7

La caravana del róseo y la rósea encaró Cardegoss por el camino del sur. Al coronar un promontorio, se extendió a sus pies la vastedad de la llanura que separaba los pilares de las montañas.

Cazaril desplegó las aletas de la nariz al aspirar el cortante viento. La fría lluvia de la noche anterior había acendrado el aire. Tambaleantes, los bancos de nubes azul pizarra avanzaban hacia el este dejando tras de sí una estela de jirones, imitando las líneas de las apergaminadas cordilleras grises y azules que ceñían el horizonte. La luz de poniente caía sobre las praderas igual que el tajo de una espada. El Zangre se encumbraba sobre la inmensa roca que sobresalía en el vértice que formaba la conjunción de dos arroyos, dominando los ríos, las llanuras, los pasos montañosos y la vista de todos los espectadores, atrapando la luz y refulgiendo como el hierro fundido contra los atezados nubarrones que se batían en retirada. Sus torres de piedra ocre estaban coronadas y encasquetadas por tejados de pizarra del color de las espantadizas nubes, como un despliegue de yelmos de hierro sobre las cabezas de una valiente banda de soldados. El Zangre, asiento predilecto de los royas de Chalion durante generaciones, parecía visto así una fortaleza, no un palacio, tan dedicado a la empresa bélica como cualquier hermano soldado jurado a las santas órdenes de los dioses.

El róseo Teidez azuzó su caballo negro para situarse junto al bayo de Cazaril y contemplar su meta con avidez, iluminado el semblante por una especie de pávida avaricia. Ansia de la promesa de una vida más libre, libre de las atentas limitaciones impuestas por madres y abuelas, suponía Cazaril, sin lugar a dudas. Pero Teidez tendría que ser mucho más lerdo de lo que aparentaba para no preguntarse en esos momentos si ese luminoso milagro de piedra no pudiera ser suyo, algún día. ¿Por qué había sido llamado a la corte el muchacho, más que porque Orico, desesperando al fin de engendrar alguna vez su propio heredero, aspiraba a criarlo y prepararlo para ser su sucesor?

Iselle detuvo su yegua gris jaspeada, con ojos tan ávidos casi como los de Teidez.

– Qué raro. La recordaba, no sé, más grande.

– Esperad a que nos acerquemos -aconsejó Cazaril, sucinto.

Sir de Sanda, en la vanguardia, les indicó que avanzaran, y el tren de jinetes y mulas de carga volvió a ponerse en marcha por la embarrada carretera: los dos jóvenes reales, sus respectivos secretarios guardianes, lady Betriz, siervos, criados, exploradores armados y vestidos con la librea verdinegra de Baocia, caballos de refresco, Copo de Nieve -que a esas alturas bien podría cambiar su nombre por el de Pegote de Fango- y el más que considerable equipaje. Cazaril, curtido en numerosas y desquiciantes procesiones de nobles damas, consideraba el avance del convoy un prodigio de pragmatismo. Habían tardado solamente cinco días a caballo desde Valenda, cuatro y medio, en realidad. La rósea Iselle, aptamente respaldada por Betriz, había comandado su subcasa con nervio y eficacia. Ni una sola de las inevitables demoras del viaje podía achacarse a su veleidad femenina.

Lo cierto era que tanto Teidez como Iselle habían impuesto a su séquito un ritmo frenético desde el preciso instante que salieron de Valenda y emprendieron el galope para dejar atrás los desolados aullidos de Ista, audibles incluso detrás de las almenas. Iselle se había tapado los oídos con las manos y había maniobrado su caballo con las rodillas hasta que hubo escapado del eco del extravagante pesar de su madre.

La noticia de que sus retoños debían apartarse de ella había sumido a la viuda royina, ya que no en una estricta demencia, al menos sí en una profunda desesperación y perturbación. Había llorado, y rezado, y discutido, y, al cabo, enmudecido, para alivio de algunos. De Sanda le había confiado a Cazaril cómo la royina lo había arrinconado y había intentado sobornarlo para que huyera con Teidez, sin especificar dónde y cómo. La describió balbuciente, histérica, al borde de echar espumarajos por la boca.

También había acorralado a Cazaril, en su aposento, mientras cargaba las alforjas la noche antes de la partida. Su conversación había discurrido por derroteros bien diferentes; o, cuando menos, no entre balbuceos.

Lo había observado un prolongado, mudo y enervante momento, antes de espetar, abruptamente:

– ¿Estáis asustado, Cazaril?

Cazaril sopesó su respuesta, para responder al fin simple y sinceramente:

– Sí, mi lady.

– De Sanda es un estúpido. Por lo menos vos no lo sois.

Sin saber qué responder a aquello, Cazaril inclinó la cabeza con educación.

Ista inhaló, desorbitando la mirada, antes de decir:

– Proteged a Iselle. Si alguna vez me habéis amado, o habéis amado vuestro honor, proteged a Iselle. ¡Juradlo, Cazaril!

– Lo juro.

Sus ojos lo escudriñaron pero, para sorpresa de Cazaril, la viuda no exigió declaraciones más elaboradas, ni repeticiones tranquilizadoras.

– ¿De qué debo guardarla? -inquirió Cazaril, con cautela-. ¿Qué teméis, lady Ista?

La mujer permaneció callada a la luz de las velas.

Cazaril recurrió a la efectiva rogativa de Palli:

– ¡Mi señora, os lo suplico, no me enviéis a la batalla con los ojos vendados!

Ista soltó el aire de golpe, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago; pero luego sacudió la cabeza en ademán desolado, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación. Su fámula, evidentemente preocupada hasta el borde de la exasperación, había soltado el aliento y se había alejado tras sus pasos.

Pese al recuerdo de la contagiosa turbación de Ista, la excitación de los jóvenes ante la proximidad de su destino ayudó a rascar la pátina de temor que cubría el ánimo de Cazaril. La carretera coincidía con el río que partía de Cardegoss, y se extendía paralela a él en su descenso a una zona boscosa. Al cabo, el segundo curso de agua de Cardegoss se sumaba al principal. Una racha de viento helado deambulaba por el valle en penumbra. En la orilla del río opuesta al camino surgían del suelo noventa metros de escarpada pared de roca. Aquí y allá, los árboles enanos se aferraban desesperadamente a las grietas, y los helechos se derramaban sobre las piedras.

