14

Cazaril tenía que admitir una cosa con respecto al vino de Umegat: le hizo pasar las primeras horas de la mañana siguiente deseando la muerte en vez de temiéndola. Supo que los efectos de la resaca comenzaban a disiparse cuando el miedo hubo recuperado la voz cantante.

Resultaba extraño lo poco que lamentaba en su corazón la pérdida de su vida. Había visto más mundo que muchos hombres, y había tenido sus oportunidades, aunque bien sabían los dioses que no las había aprovechado todas. Al repasar sus pensamientos, refugiado bajo las sábanas, comprendió sorprendido que lo que más lamentaba era verse obligado a dejar su tarea sin finalizar.

Los miedos para los que no había tenido tiempo durante el día que pasó persiguiendo a Dondo se agolpaban ahora en su cabeza. ¿Quién velaría por sus damas si moría él ahora? ¿De cuánto más tiempo disponía para buscarles un mejor bastión? ¿A quién se podía encomendar su seguridad? Quizá Betriz encontrara refugio como esposa, digamos, de un fornido lord del campo como el marzo de Palliar. ¿Pero Iselle? Su abuela y su madre estaban demasiado lejos y eran demasiado débiles, Teidez era demasiado joven, Orico, al parecer, era el perro de su canciller. Iselle no estaría a salvo hasta que se hubiera alejado por completo de esta corte maldita.

Otro retortijón le llamó la atención sobre el letal infierno en miniatura que alojaba en su estómago, y se asomó debajo de la sábana para echarse un vistazo al dolorido estómago. ¿Cuánto más podía doler esa agonía? Esa mañana no había defecado mucha sangre. Miró en rededor, parpadeando, a la temprana luz. Las extrañas alucinaciones, pálidas manchas borrosas en la periferia de su visión que al principio había atribuido al vino de la noche anterior, seguían estando presentes. ¿Sería, quizá, otro síntoma?

Alguien llamó secamente a la puerta de su cámara. Cazaril salió a desgana de su cálido refugio y acudió, caminando sólo un poco encorvado, a abrirla. Umegat, cargado con un aguamanil tapado, le dio las buenas tardes, entró, y cerró la puerta a su espalda. Seguía radiando un tenue fulgor: por desgracia, el día de ayer no había sido ninguna extraña pesadilla.

– Santa palabra -añadió el mozo, mirando en rededor con asombro. Aleteó con una mano-: ¡Fuera! ¡Zape!

Los pálidos manchurrones difusos se dispersaron por toda la estancia y se refugiaron en las paredes.

– ¿Qué son esas cosas? -preguntó Cazaril, mientras se acostaba de nuevo-. ¿Tú también lo ves?

– Fantasmas. Toma, bébete esto. -Umegat inclinó el aguamanil sobre la copa vidriada que había junto a la palangana de Cazaril, y se la ofreció-. Te asentará el estómago y te despejará la cabeza.

Cazaril, a punto de rechazarlo asqueado, descubrió que no se trataba de vino sino de una especie de té de hierbas frío. Lo probó con cuidado. Agradablemente amargo, astringente hasta el punto de inundarle la boca de una agradable salivación. Umegat acercó un taburete a la cama y se sentó, risueño. Cazaril cerró los ojos con fuerza, volvió a abrirlos.

– ¿Fantasmas?

– Nunca había visto tantos fantasmas del Zangre reunidos en un mismo sitio. Deben de sentirse atraídos hacia ti, igual que los animales sagrados.

– ¿Puede verlos alguien más?

– Cualquiera que tenga el ojo interior. Eso significa tres personas en toda Cardegoss, que yo sepa.

Y dos de ellas están aquí.

– ¿Han rondado siempre por aquí?

– Los veo de vez en cuando. Suelen ser más esquivos. No tienes por qué temerlos. Carecen de poder y no pueden hacerte daño. Son sólo viejas almas perdidas. -En respuesta a la mirada de desconcierto de Cazaril, Umegat abundó-: Cuando, como ocurre a veces, no hay un dios que acoja un alma separada, ésta se ve obligada a vagar por el mundo, perdiendo poco a poco su comprensión del yo hasta desvanecerse en el aire. Los fantasmas recientes adoptan la forma que tenían en vida, pero la desesperación y la soledad les impiden mantenerla.

Cazaril se abrazó el estómago.

