9

Cazaril se pasó el día siguiente sonriendo, anticipando la visita de Palli a la corte y el deleite que añadiría a su rutina. Betriz e Iselle también se deshacían en halagos del joven marzo, lo que dio que pensar a Cazaril. Palli luciría como nunca en este espléndido escenario.

¿Y qué tenía eso de malo? Palli era un hombre con tierras, con dinero, atractivo, con encanto, con responsabilidades respetables. Supongamos que saltaba la chispa entre lady Betriz y él. ¿Era cualquiera de ellos menos de lo que se merecía el otro? No obstante, contra su voluntad, Cazaril se encontró planeando actividades con Palli que de alguna forma no incluían a las damas.

Pero para su decepción, Palli no apareció en la corte esa tarde, ni tampoco el provincar de Yarrin. Cazaril supuso que el agotador día de presentación de pruebas en la casa de la Hija ante el comité de justicia que se hubiera reunido no habría estado exento de complicaciones, y se habría prolongado hasta después de la cena. Si el caso tardaba más tiempo del que había estimado Palli con tanto optimismo, bueno, al menos también se prolongaría su visita a Cardegoss.

No volvió a ver a Palli hasta la mañana siguiente, cuando el marzo apareció abruptamente ante la puerta abierta del despacho de Cazaril, que era una antecámara a la sucesión de estancias que ocupaban la rósea Iselle y sus damas. Cazaril levantó la vista de su escritorio, sorprendido. Palli había prescindido de su atuendo cortesano, y estaba vestido para el camino con botas altas raídas, una gruesa túnica y una capa corta de montar.

– ¡Palli! Toma asiento… -Cazaril le indicó un taburete.

Palli lo colocó frente a su amigo y se sentó con un gruñido exhausto.

– Sólo un momento, viejo amigo. No podía marcharme sin despedirme de ti. Se les ha ordenado a de Yarrin y sus tropas que partamos de Cardegoss antes del mediodía de hoy, so pena de expulsión de la santa orden de la Hija.

Su sonrisa era tan tirante como una guindaleza tensada.

¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido? -Cazaril soltó la pluma, y empujó aparte el libro de cuentas del cada vez más complicado inventario de Iselle.

Palli se pasó una mano por el negro cabello y sacudió la cabeza, con incredulidad.

– No sé si puedo hablar de esto sin explotar. Anoche hube de contenerme para no sacar la espada y ensartar las blandas tripas del muy hijo de puta en el sitio. ¡Caz, han desestimado el caso de de Yarrin! Han confiscado todas las pruebas, han despedido a todos los testigos, ¡sin llamarlos! ¡sin escucharlos!, han sacado del sótano al interventor, esa lombriz mentirosa y ladrona…

– ¿Quién?

– Nuestro santo general, Dondo de Jironal, y sus, sus, sus criaturas del consejo de la Hija, perros acobardados, que me ciegue la diosa si alguna vez me he echado a la cara otra manada igual de chuchos sin agallas, ¡son una vergüenza para sus propios colores! -Palli apretó el puño sobre las rodillas, resoplando-. Todos sabíamos que hacía algún tiempo que la casa de la orden de Cardegoss estaba patas arriba. Supongo que deberíamos haber pedido al roya que despidiera al antiguo general en cuanto enfermó demasiado para mantenerlo todo bajo control, pero nadie tuvo ánimos para expulsarlo… todos pensábamos que un hombre nuevo, joven, vigoroso le daría la vuelta a todo y empezaría de nuevo. Pero esto, esto, esto es peor que una mera negligencia. ¡Esto es mendacidad flagrante! Caz, han exculpado al interventor y han expulsado a de Yarrin… apenas si se molestaron en echar un vistazo a sus cartas y libros mayores, diosa, los papeles llenaban dos baúles… ¡Juro que habían tomado la decisión antes de convocar la vista!

Cazaril no había visto a Palli tartamudear de rabia de este modo desde que llegó la noticia de la venta de Gotorget a la famélica y andrajosa guarnición, gracias al tenaz correo del roya que había traspasado las líneas roknari. Se inclinó en su asiento y se atusó la barba.

