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Mientras Cazaril cubría el último tramo de pendiente que lo separaba de las puertas del castillo, se arrepintió de no haber podido proveerse de una espada. Los dos guardias ataviados con la librea verdinegra del provincar de Baocia asistían a su desarmado acercamiento sin evidenciar signos de alarma, pero también sin evidenciar el interés alerta que presagiaría respeto. Cazaril saludó al que exhibía la insignia de sargento en el sombrero con un ademán austero y calculado. Reservaba el servilismo que había practicado mentalmente para otra puerta, no ésta, no si esperaba llegar más lejos. Cuando menos, merced a la lavandera, había podido informarse de los nombres que necesitaba.

– Buenas noches, sargento. Vengo a ver al castellano, sir de Ferrej. Me llamo Lupe de Cazaril. -Dejando que el sargento dilucidara, a poder ser erróneamente, si había sido convocado.

– ¿A propósito de qué, sir? -preguntó el sargento, educado pero sin mostrarse impresionado.

Cazaril enderezó los hombros; no sabía de qué olvidado cuarto trastero del fondo de su alma brotaba su voz, pero brotó seca e imperiosa de todos modos:

– A propósito de él, sargento.

Automáticamente, el sargento se puso firme.

– Sí, señor. -Su gesto indicó a su compañero que adoptara un aire marcial, y él hizo señas a Cazaril para que lo siguiera a través de las puertas abiertas-. Por aquí, sir. Preguntaré si el alcaide puede verlo.

A Cazaril se le encogió el corazón cuando vio el amplio patio adoquinado tras las puertas del castillo. ¿Cuántas suelas de zapato había desgastado deambulando por estas piedras haciendo recados para la suma familia? El maestre encargado de los pajes se había quejado de que el consumo de borceguíes iba a suponerles la bancarrota, hasta que la provincara, entre risas, había inquirido si no preferiría en vez de eso un paje perezoso que desgastara la culera de sus pantalones, pues en tal caso, ella podría conseguirle unos cuantos para que bregara con ellos.

Seguía regentando su casa con buen ojo y mano firme, al parecer. Las libreas de los guardias estaban en excelente estado, el empedrado de este patio estaba impecable, y los pequeños árboles desnudos, plantados en maceteros que flanqueaban las puertas principales, estaban rodeados de flores que acariciaban el pie de sus troncos, lozanas, alegres y perfectamente oportunas para la celebración del Día de la Hija que había de tener lugar mañana.

El guardia hizo un gesto a Cazaril para que aguardara sentado en un banco fijo a una pared, agradablemente cálido aún por el sol de ese día, mientras él se dirigía a la puerta que comunicaba con los aposentos del servicio y hablaba con un criado que podría, o quizá no, avisar al alcaide de que lo buscaba un desconocido. Todavía no se encontraba ni a medio camino de regresar a su puesto cuando su camarada asomó la cabeza por la puerta para anunciar:

– ¡Vuelve el róseo!

El sargento volvió el rostro hacia los aposentos de la servidumbre para hacerse eco de la llamada, aullar a su vez: "¡Vuelve el róseo! ¡Todo el mundo atento!" y acelerar el paso.

Los mozos y las criadas surgieron a trompicones de las diversas puertas que rodeaban el patio en el preciso instante que se percibían tras las puertas exteriores el repiqueteo de las pezuñas y los gritos de saludo. Las primeras en trasponer los arcos de piedra, inmersas en una fanfarria de cosecha propia de voces triunfales impropias de una dama, fueron una pareja de muchachas a lomos de sendos caballos piafantes con el vientre cubierto de barro.

– ¡Ganamos, Teidez! -exclamó la primera por encima del hombro. Iba vestida con una zamarra de montar de terciopelo azul, a juego con su falda abierta de lana. Su cabello escapaba al cerco de una gorra de encaje, algo torcido, en rizos que no eran rubios ni rojos sino una especie de ámbar refulgente a la agonizante luz del ocaso. Tenía una boca generosa, la piel pálida y los ojos curiosamente ribeteados por densas pestañas, entornados ahora por la risa. Su compañera, más alta, una morena jadeante vestida de rojo, sonrió y se giró en su silla para comprobar que las seguía el resto de la cabalgata.

Un caballero todavía más joven, cubierto por una chaquetilla escarlata con bestias bordadas con hilo de plata, apareció montando un caballo aún más impresionante, de un negro lustroso, cuya cola semejaba un estandarte de seda. Lo escoltaban dos mozos de rostro impasible, y lo seguía un caballero de gesto huraño. Guardaba parecido con su hermana (¿sus hermanas?). Sí, sin duda, pelo rizado, si acaso más rojizo, y la boca ancha, más fruncida.

– La carrera terminó al pie de la colina, Iselle. Has hecho trampas.

La aludida dedicó un gesto de "oh, pobrecito" a su regio hermano. Antes de que el tambaleante sirviente tuviera tiempo de colocar el banco de montar para damas que intentaba acercarle, ella se escurrió de la silla y botó sobre la puntera de sus botas.

Su compañera morena desmontó adelantándose a su vez al mozo, al que entregó las riendas, diciendo:

– Deni, dales un paseo extra a estas pobres bestias, hasta que se tranquilicen. Les hemos pegado una paliza tremenda. -Desmintiendo un tanto sus palabras, besó a su caballo en el centro de la mancha blanca que le adornaba el hocico y, cuando el animal le hubo devuelto la caricia con la seguridad que da la costumbre, se lo agradeció con alguna chuchería que sacó del bolsillo.

La última en cruzar las puertas, con un par de minutos de retraso, fue una mujer mayor de rostro congestionado.