– Oh.

Su mente intentaba galopar en tres direcciones al mismo tiempo. ¿Qué destino aguardaba a las almas que aceptaban los dioses? ¿Qué era exactamente lo que le sucedía al furioso espíritu que tan milagrosa y repugnantemente se había instalado en su interior? Y… las palabras de la viuda royina Ista acudieron a él. El Zangre está hechizado, sabes. Parecía que, al fin y al cabo, no se trataba de ninguna metáfora ni delirio, sino de una mera observación. Así pues, ¿cuántas otras cosas espeluznantes que había dicho serían, no desvaríos, sino simples verdades… percibidas con unos ojos alterados?

Miró a Umegat, que lo observaba a su vez, pensativo. Educadamente, el roknari preguntó:

– ¿Cómo te sientes hoy?

– Mejor por la tarde que por la mañana. -A regañadientes, añadió-: Mejor que ayer.

– ¿Has comido algo?

– Todavía no. Luego, a lo mejor. -Se pasó una mano por la barba-. ¿Qué ocurre ahí fuera?

Umegat se arrellanó y se encogió de hombros.

– El canciller de Jironal, al no encontrar candidatos en la ciudad, ha salido de Cardegoss en busca del cadáver del asesino de su hermano y de los posibles cómplices que sigan con vida.

– Espero que no aprese a algún inocente por error.

– Lo acompaña un veterano inquisidor del Templo, lo que debería bastar para evitar ese tipo de errores.

Cazaril sopesó aquella información. Transcurrido un momento, Umegat añadió:

– Además, una facción de la orden militar de la casa de la Hija ha enviado jinetes a todos sus señores dedicados, para requerir su asistencia a un consejo general. Aspiran a impedir que el roya Orico les imponga otro comandante como lord Dondo.

– ¿Cómo piensan desafiarlo? ¿Mediante una revuelta?

Umegat rechazó con un ademán aquella desleal sugerencia.

– Desde luego que no. Peticiones. Solicitudes.

– Mm. Pero yo pensaba que ya protestaban todo el tiempo, en vano. De Jironal no querrá que se le escape de las manos el control de la orden.

– Esta vez la orden militar goza del respaldo de la totalidad de su casa.

– Y, ah… ¿qué has estado haciendo tú hoy?

– Rezar pidiendo consejo.

– ¿Y has obtenido respuesta?

Umegat ensayó una sonrisa ambigua.

– A lo mejor.

Cazaril pensó un momento en la manera más adecuada de exponer su siguiente comentario.

– Estás enterado de un rumor interesante. Supongo, entonces, que sería redundante bajar al templo y confesar el asesinato de Dondo al archidivino Mendenal.

Umegat arqueó las cejas.

– Supongo -dijo, al cabo-, que no debería sorprenderme que la Dama de la Primavera haya elegido una herramienta tan afilada.

– Eres un divino, un inquisidor entrenado. Me imaginaba que no podrías, ni querrías, eludir tus juramentos y disciplinas. Me inmovilizaste para darte tiempo a informar, y conferenciar. -Cazaril vaciló-. El que no haya sido arrestado todavía debería indicarme… algo acerca de esa conferencia, pero no estoy seguro de qué.

Umegat se estudió las manos, abiertas sobre las rodillas.

– Como divino, respondo ante mis superiores. Como santo, respondo ante mi dios. Ante nadie más. Si Él confía en mi juicio, por fuerza yo también. Al igual que mis superiores. -Levantó la cabeza, y ahora su mirada era inquietantemente directa-. El que la diosa te haya embarcado en algún tipo de empresa en su nombre, en calidad de correo, resulta prístinamente obvio porque es Ella la que te mantiene con vida. El Templo no está… a tu servicio, sino al Suyo. Creo que puedo prometerte que nadie se entrometerá en tu camino.

Aquello arrancó un gemido a Cazaril.

– Pero ¿qué se supone que tengo que hacer?

La voz de Umegat sonó casi compungida.

– Por experiencia propia, te aconsejo… que desempeñes tus quehaceres diarios como de costumbre.

– Menudo consejo.

– Sí. Ya lo sé. -Umegat sonrió, con sarcasmo-. Supongo que así es como humillan los dioses a los que se las dan de sabios. -Transcurrido un instante, añadió-: Hablando de quehaceres diarios, ahora debo regresar a los míos. Orico no se siente bien hoy. Visita el zoológico cuando te apetezca, mi lord de Cazaril.