Iselle se detuvo para mirar arriba, y arriba. Cazaril tiró de las riendas de su caballo junto al de ella. Desde allí, no se alcanzaba a ver ni siquiera los primeros vestigios de las enclenques adiciones defensivas de los masones humanos que decoraban la cumbre de esta muralla natural.

– Oh -dijo Iselle.

– Vaya -añadió Betriz, estirando el cuello a su vez.

– El Zangre -precisó Cazaril-, no ha sido tomado por asalto jamás en su historia.

– Ya veo -exhaló Betriz.

Un remolino de hojas ocres al viento, promesa de la inminencia del otoño, huyó siguiendo el curso del negro río. La partida espoleó sus monturas y emprendió el ascenso del valle rumbo a un magnífico arco de piedra que comunicaba con una de las siete puertas de la ciudad y flanqueaba el curso de agua. Cardegoss compartía la llanura hendida por el río con la fortaleza. Las murallas de la ciudad destacaban en la cima de los barrancos semejando un barco cuya proa fuera el Zangre, antes de curvarse hacia el interior en una larga muralla que formaría la popa.

A la diáfana luz del espléndido atardecer, la ciudad se despojaba de su siniestra apariencia. Los mercados, entrevistos al final de las callejuelas, eran un arco iris de flores y viandas, atestados de hombres y mujeres. Horneros y banqueros, tejedores, sastres, orfebres y curtidores, junto a todas las artes y oficios cuyos productos no precisaban agua y, por tanto, podían venderse lejos de las orillas del río, ofrecían su mercancía. La compañía real atravesó la Plaza del Templo, cuyo nombre inducía a error, que tenía cinco lados, uno por cada una de las grandes casas madre regionales de las órdenes sagradas de los dioses. Divinos, acólitos y devotos deambulaban apresurados por los alrededores, ofreciendo un aspecto más burocrático que ascético. En el vasto centro empedrado de la plaza, se alzaba la familiar forma de trébol más torre del Templo de la Sagrada Familia de Cardegoss, impresionantemente más grandioso que la humilde versión de Valenda.

Iselle cedió a la mal disimulada impaciencia de Teidez y ordenó detenerse en ese punto, antes de enviar a Cazaril corriendo al resonante patio interior del templo para depositar una ofrenda de monedas sobre el altar de la Dama de la Primavera, en gratitud por las nulas incidencias de su viaje. Un acólito se hizo cargo del óbolo, dio las gracias a Cazaril y se lo quedó mirando; Cazaril musitó una escueta plegaria apresurada y regresó de nuevo corriendo hasta el lugar donde había dejado su caballo.

Mientras ascendían la larga y suave pendiente que conducía al Zangre, cruzaron calles en las que las casas de la nobleza, construidas de piedra decorada y con elaboradas rejas de hierro protegiendo puertas y ventanas, se cernían hombro con hombro sobre los viandantes, altas y cuadradas. La royina Ista había habitado uno de estos edificios, durante un tiempo, al enviudar. Iselle identificó animadamente tres posibles candidatas a ser la casa de su infancia, hasta que, confusa, prometió a Cazaril que más tarde determinaría cuál había sido su hogar.

Por fin llegaron a la impresionante puerta del Zangre. Justo delante de él se abría en la llanura una hendidura natural que daba paso a una estrecha y sombría cañada, más sobrecogedora que cualquier foso. Al extremo, un conjunto de enormes peñascos formaba el nivel inferior de piedra de las murallas; las rocas eran irregulares, pero estaban tan firmemente encajadas que no podría haberse introducido la hoja de un cuchillo entre ellas. Sobre ellas, delicados artesonados roknari, cuyos patrones geométricos decorativos más parecían azúcar que piedra. Más arriba, más piedra pulcramente cortada, elevándose hasta las alturas como si los hombres compitieran con los dioses que habían arrojado la gran roca sobre la que se erigía todo el edificio. El Zangre era el único castillo en el que había estado Cazaril que le infundía vértigo desde el suelo al mirar arriba.

Sonó un cuerno en las alturas, y unos soldados con la librea del roya Orico les saludaron marcialmente mientras cruzaban el puente levadizo a caballo y atravesaban la angosta arcada que conectaba con el patio. Lady Betriz se aferró a las riendas y miró en torno, boquiabierta. El patio estaba dominado por una enorme y elevada torre rectangular, la más nueva de las adiciones al reino del roya Ias y lord de Lutez. Cazaril se había preguntado siempre si su inmensidad sería una medida de la fuerza de los hombres… o de sus temores. Un poco más allá de ésta, casi igual de alta, se cernía una torre redonda sobre una esquina del bloque principal. Su tejado de pizarra se veía hundido, estropeada y desmoronada su cúspide.

– Dioses de mi alma -dijo Betriz, contemplando la ruina-, ¿qué ha ocurrido aquí? ¿Por qué no lo reparan?

– Ah -dijo Cazaril, inmerso en su papel de tutor, considerablemente más para su propia tranquilidad que para la de Betriz-. Ésa es la torre del roya Fonsa el Sabio. -Más comúnmente conocido, tras su fallecimiento, por Fonsa el Sabihondo-. Dicen que solía pasear por sus alturas toda la noche, intentando leer la voluntad de los dioses y el destino de Chalion en las estrellas. La noche que obró su milagro de magia de la muerte sobre el General Dorado, una terrible tormenta de relámpagos azotó el techo, e inició un incendio que no se sofocó hasta la mañana siguiente, pese a la fuerte lluvia.

