Los sones de los cazadores que regresaban a Carn Caille eran audibles ya cuando la gran oleada de jinetes y mastines estaba aún a más de medio kilómetro de distancia. Desde sus aposentos, donde había estado descansando antes de la fiesta de aquella noche, la reina Imogen escuchó los lejanos ladridos, el ansioso y repetido sonar de los cuernos de caza, y sonrió con indulgencia. Una buena cacería, sospechó; los participantes, alborozados por el éxito y alentados por las mutuas felicitaciones, habían empezado ya la celebración.
Se alzó de su diván e hizo sonar una pequeña campanilla para llamar a su doncella. Sólo debía cambiarse el vestido y peinarse para estar preparada para recibir a Kalig, pero quería tomarse su tiempo para asegurarse de tener un aspecto espléndido.
Sentada frente a su espejo mientras la doncella empezaba a cepillarle los largos y rubios cabellos, Imogen sintió una ligera punzada de remordimiento por no haber dejado que Anghara marchara con los cazadores. Kalig había estado de acuerdo con ella en que la prohibición era un castigo apropiado al injustificado comportamiento de su hija, pero Imogen tenía la impresión de que, de no haber sido por ella, él hubiera dejado pasar la cuestión. Se trataba, después de todo, de la última gran cacería antes de la boda de Anghara; por esta época, dentro de un año, si la Madre Tierra así lo quería, la princesa no estaría en condiciones de participar en tales frivolidades y tendría otras y más importantes preocupaciones. Aunque jamás había llegado a comprender la pasión de su hija por lo que ella consideraba un pasatiempo nada femenino, se sentía sin embargo un poco culpable por haber privado a Anghara de lo que bien podría ser su última oportunidad de disfrutar de ello.
¡Ah, bueno!, pensó; no servía de nada lamentarse. Uno no podía hacer retroceder la marcha del sol. Se celebrarían otras cacerías antes de la ceremonia y Anghara pronto olvidaría su desilusión.
El patio, bajo su ventana, estalló de repente en alegres sonidos y, estirando un poco la cabeza, Imogen vio cómo los primeros jinetes pasaban bajo el gran arco entre un repiqueteo de cascos. Kalig iba al frente, con las mejillas enrojecidas por el cortante viento y riendo; Kirra y Fenran a poca distancia detrás de él. Su familia, pensó con tranquilo y satisfecho orgullo. Y más tarde, aquella noche, Anghara se relajaría y abandonaría su enfurruñamiento, de modo que el cuadro quedaría completo.
El mundo era bueno.
—Anghara no está en sus aposentos. —El príncipe Kirra penetró en la habitación de Fenran con aire despreocupado sin llamar, e hizo su anuncio con franco regocijo—. Imyssa dice que no la ha visto desde esta mañana, cuando fue, de muy mala gana, según parece, a obedecer la llamada de mi madre. —Dejó caer su desgarbada figura en una silla tallada, la cual crujió en señal de protesta, y se sirvió una copa de cerveza de una jarra que había sobre la mesa de Fenran—. ¡Ahhh!... —La vació de un trago, se pasó el dorso de la mano por la boca y sonrió de oreja a oreja—. ¡Esto está mejor! ¡Me siento tan seco como el desierto!
Los ojos grises de Fenran lo contemplaron con indulgencia mientras se secaba rápidamente con una toalla. Su primera acción después de un día duro era sumergirse en una bañera de agua caliente y quitarse de encima el sudor y la porquería acumulados durante la jornada; esta aparente adicción al baño desconcertaba a Kalig, pero tenía toda la aprobación de Imogen, y Fenran pensó para sí que la reina se habría sentido agradablemente sorprendida por la civilizada naturaleza de la vida en El
Reducto, su país natal en el norte.
En voz alta, respondió a Kirra:
—Anghara aparecerá cuando quiera. Aparecerá a tiempo para la fiesta, te lo aseguro.
Kirra lanzó una carcajada.