– Espera… -Cazaril tendió una mano a Umegat cuando se levantó éste-. ¿Puedes decirme… sabe Orico el milagro que obra en él su colección de fieras? Juro que Iselle no sabe nada, ni Teidez. -Ahora bien, la royina Ista…-. ¿O cree el roya que el contacto con los animales lo reconforta, sin más?

Umegat asintió.

– Orico lo sabe. Su padre Ias se lo dijo en el lecho de muerte. El Templo ha realizado numerosos intentos en secreto por romper esta maldición. El zoológico es lo único que parece servir de algo.

– ¿Y qué hay de la viuda royina Ista? ¿Está manchada igual que Sara?

Umegat se tiró de la coleta y frunció el ceño, meditabundo.

– Lo sabría si la tuviera delante. La familia de Baocia la apartó de Cardegoss poco antes de que llegara yo.

– ¿Lo sabe el canciller de Jironal?

El ceño de Umegat se ensombreció aún más.

– Si lo sabe, no es porque yo se lo haya dicho. He advertido a Orico a menudo para que no comente este milagro, pero…

– El milagro sería que Orico le ocultara algo a de Jironal.

Umegat se encogió de hombros, asintiendo, pero añadió:

– Dados los aciagos comienzos de este reino, Orico cree que cualquier acción que ose acometer redundará en detrimento de Chalion. El canciller es la herramienta mediante la cual el roya intenta arreglar todas las cuestiones de estado sin propagar su maldición.

– Cualquiera se preguntaría si de Jironal es la respuesta a la maldición, o parte de la misma.

– Parece que el apaño funcionaba al principio.

– ¿Y ahora?

– Ahora… hemos redoblado nuestras peticiones de auxilio a los dioses.

– ¿Y responden los dioses?

– Parece que sí… te han enviado.

Cazaril se sentó con renovado terror, aferrado a las sábanas.

– ¡A mí no me ha enviado nadie! Llegué aquí por azar.

– Me gustaría escuchar el relato de esos azares, un día de éstos. Cuando os plazca, mi lord.

Umegat, con una mirada profundamente esperanzada que atemorizaba a Cazaril casi tanto como sus comentarios de santo, hizo una reverencia y salió del dormitorio.

Tras unas cuantas horas más cobijado bajo las mantas, Cazaril decidió que a menos que un hombre pudiera morir de dudas, él no moriría esa tarde. O, por lo menos, no podía hacer nada para evitarlo. Además, le rugía el estómago de manera harto antisobrenatural. Salió de la cama cuando menguaba la fría luz otoñal, desentumeció los músculos doloridos, se vistió y bajó a cenar.

El Zangre se notaba sumamente apagado. Con la corte inmersa en su profundo duelo, esa noche no había fiestas ni música que ofrecer. Cazaril encontró el salón de banquetes bastante despoblado; ni la casa de Iselle ni la de Teidez estaban presentes, la royina Sara estaba asimismo ausente, y el roya Orico, revestido de su negra sombra, dio cuenta de su cena apresuradamente y se excusó poco después.

El motivo de la falta de Teidez, supo Cazaril enseguida, era que el canciller de Jironal se había llevado al róseo consigo en su misión de investigación. Cazaril parpadeó y enmudeció ante la noticia. ¿No intentaría de Jironal continuar la seducción por corrupción que tan bien había manejado su hermano? El canciller, austero en comparación con Dondo, no tenía gusto ni estilo para placeres tan pueriles. Resultaba imposible imaginárselo de parranda con un chaval. ¿Sería mucho esperar que revirtiera su estrategia dirigida a apoderarse del favor de Teidez, que se ocupara del joven como haría un padre correcto, que se ocupara de su educación en las artes de la política de estado? El joven róseo adolecía de ociosidad tanto como de disolución; casi cualquier exposición al trabajo propio de un hombre le sentaría bien. Lo más probable, pensó Cazaril con cansancio, era simplemente que el canciller no se atreviera a dejar su futuro control de Chalion lejos de su alcance ni por un instante.

Lord de Rinal, que estaba sentado enfrente de Cazaril, hizo una mueca observando la sala medio vacía y comentó:

– Todos desertan. Se van a sus haciendas, los que las tienen, antes de que caiga la nieve. La celebración del Día del Padre va a ser un velatorio, os lo digo. Sólo los sastres y las costureras tienen qué hacer, remendando ropas de luto.