– Tengo la sospecha… no, la certeza… de que lord Dondo ha recibido dinero a cambio de emitir esta sentencia. Si es que no es el nuevo director del interventor, y ahora hay dos baúles llenos de pruebas alimentando los fuegos del altar de la Dama… Caz, nuestro nuevo santo general piensa que la Orden de la Hija es su vaca lechera particular. Un acólito me dijo ayer, en las escaleras, y el hombre temblaba mientras me susurraba, que ha destacado seis tropas de hombres de la Hija a las órdenes del Heredero de Ibra en Ibra del Sur… en calidad de simples mercenarios. No es ése su mandato, no es ésa la obra de la diosa… ¡es peor que robar dinero, es robar sangre!

Un frufrú, y un aliento contenido, atrajo la mirada de ambos hombres al umbral interior. Lady Betriz estaba allí, con la mano en el quicio, y la rósea Iselle espiaba por encima de su hombro. Las dos jóvenes tenían los ojos abiertos como platos.

Palli abrió y cerró la boca, tragó, antes de ponerse en pie de un salto y dedicarles una reverencia.

– Rósea. Lady Betriz. Me temo que debo despedirme de vos. Regreso a Palliar esta mañana.

– Lamentaremos la pérdida de vuestra compañía, marzo -dijo la rósea, con un hilo de voz.

Palli se volvió hacia Cazaril.

– Caz… -Asintió con expresión compungida-. Siento mucho no haber creído tus palabras sobre los Jironal. No estabas loco. Tenías razón en todo.

Cazaril parpadeó, perplejo.

– Pensaba que me habías creído…

– El viejo de Yarrin es tan sagaz como tú. Se olió este problema desde el principio. Le pregunté por qué creía que necesitábamos venir a Cardegoss con una tropa tan cuantiosa, y me murmuró, "No, muchacho… es para salir de Cardegoss". No entendí el chiste. Hasta ahora.

Soltó una risa amarga.

– ¿Vais… no vais a volver aquí? -preguntó Betriz, casi sin aliento. Se llevó la mano a los labios.

– Juro ante la diosa… -Palli se tocó la frente, el labio, el ombligo y la entrepierna, antes de apoyar la mano abierta sobre el corazón, realizando el quíntuplo gesto sagrado-, que no regresaré a Cardegoss si no es para asistir al funeral de Dondo de Jironal. Señoritas… -Se puso firme y se inclinó ante ellas-. Caz… -Cogió las manos de Cazaril por encima de la mesa y se agachó para besarlas; apresuradamente, Cazaril le devolvió el honor-. Adiós.

Palli dio media vuelta y abandonó la estancia a largas zancadas.

El espacio que había dejado vacío pareció desmoronarse en torno a su ausencia, como si fueran cuatro hombres los que acabaran de marcharse. Betriz e Iselle fueron succionadas por esa nada; Betriz se acercó de puntillas a la puerta exterior y se asomó al pasillo para espiar los últimos taconeos de la retirada de Palli.

Cazaril retomó su pluma y la atusó con nerviosismo.

– ¿Cuánto habéis escuchado? -preguntó a las damas.

Betriz miró a Iselle de soslayo, antes de responder:

– Todo, creo. No hablaba en voz baja.

Desanduvo despacio la antecámara, con la turbación reflejada en el rostro.

Cazaril pugnó por encontrar una forma de prevenir a su impremeditada audiencia.

– Concernía a los asuntos de un consejo cerrado de una santa orden militar. Palli no debería haberlo mencionado fuera de la casa de la Hija.

– Pero ¿no es acaso un lord dedicado -preguntó Iselle-, un miembro del consejo? ¿No tiene el mismo derecho -¡el deber!- a hablar como cualquiera de ellos?

– Sí, pero… llevado por su ofuscación, ha pronunciado graves acusaciones contra su propio santo general que no tiene el… poder de demostrar.

Iselle lo miró fijamente.

– ¿Le crees?

– Lo que yo crea no es relevante.

– Pero… de ser verdad… es un crimen, peor que un crimen. Es una impiedad insultante, y una violación de la confianza no sólo del roya y de la diosa, sino de todos los que han jurado obediencia en su nombre.

¡Ve las consecuencias en ambas direcciones! ¡Bien! No, espera, no.

– No hemos visto las pruebas. Quizá el consejo tuviera motivos para desestimar el caso. No podemos saberlo.