– ¡Iselle, Betriz, no corráis! ¡Madre e Hija, dos chiquillas como vosotras no pueden atravesar medio interior de Valenda al galope como un par de lunáticas!

– Ya hemos dejado de correr. Lo cierto es que ya nos hemos detenido -señaló la muchacha morena, en toda lógica-. Por mucho que corramos, corazón santo, no podremos dejar atrás vuestra lengua. Es más rápida que el más veloz de los caballos de Baocia.

La anciana compuso una mueca de exasperación y esperó a que su mozo terminara de afianzar su banco para descabalgar.

– Vuestra abuela os regaló aquel adorable mulo blanco, rósea, ¿por qué no lo montáis nunca? Sería mucho más apropiado.

– Y mucho más leeeento -repuso la joven de cabello ambarino, riendo-. Además, han lavado y cepillado al pobre Copo de Nieve para la procesión de mañana. Los mozos se habrían sentido desconsolados si lo hubiera sacado para correr por el fango. Piensan tenerlo envuelto en sábanas toda la noche.

Sin resuello, la anciana permitió que su mozo la ayudara a desmontar. Una vez de pie, se sacudió la falda y estiró la espalda, aparentemente dolorida. El muchacho partió en medio de un racimo de sirvientes ansiosos, y las dos jóvenes, ajenas a los incesantes murmullos de queja de su fámula, echaron una carrera hasta la puerta del torreón principal. Las siguió, meneando la cabeza.

Cuando se acercaban a la puerta, un hombre de mediana edad y constitución robusta vestido con austeras ropas de lana negra salió y les amonestó de pasada, sin que su voz evidenciara rencor, pero sí firmeza:

– Betriz, si alguna vez vuelves a subir la colina al galope de ese modo, te quitaré el caballo. Y podrás emplear las energías que te sobren en correr a pie detrás de la rósea.

La aludida le dedicó una fugaz reverencia y un tímido murmullo:

– Sí, papá.

La joven de melena ámbar se puso firme de inmediato.

– Disculpe a Betriz, por favor, sir de Ferrej. La culpa ha sido mía. Ella no tiene más elección que seguirme allá donde yo vaya.

El hombre arqueó una ceja y se inclinó ligeramente ante la muchacha.

– Entonces quizá debáis meditar, rósea, acerca del honor al que puede aspirar un capitán que arrastra a sus hombres a un error a sabiendas de que él escapará impune.

Ante esto, los carnosos labios de la joven de melena ambarina se estremecieron. Tras sostenerle la mirada bajo las largas pestañas, también ella ensayó una fracción de reverencia, antes de que ambas muchachas escaparan a futuras regañinas entrando cabizbajas en el castillo. El hombre de negro sofocó un suspiro inaudible. La fámula, que caminaba con dificultad en pos de las chicas, le dio las gracias con un cabeceo.

Aun sin estos indicios, Cazaril podría haber identificado al hombre como el alcaide del castillo por el tintineo de las llaves que colgaban de su cinturón con remaches de plata, y la cadena de su oficio que le rodeaba el cuello. Se puso de pie de inmediato cuando el hombre se acercó a él, y ensayó una reverencia condenadamente torpe, obstaculizada por sus apósitos.

– ¿Sir de Ferrej? Me llamo Lupe de Cazaril. He venido a suplicar audiencia con la viuda provincara, si… si le place. -Su voz vaciló bajo el peso del ceño del castellano.

– No os conozco, sir.

– Por la gracia de los dioses, la provincara quizá se acuerde de mí. Una vez fui paje, aquí. -Abarcó su entorno con un ademán ciego-. En esta casa. Cuando vivía el antiguo provincar. -Lo más próximo a un hogar que había abandonado, suponía. Cazaril estaba indeciblemente cansado de ser un forastero en todas partes.

Las cejas grises se alzaron.

– Preguntaré a la provincara si desea veros.

– Eso es lo único que pido. -Lo único que se atrevía a pedir. Se hundió de nuevo en el banco y enlazó los dedos mientras el castellano regresaba al torreón principal.

Tras varios minutos de suspense insoportables, espiado de soslayo por los sirvientes que pasaban junto a él, Cazaril levantó la cabeza ante la reaparición del alcaide. De Ferrej lo estudió con humorismo.

– Su Gracia la provincara os concede una entrevista. Seguidme.

Tenía el cuerpo entumecido después de haber pasado tanto tiempo sentado a la intemperie; trastabilló ligeramente, y maldijo su traspié, mientras seguía al alcaide al interior. Apenas si necesitaba guía. El plano del lugar regresó a él, abriéndose paso en su recuerdo con cada recodo que doblaba. Cruza este vestíbulo, al otro lado de aquellas baldosas con dibujos azules y amarillos, sube esta escalera y esa otra, atraviesa una cámara interior encalada y ahí está la habitación del ala occidental que siempre ha preferido para sentarse a esta hora del día, donde goza de más luz para su bordado, o para leer. Hubo de agachar un poco la cabeza para cruzar el umbral, algo que nunca había tenido que hacer antes; parecía que ése era el único cambio. Aunque no es la puerta la que ha cambiado.

– Aquí está el hombre que habéis mandado llamar, vuestra gracia -anunció el castellano, con voz neutral, rehusando reafirmar o desmentir su supuesta identidad. La viuda provincara estaba sentada en una amplia silla de madera, acolchada para alivio de sus huesos envejecidos. Se cubría con un sobrio vestido verde oscuro apropiado para su excelsa viudedad, pero rechazaba el tocado de viuda y prefería llevar el cabello entrecano trenzado en torno a la cabeza con dos nudos, imbricado de cintas verdes, prendido con broches enjoyados. Había una fámula casi tan anciana como ella sentada a su lado, también viuda a juzgar por su atuendo, propio de una devota del Templo. La acompañante se aferró a su labor y dedicó una mirada desconfiada a Cazaril.