Cazaril atravesó con la mano el fantasmagórico borrón que flotaba junto a su plato y trasegó el último bocado de su cena empujándolo con un buen trago de vino aguado. Cuatro o cinco almas en pena lo habían seguido hasta la sala y se arracimaban ahora en torno a él como niños ateridos alrededor de la chimenea. También él había escogido ropas sombrías para la velada, de forma automática; se preguntó si debería molestarse en conseguir los negros y lavandas tan correctos que exhibía de Rinal, siempre a la moda. ¿Se lo tomaría la abominación encarcelada en su barriga como un gesto de hipocresía, o de respeto? ¿Lo sabría siquiera? ¿Amputado de su cuerpo, hasta qué punto conservaba el alma de Dondo su repulsiva naturaleza? Estos espíritus apergaminados parecían verlo desde fuera; ¿lo vería Dondo desde dentro? Sonrió brevemente, por no sobresaltar al pobre de Rinal con un alarido. Consiguió preguntar, educadamente:

– ¿Os quedáis vos, u os vais?

– Me marcho, creo. Mañana salgo a caballo con la marquesa de Garza, rumbo a la propia Garza, y luego tomaré los pasos más bajos rumbo a casa. Quizá la anciana agradezca tanto otra espada en su partida que incluso me invite a quedarme. -Bebió un poco de vino y bajó la voz-. Si ni siquiera el Bastardo ha sido capaz de librarnos de lord Dondo, comprenderéis que podría andar suelto por cualquier parte. Hay quien espera que asole el palacio de los Jironal, donde murió, pero lo cierto es que podría estar en cualquier rincón de Cardegoss. Si antes de morir ya era de por sí enconado, ahora debe de clamar venganza. ¡Asesinado la noche antes de su boda, dioses!

Cazaril emitió un ruidito neutral.

– El canciller parece empecinado en echar las culpas a la magia de la muerte, pero a mí no me extrañaría que fuera veneno al final. Supongo que ahora, con el cuerpo incinerado, ya no hay manera de averiguarlo. A alguien le resultará de lo más conveniente.

– Pero si estaba rodeado de amigos. No le administraría nadie… ¿estabais vos allí?

De Rinal hizo una mueca.

– ¿Después de lo de lady Gocha? No. Gracias a sus chillidos, me perdí la matanza. -De Rinal miró en rededor, como si se temiera que pudiera acecharlo algún fantasma rencoroso. El que hubiera media docena al alcance de su mano era algo que, evidentemente, desconocía. Cazaril espantó uno que tenía delante, intentado no fijarse en lo que, para su compañero, debía de parecer simple aire.

Sir de Maroc, el maestre de guardarropía del roya, se acercó a su mesa, diciendo:

– ¡De Rinal! ¿Os habéis enterado de las noticias de Ibra? -Tarde, reparó en Cazaril, acodado en las tablas frente a su interlocutor, y vaciló, ruborizándose ligeramente.

Cazaril esbozó una sonrisa cínica.

– Espero que los rumores que os llegan últimamente de Ibra provengan de fuentes más fidedignas, Maroc.

De Maroc se envaró.

– Tratándose del propio correo de la Cancillería, sí. Se presentó atropelladamente mientras mi sastre en jefe arreglaba el atuendo de luto de Orico, al que tenía que sacar cuatro dedos… qué más da, es oficial. El Heredero de Ibra falleció la semana pasada, de repente, aquejado de tos ferina en Ibra del Sur. Su facción se ha derrumbado, y se dispone a pactar con el viejo Zorro, o a salvar la vida sacrificándose. La guerra del sur de Ibra ha terminado.

– ¡Bien! -De Rinal se irguió en su asiento y se atusó la barba-. ¿Eso son buenas noticias, o malas? Buenas para la pobre Ibra, los dioses lo saben. Pero nuestro Orico ha apostado por el bando perdedor de nuevo.

De Maroc asintió.

– Se rumorea que el Zorro guarda rencor a Chalion, por haber removido el puchero y avivado el fuego, aunque no es que al Heredero le hiciera falta añadir leña a esa hoguera.

– A lo mejor el viejo roya entierra su sed de guerra junto a su primogénito -dijo Cazaril, no muy convencido.