Cuando los roknari realizaron su primera invasión por mar, tomaron gran parte de Chalion, Ibra y Brajar con su primera y violenta embestida, llegando incluso más allá de Cardegoss, hasta el pie de las montañas del sur. Incluso Darthaca se había visto amenazada por sus avanzadillas. Pero emergieron nuevos hombres de las cenizas de los debilitados Reinos Antiguos y la cruel cuna de las colinas, que lucharon durante generaciones para recuperar lo que se había perdido en aquellos primeros años. Eran ladrones guerreros que sustentaban su economía en el pillaje; las fortunas de los nobles no se amasaban, se robaban. Aquello supuso un giro, puesto que la idea que tenían los roknari de la recaudación de impuestos era una columna de soldados que se apropiara de todo lo que se cruzara en su camino a punta de espada, como langostas con armas. Los reiterados sobornos repelieron las columnas, hasta que Chalion se hubo convertido en una extraña pista de baile donde danzaban los ejércitos de contables y los recaudadores armados. Pero, con el tiempo, los roknari fueron expulsados de nuevo hacia el norte, hacia el mar, y dejaron atrás un legado de castillos y brutalidad. Los invasores quedaron reducidos a los cinco principados en disputa que abrazan la costa septentrional.

El General Dorado, el León de Roknar, había aspirado a invertir el rumbo de su historia. Por medio de la guerra, la astucia y el matrimonio, en diez años consiguió cohesionar los cinco principados por primera vez desde el desembarco de los roknari. A sus apenas treinta años de edad, había reunido bajo su mando una gran horda de hombres que se preparaban para asolar el sur una vez más, declarando que barrería a los herejes quintarianos y el culto al Bastardo de la faz de la tierra valiéndose del fuego y la espada. Desesperadas y desunidas, Chalion, Ibra y Brajar estaban siendo derrotados en todos los frentes.

Al ver cómo fracasaban los intentos de asesinato ordinarios, se intentó la magia de la muerte sobre el genio dorado en más de una docena de ocasiones, sin resultado. Fonsa el Sabio, tras mucho cavilar, concluyó que el General Dorado debía de ser el elegido de uno de los dioses; ningún sacrificio menor que el de un rey podría suplir su atronador destino. Fonsa había perdido cinco hijos y herederos uno detrás del otro en las guerras con el norte. Ias, el último y el más joven, estaba enzarzado en enconada lid con los roknari en los últimos pasos montañosos que bloqueaban las rutas de su invasión. Una noche de tormenta, acompañado únicamente de un divino del Bastardo que gozaba de su confianza y de un paje joven y leal, Fonsa había subido a lo alto de su torre y cerrado la puerta tras él…

Los cortesanos de Chalion habían sacado tres cuerpos calcinados de los escombros la mañana siguiente; sólo la diferencia de altura les permitió distinguir al divino del paje y a éstos del roya. Estupefacta y aterrorizada, la temblorosa corte había aguardado su destino. El correo de Cardegoss, que galopaba hacia el norte portando la nueva de pérdida y condolencia, se cruzó con el correo que galopaba hacia el sur desde Ias para transmitir la noticia de la victoria. El funeral y la coronación tuvieron lugar simultáneamente entre los muros del Zangre.

Cazaril observaba esos muros ahora.

– Cuando el róseo, ya roya, Ias regresó de la guerra -siguió contándole a Betriz-, ordenó cegar las ventanas inferiores y las puertas de la torre de su difunto padre, y proclamó que nadie habría de volver a poner el pie en ella.

Una forma negra y aleteante se lanzó desde la cima de la torre, y Betriz soltó un gritito y se agazapó.

– Los cuervos anidan en ella desde entonces -señaló Cazaril, ladeando la cabeza hacia atrás para ver cómo describía círculos la negra silueta recortada contra el intenso cielo azul-. Creo que se trata de la misma bandada de cuervos sagrados a los que dan de comer los divinos del Bastardo en el patio del templo. Son aves inteligentes. Los acólitos las convierten en mascotas y les enseñan a hablar.

Iselle, que se había acercado mientras Cazaril desgranaba el relato de la suerte de su regio abuelo, preguntó:

– ¿Qué dicen?

– No mucho -admitió Cazaril, con una rápida sonrisa-. Todavía no he visto ninguno que tenga un vocabulario de más de tres graznidos. Aunque algunos acólitos insistían en que sabían decir más cosas.

Alertado por el explorador que había adelantado de Sanda, un enjambre de criados y sirvientes se lanzó a asistir a los huéspedes recién llegados. El castellano del Zangre, con sus propias manos, situó el montadero a los pies de la rósea Iselle. Quizá cobrando conciencia de su dignidad al ver la humillada cabeza entrecana del caballero, la joven se sirvió del escalón por una vez y bajó del caballo con la gracia que cabía esperar de una dama. Teidez tiró sus riendas a un mozo solícito y miró en torno con ojos brillantes. El alcaide conferenció sucintamente con de Sanda y Cazaril de una docena de detalles prácticos, desde dónde aparcar los caballos y los criados a -Cazaril sonrió fugazmente- dónde aparcar al róseo y la rósea.

El castellano escoltó a los infantes reales a sus aposentos en el ala izquierda del bloque principal, seguido de un desfile de sirvientes que cargaban con el equipaje. Teidez y su séquito recibieron media planta; Iselle y sus damas, la planta inmediatamente superior. Asignaron a Cazaril una pequeña habitación en el piso de los hombres, si bien al extremo. Se preguntó si esperaban de él que celara la escalera.

– Descansen y pónganse cómodos -dijo el castellano-. El roya y la royina los recibirán esta tarde en un banquete de celebración al que asistirá toda la corte.

El bullicio de sirvientes que trajeron agua para lavarse, sábanas limpias, pan, fruta, pastas, queso y vino aseguraron a los visitantes de Valenda que no pensaban abandonarlos a la inanición hasta la hora del banquete.

– ¿Dónde están mi hermano y mi hermanastra? -preguntó Iselle al alcaide, que le dedicó una pequeña reverencia.

– La royina está descansando. El roya está visitando su colección de animales, que le proporciona un enorme consuelo.

– Me gustaría verla -respondió Iselle, un tanto vehemente-. Me ha escrito a menudo describiéndola.

– Hacédselo saber. Estará encantado de mostrárosla -aseguró el alcaide, con una sonrisa.