—¡Eres un optimista, Fenran! O eso, o no conoces a mi hermana tan bien como te gusta creer. — Se volvió a llenar la copa—. ¡No digas jamás, cuando estés viejo y debilitado y ella te haya dejado sin ánimos para nada, que no te avisé de la clase de furia que vas a tomar por esposa!
Fenran soltó una risita mientras la imagen de una colérica Anghara aparecía en su mente.
—Lo sé muy bien, Kirra. Y no la querría de ninguna otra forma.
Kirra se levantó, con su cerveza en la mano, y se dirigió hasta la ventana. El sol empezaba a bajar pero todavía brillaba sobre la muralla que rodeaba la fortaleza; aunque el año se acercaba a su fin, la luz del sol era todavía casi perpetua en estas latitudes.
—Yo conozco a Anghara —dijo, dando a entender sutilmente que Fenran no la conocía—. Ni siquiera está en Carn Caille. Habrá salido disparada de aquí como un huracán en cuanto mi madre la haya dejado marchar, y estará por ahí lamiéndose las heridas en uno de sus refugios favoritos.
Fenran se hubiera echado a reír con él, pero, sin aviso previo, algo parecido a una mano helada le rozó la mente. No comprendió aquella sensación, pero, de momento, le inquietó.
—¿Has comprobado en los establos? —preguntó.
Kirra no percibió el repentino cambio en el tono de su voz.
—¿Establos? —repitió sin comprender—. No. ¿Por qué?
—Si Anghara ha abandonado la fortaleza, se habrá llevado a Sleeth.
—¡Oh, ya veo! —Kirra hizo una pausa, luego arrugó la frente—. Creí ver a Sleeth entre los caballos que participaron hoy en la cacería.
—No. Me aseguré de que se quedara aquí.
—¿De veras? —Kirra volvió la mirada, y le sonrió compasivo—. No deberías mimar tanto a Anghara, Fenran. ¡Eso no hará más que causarte problemas más adelante!
Fenran descubrió de repente que tenía que morderse la lengua ya que el implacable tono burlón de Kirra empezaba a crisparle los nervios. Aunque no podía señalar una causa lógica, se sentía preocupado: era un instinto que había surgido en algún lugar indefinido, y había aprendido a confiar en gran medida en tales intuiciones.
—Kirra —dijo, y esta vez el tono de su voz indicaba claramente sus sentimientos—. Creo que deberíamos encontrarla de inmediato.
El joven lo miró fijamente. Por un instante Fenran pensó que el príncipe descartaría sus palabras con otro comentario jocoso; pero Kirra poseía suficiente sensibilidad como para darse cuenta de que esta vez las bromas no tenían razón de ser, y su comportamiento cambió.
—¿Qué sucede, Fenran? —inquirió—. ¿Qué va mal?
Fenran sacudió la cabeza.
—No puedo explicármelo ni a mí mismo, y mucho menos a otra persona. Imyssa lo llama un sexto sentido.
—Imyssa es un pajarraco sabio, a pesar de sus defectos.
—Lo sé. —Fenran vaciló, luego siguió—: Kirra, ¿quieres hacer algo por mí, como amigo?
—Desde luego.
Los ojos de Fenran se encontraron con los suyos en una mirada llena de gratitud.
—Busca a Anghara. Reúne a unos cuantos criados si es necesario, y registra Carn Caille hasta que
la encontréis.
Kirra entrecerró los ojos.
—¿No habrás tenido ningún mal presagio, verdad? Después de lo que Anghara hizo anoche...
—No, no, nada de eso. Tal y como te he dicho, no puedo explicarlo. Todo lo que puedo decir es que me complazcas en esto.
Kirra se mostraba más desasosegado con cada minuto que pasaba; sentía un gran respeto por lo sobrenatural, y el pensamiento de que el normalmente práctico Fenran hubiera tenido una visión lo inquietaba.
—Haré lo que pides, Fenran. —Se dirigió hacia la puerta—. Y quizá no estaría de más que avisara a mi padre...