– Así que el Zorro tiene un nuevo Heredero, el crío ése de su edad… ¿cómo se llama el muchacho? -preguntó de Rinal.

– Róseo Bergon -informó Cazaril.

– Eso -corroboró de Maroc-. Joven, sí. Y el Zorro podría morir en cualquier momento, dejando en el trono a un niño sin experiencia.

– Tampoco sin experiencia -repuso Cazaril-. Ya ha presenciado la evolución de un asedio y la conclusión de otro, montado en el vagón de su difunta madre, y ha sobrevivido a una guerra civil. Además, nadie tomaría por estúpido a un hijo del Zorro.

– El primero lo era -dijo de Rinal, inexpugnable-. Por abandonar a sus partidarios tan precipitadamente.

– No se puede comparar el morir de tos ferina con carecer de luces -protestó Cazaril.

– Suponiendo que se tratara de tos ferina -apostilló de Rinal, frunciendo los labios ante esta nueva sospecha.

– ¿Qué, creéis que el Zorro sería capaz de envenenar a su propio hijo? -preguntó de Maroc.

– Sus agentes, hombre.

– Bueno, entonces, podría haberlo hecho primero, y ahorrar a Ibra un sin fin de pesares…

Cazaril sonrió por cortesía y se levantó de la mesa, dejando a de Rinal y de Maroc hilvanando sus conjeturas. Se había repuesto de la borrachera, y la cena le había devuelto las fuerzas, pero el abrumador cansancio que persistía le impedía pensar que se encontraba bien. Sin recado de atender a la rósea, se dispuso a acostarse de nuevo.

La fatiga se impuso al miedo y se quedó dormido enseguida. Pero alrededor de la medianoche, se despertó sin aire. Los gritos de un hombre resonaban a lo lejos en su cabeza. Gritos, y sollozos desgarrados, y sordos aullidos de rabia… se irguió de golpe, con el corazón latiendo desbocado, mirando a uno y otro lado para localizar el sonido. Tenue y extraño… ¿provendría del otro lado de la garganta del Zangre, o del río bajo su ventana? No parecía que respondiera ninguno de los habitantes del castillo, no se escuchaban pasos, ni voces de alarma entre los guardias… Transcurridos unos instantes, Cazaril comprendió que no escuchaba los atormentados aullidos con los oídos, del mismo modo que no veía con los ojos los pálidos borrones que flotaban alrededor de su cama. Y reconoció la voz.

Volvió a tumbarse, jadeando, hecho un ovillo, y soportó la algarabía por espacio de otros diez minutos. ¿Estaría preparándose el alma condenada de Dondo para escapar al milagro de la Dama y arrastrarlo al infierno? Ya se disponía a salir de la cama y correr al zoológico, aun en camisón, aporrear las puertas y despertar a Umegat y rogar al santo que lo ayudara -¿había algo que pudiera hacer Umegat para remediar esto?- cuando las voces cesaron.

Se dio cuenta de que debía de ser casi la hora de la muerte de Dondo. ¿Cobraría poderes especiales el espíritu a esa hora? No lograba recordar si había ocurrido lo mismo o no anoche, tal fue su borrachera. Alguna pesadilla molesta había mezclado fragmentos de locura con todas las demás.

Podría haber sido peor, se dijo, mientras su corazón recuperaba su ritmo normal paulatinamente. Dondo podría haber hablado con voz articulada. La idea de que Dondo pudiera ser libre de hablar con él por las noches, ya fuera para despotricar contra él, insultarlo o hacerle viles sugerencias, lo desanimó como no habían conseguido hacerlo los aullidos, y lloró un rato atenazado por el puro terror de ese pensamiento.

Confía en la Dama. Confía en la Dama. Susurró unas plegarias incoherentes, y poco a poco recuperó el control de sí mismo. Si la Dama lo había conducido hasta ahí con algún propósito, raro sería que lo abandonara ahora.

Se le ocurrió un nuevo pensamiento horrible, mientras rememoraba el sermón de Umegat. Si la diosa sólo entraba en el mundo gracias a que Cazaril renunciaba a su voluntad en Su favor, ¿bastaría querer vivir desesperadamente, un acto de voluntad como no había otro igual, para excluirla y negar Su milagro? Quizá la cápsula protectora estallara como una pompa de jabón, desatando una paradoja de muerte y condenación… Seguir este hilo lógico y todas sus posibles ramificaciones fue suficiente para mantenerlo despierto durante horas, mientras la noche se consumía despacio. El cuadrado de la ventana de su cámara griseaba tenuemente para cuando volvió a reclamarlo la bendita inconsciencia.