– Si no podemos ver las pruebas como las ha visto el marzo de Palliar, ¿podemos juzgar a los hombres y razonar en retrospectiva?

– No -negó Cazaril, con firmeza-. Incluso un mentiroso compulsivo dice la verdad de vez en cuando, igual que un hombre honrado puede sentir la tentación de mentir impulsado por una necesidad extraordinaria.

Betriz, sobresaltada, dijo:

– ¿Crees que tu amigo miente?

– Puesto que se trata de mi amigo, no, claro que no, pero… pero podría estar equivocado.

– Esto es demasiado confuso -zanjó Iselle-. Rezaré a la diosa para que me conceda su guía.

Cazaril, acordándose de la última ocasión que había hecho algo parecido, se apresuró a replicar:

– No es necesario que pidas consejo en las alturas, rósea. Has escuchado una confidencia sin querer. Es tu deber no repetirla. Ni de palabra ni de obra.

– Pero si es cierta, importa. ¡Importa enormemente, lord Caz!

– Aunque así sea, los gustos personales constituyen una prueba tan sólida como los rumores.

Iselle frunció el ceño, meditabunda.

– Es cierto que no me gusta lord Dondo. Huele raro, y siempre tiene las manos calientes y sudorosas.

Betriz añadió, con una mueca de repugnancia:

– Sí, y siempre te está tocando con ellas. ¡Puaj!

La pluma se quebró en la mano de Cazaril, rociándole la manga de gotas de tinta. Apartó los pedazos.

– ¿Oh? -dijo, en lo que esperaba que fuera un tono neutro-. ¿Cuándo fue eso?

– Ah, siempre, bailando, cenando, en los salones. Quiero decir, aquí flirtean muchos hombres, algunos son bastante agradables, pero lord Dondo… acosa. En la corte hay damas de sobra que tienen su misma edad, y guapas. No sé por qué no intenta coquetear con ellas.

Cazaril estuvo a punto de preguntar si le parecían igual de caducos treinta y cinco años que cuarenta, pero se mordió la lengua, y dijo en cambio:

– Aspira a gozar de influencia sobre el róseo Teidez, naturalmente. Y, por consiguiente, desea ganarse el favor de la hermana de Teidez, bien directamente o bien por medio de sus asistentes.

Betriz soltó un suspiro de alivio.

– Oh, ¿crees de verdad que se trata de eso? Me ponía enferma pensar que pudiera estar realmente enamorado de mí. Pero si sólo coquetea conmigo pensando en su propio provecho, me parece bien.

Cazaril seguía esforzándose por encontrar sentido a esa afirmación cuando intervino Iselle.

– ¡Poco me conoce si piensa que seducir a mis ayudantes va a granjearle mi amistad! Y no creo que necesite más influencia sobre Teidez, si lo que he visto hasta ahora es un ejemplo de la que ya tiene. Quiero decir… si fuera una buena influencia, ¿no deberíamos ver buenos resultados? Tendríamos que ver a Teidez más atento a sus estudios, más saludable, abierto de miras a un mundo más amplio de alguna clase.

Cazaril reprimió también la observación de que Teidez estaba abriéndose mucho de miras gracias a lord Dondo, en cierto modo.

Iselle continuó, con creciente pasión:

– ¿No tendría que estar aprendiendo Teidez los entresijos de la política de estado? ¿Viendo al menos cómo funciona la cancillería, asistiendo a los consejos, escuchando a los delegados? O, si no las artes políticas, al menos las de la guerra. Cazar está bien, pero ¿no tendría que ir de maniobras militares con los hombres? Su dieta espiritual parece componerse simplemente de chucherías, nada de carne. ¿Qué clase de roya quieren que sea?

Posiblemente, igual que Orico, ebrio y enfermizo, para que no dispute el poder sobre Chalion al canciller de Jironal. Pero lo que dijo Cazaril en voz alta fue:

– No lo sé, rósea.

– ¿Y cómo voy a saberlo yo? ¿Cómo voy a saber nada? -Se paseó de un lado a otro de la cámara, enhiesta la espalda a causa de la frustración, silbando sus faldas-. Mamá y la abuela me pedirían que cuidara de él. Cazaril, ¿no puedes averiguar al menos si es cierta la venta de los hombres de la Hija al Heredero de Ibra? ¡Por lo menos eso no puede ser ningún secreto sutil!