—No —Fenran negó categóricamente con la cabeza—. Aún no; no quiero alarmar al rey sin un buen motivo. Que quede entre nosotros, de momento. —Se obligó a sonreír—. Seguramente me preocupo por nada. Acabaré de vestirme y me reuniré contigo dentro de unos minutos.
—Muy bien. —Kirra continuó mirándolo inquisitivo durante unos instantes, como si esperase encontrar una muda respuesta en su rostro. Luego abrió la puerta, y sus pasos se perdieron por el suelo de piedra del pasillo.
En su habitación, Imyssa dormitaba inquieta en una silla. Uno de los riesgos de la edad era esa tendencia a dormitar en los momentos más improbables; en estos momentos debiera estar ayudando a Anghara a prepararse para la fiesta. Pero Anghara no estaba allí.
Si la anciana nodriza hubiera estado despierta, y hubiera mirado por la ventana en dirección a donde el cielo se teñía lentamente de un vivo tono naranja, habría podido ver al cormorán que sobrevolaba la gran torre del homenaje de Carn Caille. Una solitaria silueta negra recortada contra un cielo en llamas, y un pájaro cuya visión presagiaba acontecimientos siniestros. Si lo hubiera visto, Imyssa habría corrido a sus runas y sus hierbas, y habría conjurado un hechizo para ver y de esa forma determinar el significado de la aparición del cormorán. Pero no lo vio. En lugar de ello, inmersa en su sueño sin forma, se movía espasmódicamente como si fuera víctima de convulsiones, y sus arrugados párpados se agitaban en un inconsciente y temeroso espasmo.
Anghara abrió los ojos y se encontró con un pedazo de esquisto a pocos centímetros de su rostro. Las costillas y el brazo derecho le dolían; cuando, con una acción refleja involuntaria, sus piernas se movieron, descubrió que estaba tumbada boca abajo sobre una tierra seca y marchita, la cabeza torcida en un ángulo imposible. Algo se agitó a su espalda; sobresaltada, hizo un movimiento brusco para alejarse y entonces se dio cuenta de que no era más que un matorral enano, y que uno de sus pies estaba enredado entre sus ramas marchitas y resecas.
El matorral había amortiguado su caída...
Se incorporó apoyándose en los codos, y por un momento pensó que iba a marearse. La cabeza le daba vueltas, y cuando exploró su cráneo con dedos vacilantes, la más leve presión sobre su sien izquierda le produjo un dolor lacerante.
Le dolía todo el cuerpo. Sus ropas estaban rasgadas, había arena en sus cabellos, y las palmas de las manos estaban arañadas; tenía el vago recuerdo de que, en un momento dado, había extendido los brazos en un fútil intento por evitar golpearse demasiado fuerte contra el suelo cuando Sleeth...
Una sola imagen puso en marcha todas las demás, y una furiosa sensación de contrariedad la invadió. Hacía años que no se caía de un caballo, y el comportamiento de Sleeth había sido siempre
predecible.
Sólo que Sleeth no se había mostrado terca ni temperamental. Se había mostrado aterrorizada.
Anghara no había tenido más que problemas con la yegua mientras cabalgaba por la llanura. Sleeth esquivaba las sombras, veía fantasmas y enemigos detrás de cada nudoso matorral y en los contornos de cada roca. Se movía de lado, resoplaba, sacudía la cabeza en un esfuerzo por deshacerse de su jinete... Había resultado cada vez más ingobernable con cada metro recorrido. Pero ¡a furia de la princesa se negaba a aplacarse; controlaba a Sleeth con ferocidad y la obligaba a seguir adelante, y la reticencia de la yegua sólo servía para reforzar su propia determinación. Por último, empero —y Anghara no podía recordar cuánto tiempo había transcurrido o cuánto camino habían recorrido, antes de que sucediera—, Sleeth se había dejado dominar por el pánico. Un relincho agudo, un encabritamiento incontrolable, y la princesa había salido despedida de la silla, pasando ignominiosamente por encima de la cabeza de Sleeth para estrellarse, perdiendo el conocimiento, contra el duro suelo.