He ahí que, flanqueado por sus fantasmagóricos escoltas, subió las escaleras entrada la mañana siguiente camino de su despacho. Se sentía estúpido y espeso por culpa de la falta de sueño, y anticipaba sin ningún entusiasmo una semana llena de correspondencia y cuentas abandonadas, montones de papeles desordenados sobre su escritorio desde la hora en que se anunció el desastroso enlace de Iselle.

Encontró a sus damas levantadas temprano. En la sala de estar que limitaba con su despacho, habían desplegado sobre una mesa todos sus mapas nuevos de estudio. Iselle estaba apoyada de manos, mirándolos. Betriz, de brazos cruzados, curioseaba por encima del hombro de la rósea, ceñuda. Las dos jóvenes, y Nan de Vrit, que se afanaba en su costura, se habían vestido con los negros y lavandas propios del luto formal de la corte, prudente artificio que Cazaril aprobaba.

Al entrar, vio junto a la mano de Iselle un revoltijo de papeles con listas garabateadas, de las que se habían tachado algunos artículos, mientras que otros se habían inscrito en círculos o señalado con una cruz. Iselle frunció el ceño y señaló un punto en el mapa señalado con un recio alfiler de sombrero, y se dirigió por encima del hombro a su fámula:

– Pero si esto no… -Se interrumpió al reparar en Cazaril. La invisible capa negra seguía adherida a ella; únicamente un ocasional y débil hilo de luz azul retenía su fulgor inmerso en los untuosos pliegues. Las manchas fantasmas se apartaron violentamente de ella y, para alivio parcial de Cazaril, desaparecieron de su segunda vista.

– ¿Os encontráis bien, lord Caz? -inquirió Iselle, mirándolo con expresión preocupada-. Tenéis mal aspecto.

Cazaril saludó con una reverencia.

– Os pido perdón por mi ausencia de ayer, rósea. Sufrí un… un cólico. Ya me encuentro mucho mejor.

Nan de Vrit, desde su asiento en la esquina, levantó la vista de su labor para señalar, con mirada de pocos amigos:

– La doncella dijo que os dolía la cabeza después de pasar toda la noche de parranda con los mozos de los establos. Dijo que os había visto llegar después del funeral de lord Dondo, tan borracho que apenas si podíais teneros en pie.

Cazaril, consciente del escrutinio de Betriz, dijo compungido:

– Estuve bebiendo, sí, pero no de parranda. No volverá a ocurrir, mi lady. -Añadió, un tanto secamente-: Para lo que sirvió.

– Es un escándalo para la rósea que vean a su secretario tan beodo que…

– Chis, Nan -interrumpió Iselle el aleccionamiento, con impaciencia-. Déjalo estar.

– ¿Qué es esto, rósea? -Cazaril señaló el mapa en el que aparecía clavado el alfiler.

Iselle inhaló hondo.

– He estado meditando. Llevo días dándole vueltas a la cabeza. Mientras permanezca soltera, seré objeto de conspiraciones. No me cabe ninguna duda de que de Jironal encontrará enseguida otro candidato con el que vincularnos a Teidez y a mí a su clan. Y otras facciones… ahora que es evidente que Orico está dispuesto a prometerme en matrimonio a cualquier señor de poca monta, hasta el último señoritingo de Chalion empezará a pedirle mi mano. Mi única defensa, mi único refugio con garantías, es el matrimonio. Pero no con un señor de segunda.

Cazaril arqueó las cejas.

– Confieso, rósea, que mis pensamientos también apuntaban en esa dirección.

– Y aprisa, aprisa, Cazaril. Antes de que encuentren a alguien todavía más desagradable que Dondo. -Su voz sonaba matizada por la ansiedad.

