5

El día del decimosexto cumpleaños de la rósea Iselle cayó en el punto álgido de la primavera, unas seis semanas después de que Cazaril hubiera recalado en Valenda. El obsequio que le había enviado en esta ocasión a la joven su hermano Orico desde la capital en Cardegoss era una excelente yegua gris jaspeada, inspiración calculada o muy oportuna, puesto que Iselle se quedó extasiada ante la resplandeciente bestia. Cazaril tuvo que admitir que se trataba de un regio regalo. Y consiguió evitar el problema de su perjudicada caligrafía un poco más, puesto que no le costó nada persuadir a Iselle para que redactara el agradecimiento de su puño y letra, que sería enviado a la partida del correo real.

Pero Cazaril se vio sometido en los días siguientes a las preguntas más minuciosas y exhaustivas, por no decir embarazosas, de Iselle y Betriz referentes a su salud. Pequeñas ofrendas de fruta o carne recorrían la mesa hasta él para tentar su apetito; se le recomendaba irse pronto a la cama, y beber un poco de vino, pero no demasiado; ambas damiselas lo persuadieron para que diera frecuentes paseos cortos por el jardín. No fue hasta que de Ferrej hubo contado un chiste informal a la provincara que Cazaril, al escucharlo, se enteró de que Iselle y su doncella se habían contenido para moderar sus galopadas por consideración hacia la supuestamente frágil salud del nuevo secretario. La inteligencia de Cazaril se sobrepuso a su indignación justo a tiempo de confirmar el cuento con el semblante compuesto y el porte convincentemente envarado. Sus cuidados femeninos, por flagrantemente interesados que fueran, resultaban demasiado adorables para merecerse una regañina. Y… la afrenta tampoco era para tanto.

Tanto la mejora del tiempo como, la verdad sea dicha, su propia mejoría lo incitaban a ablandarse. A fin de cuentas, el calor del verano no tardaría en abatirse sobre ellos, y la vida se ralentizaría de nuevo. Después de ver a las muchachas saltar con sus caballos sobre troncos caídos y surcar los sinuosos senderos que discurrían junto al río, como exhalaciones teñidas de verde y dorado por el reflejo de las hojas nuevas que poblaban las copas de los árboles, se mitigó su preocupación por la seguridad de sus pupilas. Fue su caballo, que dio un respingo tras sobresaltar a una cierva que espiaba detrás de un arbusto, el que lo arrojó violentamente sobre un amasijo de piedras y raíces, dejándolo sin aliento y desprendiendo uno de los apósitos de su espalda. Se quedó tendido, resollando, con el bosque velado por lágrimas de dolor, hasta que dos atemorizados rostros femeninos entraron en su campo de visión sobre un fondo de hojas y cielo.

Hicieron falta las dos y la ayuda de un árbol caído para volver a subirlo a lomos de su caballo recién capturado de nuevo. El ascenso de regreso al castillo fue todo lo formal y recatado, por no decir vergonzante, que hubiera podido desear la institutriz. El mundo había dejado de girar en torno a su cabeza a sincopados intervalos para cuando llegaron al arco de la puerta, pero el apósito desgarrado era una agonía abrasadora señalada por un bulto del tamaño de un huevo bajo su túnica. Probablemente se pondría negro y tardaría semanas en reducirse la hinchazón. Una vez a salvo en el patio, no pensaba más que en el montadero, el mozo y volver a bajar del maldito caballo con vida. Permaneció de pie un momento, con los pies en tierra firme, la cabeza apoyada en la silla, con el rostro contorsionado en una mueca de dolor.

– ¡Caz!

La voz familiar atronó en sus oídos surgida de la nada. Levantó la cabeza; parpadeó. Avanzaba hacia él, a largas zancadas, los brazos abiertos, un hombre alto y atlético de pelo negro, vestido con una elegante túnica con brocados y botas altas de montar.

– Cinco dioses -susurró Cazaril-. ¿Palli?

– ¡Caz, Caz! ¡Te beso las manos! ¡Te beso los pies! -El hombre alto lo asió, a punto de derribarlo, cumpliendo al pie de la letra la primera mitad de su saludo, aunque cambió la segunda por un abrazo-. ¡Caz, hombre! ¡Creía que habías muerto!