Rezando para que no le traicionara ahora el cuerpo con algún tic o tropiezo, Cazaril hincó una rodilla en el suelo junto a la silla de la provincara e inclinó la cabeza en señal de respetuoso saludo. El vestido de la mujer desprendía un olor a lavanda, el seco perfume de una anciana. Alzó la mirada, buscando en su rostro algún indicio de reconocimiento. Si ella no lo reconocía ahora, se convertiría en nadie de verdad, y de inmediato.

La provincara le devolvió la mirada, y se mordió el labio, presa del asombro.

– Cinco dioses -musitó-. En verdad sois vos. Mi lord de Cazaril. Sed bienvenido a mi casa. -Le tendió la mano para que la besara. Cazaril tragó saliva, atragantándose casi, y humilló la cabeza sobre la mano. En su día, había sido blanca y delicada, perfectas las uñas, nacaradas. Ahora se le marcaban los nudillos, y la fina piel tenía manchas marrones, aunque las uñas seguían luciendo tan bien cuidadas como en sus años de matrona en la flor de la vida. Ni el menor respingo afectó su compostura cuando él derramó un par de lágrimas que fueron a verterse imparables sobre el dorso de su mano, aunque sus labios se curvaron un tanto. La mano escapó de la débil presa de Cazaril para tocarle la barba y trazar la línea de una mecha blanca-. Ay, Cazaril, ¿tanto he envejecido yo?

Parpadeó rápidamente. No podía, no debía romper a llorar igual que un chiquillo entrado en años.

– Ha pasado mucho tiempo, vuestra gracia.

– Tsch. -La mano se giró y los dedos ásperos tamborilearon en su mejilla-. Te había dado pie para que dijeras que no he cambiado un ápice. ¿Es que no te enseñé a mentir mejor a una dama? No sabía que hubiera sido tan negligente. -Con perfecta compostura, apartó la mano e hizo un gesto con la cabeza a su acompañante-. Os presento a mi prima, lady de Hueltar. Tessa, te presento a mi lord el castelar de Cazaril.

Por el rabillo del ojo, Cazaril vio que el alcaide, con un suspiro de alivio, bajaba la guardia, se cruzaba de brazos y se apoyaba en el marco de la puerta. Aún de rodillas, Cazaril se inclinó torpemente en dirección a la devota.

– Sois muy amable, vuestra gracia, pero ya no poseo Cazaril, ni su torre, ni ninguna de las tierras de mi padre. Tampoco reclamo su título.

– No seáis tonto, castelar. -Bajo su tono de broma, su voz se endureció-. Hace diez años que murió mi querido provincar, pero habré de encargar a los demonios del Bastardo que devoren al primer hombre que ose llamarme algo menos que provincara. Tenemos lo que podemos retener, querido muchacho, no dejes que nunca te vean flaquear o vacilar.

Junto a ella, la devota se envaró en un gesto de desaprobación ante la brusquedad de aquellas palabras, ya que no, quizá, ante el sentimiento que las respaldaba. Cazaril consideró imprudente señalar que su título pertenecía ahora a la nuera de la provincara. Su hijo, el actual provincar, y su esposa probablemente lo juzgarían igual de imprudente.

– Siempre seréis la gran dama para mí, vuestra gracia, la que adoramos a distancia.

– Mejor -aprobó juiciosamente la viuda-. Mucho mejor. Me gustan los hombres que saben conservar el ingenio. -Hizo una seña al castellano-. De Ferrej, traed una silla al castelar. Y otra para vos; parecéis un cuervo ahí plantado.

El alcaide, aparentemente acostumbrado a este trato, sonrió y murmuró:

– De inmediato, vuestra gracia.

Trajo una silla labrada para Cazaril, con el gratificante murmullo de ¿Desea tomar asiento, mi lord? y encontró otra para sí en la cámara adjunta, que situó algo alejada de la dama y su invitado.

Cazaril se incorporó con dificultad y volvió a acomodarse, agradecido. Tentativamente, aventuró:

– ¿Eran el róseo y la rósea los que he visto entrar a caballo cuando llegué, vuestra gracia? No os habría molestado con mi intromisión de saber que teníais visita. -No se habría atrevido.

– Nada de visitas, castelar. Por ahora viven aquí conmigo. Valenda es una ciudad limpia y tranquila, y… mi hija no se siente del todo bien. Le conviene el retiro aquí, después del frenesí de la corte.

Una expresión fatigada se asomó a sus ojos.

Cinco dioses, ¿lady Ista también se encontraba aquí? La viuda royina Ista, se apresuró a corregirse Cazaril. La primera vez que vino a servir a Baocia, aún una larva sin desarrollar como cualquier chiquillo de cualquier estación, la hija pequeña de la provincara, Ista, le había parecido ya una mujer adulta, aunque sólo tenía algunos años más que él. Por suerte, ni siquiera a aquella estúpida edad había sido tan imprudente de comentar con nadie el insufrible engreimiento de la joven. Su sumo matrimonio poco después con el propio roya Ias, el primero para ella, segundo para él, había parecido el destino lógico de su belleza, pese a la diferencia de edad de la egregia pareja. Cazaril suponía que la temprana viudedad de Ista había sido algo de esperar, aunque no tan temprana como resultó ser.

La provincara desechó su cansancio con un impaciente aleteo de los dedos y siguió con un:

– ¿Y qué hay de vos? Lo último que supe de vos es que cabalgabais como correo para el provincar de Guarida.

– Eso ocurrió… hace algunos años, vuestra gracia.