– Eso será un auténtico reto, aun para nuestro querido canciller -murmuró Cazaril, inseguro, y obtuvo la satisfacción de arrancar una risita a Iselle. Frunció los labios-. La necesidad apremia, no lo niego, pero el peligro no es tan acuciante de inmediato. El propio de Jironal se encargará de impedir que los señores menores se os acerquen, estoy convencido. Vuestra primera línea defensiva pasa por cortar el paso al próximo candidato de de Jironal. Aunque, si nos atenemos a su familia, no tengo claro a quién podría proponer. Sus dos hijos ya están casados, de lo contrario habría colocado uno en lugar de Dondo. O se habría ofrecido él mismo, de no estar casado también.

– Las mujeres mueren -dijo Betriz, sombría-. A veces, sus muertes resultan incluso convenientes.

Cazaril negó con la cabeza.

– De Jironal ha planeado las alianzas de su familia con cuidado. Sus nueras, y también su propia esposa, lo vinculan a algunas de las familias más importantes de Chalion, al tratarse de las hijas y hermanas de poderosos provincares. No digo que no fuera a aprovechar cualquier baja, pero no se atreverá a levantar sospechas provocándola. Y sus nietos son aún unos bebés. No, de Jironal tiene que jugar a la espera.

– ¿Y sus sobrinos? -preguntó Betriz.

Cazaril, tras pensarlo brevemente, volvió a menear la cabeza.

– La conexión sería demasiado débil, difícil de controlar. Busca un subordinado, no un rival.

– Me niego -dijo Iselle, entre dientes-, a esperar una década para casarme con un crío quince años más joven que yo.

Cazaril miró de soslayo a lady Betriz, involuntariamente. También él tenía quince años más que… Apartó aquel desalentador pensamiento de su cabeza. La diabólica barrera que los separaba ahora era más inexpugnable que la de la mera diferencia de edad. La vida no se casa con la muerte.

– Hemos clavado un alfiler en el mapa para señalar todos los regentes o herederos solteros que se nos ocurren entre aquí y Darthaca -explicó Betriz.

Cazaril se acercó y estudió el mapa.

– ¿Cómo, también los principados roknari?

– No quería olvidarme de ninguno -dijo Iselle-. Sin ellos, en fin… no había demasiadas opciones. Lo admito, no me hace mucha gracia la idea de desposar un príncipe roknari. Aparte de su sórdida religión cuadriculada, su costumbre de nombrar heredero al hijo que les apetezca, ya sea legítimo o fruto de su relación con alguna concubina, consigue que sea casi imposible saber si una va a casarse con un futuro regente o con un zángano en ciernes.

– O con un cadáver -añadió Cazaril-. La mitad de las victorias de Chalion sobre los roknari se debieron a que algún candidato fallido y resentido apuñaló por la espalda a su principesco cohermano.

– Pero eso nos deja tan sólo con cuatro auténticos quintarianos de rango -intervino Betriz-. El roya de Brajar, Bergon de Ibra, y los gemelos del alto marzo de Yiss, cruzando la frontera darthaca. Que tienen doce años.

– No es imposible -repuso Iselle, juiciosa-, pero el marzo de Yiss tampoco tendría motivos para aliarse con Teidez, más adelante, contra los roknari. No comparte fronteras con los principados ni sufre sus saqueos. Y profesa lealtad a Darthaca, que no siente ningún interés por ver cómo surge una alianza fuerte y unida de estados ibranos con la que poner fin a la perpetua guerra del norte.

A Cazaril le complació escuchar su propio análisis en boca de la rósea; había prestado más atención durante las clases de geografía de lo que él había pensado. Sonrió favorablemente.

– Y además -añadió Iselle, de mal humor-, Yiss tampoco tiene costa. -Su mano recorrió el mapa hacia el este-. Mi primo el roya de Brajar es bastante viejo, y dicen que le ha cogido demasiada afición a la bebida para ir a la guerra. Y su nieto es demasiado pequeño.

– Brajar sí que tiene buenos puertos -dijo Betriz. Más dubitativamente, aunque con el tono de quien señala una ventaja, añadió-: Supongo que le queda mucho de vida.

– Ya, pero ¿de qué iba a servirle a Teidez una simple viuda royina? ¡No es que vayan a dejarme decirle a un, un nieto político cómo desplegar sus tropas! -La mano de Iselle se posó en la costa contraria-. Y el hijo mayor del Zorro de Ibra está casado, y el menor no es el heredero, y la guerra civil convulsiona el país.