– No, no… Palli… -Olvidadas las tres cuartas partes de su dolor, tomó a su vez las manos del hombre moreno y se volvió hacia Iselle y Betriz, que habían dejado sus animales al cuidado de los caballerizos y se aproximaban sin camuflar su curiosidad-. Rósea, Iselle, lady Betriz, permitid que os presente a sir de Palliar… era mi mano derecha en Gotorget… cinco dioses, Palli, ¿qué haces tú aquí?

– ¡Podría preguntarte lo mismo, con más motivo! -respondió Palli, antes de dedicar una reverencia a las damas, que lo observaban con creciente aprobación. Los más de dos años transcurridos desde Gotorget habían hecho mucho por mejorar su apariencia ya de por sí agradable, aunque todos parecían espantapájaros depravados para cuando terminó el asedio-. Rósea, mi lady, es un honor… pero ahora soy el marzo de Palliar, Caz.

– Oh -dijo Cazaril, ofreciéndole de inmediato una compungida inclinación de cabeza-. Te acompaño en el sentimiento. ¿Es una pérdida reciente?

Palli respondió con un asentimiento comprensivo.

– Hace casi dos años. El viejo había sufrido un ataque de apoplejía mientras nosotros estábamos encerrados en Gotorget, pero resistió hasta que hube vuelto a casa, gracias al Padre del Invierno. Me reconoció, pude verlo al final, hablarle de la campaña… me dio su bendición para ti, sabes, en su último día, aunque ambos pensábamos que estábamos rezando por tu alma. Caz, hombre, ¿dónde te metiste?

– No… pagaron mi rescate.

– ¿Que no pagaron tu rescate? ¿Cómo que no pagaron tu rescate? ¿Cómo no iban a pagar tu rescate?

– Fue un error. Se olvidaron de incluir mi nombre en la lista.

– De Jironal dijo que los roknari habían informado de tu muerte por culpa de una fiebre repentina.

La sonrisa de Cazaril se volvió tirante.

– No. Me vendieron a las galeras.

Palli retrocedió de golpe.

– ¡Sería un error! No, espera, eso no tiene ningún sentido…

El rictus de Cazaril, y su mano apoyada en el pecho, detuvieron la protesta de Palliar en sus labios, aunque no pudo mitigar el sobresalto de su mirada. Palli conocía el significado de la palabra sutileza, aunque a veces hubiera que inculcársela a golpes. La mueca de su boca decía, De acuerdo, ¡pero pienso sacártelo todo más tarde! Para cuando se hubo girado hacia sir de Ferrej, que se acercaba a observar esta reunión con el interés reflejado en el rostro, su risueña sonrisa volvía a estar en su sitio.

– Mi señor de Palliar va a compartir el vino de la provincara en el jardín -explicó el alcaide del castillo-. Uníos a nosotros, Cazaril.

– Os lo agradezco.

Palli lo cogió del brazo, y siguieron a de Ferrej fuera del patio y alrededor del torreón, a la parcela en la que cultivaba sus flores el jardinero de la provincara. Cuando el tiempo era propicio, la convertía en su pérgola favorita para sentarse en la calle. Tres zancadas, y Cazaril empezó a arrastrar los pies; Palli redujo el paso abruptamente para amoldarlo a los traspiés de Cazaril, y lo miró de soslayo. La provincara aguardaba su regreso con una sonrisa paciente, entronizada bajo una espaldera arqueada de rosas trepadoras que aún no estaban en flor. Les indicó las sillas que habían traído los sirvientes. Cazaril ocupó un cojín con el gesto torcido y un gruñido de protesta.

– Demonios del Bastardo -exclamó Palli-, ¿te han tullido los roknari?

– Sólo a medias. Lady Iselle -¡uuf!- parece entregada a terminar el trabajo. -Con precaución, reclinó la espalda-. Y ese estúpido caballo.

La provincara frunció el ceño a las dos damiselas, que se habían presentado sin invitación.

– Iselle, ¿estabas galopando? -inquirió, peligrosamente.

Cazaril negó con la mano.