– ¿Cómo habéis venido? -Lo examinó, bajas las cejas-. ¿Dónde está vuestra espada?

– Ah, la espada. -Se llevó vagamente la mano al costado, donde no pendía cinto ni arma alguna-. La perdí en… Cuando el marzal de Jironal condujo las tropas del roya Orico hacia la costa septentrional para la campaña de invierno de hace… ¿tres?, sí, hace tres años, me nombró castellano de la fortaleza de Gotorget. Luego de Jironal sufrió aquel desafortunado revés… defendimos la torre contra las fuerzas roknari durante nueve meses. Lo habitual, como sabéis. Juro que no quedaba una rata sin espetar en Gotorget cuando recibimos la noticia de que de Jironal había firmado un nuevo tratado y se nos ordenaba deponer las armas y abandonar la fortaleza a nuestros enemigos. -Ofreció una breve sonrisa desprovista de sentimiento; cerró la mano izquierda sobre el regazo-. Para mi consuelo, se me informó de que nuestra fortaleza les había costado a los roknari trescientos mil reales adicionales, en la tienda donde se firmó el tratado. Además de considerablemente más que nueve meses en el campo de batalla, según mis cálculos. -Flaco consuelo, para las vidas que perdimos-. El general roknari reclamó la espada de mi padre; dijo que pensaba colgarla en su tienda, para acordarse de mí. Fue la última vez que vi mi filo. Después de aquello… -La voz de Cazaril, que había cobrado fuerza a lo largo del relato, vaciló. Carraspeó, y continuó-: Se produjo un error, una confusión. Cuando llegó la lista de hombres por los que se había pagado rescate, junto al cofre de reales, se había omitido mi nombre. El oficial de intendencia roknari juraba que no había ningún error, porque el total casaba con el número de nombres, pero… se trataba de un error. Todos mis oficiales fueron rescatados… A mí me pusieron con los hombres convictos, y todos juntos desfilamos hasta Visping, para ser vendidos como galeotes a los corsarios roknari.

La provincara contuvo la respiración. El alcaide, que había ido inclinándose cada vez más en su silla conforme se desgranaba el relato, estalló:

– ¡Protestaríais, sin duda!

– Oh, cinco dioses, sí. Protesté durante todo el camino a Visping. Seguía protestando cuando me arrastraron hasta la plancha y me encadenaron a mi remo. Todavía protestaba cuando zarpamos, y luego… aprendí a dejar de protestar. -Sonrió de nuevo. Se sentía como si llevara puesta una máscara de payaso. Afortunadamente, nadie reparó en esa pequeñez-. Pasé… mucho tiempo en una nave u otra. -Diecinueve meses y ocho días, los había contado después. Por aquel entonces, no habría sabido distinguir un día de otro-. Y luego tuve la mayor de las suertes, cuando mi corsario se dio de bruces con una flota del roya de Ibra que estaba de maniobras. Os aseguro que los voluntarios de Ibra remaban mejor que nosotros, y no tardaron en alcanzarnos.

Dos hombres habían muerto decapitados encadenados a su puesto por los roknari, cada vez más desesperados, por abandonar los remos deliberada o accidentalmente. Uno de ellos estaba sentado junto a Cazaril, habían sido compañeros de banco durante meses. Se le metió algo de sangre en la boca; todavía la saboreaba cuando cometía el error de pensar en ello. Podía saborearla ahora. Cuando el corsario hubo sido reducido, los ibranos habían remolcado a los roknari, algunos de ellos aún con vida, detrás del barco sujetos por cuerdas que eran sus propias entrañas, hasta que los grandes peces hubieron dado cuenta de ellos. Algunos de los galeotes liberados se habían ofrecido voluntarios para remar. Cazaril no pudo. La última tanda de latigazos lo había dejado al borde de ser arrojado por la borda, destrozado e inservible, por el oficial de galeras roknari. Se quedó sentado en la cubierta, presa de espasmos incontrolables, llorando.

– Los buenos ibranos me dejaron en tierra en Zagosur, donde permanecí enfermo durante algunos meses. Ya sabéis lo que ocurre con algunos hombres cuando se ven liberados repentinamente de su carga. Se vuelven… bastante infantiles. -Sonrió contrito a nadie en particular. Para él, habían sido el desmayo y la fiebre, hasta que hubieron cicatrizado las heridas de su espalda; luego la disentería, después los escalofríos. Y, durante todo ese tiempo, los ataques de llanto inconsolable. Lloraba cuando le traía la cena un acólito. Cuando salía el sol. Cuando se ponía. Cuando lo sobresaltaba un gato. Cuando le ayudaba a acostarse. En cualquier momento, sin motivo-. Me acogieron en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre. Me sentí un poco mejor cuando se me hubieron secado las lágrimas casi por completo -y los acólitos decidieron que no estaba loco, simplemente nervioso-, me dieron algo de dinero y caminé hasta aquí. Llevo tres semanas caminando.

En la estancia imperaba un silencio sepulcral.

Alzó la mirada, y vio que la rabia había tensado los labios de la provincara. El terror le atenazó el estómago vacío.

– ¡Era el único sitio en el que podía pensar! -se apresuró a disculparse-. Lo siento. Lo siento.

El castellano exhaló y se incorporó en su asiento, mirando fijamente a Cazaril. La compañera de la dama tenía los ojos abiertos de par en par.

Con voz vibrante, la provincara declaró:

– Eres el castelar de Cazaril. Deberían haberte dado un caballo. Deberían haberte ofrecido una escolta.

Cazaril agitó las manos en atemorizada negativa.