– Ya no -repuso Cazaril, abruptamente-. ¿No os ha contado nadie las noticias que llegaron ayer de Ibra? El Heredero ha muerto. Falleció en Ibra del Sur… tos ferina. Nadie duda que el joven róseo Bergon ocupe su lugar. Ha permanecido fiel a su padre durante todo el jaleo.

Iselle giró la cabeza y lo miró, abriendo mucho los ojos.

– ¡De verdad…! Pero ¿cuántos años tiene Bergon? Quince, ¿verdad?

– Ya debe de estar a punto de cumplir dieciséis, rósea.

– ¡Mejor que cincuenta y siete! -Iselle ascendió con los dedos la costa de Ibra a lo largo de la hilera de ciudades portuarias hasta llegar al gran puerto de Zagosur, donde se detuvo, apoyándose en un alfiler rematado por una cabeza de madreperla-. ¿Qué sabéis del róseo Bergon, Cazaril? ¿Es bien parecido? ¿Lo visteis alguna vez mientras estabais en Ibra?

– No con mis propios ojos. Dicen que es un muchacho muy apuesto.

Iselle se encogió de hombros, impaciente.

– Eso dicen de todos los róseos, a menos que sean absolutamente grotescos, en cuyo caso se los describe como con mucha personalidad.

– Creo que Bergon es razonablemente atlético, lo que favorece al menos una apariencia agradablemente saludable. Dicen que se ha formado en las artes del mar. -Cazaril percibió el destello de juvenil entusiasmo que iluminó los ojos de Iselle, y lamentó añadir-: Pero vuestro hermano Orico lleva siete años enfrentado al roya de Ibra, medio en guerra, medio no. Chalion no inspira cariño al Zorro.

Iselle juntó las manos.

– Pero ¿qué mejor manera de poner fin a la guerra que mediante un enlace nupcial?

– El canciller de Jironal seguramente se oponga. Aparte de quereros como contacto para su propia familia, no desea que Teidez tenga más aliados, ni ahora ni en el futuro, que él mismo.

– Según ese razonamiento, se opondrá a cualquier buen partido que se me ocurra. -Iselle volvió a inclinarse sobre el mapa, trazando un largo arco con la mano que englobó Chalion e Ibra, dos tercios de las tierras que separaban los mares-. Pero si pudiera conciliar a Teidez y a Bergon… -Apoyó la palma y la deslizó lentamente a lo largo de la costa septentrional, cruzando los cinco principados roknari; los alfileres saltaron del papel en todas direcciones-. Sí -exhaló. Entornó los ojos, y tensó la mandíbula. Cuando volvió a mirar a Cazaril, le flameaban los ojos-. Tengo que proponérselo a mi hermano Orico de inmediato, antes de que regrese de Jironal. Si consigo que dé su palabra, que lo anuncie públicamente, ni siquiera de Jironal podrá obligarlo a retractarse.

– Pensadlo bien antes, rósea. Pensad en todas las repercusiones. Uno de los inconvenientes es sin duda el horroroso suegro. -Cazaril arrugó el entrecejo-. Aunque supongo que el tiempo se ocupará de quitarlo de en medio. Y si hay alguien que sea capaz de anteponer la política a sus sentimientos, ése es el viejo Zorro.

Iselle se apartó de la mesa para deambular de un lado a otro de la cámara, con las pesadas faldas al vuelo. Su negra aura se mantenía pegada a ella.

La royina Sara compartía los posos más viles de la maldición de Orico; era de suponer que se hubiera contagiado al casarse con el roya. Si Iselle contrajera matrimonio fuera de Chalion, ¿dejaría atrás también su maldición, mudándola como una piel muerta? ¿Sería ésta la manera de escapar a su aciago sino? La cautela mitigó su creciente entusiasmo. ¿No la seguiría el antiguo y siniestro destino del General Dorado allende las fronteras hasta un nuevo país? Tenía que preguntárselo a Umegat, y pronto.

Iselle se detuvo y se asomó a la aspillera ante la que se había sentado para soportar el espantoso cortejo de Dondo. Entornó los ojos. Al cabo, con decisión, dijo:

– Debo intentarlo. No puedo, no pienso, abandonar mi destino para que vague a la deriva rumbo a otra desastrosa cascada, sin timón con el que gobernarlo. Tengo que hablar con mi regio hermano, de inmediato.

Se dirigió a la puerta y anunció secamente, igual que arenga un general a sus tropas:

– ¡Betriz, Cazaril, acompañadme!

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