No hubiera debido de ser tan temeraria. La rabia que la había corroído durante todo el día se había convertido en cenizas ahora, y lamentó con amargura su terquedad. Olvídalo, había dicho Imyssa; e Imyssa estaba en lo cierto. Su insistencia por cabalgar hasta aquel abandonado y agreste lugar no le había acarreado más que problemas; ahora con toda seguridad Sleeth se habría desbocado y huido a casa, dejándola sola, aturdida y posiblemente perdida en aquella vasta y hostil tierra de nadie.
La princesa se sentó con movimientos lentos y deliberados y se frotó los ojos. Las pestañas estaban incrustadas de arena y todo le parecía borroso. Se preguntó cuánto tiempo había permanecido en el suelo; a través de sus ojos llorosos podía ver que el cielo aún estaba iluminado, pero el calor del día había dado paso a un desagradable y hostil viento helado. Algo se movió a poca distancia, pero no era más que una mancha borrosa: se frotó los ojos otra vez, y por fin el mundo se aclaró ante ellos.
Sleeth no había huido. En lugar de ello permanecía a unos veinte metros de donde se encontraba Anghara. La yegua tenía la cabeza gacha y mostraba un aspecto deprimido y derrotado; contemplaba a Anghara inquieta, y no hizo la menor intención de acercarse.
—Sleeth. Acércate, chica. Acércate. —La voz de Anghara sonó temblorosa; la caída le había hecho perder casi por completo el control de sus facultades.
Sleeth agitó la cabeza nerviosa, pero no se movió.
—¡Sleeth!
Sleeth siguió sin querer obedecer; aunque ahora Anghara se dio cuenta de que la yegua se debatía entre las exigencias conflictivas de las órdenes que se le había enseñado a obedecer y su propio miedo innato. Quería acercarse a su dueña, pero no podía. No se atrevía.
El último sorprendente fragmento de su dispersa memoria encajó en su lugar, y la princesa comprendió por qué estaba tan asustado el animal.
Sleeth estaba a la luz del sol; pero Anghara estaba en la sombra. Una sombra alargada, angulosa y extraña. Supo lo que era antes de reunir el valor necesario para volver la cabeza: la había visto crecer a partir de un lejano punto mientras forzaba a la poco dispuesta yegua a recorrer la llanura, tomar forma, desarrollar consistencia, convertirse en algo tridimensional, hasta que finalmente ya no era una sombra de su imaginación sino una amenazadora y tangible realidad.
La Torre de los Pesares.
Una sensación de náusea la recorrió y su estómago se contrajo. Reprimió el espasmo tan bien como pudo, en un intento de convencerse de que su terror era irracional. Pero no podía deshacerse de él. La leyenda tenía demasiados años, el lugar había estado abandonado demasiado tiempo; y las palabras de la balada de Cushmagar resonaron como un eco sobrenatural en sus oídos. Ningún ojo humano se posará sobre su puerta y ningún pie humano mancillará la tierra que la rodea. Tabú. Un lugar prohibido. Una voz interior le gritó que se levantara y corriera hacia Sleeth, cabalgara hacía el norte tan deprisa como le fuera posible a la yegua y no volviera ni una sola vez la vista atrás. Sus dedos escarbaron entre el polvo mientras se ponía en cuclillas, dispuesta a obedecer aquel impulso...
Y antes de que pudiera detenerlo, algo oscuro, primario, más allá de su control, la obligó a volver la cabeza.
Aspiró con fuerza de forma involuntaria y el sonido fue como un chasquido en medio del silencio que la rodeaba. A menos de treinta metros de ella la Torre de los Pesares se elevaba hacia el cielo, ocultando el sol que empezaba a descender hacia su ocaso. La gran pared que tenía frente a ella estaba de perfil, y desde allí la sombra proyectada por la torre se extendía como un dedo gigantesco y maligno para tocarla. Casi le pareció como si la sombra la hubiera rodeado en un impuro abrazo que, incluso aunque se apartara de sus garras, seguiría llevando su mancha bajo la luz del sol. Clavó los ojos en el enorme monolito, sintiendo como si por su sangre corrieran serpientes, paralizada por la terrible enormidad de su transgresión.