– ¡No, no, mi señora! Era… era suficiente. -Bueno, casi. Comprendió, tras un parpadeo tembloroso, que la ira de la dama no iba dirigida contra él. Oh. Se le hizo un nudo en la garganta y la habitación se tornó borrosa. No, otra vez no, aquí no Raudo, añadió-: Era mi deseo ponerme a vuestro servicio, señora, si creéis que puedo seros útil. Admito que… no puedo hacer gran cosa. Todavía.

La provincara se acomodó, con la barbilla ligeramente apoyada en la mano, y lo estudió. Transcurrido un momento, dijo:

– Tocabais muy bien el laúd, cuando erais paje.

– Ah… -grajeó Cazaril, intentando cubrir una mano encallecida con la otra por un espasmódico instante. Sonrió con renovado pesar y las exhibió brevemente sobre las rodillas-. No creo que ahora pudiera, mi lady.

La dama se inclinó hacia delante; su mirada se demoró un momento en la zurda mutilada.

– Ya veo. -Volvió a reclinarse, con los labios fruncidos-. Recuerdo que solías leer todos los libros que había en la biblioteca de mi marido. El oficial de pajes siempre andaba quejándose de ti por ese motivo. Le dije que te dejara en paz. Aspirabas a componer poemas, según creo recordar.

Cazaril no estaba seguro de que su mano derecha pudiera cerrarse en torno a una pluma, en esos momentos.

– Creo que Chalion se libró de una plaga de poesía infecta cuando me enviaron a la guerra.

La provincara se encogió de hombros.

– Vamos, vamos, castelar, tu solicitud de empleo es desalentadora. No sé si la pobre Valenda tiene vacantes en las que ocuparte. Has sido cortesano, capitán, alcaide, correo.

– Dejé de ser un cortesano el día que murió el roya Ias, mi lady. Y capitán… ayudé a perder la batalla de Dalus. -Y me pudrí durante casi un año entero en las mazmorras de la royeza de Brajar, después de aquello-. Alcaide, en fin, sucumbimos al asedio. En cuanto a lo de correo, casi me ahorcan por espía. En dos ocasiones. -Reflexionó. Y las tres veces que le habían aplicado torturas quebrantando los tratados-. Ahora… ahora, bueno, sé cómo se gobiernan los remos de un barco. Y cómo cocinar la rata de cinco maneras distintas.

A decir verdad, ahora mismo no le diría que no a un buen plato de rata.

No sabía qué inferir de la expresión de la provincara, de aquellos ojos ancianos que sondeaban su alma. Quizá fuera cansancio, pero esperaba que fuese apetito. Estaba casi seguro de que era hambre, porque al final la mujer esbozó una sonrisa maliciosa.

– Acompáñanos a la cena, en ese caso, castelar, aunque me temo que nuestro cocinero no podrá ofrecerte rata. No es la temporada, en la pacífica Valenda. Consideraré tu petición.

Cazaril asintió dando las gracias en silencio, temiéndose que se le quebrara la voz.

Siendo aún invierno, la comida principal del día en la casa se había servido a mediodía, formalmente, en el gran salón. La cena era más frugal y consistía, evidenciado el carácter ahorrativo de la provincara, el pan y la carne sobrante del mediodía pero, evidenciando su orgullo, sólo de la mejor calidad, acompañado todo de una generosa libación de sus excelentes vinos. Cuando llegara el asfixiante calor del verano de las llanuras altas, se invertiría el procedimiento; el almuerzo sería más ligero, y la comida fuerte se serviría al anochecer, cuando los baocios de toda ralea salieran a sus frescos patios para cenar a la luz de las lámparas.

Se sentaron sólo ocho, en una cámara privada sita en un edificio nuevo cerca de las cocinas. La provincara ocupó el centro de la mesa y cedió a Cazaril el puesto de honor a su diestra. Cazaril se sintió amilanado al encontrarse flanqueado por la rósea Iselle al otro costado, y el róseo Teidez frente a ella. Le infundió ánimos de nuevo ver que el róseo se afanaba en hacer más llevadera la espera arrojando pelotas de pan a su hermana mayor, maniobra severamente frustrada por su abuela. El brillo vengativo de los ojos de la rósea sólo se vio distraído, juzgó Cazaril, por una oportuna intervención de su compañera Betriz, que estaba sentada delante y algo a la izquierda de él.

Lady Betriz sonrió a Cazaril desde el otro lado de la mesa, revelando un hoyuelo elusivo, y parecía que estuviera a punto de decir algo, cuando apareció el criado portando una palangana que les ofreció por turnos para que se lavaran las manos. El agua templada estaba perfumada con verbena. A Cazaril le temblaron las manos cuando las mojó y se las secó en la delicada toalla de lino, debilidad que ocultó en cuanto pudo recogiéndolas sobre el regazo. La silla que tenía justo delante permanecía vacía.

Cazaril la señaló con un gesto e, inseguro, preguntó a la provincara:

– ¿Va a acompañarnos la viuda royina, vuestra gracia?

La dama apretó los labios.

– Lamentablemente, Ista no se siente lo bastante bien esta noche. Suele… comer casi siempre en sus aposentos.

Cazaril sofocó una momentánea intranquilidad y decidió preguntar a otra persona, más adelante, qué era exactamente lo que preocupaba a la madre del róseo y la rósea. Aquella breve compresión sugería algo crónico, o pertinaz, o demasiado doloroso para mencionarlo. Su prolongada viudedad había ahorrado a Ista los peligros añadidos del parto que eran la pesadilla de las jóvenes, aunque también había que contar con los sobrecogedores trastornos femeninos que asolaban a las matronas… Ista, como segunda esposa del roya Ias, había sido desposada siendo él de mediana edad y su hijo y heredero Orico ya adulto. Durante el poco tiempo que había permanecido Cazaril en la corte de Chalion, hacía años, la había visto solamente a una discreta distancia; parecía feliz, la niña de los ojos del roya cuando el matrimonio era joven. Ias había adorado a la pequeña Iselle y a Teidez, todavía un bebé en brazos de la enfermera.

