa. —Repitió la palabra como para grabarla en su memoria—. Bien. Utilizarás arpa. Y también tienes un arma, como un arco pero no igual. Dispara muy lejos, creo, y con mucha más fuerza.

Ella asintió.

—Es una ballesta. El principio es el mismo que el del arco, pero resulta, como vos decís, más potente.

—¿Y saber usarla tú? ¿Ser hábil?

—Sí. Me enseñó mi padre, el... —Índigo se interrumpió, consciente de que había estado a punto de pronunciar el nombre de Kalig y sabedora de que no debía, no podía; tragó saliva y sintió un fuerte nudo en la garganta—. Mi padre fue un gran cazador.

Todo esto fue debidamente traducido a los demás, y algunos de los het menearon la cabeza, a todas luces reacios a aceptar el que una mujer aprendiera habilidades propias de un hombre. Siguió una rápida discusión entre ellos, durante la cual Índigo escuchó la palabra «shafan» varias veces. Luego Shen-Liv se volvió hacia ella de nuevo.

—Muy bien. Los het estar de acuerdo, y ahora yo decir a ti qué deber hacerse. Cuando tú curas, y tu caballo cura, tú regresar bosque donde ver shafan, y tocar música para atraer shafan adonde tú estar. Cuando shafan viene tú estarás preparada. Tú matar shafan, y enviar de vuelta al lugar siniestro del que salir.

A sus palabras siguió un profundo silencio. Índigo contempló con asombro a Shen-Liv, quien mostraba una humilde sonrisa de satisfacción, mientras luchaba por controlar la oleada de furia que provocaran sus palabras. «Así de sencillo. Irás allí, y con tan sólo un arpa y una ballesta matarás al demonio que ha estado atormentando al País de los Caballos...»

—Shen-Liv —aspiró con fuerza y se mordió la lengua para evitar que la cólera aflorase y la obligara a arrojar a la cabeza del anciano el primer cuenco vacío que tuviera a mano—. Me parece que no he comprendido bien lo que queréis decir. Desde luego ¿no pretenderéis que regrese al bosque, y mate a esta..., esta cosa, este demonio, sin ayuda?

La sonrisa de Shen-Liv se alargó un poco más.

—Sí. Como yo he dicho a ti.

—Y tal como os he dicho, ¡no soy una hechicera! —Índigo sabía que el tono de su voz iba subiendo, pero no le importó—. No soy un superhombre; si vuestros propios cazadores no pueden matar al shafan, ¿cómo, en nombre de todos los mares, creéis que yo podré?

Permaneció impávido.

—He explicado. Todo está claro y sencillo...

¿Sencillo?

—No gritar —la amonestó Shen-Liv con severidad—. La Abuela decir que tú tener el poder para enfrentar shafan; por lo tanto no haber peligro para ti.

—Shen-Liv. —Tenía que intentarlo una vez más, hacerle comprender que la declaración de la Abuela no era suficiente, que no poseía ningún poder innato contra cualquiera que fuese la criatura que rondaba por el bosque y amenazaba el pueblo—. Por favor, escuchadme. Tal y como he dicho antes, no soy una hechicera. No tengo poder contra los demonios, y no sé nada de vuestro shafan. Si voy sola al bosque a echar a esa criatura, fracasaré, o ella me matará. O ambas cosas.

—Tú no ir sola —le aseguró Shen-Liv con afabilidad—. Acompañar cazadores de aquí, y estarán cerca por si haber problemas. —Sus ojos se entrecerraron de repente, y sus siguientes palabras llevaban una velada amenaza—. Los het han decidido. Esta cosa debe hacerse.

Índigo comprendió lo que se ocultaba detrás de aquella implicación. No le dejaban alternativa.

Entrelazó los dedos con calma y se quedó mirándolos.

—¿Y si... descubro que soy incapaz de intentar lo que me pedís?

Shen-Liv apretó los labios.

—Eso será lamentable —dijo—. Los het tendrán necesidad de quedar arpa, y quedar arma, por si hombres de aquí tener éxito donde tu fallar. —La miró fijamente a los ojos, su mirada resultaba intimidadora—. Y desde luego quedar caballo también, como pago de amabilidad contigo en tu desgracia.

—Entiendo.

Desde luego, había dejado muy clara su posición. O accedía a sus deseos, o la echarían del poblado sin caballo y sin ninguna de sus pertenencias para que sobreviviera como mejor pudiera. La verdad era, pensó Índigo, que no podía hacer otra cosa que ceder.

Los het esperaban su respuesta. Deseó poder decir algo que borrara la sonrisita de autocomplacencia del rostro e Shen-Liv; pero sabía cuál debía de ser su respuesta.

—Muy bien, Shen-Liv. Puesto que me habéis ofrecido esta oportunidad, no seré tan maleducada como para rehusarla.

Su ironía se perdió en el anciano. La sonrisa de éste se transformó en una risa radiante de oreja a oreja, y asintió, haciendo tintinear los discos de cobre de su frente.

—Eso ser bueno. Y ahora que todo ser como debe ser, hay muchos preparativos que hacer. — Levantó las rodillas y, con cierto esfuerzo, empezó a incorporarse. Los demás ancianos siguieron su ejemplo—. Las mujeres ocuparán de ti. Cuando todo preparado, nosotros informar a ti.

Le dedicaron una cortés reverencia, uno tras otro, y se dirigieron a la puerta. Shen-Liv fue el último en marchar, y ya en el umbral se detuvo y volvió la cabeza.

—Nosotros desear a ti buena noche —dijo, y sonrió con la satisfacción del que se ha salido con la suya antes de seguir a sus compañeros y perderse en la oscuridad.

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