Era una construcción sólida, una estructura rectangular que resultaba extraña a las suaves curvas de la arquitectura de las Islas Meridionales. Y aunque los siglos habían desgastado y suavizado sus contornos, algo en aquella anormal estructura de cantos duros llenó a Anghara de repugnancia. Era fría, anónima, su fachada de lisa e imponente piedra carecía por completo de ventanas y del más mínimo adorno. Anghara se sentía empequeñecida. La torre, como un gigantesco animal de presa, parecía absorber la vida y la fuerza de su cuerpo, y tuvo la terrible sensación —ilusión, se dijo, ilusión— de que si no escapaba de su influencia rápidamente se quedaría paralizada allí mismo y echaría raíces como los retorcidos matorrales en aquel horrible lugar.
Sleeth lanzó un agudo relincho. El hechizo de la torre se hizo añicos, y Anghara giró la cabeza con rapidez. Vio que la yegua parecía alerta, la cabeza levantada ahora como si hubiera escuchado un sonido que estuviera fuera del alcance de los oídos de la muchacha. Percibió el temor de la yegua, y de nuevo se apoderó de ella el impulso de huir.
Pero no podía. No ahora que estaba tan cerca. Muy despacio, se volvió para mirar de nuevo a la Torre de los Pesares, y consiguió controlar su desbocada imaginación. Era una torre, nada más; un edificio construido por manos tan humanas como las de los artesanos que habían levantado Carn Caille. Piedra y mortero, vulnerable a los elementos. No poseía ningún poder sobrenatural, no alojaba ningún demonio excepto aquellos que sus propias pesadillas habían creado. Y deseaba exorcizar a esos demonios, de una vez por todas.
Sin darse cuenta ya había dado un paso en dirección a la torre, y tan sólo el agudo y asustado relincho de Sleeth la hizo detenerse de nuevo.
—No —dijo en voz alta, sin saber si le hablaba a la yegua o a sí misma.
La palabra se perdió en la vacía planicie sin levantar un solo eco. No se atrevía a acercarse. No debía acercarse: estaba mal, prohibido...
Pero si no lo descubría, averiguaba, comprendía, los demonios de sus sueños la perseguirían por el resto de su vida. Jamás se le presentaría una oportunidad semejante!
Las formas de Kalig, Imogen, Imyssa, Cushmagar, incluso la de Fenran, se alzaron acusadoras en su interior. Deja tranquilas a esas viejas piedras. La leyenda no debe ser mancillada. No hay que defraudar la confianza de la Madre Tierra. La larga sucesión de antepasados la habían mantenido;
ella debía seguir su ejemplo, mantenerlo para salvaguardar su vida...
Y la Torre de los Pesares la llamaba, como si hubiera esperado, durante todos aquellos siglos, su llegada.
Anghara se llevó el dorso de la mano a la boca y dejó escapar un sonido casi inaudible e inarticulado. Le pareció como si la torre poseyera una sensibilidad independiente y hubiera extendido una mano para tocarla, para aprisionarla... Dio un traspié hacia adelante al tiempo que la idea pasaba por su mente con un estremecimiento, y ahora la gran pared lisa se alzaba justo frente a ella; no estaba ni a diez pasos del muro.
Veía la puerta; un bajo y modesto rectángulo en la pared de la torre. El Hombre de las Islas, cuya mano la había colocado en la piedra, no había sido alto. Un minuto, pensó Anghara; un minuto nada más, y vería lo que él había visto, sabría lo que él había sabido. Y los fantasmas que la habían perseguido desde la infancia quedarían destruidos para siempre. Un minuto. Nada más. No cruzaría el umbral. Miraría, una vez, y luego abandonaría aquel lugar para no regresar jamás. Tan sólo un minuto. Tan sólo una mirada.