– La culpa es exclusiva del noble corcel, mi lady… creyó que lo atacaba un ciervo devorador de caballos. Se hizo a un lado, y yo no. Gracias. -Aceptó un vaso de vino del sirviente con profunda gratitud y dio un rápido sorbo, procurando no derramarlo. Ya estaba desapareciendo la desagradable sensación que le atenazaba el estómago.

Iselle le dirigió una mirada agradecida, que no pasó desapercibida para su abuela. La provincara bufó débilmente para expresar su incredulidad. A modo de castigo, dijo:

– Iselle, Betriz, id y cambiar esas ropas de montar por algo más adecuado para la cena. Seremos gente del campo, pero no salvajes.

Se fueron arrastrando los pies, no sin antes echar un nuevo vistazo por encima del hombro al fascinante huésped.

– Pero ¿qué haces aquí, Palli? -preguntó Cazaril, cuando la doble distracción hubo desaparecido detrás del torreón. También Palli se les había quedado mirando, y pareció tener que estremecerse para despertar. Cierra la boca, hombre, pensó Cazaril, divertido. A mí también me pasa.

– ¡Oh! Me dirijo a Cardegoss, a un baile que se celebra en la corte. Mi padre solía detenerse aquí en mitad de sus viajes, teniendo amistad con el antiguo provincar… cuando pasamos cerca de Valenda, se me ocurrió hacer lo mismo, y envié un mensajero. Y mi lady -indicó a la provincara con un ademán-, ha sido tan amable de abrirme sus puertas.

– Te habría abofeteado si llegas a pasar de largo -dijo cordialmente la provincara, con una ilógica admirable-. Hace demasiados años que no os veo a tu padre ni a ti. Me entristeció enterarme de su muerte.

Palli asintió. Dirigiéndose a Cazaril, continuó:

– Pensamos dejar que los caballos descansen aquí esta noche y reanudaremos el viaje mañana sin prisa… hace demasiado buen tiempo para correr. Hay peregrinos en los caminos, rumbo a cada templo y capilla, y también quienes se aprovechan de ellos, por desgracia. Se ha denunciado la presencia de bandidos en los pasos montañosos, pero no hemos encontrado ninguno.

– ¿Buscasteis? -inquirió Cazaril, en broma. Durante su viaje, no encontrar bandidos había sido su mayor deseo.

– ¡Oye! Que ahora soy el lord dedicado de la Orden de la Hija en Palliar, para tu información… siguiendo los pasos de mi padre. Tengo responsabilidades.

– ¿Cabalgas con los hermanos soldados?

– Más bien en el vagón del equipaje. Todo se reduce a llevar los libros, recaudar las rentas, conseguir el condenado equipo, y logística. Los privilegios del mando… bueno, tú ya sabes. Me lo enseñaste una vez. Una parte de gloria por cada diez partes de paletadas de estiércol.

Cazaril esbozó una sonrisa.

– Tienes suerte. Esa proporción no está nada mal.

Palli le devolvió la sonrisa y aceptó un poco de queso y pastel del sirviente.

– Mi tropa se aloja en la ciudad. ¡Pero tú, Caz! En cuanto dije, Gotorget, me preguntaron si nos conocíamos… si me das con una brizna de paja me caigo, cuando mi lady me dijo que te habías presentado aquí, que venías caminando, ¡caminando!, desde Ibra, hecho un desastre.

La provincara se encogió de hombros, impenitente, ante la mirada de soslayo ligeramente reprobatoria que le lanzó Cazaril.

– Llevo media hora contándoles historias de la guerra -continuó Palli-. ¿Cómo tienes la mano?

Cazaril la recogió en el regazo.

– Casi recuperada. -Se apresuró a cambiar de tema-. ¿Qué te lleva a la corte?

– Bueno, no había tenido ocasión de pronunciar formalmente el juramento ante Orico desde la muerte de mi padre, y además, voy a representar a la Orden de la Hija de Palliar en la investidura.

– ¿Investidura? -preguntó Cazaril, con la mirada vacía.

– Ah, ¿ha decidido Orico al fin a quién va a entregar el generalato de la Orden de la Hija? -preguntó de Ferrej-. Desde la muerte del antiguo general, tengo entendido que hasta la última familia noble de Chalion lo importuna suplicándole el honor.