Su dicha se había visto ensombrecida por la lamentable tragedia de la traición que cometió el lord de Lutez, la cual, según convenían muchos testigos, había acelerado el fallecimiento de pena del envejecido roya. Cazaril no pudo por menos de preguntarse si la enfermedad que evidentemente había alejado a la royina Ista de la corte de su hijastro habría obedecido a alguna desafortunada razón política. Pero el nuevo roya Orico siempre se había mostrado respetuoso con su madrastra, y amable con sus hermanastros, a juicio de todos.

Cazaril carraspeó para camuflar el gruñido de su estómago y dirigió su atención al caballero tutor superior del róseo, sentado al final de la mesa al otro lado de lady Betriz. La provincara, con una regia inclinación de cabeza, lo conminó a dirigir la oración a la Sagrada Familia que habría de bendecir los inminentes alimentos. Cazaril esperaba que fueran realmente inminentes. El misterio de la silla vacía quedó resuelto cuando el alcaide del castillo sir de Ferrej llegó corriendo y prodigó disculpas por su demora antes de tomar asiento.

– Me ha entretenido el divino de la Orden del Bastardo -explicó mientras se repartían el pan, la carne y los frutos secos.

Cazaril, conteniéndose para no abalanzarse sobre su comida igual que un perro hambriento, produjo un sonido educadamente inquisitivo y probó su primer bocado.

– El jovencito más imparablemente locuaz -añadió de Ferrej.

– ¿Ahora qué quiere? -preguntó la provincara-. ¿Más donativos para la inclusa? Ya enviamos un cargamento la semana pasada. Los criados del castillo se niegan a ceder más ropa vieja.

– Amas de cría -respondió de Ferrej, masticando.

– ¡No de mi casa! -bufó la provincara.

– No, pero quería que yo corriera la voz de que el Templo las busca. Esperaba que alguien tuviera en su familia una mujer inclinada a la beneficencia. La semana pasada les dejaron otro bebé frente a los postigos, y espera que haya más. Al parecer, es temporada.

La Orden del Bastardo, según la lógica de su teología, clasificaba los partos no deseados entre los sucesos fuera de temporada que obedecían el mandato de los dioses: bastardos incluidos, naturalmente, y niños privados de sus padres a temprana edad. Total, Cazaril pensaba que un dios que se suponía que comandaba una legión de demonios no debería tener demasiados problemas para recaudar dinero con el que subvencionar sus buenas obras.

Con discreción, aguó su vino; era un crimen estropear así esa cosecha, pero estaba seguro de que, con el estómago vacío, se le subiría a la cabeza. La provincara le dedicó un asentimiento de aprobación, pero luego se enfrascó en una discusión con su prima por el mismo motivo, saliendo parcialmente triunfal con medio vaso de vino sin diluir. Sir de Ferrej continuó:

– El divino me ha contado una historia interesante, eso sí; ¿a que no sabéis quién murió anoche?

– ¿Quién, papá? -dijo servicialmente lady Betriz.

– Sir de Naoza, el célebre duelista.

No era un nombre que reconociera Cazaril, pero la provincara sorbió por la nariz.

– Ya era hora. Qué espanto de hombre. Nunca lo recibí, aunque supongo que habría quienes fueran tan tontos de hacerlo. ¿Subestimó al fin a su víctima… digo, adversario?

– Ahí es donde la historia se pone interesante. Al parecer, fue asesinado por la magia de la muerte. -Anecdotista consumado, de Ferrej trasegó su vino mientras los murmullos se propagaban por la mesa. Cazaril se quedó paralizado en mitad de un bocado.

– ¿Intentará el Templo resolver el misterio? -quiso saber la rósea Iselle.

– No es ningún misterio, sino más bien una tragedia. Hace un año, aproximadamente, de Naoza fue empujado en plena calle por el hijo único de un tratante de lana de la provincia, con el resultado de siempre. Bueno, de Naoza se defendió arguyendo que había sido un duelo, como es lógico, pero hubo quienes presenciaron la escena y dijeron que había sido asesinato a sangre fría. No se sabe cómo, no se pudo dar con ninguno de ellos para que testificaran cuando el padre del joven quiso llevar a de Naoza ante la justicia. Se rumoreaba también que la integridad del juez estaba en entredicho.

La provincara chasqueó la lengua. Cazaril se atrevió a tragar, y dijo:

– Continuad.

Alentado, el castellano reanudó su relato:

– El mercader era viudo, y el muchacho no era sólo "hijo" único, sino su único descendiente. Y a punto de contraer matrimonio, además, para empeorar las cosas. La magia de la muerte es un asunto turbio, sí, pero no puedo por menos de sentir cierta simpatía por el pobre mercader. Bueno, rico mercader, supongo, pero en cualquier caso, demasiado mayor para perfeccionar sus dotes de esgrima hasta el punto de ser capaz de enfrentarse a alguien como de Naoza. Así que recurrió a lo que pensaba que era su último recurso. Se pasó todo el año pasado estudiando las negras artes, dónde encontró todo ese conocimiento es un buen rompecabezas para el Templo, os lo aseguro, renunció a su trabajo, según tengo entendido, y luego, anoche, se dirigió a un molino abandonado a unos diez kilómetros de Valenda e intentó invocar un demonio. ¡Y por el Bastardo que lo consiguió! Encontraron su cuerpo allí mismo esta mañana.