En eso tenía razón. Cazaril tragó saliva.

– Lo intentaré, mi lady. Pero… ¿y luego qué? -Imprimió seriedad a su voz, para enfatizar-. Dondo de Jironal es un poder al que nadie osa dispensar más que estricta cortesía.

Iselle giró en redondo, y lo miró fijamente.

– ¿Sin importar lo corrupto que sea ese poder?

– Cuanto más corrupto, más peligroso.

Iselle levantó la barbilla.

– En tal caso, castelar, decidme… ¿cuán peligroso es, a vuestro juicio, Dondo de Jironal?

Estaba atrapado, paralizada su boca en un rictus. Díselo… Dondo de Jironal es el segundo hombre más peligroso de Chalion, después de su hermano. En vez de eso, cogió una pluma nueva del tarro de cerámica y empezó a afilar la punta con el cortaplumas. Transcurrido uno o dos instantes, comentó:

– A mí tampoco me gusta cómo le sudan las manos.

Iselle soltó un bufido. Pero Cazaril se libró de la prolongación del escrutinio gracias a una llamada de Nan de Vrit, relativa a cierta nimiedad acerca de unas bufandas y unas perlas extraviadas. Las dos damiselas regresaron a sus aposentos.

Las tardes frías en que no se organizaban emocionantes partidas de caza, la rósea Iselle daba rienda suelta a su vitalidad reuniendo a su pequeña casa y saliendo a cabalgar a los robledales que rodeaban Cardegoss. Cazaril, junto a lady Betriz y un par de resollantes mozos, seguía la estela de la yegua jaspeada de la rósea por un verde paseo, punteado el fresco aire de hojas doradas, cuando su oído captó el tronar de otras pezuñas que ganaban terreno a sus espaldas. Miró por encima del hombro, y le dio un vuelco el estómago; una hueste de hombres enmascarados acortaba distancias por momentos. La vociferante horda los adelantó. Tenía la espada a medio desenvainar cuando reconoció los caballos y el equipaje como propiedad de algunos de los jóvenes cortesanos del Zangre. Los hombres iban vestidos con un impresionante despliegue de harapos, y llevaban los brazos y las piernas desnudas embadurnados de algo sospechosamente parecido al betún para las botas.

Cazaril exhaló con fuerza y se agachó un poco sobre la silla, intentando aminorar los latidos de su corazón, mientras la sonriente turba "capturaba" a la rósea y a lady Betriz, y maniataba a sus prisioneros, Cazaril incluido, con cintas de seda. Deseó fervientemente que alguien le avisara, al menos, de estas bromas con antelación. El carcajeante lord de Rinal había estado, aunque él aparentemente no se diera cuenta, a una fracción de reflejo de recibir un mordisco de afilado acero en el cuello. Su fornido paje, que galopaba al otro lado de Cazaril, podría haber muerto con el revés, y la espada de Cazaril se habría envainado en la barriga de un tercer hombre antes de que, de haber sido bandidos de verdad, hubieran podido aunar fuerzas para reducirlo. Y todo antes de que el cerebro de Cazaril hubiera formulado su primer pensamiento nítido, o de que hubiera abierto la boca para gritar su aviso. Todos se reían de buena gana de la expresión de terror que habían percibido en su rostro, y se burlaban de él por haber hecho ademán de sacar el acero; sonrió con bochorno, y decidió no explicar qué era lo que le había hecho palidecer en realidad.

Cabalgaron en dirección al "campamento de los bandidos", un amplio calvero en el bosque donde un buen número de criados del Zangre, también vestidos con artísticos andrajos, asaba carne de ciervo y de caza menor en espetones colgados sobre fogatas. Bandidas, pastoras y alguna pordiosera sospechosamente cachazuda vitorearon el retorno de los secuestradores. Iselle chilló entre risas de ultraje cuando el rey bandido de Rinal le cortó un mechón de cabello rizado y se lo quedó para pedir rescate por él. La mascarada aún no había terminado, puesto que ésa era la señal indicada para que apareciera una tropa de "rescatadores" vestidos de blanco y azul, comandados por lord Dondo de Jironal, que irrumpieron al galope en el campamento. Aconteció una vigorosa pantomima de lucha de espadas, incluidos algunos alarmantes y cruentos momentos que giraron en torno a ciertas vejigas de cerdo repletas de sangre, antes de que todos los bandidos fueran abatidos -algunos sin dejar de quejarse de lo injusto que resultaba- y de Dondo hubiera rescatado el mechón de cabello. Un divino de postín del Hermano se paseó a continuación por el escenario devolviendo milagrosamente la vida a los bandidos merced a un pellejo de vino, y la compañía al completo se acomodó sobre manteles tendidos en el suelo para disfrutar del banquete y la bebida.