– No es de extrañar -comentó la provincara-. Comporta lucro y poder suficientes, aunque sea más modesto que el del Hijo.

– Oh, sí -convino Palli-. Todavía no se ha hecho público, pero es sabido… que recaerá sobre Dondo de Jironal, el hermano menor del canciller.

Cazaril se puso rígido; bebió un sorbo de vino para ocultar su desolación.

Tras una pausa prolongada, la provincara dijo:

– Qué elección más extraña. Sería de esperar que el general de una orden militar sagrada fuera un personaje más… austero.

– Pero, pero -apostilló de Ferrej-. ¡El canciller Martou de Jironal ostenta el generalato de la Orden del Hijo! ¿Dos, en una misma familia? Supone una peligrosa concentración del poder.

– Martou aspira también a convertirse en el provincar de Jironal -murmuró la provincara-, según los rumores. En cuanto se le terminen las fuerzas al viejo de Ildar.

– Eso no lo sabía -se sobresaltó Palli.

– Sí -dijo secamente la provincara-. A la familia Ildar no le hace ninguna gracia. Creo que cuentan con que el provincarazgo recaiga sobre uno de sus sobrinos.

Palli se encogió de hombros.

– Los hermanos Jironal ostentan una alta estima en Chalion, sin duda, merced a Orico. Supongo que yo, si fuera listo, encontraría la manera de agarrarme al dobladillo de sus capas e ir donde fueran ellos.

Cazaril frunció el ceño con la cara vuelta hacia el fondo de su copa y buscó la manera de desviar la conversación.

– ¿Qué otras noticias has oído?

– Bueno, hace dos semanas, el Heredero de Ibra ha enarbolado su estandarte en Ibra del Sur, una vez más, contra el viejo zorro, su padre. Todos pensaban que el tratado del verano pasado resistiría, pero parece que se reanudaron las disensiones el otoño pasado, y el roya lo ha repudiado. Otra vez.

– El Heredero -dijo la provincara-, presume. Ibra tiene otro hijo, al fin y al cabo.

– Orico respaldó al Heredero la última vez -observó Palli.

– A expensas de Chalion -murmuró Cazaril.

– Me da la impresión de que Orico pensaba a largo plazo. Al final -dijo Palli-, seguramente venza el Heredero. De uno u otro modo.

– El anciano gozará de una victoria amarga si para ello ha de derrotar a su hijo -comentó de Ferrej, en tono de meditada consideración-. No, apostaría a que se perderán más vidas, y luego firmarán un acuerdo entre ellos sobre los cadáveres.

– Lamentable tesitura -dijo la provincara, tensos los labios-. No puede salir nada bueno de ahí. Eh, de Palliar. Cuéntame una noticia agradable. Dime que la royina de Orico está embarazada.

Palli meneó la cabeza, apesadumbrado.

– No que yo sepa, mi dama.

– Bueno, en tal caso, vayamos a cenar y dejemos de hablar de política. Me despierta dolor de cabeza.

Los músculos de Cazaril se habían agarrotado en el tiempo que había pasado sentado, a despecho del vino; estuvo a punto de caerse al intentar levantarse de la silla. Palli lo cogió de un codo y le ayudó a incorporarse, con el ceño profundamente fruncido. Cazaril le dedicó un discreto movimiento de cabeza y se marchó para lavarse y cambiarse de ropa. Y auscultar sus heridas en privado.

La cena fue un evento jubiloso, al que asistió casi la totalidad de la casa. De Palliar, que desconocía la pereza cuando se trataba de comer o conversar en la mesa, acaparó la atención de todos los presentes, desde la de lord Teidez y lady Iselle hasta el último paje, con sus relatos. A pesar del vino, supo mantener la compostura ante tan ínclito auditorio, y contó únicamente las anécdotas más alegres, concediéndose en ellas más el papel de blanco de las bromas que el de héroe. La narración de cómo había seguido a Cazaril en una batida nocturna contra los zapadores roknari, disuadiéndolos así de su empeño durante un mes, consiguió que las miradas desorbitadas de los presentes se volcaran sobre Cazaril además de sobre el narrador. Era evidente que les costaba imaginarse al tímido y comedido secretario de la rósea sonriendo en medio del fango y el hollín, escalando la montaña de humeantes escombros con una daga en la mano. Cazaril se dio cuenta de que se resentía de las miradas. Querría ser… invisible, en esos momentos. En dos ocasiones intentó Palli pasarle la pelota de la conversación, para dar un nuevo giro al entretenimiento, y por dos veces volvió al campo de Palli o de de Ferrej. Ante el segundo fracaso, Palli desistió de intentar tirarle de la lengua.