El sol llameaba en el horizonte arrojando titánicas y furiosas lanzas color carmesí hacia las alturas. En menos de una hora estaría oscuro, pero Anghara ni se daba cuenta ni le importaba. El muro vertical de la Torre de los Pesares estaba ante ella, aunque no recordaba haber andado aquellos pocos y cruciales pasos. La puerta era, exactamente, de su misma altura.
Extendió el brazo, y posó la mano sobre la antigua y petrificada madera.
—La fiesta está a punto de empezar —dijo Kirra—. No podemos retrasarlo mucho más, Fenran: tendremos que decírselo a mi padre.
Fenran asintió con tristeza. Estaban sobre la muralla que flanqueaba la gran torre del homenaje de Carn Caille. El sol, justo en la línea del horizonte ahora, teñía sus rostros y los viejos bloques de piedra de un crudo tono rojizo. Fenran intentaba no ver malos presagios en la siniestra luz.
Hacía tiempo que del comportamiento de Kirra había desaparecido cualquier rastro de ligereza. Los dos jóvenes habían tardado sólo unos minutos en descubrir que Sleeth no estaba en los establos, y un discreto pero rápido registro de la fortaleza no había revelado la menor señal de Anghara. Al principio, Fenran se había persuadido de aceptar la convicción de Kirra de que la princesa había salido sencillamente a cabalgar y que regresaría mucho antes de que empezara a oscurecer, pero a medida que pasaba el tiempo y no resonaban bajo el gran arco los cascos de un caballo su machacón sexto sentido creció en intensidad y apremio.
Esperando contra toda esperanza que esta vez vería algo donde antes no había habido nada, volvió la mirada para observar más allá de la fortaleza, protegiéndose los ojos del resplandor del sol. El paisaje permanecía vacío y silencioso; no se veía la menor señal de un jinete en la distancia que se dirigiera hacia Carn Caille.
—Fenran —Kirra le tocó el brazo—. No podemos retrasarlo más.
El joven asintió, incapaz de expresar el presentimiento que, como un depredador sanguinario, le corroía desde su interior. No pudo mirar a Kirra a los ojos; se limitó a dirigirse a las empinadas escaleras que descendían hasta el patio, y, en silencio, iniciaron el descenso.
Y cuando la torre estuvo terminada, se colocó ante su puerta un atardecer y la abrió y penetró en el interior, y cerró la puerta a su espalda, quedándose solo en aquella oscuridad sin ventanas.
La voz de Cushmagar susurró en la mente de Anghara mientras, con tan sólo una mínima vibración de protesta, la puerta de la Torre de los Pesares giró suavemente sobre sus goznes ante la
presión de su mano.
Tan fácil... Había esperado encontrar candados, barras, cerrojos; pero no había ninguno. Únicamente un sencillo pestillo que se descorrió con toda facilidad, y unos viejos goznes que murmuraron ininteligibles al moverse por primera vez desde hacía incalculables siglos.
Un brillante rayo de luz del cada vez más apagado sol cayó sobre el umbral, sobre un suelo de tierra desnudo del que se alzaron motas de polvo en lánguidas espirales ante la repentina corriente de aire. Anghara sintió un nudo en la garganta, los músculos se tensaron hasta que le resultó imposible respirar, y se quedó con los ojos fijos, muda, inmóvil, en lo que la puerta y la mortecina luz del sol habían revelado.
Era un lugar muy sencillo. Una única habitación sin amueblar, tierra desnuda y piedra desnuda, silencioso, intocado, vacío; y la tensión sofocante que había ido creciendo en ella se transformó en otra de perpleja desilusión. Éste era el centro de la leyenda más antigua y reverenciada de Carn Caille, fuente de un terror y una superstición que estaban grabados en las almas de todos los habitantes de las Islas Meridionales. Y sin embargo, este lugar prohibido, entre cuyas paredes había residido en una ocasión el destino del mundo, no contenía nada.
El pie derecho de Anghara resbaló con un sonido discordante sobre el árido suelo, pero el miedo que antes la había atenazado había desaparecido. Se sentía estafada: a pesar de su resolución de no hacer más que mirar al interior de la torre, el resentimiento y la curiosidad se entremezclaban para impulsarla hacia adelante, unos pasos hacia el interior. Una forma oscura se precipitó sobre el suelo, bloqueando de forma momentánea el paso de la luz y retrocedió asustada antes de darse cuenta de que se trataba nada más que de su propia sombra.