Cazaril se encontró compartiendo mantel con Iselle, Betriz y lord Dondo. Se había sentado con las piernas cruzadas cerca del borde, mordisqueaba venado y pan, y observaba y escuchaba cómo entretenía Dondo a la rósea con lo que era, a sus oídos, un ingenio patosamente controlado. Dondo suplicó a Iselle que le concediera el mechón sustraído a modo de trofeo para agradecerle su venturoso rescate, y le ofreció a cambio, previo chasquido de sus dedos a su expectante paje, un estuche de cuero labrado que contenía dos preciosos peines de carey engastados de joyas.

– Un tesoro a cambio de otro, y estaremos empatados -dijo Dondo, guardándose ostentosamente el rizo en un bolsillo interior de su capa chaleco, sobre su corazón.

– Pero es un regalo cruel -repuso Iselle-, darme peines y dejarme sin pelo que peinar con ellos.

Sostuvo uno de los peines en alto y lo giro, resplandeciente y traslúcido, a la luz del sol.

– El pelo crece de nuevo, rósea.

– ¿Cómo se puede regenerar un tesoro?

– Con la misma facilidad con que os crece el cabello, os lo aseguro.

Se acodó en el suelo junto a ella, y le sonrió, con la cabeza casi en el regazo de la joven.

La divertida sonrisa de Iselle se evaporó.

– ¿Tan ventajosa encontráis vuestra nueva posición, santo general?

– Sin duda.

– En tal caso, os han dado el papel equivocado. Quizá hoy debiera haberos tocado hacer de rey de los bandidos.

La sonrisa de Dondo se achicó.

– Si el mundo estuviera al revés, ¿cómo podría comprar perlas suficientes para halagar a las damas bonitas?

Las mejillas de Iselle se adornaron con sendos rosetones, y la muchacha bajó la mirada. Dondo volvió a sonreír, complacido. Cazaril, con la lengua firmemente sujeta entre los dientes, tanteó en busca de una jarra plateada de vino, con la intención de derramarla accidentalmente en esta emergencia sobre la nuca de Iselle. Por desgracia, la jarra estaba vacía. Pero, para su intenso alivio, Iselle dio un bocado al pan y la carne, y prefirió masticarlos junto a su réplica. Fue de destacar, no obstante, que recogiera sus faldas lejos de lord Dondo la vez siguiente que cambió de postura.

El frío de la tarde otoñal se anunciaba junto a las sombras cuando la ahíta compañía emprendió el lánguido regreso al Zangre tras la merienda de los bandidos. Iselle tiró de las riendas de su yegua jaspeada y caminó junto a Cazaril un momento.

– Castelar. ¿Habéis descubierto para mí si es cierto el rumor de que las tropas de la Hija han sido vendidas en calidad de mercenarios?

– Uno o dos hombres más lo han corroborado, pero eso no es lo que yo llamaría una noticia confirmada.

Estaba, en realidad, concienzudamente confirmada, pero Cazaril juzgó imprudente decírselo a Iselle en ese preciso instante.

La rósea guardó silencio, ceñuda, antes de espolear a su caballo para reunirse de nuevo con lady Betriz.

Esa noche, el banquete nocturno, más frugal que de costumbre, no estuvo acompañado de bailes, y los agotados cortesanos y damiselas se retiraron temprano para acostarse o entregarse a placeres más íntimos. Cazaril encontró a Dondo de Jironal caminando a la par que él en una antecámara.

– Pasead un poco conmigo, Castelar. Creo que tenemos que hablar.