La partida de damiselas no tardó en enfrascarse en el frenético vuelco de baúles para seleccionar vestidos con los que asistir al banquete, ejercicio que, evidentemente, no requería la inexperiencia de Cazaril. Dio instrucciones al sirviente para que colocara el arcón en su angosta estancia y se fuera, soltó sus alforjas encima de la cama, y escarbó en ellas hasta encontrar la carta a Orico que tan estrictamente le había encomendado entregar la provincara, en mano al roya y a nadie más, con la mayor presteza posible a la llegada. Se detuvo únicamente para quitarse de las manos el polvo del camino y echar un rápido vistazo por la ventana. La profunda quebrada a este lado del castillo parecía cortada en vertical bajo su alféizar. Un vertiginoso destello de agua perteneciente al riachuelo apenas si resultaba visible entre las copas de los árboles del fondo.

Cazaril se extravió sólo una vez camino del zoológico, que se encontraba situado fuera de las murallas cruzando los jardines, junto a los establos. Supo identificarlo al menos por el penetrante olor acre de extraños excrementos que no eran humanos ni equinos. Cazaril se asomó a un pasillo abovedado del edificio de piedra, acostumbrando la vista a su fría penumbra, y entró vacilante.

Un par de antiguos establos se habían convertido en jaulas para una pareja de osos negros increíblemente lustrosos. Uno dormitaba sobre una pila de limpia paja dorada; el otro lo miró fijamente, levantando el hocico y olisqueando esperanzado al paso de Cazaril. Al otro lado del pasillo, los distintos compartimentos albergaban bestias de lo más extrañas a las que Cazaril ni siquiera podía poner nombre, como altas cabras de largas patas, pero con cuellos también largos y curvados, ojos mansos y líquidos, y suave y poblado pelaje. En un cuarto a un lado, una docena de grandes aves de brillante plumaje se acicalaban con el pico y murmuraban, y otras más diminutas, pero igualmente brillantes, piaban y aleteaban en las jaulas que se alineaban en la pared. Enfrente de la pajarera, en un nicho abierto, encontró al fin ocupantes humanos: un pulcro mozo de cuadra con la librea del roya, y un hombre obeso sentado con las piernas cruzadas encima de una mesa, sujetando un leopardo del enjoyado collar. Cazaril boqueó y se quedó paralizado cuando el hombre agachó la cabeza hasta situarla al lado de las fauces abiertas del gran felino.

El hombre estaba almohazando vigorosamente a la bestia. Una nube de pelos negros y amarillos flotaba en torno a la pareja mientras el leopardo se retorcía sobre la mesa en lo que Cazaril reconoció, tras un parpadeo, como éxtasis felino. La mirada de Cazaril estaba tan concentrada en el leopardo que tardó otro momento en reconocer en el hombre al roya Orico.

La docena de años transcurridos desde que lo viera por última vez no había pasado en vano. Orico nunca había sido un hombre atractivo, ni siquiera en la flor de su juventud. Su estatura estaba un poco por debajo de la media, y se había roto la nariz chata en un accidente a caballo siendo un adolescente, por lo que ahora parecía que tuviera una seta aplastada en medio de la cara. Había tenido el cabello castaño y rizado. Ahora era ruano, aún rizado pero mucho más ralo. Su cabello era la única cosa en él que se había vuelto más delgada; su cuerpo se había ensanchado groseramente. Tenía la cara pálida e hinchada, con pesadas bolsas bajo los ojos. Gorjeó a su gato manchado, que frotó la cabeza contra la túnica del roya, desprendiéndose de más pelos, antes de lamer el brocado vigorosamente con una lengua del tamaño de una manopla, persiguiendo obviamente una gran mancha de jugo de carne que había caído sobre la impresionante panza del roya. Éste se había remangado, y en sus brazos se apreciaba una docena de arañazos encostrados. El enorme gato mordió un brazo desnudo y lo sostuvo entre sus dientes amarillos brevemente, aunque sin cerrar las fauces. Cazaril apartó los dedos agarrotados de la empuñadura de su espada, y carraspeó.

Cuando el roya volvió la cabeza, Cazaril hincó una rodilla en el suelo.

– Sir, os traigo los respetuosos saludos de la viuda provincara de Baocia, y ésta su carta. -Tendió el papel, y añadió, por si acaso nadie se lo había comunicado todavía al roya-. El róseo Teidez y la rósea Iselle han llegado sin contratiempo, sir.

– Ah, sí. -El roya hizo una seña con la cabeza al anciano mozo de cuadra, que se dispuso a recoger la carta de manos de Cazaril con una gentil reverencia.

– Su gracia la viuda me instruyó que os la entregara en mano -añadió Cazaril, con inseguridad.

– Sí, sí… un momento… -No sin esfuerzo, Orico se encorvó sobre su barriga para dar un rápido abrazo al felino, antes de enganchar una cadena de plata al collar. Emitiendo otro gorjeo, lo instó a saltar ágilmente de la mesa. Él desmontó más pesadamente, y dijo:

– Ven aquí, Umegat.

Éste era el nombre del mozo, no del gato, puesto que el hombre salió al frente y cogió la correa de plata en vez de la carta. Condujo la bestia a su jaula, un poco apartada pasillo abajo, empujándola sin miramientos con una rodilla en las ancas cuando se detuvo para restregarse contra los barrotes. Cazaril respiró un tanto mejor cuando el mozo hubo candado la jaula.

Orico rompió el sello, esparciendo cera sobre el suelo de baldosas recién barrido. Con gesto ausente, hizo una seña a Cazaril para que se levantara y leyó despacio la caligrafía de patas de araña de la provincara, deteniéndose para acercar o alejar la misiva y entornando los ojos aquí y allá. Cazaril, asumiendo con facilidad su antiguo papel de correo, cruzó las manos a la espalda y esperó pacientemente las preguntas o el permiso para marcharse de Orico.