El Padre del Invierno era el dios de todas las muertes en temporada, y de la justicia; pero además de todos los desastres que se le atribuían, el Bastardo era el dios de los ejecutores. Y, por cierto, el dios de un saco lleno de otros trapos sucios. Parece que el mercader fue a comprar su milagro a la tienda correcta. El cuaderno de notas que guardaba Cazaril en su chaleco pareció ganar cinco kilos de peso de golpe; pero eran sólo imaginaciones suyas el que pareciera que fuese a abrasar la tela y estallar en llamas.

– Bueno, que no espere mis simpatías -dijo el róseo Teidez-. ¡Ha sido una cobardía!

– Sí, pero ¿qué se puede esperar de un comerciante? -observó su tutor, mesa abajo-. Los hombres de esa clase no están versados en el tipo de código de honor que se enseña a los auténticos caballeros.

– Pero es que es terrible -protestó Iselle-. Quiero decir, lo del hijo a punto de casarse.

Teidez bufó por la nariz.

– Chicas. Sólo sabéis pensar en casaros. Pero ¿qué supone la pérdida más grave para la royeza? ¿La de un lanero codicioso o la de un espadachín? ¡Cualquier duelista de sus aptitudes debe ser un buen soldado para el roya!

– Según mi experiencia, no -intervino secamente Cazaril.

– ¿Qué queréis decir? -se apresuró a desafiarle Teidez.

Avergonzado, Cazaril musitó:

– Disculpadme. He hablado a destiempo.

– ¿Dónde está la diferencia? -insistió Teidez.

La provincara tamborileó con un dedo sobre el mantel y le lanzó una mirada indescifrable.

– Explicaos, castelar.

Cazaril se encogió de hombros y ofreció una leve inclinación de disculpas en dirección al muchacho.

– La diferencia, róseo, estriba en que el soldado con talento mata a tus enemigos, pero el duelista con talento mata a tus aliados. Dejo a vuestra intuición cuál prefiere albergar un comandante sabio en su campamento.

– Oh -Teidez guardó silencio, aunque se quedó pensativo. Aparentemente, no había ninguna prisa en devolver el cuaderno de notas del mercader a las autoridades pertinentes, como tampoco ninguna dificultad. Cazaril podría buscar mañana a la divina del Templo de la Sagrada Familia aquí, en Valenda, durante su tiempo libre, y entregarlo para que dispusieran de él. Tendrían que decodificarlo; los rompecabezas de ese tipo resultaban difíciles o tediosos para algunos, pero a Cazaril siempre se le había antojado una actividad tonificante. Se preguntó si, por cortesía, debería ofrecerse para descifrarlo. Se acarició el suave abrigo de lana y se alegró de haber rezado por el hombre durante su precipitada cremación.

Betriz, rizando las negras cejas, preguntó:

– ¿Quién fue el juez, papá?

De Ferrej vaciló un momento, antes de encogerse de hombros.

– El honorable Vrese.

– Ah -dijo la provincara-. Ése. -Arrugó la nariz, como si hubiera llegado algún mal olor hasta ella.

– ¿Lo amenazó el duelista, entonces? -quiso saber la rósea Iselle-. ¿No debería… no podía haber solicitado ayuda, o haber arrestado a de Naoza?

– No creo que ni siquiera de Naoza fuera tan estúpido como para amenazar a un justiciar de la provincia -contestó de Ferrej-. Aunque es probable que intimidara a los testigos. A Vrese, hum, seguramente lo convenció por medios más pacíficos.

Se llevó un trozo de pan a la boca y se frotó el índice y el pulgar, imitando el gesto de un hombre que acaricia una moneda.

– Si el juez hubiera hecho su trabajo con honestidad y valentía, el mercader no se habría visto obligado a practicar la magia de la muerte -comentó Iselle, despacio-. Ahora hay dos hombres muertos y condenados, cuando debería haber solamente uno… incluso si lo hubieran ejecutado, de Naoza habría tenido tiempo de limpiar su alma antes de enfrentarse a los dioses. Si se sabe todo esto, ¿por qué sigue siendo juez ese hombre? Abuelita, ¿tú lo entiendes?

La provincara apretó los labios.

– El nombramiento de los justiciares de la provincia escapa a mi competencia, querida. Igual que su degradación. De lo contrario, su partida se tramitaría con mucha mayor diligencia, te lo garantizo. -Sorbió su vino y añadió, al reparar en el ceño fruncido de su nieta-: En Baocia gozo de grandes privilegios, niña. No de grandes poderes.

Iselle miró de soslayo a Teidez, y a Cazaril, antes de hacerse eco de la pregunta de su hermano, con voz seria:

– ¿Cuál es la diferencia?

– ¡Lo uno te da derecho a gobernar, y el deber de proteger! Lo otro te da derecho a recibir protección -replicó la provincara-. Por desgracia, las diferencias entre provincar y provincara no se reducen a una sola letra.

Teidez esbozó una sonrisa maliciosa.

– ¿Es como la diferencia entre róseo y rósea?

Iselle se giró hacia él y levantó las cejas.

– ¿Oh? ¿Y cómo propones tú que se elimine al juez corrupto, niño privilegiado?

– Ya está bien, los dos -terció con firmeza la provincara, con toda la voz de una abuela.

Cazaril ocultó una sonrisa. Entre aquellas paredes, era ella la que gobernaba, no cabía duda, rigiéndose por un código más antiguo que el de Chalion. El suyo era un estado lo bastante pequeño.

La conversación derivó hacia asuntos menos polémicos cuando los criados trajeron pasteles, queso y un vino de Brajar. Cazaril esperaba que subrepticiamente, había comido hasta saciarse. Si no se contenía, y pronto, se empacharía. Pero el vino dorado de los postres estuvo a punto de hacerle saltar las lágrimas en la mesa; ése lo bebió sin aguar, aunque consiguió limitarse a un solo vaso.