El temor a las sombras era cosa de niños. Y si la Torre de los Pesares no guardaba más terror que las sombras, entonces la leyenda era una mentira. La princesa aspiró con fuerza, paladeando el aire rancio y mohoso pero nada amenazador, y sus últimas dudas se desvanecieron. Volvió la cabeza hacia donde Sleeth permanecía aún y la contempló con ansiedad, luego penetró en la habitación dejando atrás la puerta. Dos pasos, tres, cuatro; ahora podía ver la pared opuesta, tan desnuda como el resto, y juzgó que debía de estar aproximadamente en el centro de la habitación. Se detuvo y, girando sobre sí misma despacio, miró a su alrededor. No sentía temor; sólo un vacío peculiar y paralizador que quedaba acentuado por el vacío físico de la torre. Muy por encima de su cabeza le pareció percibir la presencia de las antiguas vigas que sostenían el techo; no anidaba ninguna ave allí como lo hacían entre las vigas de Carn Caille. La Torre de los Pesares estaba desprovista de vida.
Pero no completamente vacía. Los ojos de Anghara empezaban a adaptarse a la penumbra ahora, y cuando se volvió otra vez descubrió algo en la esquina más alejada, justo frente a la puerta pero lejos del alcance de la luz que penetraba por ella. En un principio pensó que debía tratarse de un juego de sombras, pero no: era sólido, real y relucía con un curioso brillo mate.
Los latidos de su corazón se convirtieron de repente en un tambaleante y sonoro resonar de excitación, y de nuevo dirigió una rápida mirada por encima de su hombro. La luz se apagaba deprisa, pero aún le quedaba una media hora o más antes de que el sol se hundiera bajo la línea del horizonte para dar paso a la breve y tardía noche veraniega. Una mirada, una rápida investigación para satisfacer la curiosidad que la corroía, y podría marchar aprovechando los últimos rayos del sol para que la guiasen de regreso al valle donde estaba el río.
Se colocó de espaldas a la puerta y avanzó hacia el oscuro rincón, mareada por la emoción y sin saber qué esperar. Luego se detuvo de nuevo, y lo miró con atención.
La cosa que había vislumbrado, la cosa que relucía débilmente en la penumbra, era un arcón. En forma y tamaño no era muy diferente del arcón de su propia habitación, en el que se guardaban las ropas blancas entre capas dispersas de hierbas aromáticas. Pero al arrodillarse y estudiarlo con más atención, Anghara se dio cuenta de que estaba hecho de una sustancia que nunca antes se había visto en Carn Caille. Pensó que debía de ser algún tipo de metal, pero ningún metal que conociera tenía tal brillo; el débil resplandor que recubría su superficie era totalmente uniforme, sin embargo no ofrecía reflejos, no importaba desde qué ángulo se lo contemplara. Su color no era exactamente plateado, ni tampoco bronce, ni tampoco un acerado azul-gris; no parecía tener bisagras, y por mucho que se esforzaba, Anghara no podía descubrir ninguna línea divisoria entre el cofre y la tapa. El arcón no tenía ningún adorno, pero en el mismo centro de su superficie frontal destacaba en un ligero relieve un pedazo cuadrado de aquel mismo extraño material. ¿Un pestillo? Si así era, su diseño le resultaba tan extraño como el resto de aquel curioso artefacto, y Anghara no tenía la menor idea de cómo podría funcionar.