Cazaril se encogió de hombros solícitamente, y siguió a Dondo, fingiendo no reparar en la presencia de los dos jóvenes valentones, dos de los amigos más marrulleros de Dondo, que los seguían a escasos pasos de distancia. Salieron de la barbacana por el extremo más estrecho de la fortaleza, que daba a un pequeño patio cuadrangular que dominaba la confluencia de los ríos. A un gesto de Dondo, sus dos amigos se quedaron esperando junto a la puerta, apoyados en la pared de piedra igual que una pareja de centinelas aburridos y cansados.

Cazaril calculó sus posibilidades. Tenía a Dondo a su alcance y, pese a su consiguiente enfermedad, los meses de remo en las galeras habían dotado a sus brazos nervudos de una fuerza mayor de la que dejaban entrever. Sin duda Dondo estaba mejor entrenado. Los escoltas eran unos zagalones. Ebrios, pero jóvenes. En un tres contra uno, ni siquiera haría falta sacar las espadas. Un secretario anquilosado, demasiado cargado de vino tras la cena, paseando por las almenas, podía dar un traspié y caer al oscuro vacío para rebotar contra la pared de roca noventa metros más abajo e ir a zambullirse a las aguas; encontrarían su cuerpo destrozado al día siguiente, sin que éste exhibiera puñalada alguna que delatara lo ocurrido.

Las escasas linternas encajadas en sus soportes en la pared proyectaban una titilante luz naranja sobre el empedrado. Dondo lo invitó a sentarse en un banco de granito labrado cuyo respaldo era la muralla exterior. La piedra se adivinaba áspera y fría contra las piernas de Cazaril, que tenía el cuello húmedo a causa de la brisa nocturna. Con un gruñido, Dondo se sentó a su vez, retirando automáticamente a un lado su capa chaleco para dejar al descubierto la empuñadura de su espada.

– Bueno, Cazaril. Ya veo que últimamente disfrutas de la confianza de la rósea Iselle.

– El puesto de secretario comporta una gran responsabilidad. Aún más el de tutor. Me lo tomo muy en serio.

– Eso no me sorprende… tú siempre te lo has tomado todo demasiado en serio. Demasiadas bondades pueden constituir un pecado para el hombre, ya lo sabes.

Cazaril se encogió de hombros.

Dondo se retrepó y cruzó las piernas a la altura de los tobillos, como quien se acomoda para mantener una conversación con un íntimo amigo.

– Por ejemplo -indicó con un gesto la torre que se erguía ahora ante ellos-, una joven de su edad y su estilo debería estar empezando a acostumbrarse a los hombres, pero yo la encuentro extrañamente distante. Una yegua así está hecha para parir… tiene caderamen de sobra para alojar a un hombre. -Imprimió a sus caderas un pequeño vaivén, a modo de ilustración-. Espero que haya eludido esa desafortunada mácula de su sangre y que esto no sea un síntoma precoz de, ah, las penurias de la mente que acucian a su pobre madre.

Cazaril decidió no adentrarse en ese terreno.

– Mm.

– Espero. Aunque, si no es ése el caso, no me queda por menos de preguntarme si no habrá alguna… persona que, pecando de exceso de seriedad, se haya propuesto envenenarle la mente contra mi persona.

– Esta corte está llena de rumores. Y de cotillas.

– Por cierto. Y, ah… ¿cómo le hablas de mí, Cazaril?

– Con cuidado.

Dondo volvió a acomodarse, y se cruzó de brazos.

– Bien. Eso está bien. -Hizo una pequeña pausa-. Pero, así y todo, creo que preferiría que lo hicieras con afecto. Con afecto estaría mejor.

Cazaril se humedeció los labios.

– Iselle es una muchacha muy inteligente y sensata. Estoy seguro de que se daría cuenta si yo intentara engañarla. Es mejor dejarlo como está.

Dondo soltó un bufido.

– Ah, ya vamos acercándonos. Sospechaba que podrías guardarme todavía cierto rencor por aquella endiablada jugarreta del loco de Olus.

Cazaril negó con un gesto sutil.

– No. Ya está olvidado, mi lord. -La proximidad de Dondo, tanta como en la tienda de Olus, su perfume tenuemente peculiar, recuperaron con todo detalle, abrasando el recuerdo de Cazaril, la jadeante desesperación, el chirrido del metal, el fuerte golpe…-. Eso fue hace mucho.