Observó al mozo de cuadra -¿encargado de caballerizas?- mientras esperaba. Aun sin la pista que proporcionaba su nombre, saltaba a la vista la ascendencia roknari del hombre. Umegat había sido bastante alto, pero ahora tendía a encorvarse. Su piel, que debía haber ofrecido un tono de oro bruñido en su juventud, era ahora correosa, desteñida a marfileña. Tenía los ojos y la boca ribeteados de finas arrugas. Llevaba el pelo rizado y broncíneo, que ya encanecía, firmemente recogido en torno a la cabeza en dos trenzas que nacían en su frente y le cubrían la coronilla para fundirse en una pulcra coleta en la nuca, a la antigua manera de los roknari. Le confería un aspecto puramente roknari, aunque abundaban los mestizos en Chalion; el propio roya Orico tenía un par de princesas roknari en su árbol genealógico, tanto por parte chalionesa como brajarana, en las que radicaba el cabello de la familia. El mozo vestía la librea de servicio del Zangre, con túnica, polainas y un tabardo hasta las rodillas bordado con el símbolo de Chalion, un leopardo rampante sobre un estilizado castillo. Parecía considerablemente más aseado y atildado que su señor.

Orico terminó de leer la carta, y exhaló un suspiro.

– La royina Ista estaba triste, ¿verdad?

– Le preocupaba la marcha de sus hijos, naturalmente -respondió Cazaril, precavidamente.

– Me lo temía. No se puede hacer nada. Mientras esté preocupada en Valenda, y no en Cardegoss. No pienso tenerla aquí, es demasiado… complicada. -Se frotó la nariz con el dorso de la mano, y sorbió-. Dile a su gracia la provincara que goza de toda mi estima, y asegúrale que me he arrogado el velar por sus nietos. Tienen la protección de su hermano.

– Planeo escribirle esta noche, sir, para hacerle saber que hemos llegado sin percance. Le transmitiré vuestras palabras.

Orico asintió quedamente, volvió a frotarse la nariz, y entornó los ojos mirando a Cazaril.

– ¿Te conozco?

– No… no creo, sir. La viuda provincara me ha nombrado secretario de la rósea Iselle. Fui paje del difunto provincar de Baocia, en mi juventud -añadió, a modo de recomendación. No mencionó su servicio en el campamento de de Guarida, que bien pudiera despertar recuerdos más recientes en la memoria del roya, aunque no es que hubiera sido nunca algo más que uno entre tantos de los hombres de de Guarida. Su nueva barba le prestaba una cierta cobertura improvisada, así como su cabello cano, su debilidad generalizada… si Orico no le reconocía, ¿cabía la posibilidad de que pasara desapercibido también para otros? Se preguntó cuánto tiempo podría pasar en Cardegoss sin desvelar su nombre. Ya era demasiado tarde para cambiárselo, por desgracia.

Podría permanecer en el anonimato un poco más, al parecer, pues Orico asintió con aparente satisfacción y agitó la mano para despedirlo.

– Asistirás al banquete, pues. Dile a mi buena hermana que espero verla allí.

Cazaril se inclinó obedientemente y se retiró.

Se mordisqueó preocupado el labio inferior mientras regresaba a la puerta del Zangre. Si toda la corte pensaba asistir al banquete de bienvenida de esa tarde, su canciller el marzo de Jironal, báculo y mano derecha de Orico, no se ausentaría; y allí donde iba el marzo, solía seguirlo como una sombra su hermano, lord Dondo.

A lo mejor ellos tampoco me recuerdan. Habían transcurrido dos años largos desde la caída -vergonzosa venta- de Gotorget, y más desde el desagradable incidente en la tienda del príncipe loco, Olus. La existencia de Cazaril no podía suponer más que una levísima irritación para estos señores tan poderosos. No podían saber que había comprendido que su venta a las galeras obedecía a una traición calculada y no a ningún equívoco. Si no hacía nada por llamar la atención sobre sí, nada les recordaría lo que ya habrían olvidado, y él estaría a salvo.

Vana esperanza.

Cazaril se hundió de hombros, y alargó la zancada.

De vuelta a su alta cámara, Cazaril tanteó su sobrio manto de lana marrón y la capa chaleco negra con añoranza. Pero, obediente a las órdenes que le habían llegado de la planta superior vía una doncella sin aliento, eligió un atuendo mucho más llamativo, una túnica azul celeste con vestiduras brocadas de turquesa y pantalones azul marino del ropero del antiguo provincar, que todavía olían tenuemente a las especias con las que se habían guardado como remedio contra la polilla. Las botas y la espada completaron su atuendo cortesano, aun careciendo del lujo de anillos y cadenas.

Ante la urgente convocatoria de Teidez, Cazaril subió corriendo las escaleras para ver si ya estaban listas las damas, momento en el que descubrió que formaba parte de un conjunto. Iselle se había puesto su mejor vestido, blanquiazul, y sus túnicas favoritas, y Betriz y la dama de compañía se cubrían con capas de turquesa y azul azabache, respectivamente. Alguna de las componentes de la partida había abogado por la mesura, e Iselle lucía engastada de joyas propias de una doncella, simples destellos diamantinos en las orejas, un broche en el escote, un cinturón laqueado y sólo dos anillos. Betriz exhibía parte del resto del inventario, de prestado. Cazaril se enderezó y se resintió algo menos de su refulgencia, decidido a mantener el tipo por Iselle.

Tras apenas siete u ocho demoras dedicadas a cambios de última hora y ajustes de atuendo o decoración, Cazaril las guió a todas a la planta inferior para reunirse con Teidez y su pequeño séquito de honor, consistente en de Sanda, el capitán baocio que había velado por la seguridad durante el viaje, y su lugarteniente de armas, ambos soldados ataviados con su mejor librea, todos con espadas de empuñadura engastada. Entre susurros de telas y repiqueteo de joyas, siguieron al paje real que había enviado Orico para conducirlos a la sala del trono.

Se detuvieron brevemente en la antecámara, donde formaron en el orden debido siguiendo las instrucciones susurradas del alcaide del castillo. Se abrieron las puertas de par en par, sonaron los cuernos, y el castellano anunció con voz estentórea:

– ¡El róseo Teidez de Chalion! ¡La rósea Iselle de Chalion! ¡Sir de Sanda…! -Y así sucesivamente, nombrando a la comitiva en estricto orden de rango, finalizando con-: ¡Lady Betriz de Ferrej, castelar Lupe de Cazaril, señora Nan de Vrit!

Betriz miró a Cazaril de soslayo, sus ojos súbitamente vivaces, para murmurar en suspiros:

– ¿Lupe? ¿Te llamas Lupe?