Durante algunos minutos se quedó contemplando el arcón, sus pensamientos hechos un torbellino. Si, como afirmaba la leyenda, nadie había puesto los pies en esta torre desde el día de la venganza de la Madre Tierra, entonces este extraño cofre metálico sólo podía haber pertenecido a una persona: el anónimo Hombre de las Islas, Hijo del Mar, que había construido la torre y velado durante aquella terrible noche. Por qué lo había llevado hasta allí para luego abandonarlo cuando salió de la torre al nuevo mundo Anghara no podía ni imaginarlo, pero al pensar en lo que el arcón pudiera contener la hizo sentir mareada de excitación. Aquí podían encontrarse las respuestas a innumerables misterios sobre aquella época remota; verdades enterradas que los historiadores, los estudiosos, los bardos y los adivinos darían todo lo que poseían y más por comprenderlas. Un tesoro de conocimientos, que sólo esperaba ser revelado. Y ella lo había desenterrado...
Pero ¿cómo abriría el arcón? Con la excitación apoderándose de ella cada vez más, Anghara ya no consideraba la sensatez de lo que hacía. El antiguo tabú se había hecho trizas, el hechizo de la Torre de los Pesares estaba roto. Todo lo que importaba era averiguar su secreto definitivo.
Pasó las manos con rapidez pero con indecisión sobre la superficie del arcón. El metal —si es que en realidad era metal— tenía un tacto extraño, casi como si pasara las palmas de sus manos sobre una lámina de cristal petrificado. Aquella sensación le resultó algo repulsiva, pero continuó hasta haber cubierto cada centímetro de su superficie. No había junturas, y se echó hacia atrás sentándose sobre los talones, irritada por su derrota. Su única esperanza estaba en el pequeño panel elevado, y estiró una mano con cautela en dirección a él. Un último resto de precaución y superstición la había hecho evitar tocarlo con anterioridad, pero si el arcón podía abrirse, entonces ése era el único medio posible. Ignorante de que se mordía el labio —una peculiaridad de su infancia que no había vuelto a mostrar durante años—, Anghara apretó las puntas de los dedos contra el pequeño recuadro.
No podía estar segura de si fue su imaginación, pero le pareció escuchar un débil, sibilante siseo, como de aire que se escapase. Lo que no eran imaginaciones suyas fue el terrible hedor que invadió su nariz. Duró tan sólo un instante, pero fue lo bastante fuerte y repugnante como para hacer que se echara hacia atrás, boqueando y tapándose la boca con una mano. Y mientras se balanceaba sobre sus talones, una línea delgada y oscura apareció a lo largo del arcón. Se ensanchó con rapidez, y la muchacha se dio cuenta con sorpresa de que, en silencio, sin que se la incitara más a ello, la anteriormente invisible tapa del cofre se estaba levantando.
Se alzó con un solo y suave movimiento hasta quedar vertical, para revelar su vacío interior. Durante un momento, Anghara permaneció paralizada, estupefacta tanto por la sencillez de su descubrimiento como por la extraña naturaleza del cierre; luego se abalanzó hacia adelante, sujetando los lisos extremos metálicos para atisbar en su interior.
Su exclamación de rabia, frustración e incredulidad resonó huecamente en la habitación cuando la princesa contempló el interior del arcón. No contenía nada. Ni una reliquia, ni una clave; ni siquiera un resto de polvo como prueba de que algo se había podrido allí dentro. El arcón estaba totalmente vacío.
Anghara se echó hacia atrás y se puso en pie, mareada y sin aliento, con la sensación de haber sido engañada. Había estado tan cerca... Había quebrantado todas las leyes, todos los tabúes para llegar hasta la Torre de los Pesares, y la torre la había decepcionado. Desolada, se volvió y dio un paso en dirección a la puerta, sin hacer el menor intento por reprimir su creciente enojo. La leyenda era un engaño, después de todo. El Hombre de las Islas no había dejado ningún legado. Allí no había nada a lo que temer, ¡no había nada allí! Quería abandonar aquel lugar asqueroso; quería alejarse de la llanura y sus infantiles y estúpidas supersticiones y regresar a la confortabilidad de Carn Caille y de los suyos. Sus ojos se llenaron de lágrimas de colérica desilusión, empañando el rectángulo más iluminado que era la entrada, y se dirigió al exterior tambaleante.
Una nube cubrió el sol, y la luz se oscureció. A su espalda, algo lanzó un suspiro suave y satisfecho.