– Ja. Aprecio la maleabilidad de la memoria en un hombre, sin embargo… sigo creyendo que te hace falta foguearte. Supongo que sigues siendo el mismo pobre diablo de siempre. Algunas personas nunca aprenden a desenvolverse en el mundo. -Dondo descruzó los brazos, y, no sin cierta dificultad, se sacó un anillo de uno de sus dedos rollizos y húmedos. El oro era fino, pero rutilaba en su engaste una enorme piedra verde y plana biselada. Se lo ofreció a Cazaril-. A ver si esto te vuelve el corazón más afectuoso para conmigo. Y la lengua.

Cazaril no hizo ademán de moverse.

– La rósea me proporciona todo lo que necesito, mi lord.

– Por cierto. -Las negras cejas de Dondo se enlazaron; sus negros ojos destellaron a la luz de las lámparas entre los párpados entornados-. Supongo que tu posición te ofrece considerables ocasiones de llenarte los bolsillos.

Cazaril apretó los dientes para ocultar un escalofrío de ultraje.

– Si declináis creer en mi probidad, mi lord, podríais reflexionar al menos en el futuro de la rósea Iselle, y creer que aún conservo la cabeza que tuvieron a bien darme los dioses. Hoy tiene una casa. Mañana, será una royeza, o un principado.

– Así es, ¿no os parece? -Dondo se arrellanó con una extraña sonrisa, antes de soltar la risa-. Ay, pobre Cazaril. Si un hombre renuncia al pájaro que se posa en su mano aspirando a la bandada que ve posada en el árbol, lo más probable es que acabe sin ningún pájaro. ¿Es eso inteligente?

Depositó el anillo remilgadamente en la piedra que los separaba.

Cazaril abrió ambas manos y las sostuvo frente a su pecho con las palmas hacia fuera, en gesto de renuncia. Volvió a apoyarlas con firmeza sobre las rodillas y, con franca afabilidad, dijo:

– Guardaos vuestros tesoros, mi lord, para comprar otro hombre más barato. Estoy seguro de que encontraréis alguno.

Dondo recuperó su anillo y fulminó a Cazaril con la mirada.

– No habéis cambiado. Seguís siendo el mismo mojigato santurrón. Tú y ese estúpido de de Sanda sois tal para cual. No es de extrañar, supongo, si pienso en esa vieja de Valenda que os ha elegido.

Se incorporó y se encaminó hacia el interior, embutiéndose el anillo en el dedo. Los dos hombres que aguardaban miraron de soslayo a Cazaril con curiosidad y lo siguieron.

Cazaril exhaló un suspiro, y se preguntó si no habría comprado su momento de furiosa satisfacción a un precio desorbitado. Quizá hubiera sido más prudente aceptar el soborno y aplacar a lord Dondo, creyéndose ufano por haber comprado otro hombre, uno igual que él mismo, fácil de comprender, sujeto a su control. Sintiéndose muy cansado, se impulsó para ponerse de pie y regresó al interior para subir las escaleras que lo separaban de su dormitorio.

Acababa de introducir la llave en la cerradura cuando pasó junto a él de Sanda, bostezando. Intercambiaron sendos murmullos cordiales de saludo.

– Aguardad un momento, de Sanda.

El interpelado miró por encima del hombro.

– ¿Castelar?

– ¿Tenéis cuidado de mantener la llave echada en la puerta, y de guardarla siempre a mano?

De Sanda arqueó las cejas, y se dio la vuelta.

– Dispongo de un baúl, de recio candado, en el que guardo todo lo que es de guardar.

– No es suficiente. Tenéis que bloquear toda la estancia.

– ¿Para que no me roben? Es poco lo que podría interesar…

– No. Para que nada robado pueda guardarse en el interior.

De Sanda entreabrió los labios; permaneció inmóvil un momento, asimilando las palabras de Cazaril, y alzó la vista para mirar a los ojos a su interlocutor.

– Oh -dijo, al cabo. Dedicó a Cazaril una lenta inclinación de cabeza, casi una reverencia-. Gracias, castelar. No se me había ocurrido.

Cazaril le devolvió el saludo, y entró en su habitación.

Загрузка...