Cazaril se consideró exonerado de tener que responder, dada la situación; tanto mejor, puesto que la contestación habría resultado profundamente incomprensible. La sala estaba llena a rebosar de cortesanos y damas, poseída de destellos y suaves roces, cargado el ambiente de perfume, incienso y excitación. Ante esta asamblea, comprendió, su atuendo era modesto y discreto… con su austero negro y marrón, habría parecido un cuervo en medio de una bandada de pavos reales. Incluso las paredes estaban adornadas con rojos brocados.

En un estrado elevado al final de la estancia, escudados por un dosel de brocado rojo ribeteado de hilo de oro, el roya Orico y su royina ocupaban sendas sillas doradas, codo con codo. Orico tenía mucho mejor aspecto esa tarde, habiéndose lavado y vestido con ropa limpia, aún con el rubor prendido de los generosos carrillos; lucía ciertamente regio bajo su corona de oro, que le confería en cierto modo un pesado aspecto maduro. La royina Sara iba elegantemente vestida con túnicas escarlatas a juego y se veía firme, casi relamida, en su asiento. Adentrada en la treintena, su pretérita lozanía comenzaba a desdibujarse y desgastarse. Su expresión resultaba un tanto vaga, y Cazaril se preguntó cuán confusas debían de ser sus emociones a la vista de esta recepción real. A causa de su prolongada esterilidad, había fracasado en su deber principal para con la royeza de Chalion… si es que cabía achacarle a ella el fracaso. Ya cuando Cazaril rondaba los límites de la corte hacía años, se susurraba que Orico nunca había engendrado un bastardo, aunque entonces se atribuía esta peculiaridad a su excesiva lealtad al lecho conyugal. La elevación de Teidez constituía al mismo tiempo el reconocimiento público de un íntimo desconsuelo por parte de la pareja real.

Teidez e Iselle se acercaron al estrado por turnos. Intercambiaron fraternales besos de bienvenida en las manos con el roya y la royina, aunque esa noche no se esperaba de ellos que completaran el protocolo besando en señal de sumisión los pies y las frentes reales. Cada miembro de su séquito recibió a su vez el privilegio de arrodillarse y besar las manos de los monarcas. La de Sara estaba fría como la cera, bajo los respetuosos labios de Cazaril.

Cazaril se situó detrás de Iselle y enderezó la espalda para soportar la espera que se avecinaba, puesto que los hermanos reales se preparaban para recibir una larga cola de cortesanos, ninguno de los cuales podía recibir el insulto de ser pasado por alto o de ver negada una presentación o contacto personal. Se le hizo un nudo en la garganta cuando reconoció a la primera pareja de hombres en salir al frente.

El marzo de Jironal iba vestido con el atuendo de corte completo del general de la santa orden militar del Hijo, con capas de marrón, naranja y amarillo. De Jironal no había cambiado mucho desde la última vez que lo viera Cazaril, hacía tres años, cuando Cazaril había aceptado las llaves de Gotorget y la confianza de su mando de manos de de Jironal en su tienda de campaña. Seguía siendo enjuto, cano, de mirada fría, tenso de energía, proclive a olvidarse de sonreír. El amplio cinto que le cruzaba el pecho estaba cuajado de esmaltes y joyas que simbolizaban al Hijo, armas, animales y toneles de vino. La pesada cadena de oro del oficio del canciller de Chalion le rodeaba el cuello.

Tres grandes anillos le decoraban las manos, con los sellos de su rica casa, de Chalion, y de la Orden del Hijo. Nada más le ceñía los dedos; ni una tonelada de sortijas podría haber añadido más impacto a aquel indiferente despliegue de poder.

Lord Dondo de Jironal también vestía las túnicas de un general santo, con el blanco y el azul de la Orden de la Hija. Más corpulento que su hermano, con una desafortunada tendencia a sudar profusamente, irradiaba el dinamismo de su familia a los cuarenta años. No parecía que hubiera cambiado nada, salvo por las nuevas condecoraciones, como si no hubieran pasado los años por él desde la última vez que lo viera Cazaril en el campamento de su hermano. Cazaril se dio cuenta de que había estado esperando que Dondo hubiera engordado al menos tanto como Orico, dados sus célebres excesos a la mesa, en la cama, y con cualquier otro placer, pero sólo evidenciaba algo de tripa. El destello de sus manos, por no mencionar sus orejas, cuello, brazos e incluso los tacones de sus botas, rodeados de espuelas de oro, compensaban la parquedad de su hermano a la hora de alardear de la opulencia de su familia.

De Jironal pasó la mirada sobre Cazaril sin detenerse ni reconocerlo, pero las cejas negras de Dondo se juntaron mientras aguardaba su turno, y frunció el ceño ante los inexpresivos y afables rasgos de Cazaril. Su entrecejo se ensombreció profundamente. Pero el escrutinio de Dondo se apartó de Cazaril cuando su hermano indicó a un siervo que trajera los obsequios que iba a presentar al róseo Teidez: bridas y alforjas engastadas de plata, una excelente ballesta de caza, y una jabalina rematada en una resplandeciente punta de acero colado. El emocionado agradecimiento de Teidez fue absolutamente genuino.

Lord Dondo, tras las presentaciones formales, chasqueó los dedos, y salió al paso un sirviente que portaba un pequeño tonel. Con gestos teatrales, sacó de él una ristra de perlas exageradamente larga que sostuvo en alto para que la viera todo el mundo.

– ¡Rósea, os doy la bienvenida a Cardegoss en el nombre de mi santa orden, mi gloriosa familia y mi noble persona! Permitid que os haga entrega del doble de vuestra altura en perlas -enarboló la hilera, que en efecto era tan larga como alta la atónita Iselle- y gracias a los dioses por que no haya crecido aún más, ¡librándome así de la bancarrota! -Los cortesanos rieron el chiste. Dondo sonrió simpáticamente a Iselle, y murmuró-: ¿Me permitís? -Sin esperar respuesta, se inclinó y le pasó la cadena por la cabeza; la joven dio un ligero respingo cuando aquellas manos le tocaron la mejilla, pero acarició las rutilantes esferas y le devolvió la sonrisa, estupefacta. Tartamudeó su agradecimiento, y Dondo hizo una reverencia… demasiado honda, pensó amargamente Cazaril; a sus ojos, el gesto parecía teñido de una sutil mofa.