La velada se prolongó hasta bien entrada la noche, pero al fin llegó la hora que tanto había anhelado y temido Cazaril, cuando todo el mundo se hubo retirado a sus aposentos, y Palli llamó a la puerta de su habitación. Cazaril le invitó a pasar, arrimó el baúl a la pared, lo cubrió con un cojín para su huésped y él mismo se sentó en la cama; tanto él como ella crujían audiblemente. Palli se acomodó y lo miró fijamente a la tenue luz de las dos velas, y comenzó con una franqueza que revelaba el hilo de sus pensamientos con pasmosa nitidez.

– ¿Un error, Caz? ¿Te has parado a pensarlo?

Cazaril exhaló un suspiro.

– Tuve diecinueve meses para pensarlo, Palli. Manoseé todas las posibilidades mentalmente hasta dejarlas tan desgastadas como una moneda vieja. Pensé en ello hasta hartarme de pensar, y lo di por olvidado. Está olvidado.

Esta vez, Palli desechó la noción con firmeza.

– ¿Crees que los roknari quisieron vengarse de ti, escondiéndote de nosotros y proclamando tu muerte?

– Es una posibilidad. -Salvo por el hecho de que vi la lista.

– ¿U omitiría alguien tu nombre en la lista a propósito? -insistió Palli.

La lista estaba redactada del puño y letra de Martou de Jironal.

– Ésa fue mi conclusión final.

Palli expulsó el aliento con un silbido.

– ¡Vil! Vil traición, después de todo lo que padecimos… ¡Maldita sea, Caz! Cuando llegue a la corte, pienso hablar de esto al marzo de Jironal. Es el señor más poderoso de Chalion, bien lo saben los dioses. Juntos, apuesto a que llegaremos al fondo de…

– ¡No! -Cazaril se elevó de sus cojines, aterrado-. ¡Palli, no! ¡Ni siquiera le digas que existo a de Jironal! No saques el tema, no me menciones… si el mundo cree que estoy muerto, tanto mejor. Si hubiera estado al corriente de la situación, me habría quedado en Ibra. Tú… déjalo correr.

Palli se le quedó mirando fijamente.

– Pero… Valenda no es que sea el confín del mundo. Está claro que la gente se enterará de que sigues con vida.

– Es un lugar tranquilo y pacífico. Aquí no molesto a nadie.

Había otros hombres igual de valientes, algunos más fuertes; era la inteligencia de Palli lo que le había convertido en el teniente favorito de Cazaril en Gotorget. Sólo hacía falta mostrarle el cabo de un hilo para que empezara a desenredar la madeja… entornó los ojos, que centellaban a la suave luz de las velas.

¿De Jironal? ¿En persona? Por los cinco dioses, ¿qué le hiciste?

Cazaril se revolvió, incómodo.

– No creo que fuese nada personal. Creo que fue tan sólo un pequeño… favor, a otra persona. Un favor de nada.

– Entonces hay al menos dos hombres que saben la verdad. Dioses, Caz, ¿qué dos?

Palli continuaría husmeando… Cazaril no tendría que decirle nada… demasiado tarde para eso… o lo suficiente para acallar sus dudas. Nada de medias tintas, la mente de Palli persistiría en la solución del rompecabezas… a la que ya se estaba aplicando.

– ¿Quién podría odiarte de ese modo? Siempre fuiste una persona afable, eras célebre por tu negativa a participar en duelo alguno, dejando que los fanfarrones se pusieran en evidencia ellos solos, por tu talante pacificador, por conseguir los términos más asombrosos en los tratados, por evitar el partidismo… ¡Por el infierno del Bastardo, ni siquiera apostabas jugando! ¡Un favor de nada! ