4

A la mañana siguiente, la provincara en persona se ocupó de presentar a Cazaril en el aula de las jóvenes damas. Esta pequeña cámara soleada se encontraba en el ala este del torreón, en la planta superior ocupada por la rósea Iselle, lady Betriz, su fámula y una doncella. El róseo Teidez disponía de aposentos similares para su subcasa en el nuevo edificio al otro lado del patio, de proporciones mucho más generosas, sospechaba Cazaril, y con mejores chimeneas. El aula de Iselle estaba parcamente amueblada con dos pupitres, sillas, una sola estantería medio vacía y un par de baúles. Con el añadido de Cazaril, que se sentía desmesuradamente alto y torpe bajo el techo de vigas bajas, y las dos muchachas, su aforo estaba completo. La contumaz fámula tuvo que llevarse sus labores a la estancia adyacente, aunque la puerta que comunicaba ambas habitaciones permaneció abierta.

Cazaril tenía la impresión de encontrarse ante toda una clase, no sólo una pupila. Una doncella del abolengo de Iselle casi nunca estaría sola, y menos con un hombre, ni siquiera con uno prematuramente envejecido y convaleciente perteneciente a su propia casa. No sabía qué opinaban las dos damiselas de este acuerdo tácito, pero él se sentía aliviado en secreto. Jamás se había sentido tan repulsivamente masculino… grosero, torpe y degradado. En suma, esta pacífica y jovial atmósfera femenina distaba tanto del banco de remos de una galera roknari como Cazaril creía posible imaginar, y hubo de reprimir un acceso de delirante regocijo ante el contraste cuando agachó la cabeza para eludir el dintel y entrar en la sala.

La provincara lo anunció sucintamente como el nuevo secretario tutor de Iselle, "Como el que tiene tu hermano", un obsequio evidentemente inesperado que Iselle, tras un parpadeo de sorpresa, aceptó sin la menor objeción. A juzgar por su mirada calculadora, la novedad y el ascenso de posición que suponía ser instruida por un hombre le resultaba ciertamente agradable. También lady Betriz, le alentó percibir a Cazaril, parecía alerta e interesada en vez de recelosa u hostil.

Cazaril confiaba en parecer lo bastante erudito para engañar a las jóvenes, ceñido hoy el pulcro traje pardo de lana del mercader por el cinturón con engastes de plata del castellano, privado de la espada. Había tenido la previsión de proveerse de cuantos libros en darthaco le había permitido encontrar un rápido vistazo a los restos de la biblioteca del difunto provincar, una media docena aproximada de volúmenes. Los soltó con un impresionante golpe encima de una de las pequeñas mesas y dedicó a ambas pupilas una sonrisa deliberadamente siniestra. Si esto guardaba algún parecido con el adiestramiento de jóvenes soldados, jóvenes caballos, o jóvenes halcones, la clave estribaba en asumir la iniciativa desde el primer momento, y mantenerla a partir de ahí. Da igual que estuviera tan hueco como un tambor, mientras sonara igual de fuerte.

La provincara se marchó tan bruscamente como había llegado. Fingiendo disponer de un plan mientras lo trazaba, Cazaril empezó directamente sometiendo a examen el darthaco de la rósea. Le pidió que leyera una página al azar de uno de los volúmenes, puesto que éste versaba sobre un tema que Cazaril conocía al dedillo: la zapa y el minado de líneas fortificadas en el transcurso de los asedios. Con no poca ayuda e incitación, Iselle se las vio con tres arduos párrafos. Dos o tres preguntas que le planteó Cazaril en darthaco la pusieron en el aprieto de explicar el contenido de lo que acababa de leer, forcejeando y escupiendo las palabras.

– El acento es horrible -calificó Cazaril, con franqueza-. Un darthaco lo encontraría casi ininteligible.

Iselle levantó la cabeza para fulminarlo con la mirada.

– Mi institutriz dice que es bastante bueno. Dice que mi entonación es muy melódica.

– Sí; habláis igual que una pescadera del sur de Ibra pregonando la mercancía. También saben ser melódicas cuando quieren. Pero cualquier señor darthaco, y todos ellos son arrogantes como avispas cuando se trata de su espantosa lengua, se os reiría en la cara. -Cuando menos, en una ocasión se habían reído en la cara de Cazaril-. Vuestra institutriz os halagaba, rósea.

Iselle frunció el ceño.

– ¿Y vos no sois dado a halagos, castelar?

Su tono, así como los términos expuestos, tenían una mayor doble intención de la que él se había esperado. La irónica reverencia de Cazaril, sentado en un baúl que había acercado al otro lado de la mesa, resultó más corta y menos compungida de lo que había pretendido por culpa de la tirantez de sus apósitos.

– No me tengo por un completo patán. Pero si queréis que un hombre os dispense cómodas mentiras acerca de vuestra evolución, y acabe así con vuestras esperanzas de destacar sinceramente, estoy seguro de que lo encontraréis en alguna parte. No todas las prisiones están hechas de barrotes de hierro. Algunas están hechas de camas de plumas. Rósea.

Iselle bufó; apretó los labios. Tarde, a Cazaril se le ocurrió que quizá aquel no fuera el enfoque adecuado. Era un tierno primor, apenas si más que una niña… tal vez debiera suavizarse… y si se quejaba de él a la provincara, podría perder…

Iselle pasó la página.

– Continuemos -dijo, con voz fría.

Cinco dioses, había visto exactamente la misma expresión de furia frustrada en los ojos de los jóvenes que se habían armado de valor, habían escupido el polvo que les llenaba la boca, y habían perseverado hasta convertirse en sus mejores tenientes. Puede que esto no fuera tan difícil después de todo. Con gran esfuerzo, redujo una amplia sonrisa a un ceño solemne y asintió para conceder su augusto permiso tutelar.

– Continuemos.

Pasó volando una hora en esta agradable y fácil tarea. Bueno, fácil para él. Cuando se fijó en que la rósea se frotaba las sienes, y que su frente se surcaba de líneas que nada tenían que ver con la mera ofensa, desistió y recuperó el libro.

Lady Betriz había seguido el texto a la vera de Iselle, moviendo los labios en silencio. Cazaril le pidió que repitiera el ejercicio. Con el ejemplo de Iselle ante ella, leyó más deprisa, pero por desgracia adolecía del mismo acento del sur de Ibra, probablemente por culpa de las mismas institutrices del sur de Ibra, que Iselle. La rósea escuchó atentamente las correcciones.

Todos se habían ganado el almuerzo a esas alturas, en opinión de Cazaril; pero le quedaba una desagradable tarea por cumplir, estrictamente encomendada a él por la provincara. Se enderezó, cuando las muchachas hicieron ademán de incorporare, y carraspeó.

– Vuestro gesto de ayer en el templo fue espectacular, rósea.

La generosa boca de Iselle se curvó; sus párpados, curiosamente gruesos, se entornaron de satisfacción.

– Gracias, castelar.

Cazaril dejó que su propia sonrisa se tornara astringente.

– Un insulto artificioso, acorralar a un hombre sin darle posibilidad de replicar. Al menos los gandules se lo pasaron en grande, a juzgar por sus risas.

Iselle constriñó los labios en un mohín incómodo.

– En Chalion hay muchas injusticias contra las que no puedo hacer nada. Eso fue muy poco.

– Si estuvo bien, bien hecho estuvo -concedió Cazaril, con un asentimiento engañosamente cordial-. Decidme, rósea, ¿qué pasos disteis previamente, para aseguraros de la culpabilidad del hombre?

Iselle detuvo la barbilla ante de terminar de alzarla del todo.

– Sir de Ferrej… habló de él. Y sé que es honesto.

– Sir de Ferrej dijo, y recuerdo cuáles fueron sus palabras exactas, pues exactas fueron, que había oído decir que el juez había aceptado el soborno del duelista. No afirmó saberlo de primera mano. ¿Lo consultasteis con él después de la cena, para descubrir el origen de sus sospechas?

– No… Si le hubiera hablado a cualquiera de lo que planeaba hacer, me lo habrían prohibido.

– Pero, ah, con lady Betriz sí que hablasteis. -Cazaril indicó a la muchacha morena con un ademán.

Crispándose, Betriz respondió con cautela:

– Por eso le sugerí que preguntara a la primera llama.

Cazaril se encogió de hombros.

– La primera llama, ah. Pero vuestra mano es joven, fuerte y firme, lady Iselle. ¿Estáis segura de que la primera llama no prendió gracias únicamente a vuestra intervención?

El ceño de Iselle se acentuó.

– Los vecinos aplaudieron…

– Ciertamente. Lo normal es que la mitad de los suplicantes que se enfrentan a la tribuna de un juez salgan contrariados y decepcionados. Pero no, por eso, necesariamente agraviados.

Aquello dio en el clavo, a tenor del cambio operado en el semblante de la joven. La transición de desafiante a abatida no era un espectáculo especialmente agradable.

– Pero… si…

Cazaril exhaló un suspiro.

– No estoy diciendo que os equivocarais, rósea. Por esta vez. Digo que corríais con una venda en los ojos. Y que si no os estrellasteis de bruces con un árbol, fue sólo gracias a los dioses, y no por el cuidado que pusisteis.

– Oh.

– Podríais haber difamado a un hombre honrado. O quizá hayáis hecho justicia. No lo sé. El caso es que… vos tampoco.

El oh de Iselle fue inaudible esta vez.

La porción tremendamente práctica de la mente de Cazaril, que tantos temporales le había ayudado a capear, no pudo resistirse a añadir:

– Y tanto si obrasteis bien como si no, lo que sí vi fue cómo os forjabais un enemigo, y cómo lo dejabais con vida a vuestra espalda. Caritativo, pero mala estrategia. -Maldición, ésa no era observación apropiada para una gentil doncella… con esfuerzo, se contuvo para no taparse la boca con ambas manos, un gesto que no contribuiría a subrayar su papel de corrector culto y metódico.

Las cejas de Iselle se arquearon y permanecieron así, por un momento, esta ocasión. Las de lady Betriz también.

Tras un silencio meditabundo e insoportablemente prolongado, Iselle dijo, en voz baja:

– Gracias por vuestro atinado consejo, castelar.

Cazaril le devolvió un asentimiento aprobatorio. Bien. Si había logrado librarse de ese peliagudo asunto a las primeras de cambio, podía decirse que había cubierto ya un trecho importante. Y ahora, gracias a los dioses, a la generosa mesa de la provincara…

Iselle volvió a sentarse y recogió las manos sobre el regazo.

– Vais a ser mi secretario además de mi tutor, Cazaril, ¿sí?

Cazaril se dejó caer de nuevo.

– Sí, mi lady. ¿Deseáis que os ayude con una carta? -A punto estuvo de sugerir, ¿Después de comer?

– Ayuda. Sí. Pero no con una carta. Sir de Ferrej ha mencionado que fuisteis correo una vez, ¿es eso cierto?

– En su día cabalgaba para el provincar de Guarida, mi lady. Cuando era joven.

– Un correo es un espía. -Sus ojos se habían tornado inquietantemente calculadores.

– No necesariamente, aunque a veces era difícil… convencer a la gente de lo contrario. Éramos mensajeros de confianza, por encima de todo. Tampoco es que no se esperara de nosotros que supiéramos tener los ojos abiertos e informar de nuestras observaciones.

– Suficiente. -Barbilla arriba-. En tal caso, mi primer encargo para vos, como secretario, es de observación. Quiero que descubráis si he cometido un error o no. Yo no puedo presentarme en la ciudad y empezar a hacer preguntas, tengo que quedarme en lo alto de esta colina en mi -mueca- cama de plumas. Pero vos… vos podéis.

Lo miró con una expresión imbuida de la fe más perturbadora.

Cazaril sintió el estómago tan vacío como un tambor, sin que tuviera nada que ver con la falta de alimentos. Al parecer, acababa de realizar una interpretación demasiado magistral.

– ¿De… in… inmediato?

Iselle se revolvió incómoda en su asiento.

– Con discreción. Cuando se presente la oportunidad.

Cazaril tragó saliva.

– Veré lo que puedo hacer, mi lady.

Camino de su cámara, una planta más abajo, los pensamientos de Cazaril se vieron poblados por una visión de sus días de paje, en ese mismo castillo. Le gustaba creerse con dotes de espadachín, a cuenta de ser un poco más diestro que la media docena de patanes de noble cuna con los que compartía deberes y formación en la casa del provincar. Un día llegó un nuevo paje, un tipo bajito, malhumorado; el maestro de esgrima del provincar había invitado a Cazaril a medirse con él en la próxima sesión de entrenamiento. Cazaril había practicado una o dos buenas estocadas, incluida una floritura que, con una hoja de verdad, habría recortado las orejas de casi todos sus camaradas. Intentó su estratagema especial con el recién llegado, deteniéndose satisfecho con el filo romo pegado a la cabeza de su adversario… tan sólo para mirar abajo y ver la ligera espada de entrenamiento de su oponente doblada casi en dos contra el acolchado de su barriga.

Aquel paje había ascendido, según tenía entendido Cazaril, hasta convertirse en el maestro de esgrima del roya de Brajar. Con el tiempo, Cazaril hubo de reconocer que era un espadachín mediocre; sus intereses andaban siempre demasiado repartidos como para conservar la necesaria obsesión. Pero no se había olvidado nunca de aquel momento, cuando asistió sorprendido a su teórica muerte.

Le intrigaba el hecho de que su primera lección con la delicada Iselle hubiera reavivado ese viejo recuerdo. Curiosas chispas de intensidad, las que ardían en ojos tan dispares… ¿cómo se llamaba aquel paje bajito…?

Descubrió que habían llegado hasta su cama otro par de túnicas y pantalones en su ausencia, reliquias de un castellano más joven y delgado, si no equivocaba sus sospechas. Se dispuso a guardar la ropa en el baúl que había al pie de su cama y se acordó del libro del difunto lanero, recogido en la capa chaleco negra. Lo cogió, pensando en llevarlo al templo esa misma tarde, pero volvió a dejarlo en su sitio. Posiblemente, entre sus páginas cifradas acechara parte de la certeza moral que le exigía la rósea -que él la había incitado a exigirle-, alguna prueba concluyente a favor o en contra del avergonzado juez. Primero, lo examinaría él mismo. Quizá le sirviera de guía de los secretos de la escena local de Valenda.

Después del almuerzo, Cazaril se tumbó para disfrutar de una siesta reparadora. Apenas si regresaba de nuevo al mundo de la vigilia cuando llamó a su puerta sir de Ferrej, que le entregó los libros y papeles de los aposentos de la rósea. Betriz llegó poco después con una caja de cartas que había que ordenar. Cazaril pasó el resto de la tarde empezando a organizar el montón apilado aleatoriamente, familiarizándose con los asuntos que contenía.

Los registros financieros eran sencillos: la compra de éste o aquel juguete trivial o de algún oropel; listas de obsequios dados y recibidos; un listado un tanto más meticuloso de joyas de genuino valor, heredadas o regaladas. Ropa. El caballo de Iselle, el mulo Copo de Nieve y sus diversos arreos. Los artículos tales como la ropa de cama y los muebles estarían recogidos, presumiblemente, en los registros de la provincara, pero en el futuro serían responsabilidad de Cazaril. Una dama de alcurnia solía afrontar el matrimonio con carros -esperaba que no fueran barcos- cargados de bienes de lujo, e Iselle sin duda estaba a punto de entrar en la edad de pertrecharse para ese viaje futuro. ¿Debería anotarse él mismo como Artículo Número Uno en ese inventario nupcial?

Se imaginó la entrada: Secr. tutor, Una ea. Regalo de la abuela. Treinta y cinco años de edad. Daños sufridos a bordo. ¿Valor…?

La procesión nupcial, normalmente, era un viaje sólo de ida, aunque la madre de Iselle, la viuda royina había regresado… rota, intentó no pensar Cazaril. La dama Ista lo desconcertaba y preocupaba. Se decía que la locura corría en algunas familias nobles. No en la de Cazaril… en su familia habían corrido la negligencia financiera y las alianzas políticas equivocadas, igual de devastadoras a largo plazo. ¿Correría peligro Iselle…? Claro que no.

La correspondencia de Iselle era parca pero interesante. Unas cuantas cartas antiguas y amables de su abuela, antes de que la viuda royina hubiera regresado junto a su familia desde la corte, llenas de consejos que podían resumirse en pórtate bien, haz caso a tu madre, reza tus oraciones, cuida de tu hermano pequeño. Una o dos notas de tíos o tías, los demás hijos de la provincara; Iselle no tenía más parientes por parte de su padre, el difunto roya Ias, habiendo sido éste el único retoño superviviente de su propio malhadado padre. Una serie regular de cartas de cumpleaños y días señalados de su hermanastro, mucho mayor, el actual roya Orico.

Éstas últimas estaban redactadas por la propia mano del roya, observó Cazaril con aprobación, o, al menos, confiaba en que el roya no tuviera a su servicio un secretario con el pulso tan terco y la letra tan apretujada. Consistían en su mayoría en almidonadas y breves misivas, el esfuerzo de un hombre hecho y derecho que intentaba ser amable con una niña, menos cuando abundaban en la descripción de la querida colección de fieras de Orico. Se tornaban entonces espontáneas y fluidas por espacio de uno o dos párrafos, con el entusiasmo y, quizá, la esperanza de que hubiera al menos aquí un interés que ambos hermanastros pudieran compartir al mismo nivel.

Esta agradable tarea se vio interrumpida a última hora de la tarde por el mensaje, transmitido por un paje, de que se requería la presencia de Cazaril para salir a caballo con la rósea y lady Betriz. Se ciñó apresuradamente la espada prestada y encontró los caballos ensillados y expectantes en el patio. Hacía casi tres años que Cazaril no montaba a caballo; el paje le dedicó una mirada de sorpresa y desaprobación cuando Cazaril pidió un montadero para auparse con tiento al lomo de la bestia. Le dieron un animal de mansos modales, el mismo bayo castrado que había visto montar aquella primera tarde a la fámula de la rósea. Mientras formaban, la fámula se asomó a una ventana del torreón y los despidió con un pañuelo de lino y evidente buena voluntad. Pero el paseo demostró ser mucho más plácido y sencillo de lo que había anticipado Cazaril, una mera excursión al río y vuelta a casa. Dado que había declarado al comienzo del viaje que toda conversación que mantuviera la partida debería mantenerse en darthaco, transcurrió principalmente en silencio, lo que contribuyó a la serenidad general.

Luego cena, y después a su cámara, donde se entretuvo probándose sus nuevas ropas viejas, doblándolas, e intentando descifrar las primeras páginas del libro del desdichado y difunto tratante de lana. Pero la labor pesaba sobre los párpados de Cazaril, y durmió como un tronco hasta el amanecer.

Todo discurrió como había comenzado. Por la mañana, clase con las dos adorables jovencitas, de darthaco o roknari, de geografía, aritmética o geometría. Para la lección de geografía, sustrajo los fiables mapas del tutor de Teidez y entretuvo a la rósea con resúmenes convenientemente censurados de algunos de sus viajes más exóticos por Chalion, Ibra, Brajar, la gran Darthaca, o los cinco principados roknari que batallaban incesantemente en la costa septentrional.

La censura más severa estaba reservada para sus experiencias recientes como esclavo en el archipiélago de Roknar. El franco aburrimiento que inspiraba en Iselle y Betriz la corte roknari, descubrió, era susceptible de la misma cura que había empleado con la pareja de jóvenes pajes del provincar de la casa de Guarida a los que le habían pedido que enseñara el idioma en cierta ocasión. Ofreció a las damiselas una grosería en roknari (si bien no las más malsonantes) por cada veinte de roknari de la corte que demostrasen haber memorizado. No es que fueran a utilizar nunca ese vocabulario, pero les vendría bien ser capaces de reconocer las cosas que se decían a su alrededor. Y sus risas eran un primor.

Cazaril se dispuso a cumplir con el primer deber que le habían asignado, investigar discretamente la integridad del justiciar de la provincia, con cierta agitación. El sutil interrogatorio de la provincara y de Ferrej le proporcionó una base sin entrar en detalles, pues ninguno de ellos se había cruzado con el hombre en su ámbito profesional, tan sólo en eventos sociales intachables. Sus excursiones a la ciudad para intentar encontrar a alguien que hubiera conocido hacía diecisiete años y hablar con él francamente resultaron un tanto desalentadoras. El único hombre que lo reconoció con seguridad a primera vista fue un anciano hornero que había mantenido una larga y lucrativa carrera vendiendo dulces al desfile de pajes del castillo, pero se trataba de una persona afable nada dada a litigios.

Empezó a repasar el cuaderno de notas del lanero hoja por hoja, tan deprisa como se lo permitían el resto de sus quehaceres. Unos primerizos y verdaderamente repugnantes experimentos por convocar a los demonios del Bastardo se habían resuelto con entera ineficacia, observó Cazaril, aliviado. El nombre del duelista muerto no aparecía si no era unido a ciertos epítetos peyorativos, y algunas veces sólo aparecía el adjetivo; el nombre del juez vivo no se mencionaba explícitamente. Pero antes de que Cazaril hubiera tenido ocasión de desenredar la mitad del ovillo, le arrebataron la cuestión de sus inexpertas manos.

Llegó un Oficial de Inquisición del provincar de la corte de Baocia, de la bulliciosa ciudad de Taryoon, a la que había trasladado su capital el hijo de la viuda tras heredar la dote de su padre. Habían transcurrido, calculó Cazaril mentalmente más tarde, tantos días como cabría esperar para que se redactara una carta de la provincara a su hijo, se remitiera y se leyera, para que se transmitieran órdenes a la Cancillería de Justicia de Baocia, y para que el inquisidor lo dispusiera todo para su viaje. Todo un privilegio. Cazaril desconocía hasta qué punto comulgaba la provincara con los procesos legislativos, pero apostaría a que dejar enemigos sueltos a su alrededor le había infundido cierto, ah, valor doméstico.

Al día siguiente, se descubrió que el juez Vrese había escapado a caballo con dos criados y unas cuantas bolsas y cofres embalados apresuradamente, dejando atrás una casa alborotada y una chimenea repleta de papeles reducidos a cenizas.

Cazaril intentó convencer a Iselle de que tampoco esto demostraba nada, aunque eso ponía a prueba incluso su lentitud a la hora de emitir juicios. La alternativa -que Iselle hubiera sido tocada por la diosa aquel día- le parecía demasiado perturbadora para contemplarla. Los dioses, aseguraban a los hombres los doctos teólogos de la Sagrada Familia, obraban de manera sutil, secreta y, por encima de todo, parsimoniosa: por mediación del mundo, no en él. Incluso para los agradecidos y excepcionales milagros curativos -o los más siniestros del desastre y la muerte- el libre albedrío del hombre ha de abrir un canal para que el bien o el mal entren en la vida de la vigilia. Cazaril había conocido, en sus tiempos, a dos o tres personas de las que sospechaba que podían estar realmente tocadas por los dioses, y a bastantes más que evidentemente creían que lo estaban. Ninguna de ellas eran personas con las que se sintiera cómodo en su presencia. Creía devotamente que la Hija de la Primavera había ido satisfecha con la acción de su avatar. O se había ido, sin más…

Iselle tenía poco contacto con la casa de su hermano al otro lado del patio, salvo las comidas que compartían, o cuando se reunían para salir juntos a cabalgar. Cazaril suponía que los dos pequeños habían estado más unidos antes de que la llegada de la pubertad hubiera comenzado a arrastrarlos a los mundos opuestos del hombre y la mujer.

El estricto secretario tutor del róseo, sir de Sanda, parecía innecesariamente molesto por el rango hueco de castelar que ostentaba Cazaril. Reclamaba un lugar de privilegio en la mesa o en la procesión en detrimento del simple tutor de las muchachas, con una falsa sonrisa arrepentida que servía -en cada comida- para atraer más atención de la que se proponía evitar. Cazaril pensó en explicarle al hombre lo poco que le importaba todo aquello, pero dudaba que lograra explicarse, por lo que se conformaba con devolver la sonrisa, respuesta que confundía a de Sanda tremendamente, puesto que intentaba atribuirle algún sutil significado táctico. Cuando apareció de Sanda en el aula de Iselle un día para exigir la devolución de sus mapas, parecía esperar que Cazaril los defendiera como si se tratara de documentos secretos de estado. Cazaril se los entregó con presteza y amables palabras de agradecimiento. De Sanda se vio obligado a marcharse sin aplacar su enojo.

Lady Betriz tenía los dientes apretados.

– ¡Ese hombre! Se comporta igual que, igual…

– Igual que uno de los gatos del castillo -aventuró Iselle-, cuando aparece un gato desconocido. ¿Qué le has hecho para que te bufe de ese modo, Cazaril?

– Os prometo que no me he meado en su ventana -dijo Cazaril, con toda seriedad, consiguiendo que Betriz se atragantara con las risas (ah, así está mejor) y mirara alrededor con expresión culpable para asegurarse de que la fámula estaba demasiado lejos para oír nada. ¿Tan rudo había sido? No estaba convencido de haber cogido el tranquillo todavía a las damiselas, pero tampoco ellas tenían queja de él, a pesar del darthaco-. Supongo que se imagina que envidio su trabajo. No creo que lo haya meditado bien.

O quizá sí, pensó Cazaril de repente. Cuando nació Teidez, su derecho a heredar de su recién casado hermanastro Orico no había sido tan evidente. Pero conforme se sucedían los años, y la royina de Orico no conseguía concebir un bebé, el interés -interés posiblemente nocivo- en Teidez sin duda habría aumentado en toda la corte de Chalion. Puede que fuera ése el motivo por el que había abandonado Ista la capital, para alejar a sus retoños de aquel ambiente viciado en favor del aire límpido y sereno de una ciudad de provincias. Sabia decisión, por añadidura.

– Oh, no, Cazaril -protestó Iselle-. Quédate aquí con nosotras. Se está mejor.

– Sí que se está.

– No sólo eso. Eres el doble de inteligente que sir de Sanda, ¡y has viajado diez veces más! ¿Por qué lo soportas tan, tan…? -Betriz parecía haberse quedado sin palabras-. ¿En silencio? -concluyó, al fin. Mantuvo la mirada apartada un momento, como si temiera que él pudiera adivinar que se había mordido la lengua para no decir un término menos halagador.

Cazaril sonrió aviesamente a su inopinada partidaria.

– ¿Crees que se sentiría mejor si me presentara como objetivo de sus tonterías?

– ¡Sí, está claro!

– Bueno. Entonces, tu pregunta se responde por sí sola.

Betriz abrió la boca, volvió a cerrarla. Iselle a punto estuvo de atragantarse con una risita.

La simpatía de Cazaril por de Sanda aumentó, no obstante, una mañana en que se presentó éste, con el rostro tan privado de sangre que casi parecía verde, con la alarmante noticia de que su regio pupilo había desaparecido y no se encontraba en la cocina, en las perreras ni en el establo. Cazaril se ciñó la espada y se dispuso a sumarse a la batida de búsqueda, desplegando ya en su cabeza el mapa de la ciudad y sus alrededores, sopesando las opciones de heridas, bandidos, el río… ¿las tabernas? ¿Tenía Teidez la edad suficiente para abordar a una prostituta? Eso explicaría que hubiera querido burlar la vigilancia de sus guardianes.

Antes de que Cazaril tuviera ocasión de compartir el abanico de posibilidades con de Sanda, cuya mente estaba profundamente atascada en los bandidos, Teidez en persona entró cabalgando en el patio, embarrado y empapado de agua, con una ballesta colgada del hombro, un escudero siguiendo sus pasos y una raposa muerta atravesada en la silla. El muchacho contempló la cabalgata a medio organizar con malhumorado horror.

Cazaril desistió de intentar subir a su caballo sin que cada movimiento le instigara una punzada de dolor, se sentó en el montadero sujetando las riendas de su bayo castrado y observó fascinado cómo cuatro hombres adultos comenzaban a interrogar al joven acerca de lo que saltaba a la vista.

Era escasamente necesario preguntar ¿Dónde has estado? Lo mismo para ¿Por qué lo has hecho? A cada minuto que pasaba era más evidente ¿Por qué no se lo has dicho a nadie? Teidez soportó el interrogatorio sin abrir la boca, en su mayor parte.

Cuando de Sanda se detuvo para recuperar el aliento, Teidez arrojó su inerte y rojiza presa a Beetim, el cazador.

– Ten. Desuéllalo. Quiero la piel.

– La piel no es buena en esta época, señorito -reprendió Beetim-. El pelaje es muy fino, y se cae. -Esgrimió un dedo apuntándolo a las ubres atezadas del animal, cargadas de leche-. Y trae mala suerte matar una madre en la estación de la Hija. Tendré que quemarle los bigotes, para que no vuelva su fantasma y me alborote a los perros toda la noche. Y ¿dónde están los cachorros?, ¿eh? Tendríais que haberlos matado también, ya que estabais, es cruel dejar que se mueran de hambre. ¿O es que habéis cogido dos y los tenéis escondidos en alguna parte?, ¿eh?

Su furibunda mirada se volcó en el amilanado escudero.

Teidez arrojó la ballesta a los adoquines y rugió, desesperado:

– Buscamos la madriguera. No pudimos dar con ella.

– ¡Eso, y tú…! -De Sanda se cernió sobre el desdichado escudero-. ¡Tú sabes que deberías haberme avisado! -Descargó sobre el mozo una serie de improperios mucho más rudos de los que habría osado dirigir al róseo, para terminar con la orden-: ¡Beetim, azota al crío por estúpido e insolente!

– Con mucho gusto, mi lord -respondió hoscamente Beetim; se dirigió a los establos, con la zorra agarrada en una mano y el acobardado escudero en la otra.

Los dos mozos de cuadra veteranos condujeron los caballos a sus establos. Cazaril entregó su montura de buena gana y pensó en su desayuno… ahora, por lo visto, no retrasado de forma indefinida. De Sanda, cuya ira se había impuesto a su terror, confiscó la ballesta y arrastró al taciturno Teidez al interior del castillo. La voz del róseo flotó en una última réplica antes de que la puerta se cerrara tras la pareja:

– ¡Pero es que me aburro…!

Cazaril contuvo una carcajada. Cinco dioses, pero qué edad más horrible para cualquier muchacho. Lleno de impulsos y vitalidad, acosado por adultos incomprensiblemente arbitrarios con ideas estúpidas que no incluían saltarse las oraciones de la mañana para salir a cazar zorros una espléndida mañana de primavera… atisbó el cielo sobre su cabeza, que se abrillantaba y adquiría una desvaída tonalidad cerúlea a medida que se disipaban las brumas matinales. La quietud de la casa de la provincara, bálsamo para el alma de Cazaril, era sin duda corrosiva para el constreñido Teidez.

Cualquier consejo que procediera del recién llegado Cazaril probablemente sería mal recibido por de Sanda, tal y como estaban las cosas entre ellos en esos momentos. Pero le parecía que si de Sanda aspiraba a conservar su influencia sobre el róseo cuando éste se convirtiera en un hombre investido del poder y los privilegios de un alto señor -como poco- de Chalion, lo estaba llevando mal. Lo más probable era que Teidez se librara de él a las primeras de cambio.

Así y todo, de Sanda era un hombre concienzudo, eso debía concedérselo. Un hombre más vil de igual ambición bien podría acicatear los apetitos de Teidez en lugar de intentar controlarlos, generando adicción en lugar de lealtad. Cazaril había conocido a un par de nobles vástagos corrompidos por sus tutores… pero no en la casa de Baocia. Mientras la provincara estuviera al mando, no era probable que Teidez se topara con parásitos así. Con tan reconfortante reflexión, Cazaril se bajó del montadero y se puso en pie.

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