Sólo entonces se tomó un momento Dondo para murmurar algo al oído a su hermano. Cazaril no pudo distinguir las palabras, pero le pareció ver que, bajo la barba, los labios de Dondo formaban la palabra Gotorget. La mirada entornada que dedicó de Jironal a Cazaril se tornó gélida y pávida, por un instante, pero luego ambos hombres hubieron de hacer sitio para el siguiente noble de la fila.

Un impresionante número de regalos de bienvenida, lujosos o ingeniosos, fueron depositados a los pies del róseo y la rósea. Cazaril se encontró haciéndose cargo de la parte de Iselle, tomando nota detallada de los donantes con ayuda de Betriz, para actualizar el inventario de la casa más adelante. Los cortesanos revoloteaban alrededor de los jóvenes, pensó secamente Cazaril, igual que moscas en torno a un tarro de miel derramada. Teidez estaba exultante hasta el punto de no poder parar de reír; de Sanda se veía un tanto envarado, gratificado y tenso a un tiempo. Iselle, si bien se mostraba claramente halagada, se conducía con la debida dignidad. Sólo se sobresaltó una vez, cuando se presentó ante ella el enviado de uno de los principados roknari del norte, alto y de piel dorada, con el cabello leonado compuesto en elaboradas trenzas. Sus ropas de lino delicadamente bordadas ondearon como estandartes con su brusca reverencia. La joven le devolvió el saludo con cortesía controlada, sin sonreír, y le dio las gracias por un hermoso cinturón de corales tallados, jade y eslabones de oro.

Los regalos de Teidez eran más variopintos, aunque predominaban las armas. Iselle recibió joyas en su mayoría, aunque obtuvo nada menos que tres preciosas cajas de música. Al cabo, todos los obsequios que no podían ponerse encima de inmediato fueron colocados en una mesa para su exhibición, vigilados por una pareja de pajes -la exhibición de la opulencia, el ingenio o la generosidad del donante, a fin de cuentas, valía más que su propósito original- y la masa de elite de Cardegoss desfiló en dirección al salón de banquetes.

El róseo y la rósea fueron conducidos a la alta mesa y sentados a ambos lados de Orico y su royina. A su vez, los flanquearon los hermanos Jironal, el canciller de Jironal sonriendo con un ápice de tirantez al adolescente Teidez, Dondo intentando ostensiblemente congraciarse con Iselle, aunque saltaba a la vista que el que más alto se reía de sus bromas era él mismo. Cazaril se sentó en una de las largas mesas perpendiculares a la entrada de la sala, cerca de la sal y no demasiado lejos de su pupila. Descubrió que el hombre de mediana edad que tenía a su derecha era un delegado ibrano.

– Los ibranos fueron muy hospitalarios conmigo durante mi última visita a vuestro país -aventuró Cazaril educadamente tras las presentaciones formales, decidiendo que sería mejor evitar los detalles-. ¿Cómo es que habéis recalado en Cardegoss, mi lord?

El ibrano sonrió, afable.

– Sois el hombre de la rósea Iselle, ¿eh? Bueno, aparte del indudable atractivo de cazar en Cardegoss en otoño, el roya de Ibra me ha enviado para disuadir al roya Orico de apoyar la nueva rebelión del Heredero en Ibra del Sur. El Heredero acepta ayuda de Darthaca; creo que, a la larga, descubrirá que está empuñando la navaja por el filo.

– La rebelión de Su Heredero supone un doloroso contratiempo para el roya de Ibra -dijo Cazaril, haciendo honor a la verdad, pero con estudiada neutralidad. El viejo Zorro de Ibra había traicionado a Chalion en demasiadas ocasiones en los últimos treinta años como para ser considerado otra cosa que un amigo dudoso y un peligroso enemigo, aunque si esta horrorosa guerra intermitente con su propio hijo era el castigo divino a su duplicidad, sin duda era prudente profesar temor a los dioses-. Desconozco cómo piensa el roya Orico, pero yo diría que respaldar la juventud frente a la veteranía no es apostar sobre seguro. Si no pactan de nuevo, el tiempo decidirá. Si el viejo derrota a su hijo, será como si se derrotara a sí mismo.

– Esta vez no. Ibra tiene otro hijo. -El delegado prodigó miradas furtivas a los lados antes de acercarse a Cazaril, bajando la voz-. Hecho que no ha escapado a la atención del Heredero. A fin de guardarse las espaldas, atacó a su hermano menor el otoño pasado, un asalto mezquino y secreto… aunque ahora afirma que no fue él el que dio la orden, sino que fue obra de unos lacayos que tergiversaron no sé qué imprudentes palabras. Yo diría que sabían demasiado bien lo que se hacían. El intento de secuestro del joven róseo Bergon salió mal, gracias a los dioses, y Bergon fue rescatado. Pero el Heredero al fin ha conseguido que la clemencia de su padre toque a su fin. Esta vez no habrá paz entre ellos, a menos que Ibra del Sur se rinda.

– Lamento oír eso -dijo Cazaril-. Espero que al final impere el sentido común.

– Sí -convino el delegado. Esbozó una sonrisa de seco aprecio, quizá, por la renuencia de Cazaril a pronunciarse a favor de uno u otro bando, y optó por aparcar su patente intento de persuasión.

La comida del Zangre era soberbia, y dejó a Cazaril casi bizco de satisfacción. La corte se retiró a la cámara en la que iba a tener lugar el baile, donde el roya Orico no tardó en quedarse dormido en su asiento, para envidia de Cazaril. Los músicos de palacio eran excelentes, como siempre. La royina Sara tampoco bailó, pero su frío semblante se suavizó ante el aparente disfrute que le producía la música, y marcaba el ritmo con la mano sobre el brazo de la silla. Cazaril se llevó su pesada digestión a una pared lateral, apoyó los hombros cómodamente, y vio a la gente más joven y vigorosa, o menos ahíta, pasear, girar e inclinarse graciosamente al delicado compás. Ni Iselle, ni Betriz, ni siquiera Nan de Vrit andaban faltas de parejas de baile.