Al término de la cena volvieron a ofrecerse oraciones, tras las que el tutor del róseo Teidez se lo llevó para estudiar. Iselle y Betriz fueron enviadas a ocuparse de sus labores de costura. Partieron al galope, seguidas a un paso más lánguido por de Ferrej.

– ¿De verdad podrán sentarse quietas para coser? -preguntó Cazaril a la provincara, mientras observaba la exhalación de faldas al vuelo.

– Cotillean y se ríen hasta levantarme dolor de cabeza, pero sí, son muy mañosas. -El desaprobatorio fruncimiento de los labios de la provincara no se correspondía con la calidez de sus ojos.

– Vuestra nieta es una jovencita encantadora.

– Cuando un hombre llega a cierta edad, Cazaril, todas las jovencitas empiezan a parecerle encantadoras. Es el primer síntoma de la senilidad.

– Cierto, mi señora. -Esbozó una discreta sonrisa.

– Ya ha acabado con la paciencia de dos institutrices y parece decidida a acabar con la de la tercera, a juzgar por el modo en que se queja de ella la mujer. Pero… -La provincara aminoró el áspero ritmo de sus palabras-, tiene que ser fuerte. Algún día, inevitablemente, será enviada lejos de mi lado. Ya no podré ayudarla… protegerla…

Una rósea joven, atractiva y lozana era un peón, no una jugadora, en la política de Chalion. Su precio de novia sería elevado, pero un matrimonio política y financieramente favorable no tenía por qué resultar adecuado en un sentido más íntimo. La viuda provincara había tenido suerte en su vida personal, pero en el transcurso de sus muchos años sin duda había tenido ocasión de observar el amplio espectro de destinos maritales que aguardaban a las mujeres de noble cuna. ¿Enviarían a Iselle a un lugar tan lejano como Darthaca? ¿La desposarían con algún primo de la royeza de Brajar, con la que la unían lazos tan próximos? No quisieran los dioses que fuera cedida a los roknari para sellar una paz temporal, que la exiliara al archipiélago.

La provincara estudió sus rasgos de soslayo, a la luz de los lujosos racimos de velas que tanto le habían gustado siempre.

– ¿Cuántos años tenéis, castelar? Creo que rondabais los trece cuando vuestro padre os puso al servicio de mi querido provincar.

– Más o menos esa edad, sí, vuestra gracia. Ahora tengo treinta y cinco.

– Ja. Pues deberías haberte afeitado esas desagradables greñas que te cubren la cara. Te echan quince años encima.

Cazaril pensó en responder que una temporada en las galeras roknari envejecería a cualquiera, pero se reprimió. En vez de eso, respondió:

– Espero que mis divagaciones no enojaran al róseo, mi lady.

– De hecho, creo que conseguisteis que el joven Teidez se parara a reflexionar. Toda una novedad. Ojalá su tutor lo consiguiera más a menudo. -Tamborileó los delgados dedos brevemente sobre el mantel y apuró su diminuto vaso de vino. Cuando lo hubo posado de nuevo, añadió-: No sé en qué posada infestada de chinches os alojaréis en la ciudad, castelar, pero enviaré un paje para que recoja vuestros enseres. Pasaréis aquí la noche.

– Gracias, vuestra gracia. Acepto vuestra gratitud. -Y presteza. Gracias a los dioses, oh, cinco veces cinco, lo habían acogido, al menos temporalmente. Vaciló, azorado-. Pero, ah… no será necesario que molestéis a vuestro paje.

La dama arqueó una ceja en su dirección.

– Para eso están. Como bien recordaréis.

– Sí, pero… -Sonrió fugazmente y se señaló a sí mismo con las manos-. Éstos son mis enseres.

Al reparar en su dolida expresión, matizó débilmente:

– Tenía aún menos cuando bajé de la galera ibrana en Zagosur. -Llevaba encima unos calzones cubiertos de mugre, y costras. Los acólitos habían quemado el andrajo en cuanto tuvieron ocasión.

– En tal caso, mi paje -dijo la provincara, con voz precisa, sosteniéndole la mirada-, os escoltará a vuestros aposentos. Mi lord castelar. -Cuando hizo ademán de incorporarse, y su prima compañera se apresuró a ayudarla, añadió-: Hablaremos de nuevo mañana.

La cámara se encontraba en el viejo torreón reservado para los huéspedes de honor, más porque en ella habían pernoctado varios royas históricos que porque fuese excesivamente cómoda; Cazaril había servido a sus ocupantes cientos de veces. La cama tenía tres colchones, de paja, de plumas y de vellón, y estaba cubierta por las sábanas más suaves y una colcha confeccionada por las damas de la casa. Antes de que el paje le hubiera abandonado, llegaron dos doncellas portando agua para lavarse, agua potable, toallas, jabón, una ramita para los dientes y un camisón con bordados, con su gorro y sus zapatillas. Cazaril había planeado dormir sin quitarse la camisa del difunto.

Era demasiado, de repente. Se sentó en el borde de la cama con el camisón en las manos y prorrumpió en desgarradores sollozos. Tragó con dificultad e hizo una seña a los nerviosos sirvientes para que se marcharan.

– ¿A ése qué le pasa? -oyó que preguntaba la voz de una de las doncellas, mientras sus pasos se perdían en el pasillo, y las lágrimas se le metieron en la nariz.

El paje respondió, repugnado:

– Será algún loco, supongo.

Después de una breve pausa, la voz de la doncella flotó apagada hasta la estancia:

– Bueno, entonces aquí se sentirá como en casa, ¿no?

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