Cazaril frunció el ceño cuando Betriz ocupó su lugar en la figura con su tercer, no, su quinto joven señor. La royina Ista no había sido el único progenitor que lo había arrinconado antes de salir de Valenda; también sir de Ferrej había departido con él. Vela por Betriz, le había rogado. Tendría que estar con su madre, o con otra dama mayor que supiera cómo es el mundo, pero por desgracia… De Ferrej se debatía entre el miedo al desastre y la esperanza de una oportunidad. Precávela contra los hombres indignos, los jaraneros, los advenedizos sin tierras, ya sabes a quiénes me refiero. Cazaril no pudo evitar preguntarse si se refería a los hombres como él. Por otra parte, si conociera a alguien decente, honorable, no me opondría a que siguiera los dictados de su corazón… ya sabes, un buen camarada, como, oh, digamos, tu amigo el marzo de Palliar… Aquel ejemplo despreocupado no había acabado de sonar improvisado a oídos de Cazaril. ¿Se había hecho Betriz secretas ilusiones? Palli, lamentablemente, no se encontraba allí esa noche, pues había tenido que regresar a su distrito tras instalar a lord Dondo en su santo generalato. Cazaril habría agradecido la presencia de un rostro conocido y amigable en medio de aquel gentío.

Captó un movimiento por el rabillo del ojo, y reparó en una cara familiar y una fría sonrisa, aunque no era ése el rostro que había deseado ver. Jironal lo saludó con una ligera reverencia; se apartó de la pared y correspondió al gesto. Su ingenio se abrió paso en medio de la bruma levantada por la comida y el vino hasta ponerlo sobre alerta.

– De Cazaril. Sois vos. Os dábamos por muerto.

Seguro que sí.

– No, mi lord. Escapé.

– Algunos de vuestros amigos se temían que hubierais desertado…

Ninguno de mis amigos se temería algo así.

– Pero los roknari dijeron que habíais muerto.

– Una ruin mentira, sir. -Omitió decir de quién era la mentira, sofrenando su audacia-. Me vendieron a las galeras con los hombres que no fueron rescatados.

– ¡Tamaña vileza!

– Eso mismo pensé yo.

– Es un milagro que sobrevivierais a tan dura prueba.

– Sí. Lo fue. -Cazaril parpadeó, y ensayó una cándida sonrisa-. ¿Recuperasteis al menos el dinero del rescate, en retribución por la mentira? ¿O se lo embolsó algún ladrón? Me gustaría pensar que alguien pagó caro el ardid.

– No lo recuerdo. De eso se ocuparía el maestre contable.

– Bueno, fue una espantosa equivocación, pero todo ha acabado bien.

– Por cierto. Tenéis que hablarme de vuestras aventuras, en alguna ocasión.

– Cuando lo deseéis, mi lord.

De Jironal asintió austeramente, risueño, y prosiguió su camino, evidentemente tranquilizado.

Cazaril sonrió para sí, satisfecho de su autocontrol… si es que no lo confundía con miedo cerval. Se diría que sería capaz de sonreír, y seguir sonriendo, sin abalanzarse sobre la garganta del mendaz villano… Aún tendré madera de cortesano, ¿eh?

Apaciguados sus mayores temores, Cazaril abandonó su fútil intento de pasar desapercibido y se animó a pedir un baile a lady Betriz. Sabía que era alto y desgarbado, carente de gracia, pero por lo menos no deambulaba ebrio haciendo eses, lo que a esas alturas le confería ventaja sobre la mitad de los jóvenes presentes. Por no hablar de lord Dondo de Jironal, que después de monopolizar a Iselle en la pista durante algún tiempo, se había alejado con su caterva de alborotados aduladores para buscar placeres más escabrosos o un pasillo tranquilo en el que vomitar. Cazaril esperaba que fuera esto último. Los ojos de Betriz resplandecían de exultación mientras formaba las figuras con él.

Al cabo, Orico despertó, los músicos perdieron su brío, y la velada tocó a su fin. Cazaril movilizó a los pajes, a lady Betriz y a la señora de Vrit para recaudar el botín de Iselle y trasladarlo a lugar seguro. Teidez, desdeñando el baile, se había dado un atracón del espectacular surtido de dulces en detrimento del vino, aunque de Sanda seguiría teniendo que ocuparse de un violento caso de indisposición antes del amanecer como resultado. Pero estaba claro que el muchacho estaba más ebrio de atención que de alcohol.

– ¡Lord Dondo me ha dicho que parece que tengo dieciocho años! -dijo a Iselle, triunfante. El estirón que había pegado el verano pasado y que lo había encumbrado por encima de su hermana mayor le había dado pie para cacarearse en ocasiones, y para que Iselle lo ignorara siempre con un bufido. Ahora caminaba al trote hacia su dormitorio sin que sus pies tocaran apenas el suelo.

Betriz, con las manos llenas de joyas, preguntó a Cazaril mientras colocaban las alhajas en las cajas con cerradura de la antecámara de Iselle:

– ¿Y por qué no usáis vuestro nombre, lord Caz? ¿No os gusta Lupe? Lo cierto es que un nombre bastante varonil.

– Le cogí manía muy pronto -suspiró Cazaril-. Mi hermano mayor y sus amigos solían martirizarme ladrando y aullando hasta que me hacían llorar de rabia, lo que me enfadaba todavía más… por desgracia, para cuando hube crecido lo suficiente para defenderme de él, ya era demasiado mayor para juegos. Tuve la impresión de que era una injusticia.

Betriz se rió.

– ¡Ya veo!

Cazaril se retiró a la quietud de su propia antecámara, donde se dio cuenta de que había faltado a su palabra de redactar la prometida nota tranquilizadora a la provincara. Dividido entre el deber y la cama, suspiró y sacó sus plumas, papel y cera, aunque su informe fue mucho más escueto que el ameno relato que había planeado, apenas unos cuantos renglones sucintos que concluían: Todo está en orden en Cardegoss.

La selló, encontró un somnoliento paje que la entregara al primer correo que partiera del Zangre por la mañana, y se derrumbó en la cama.

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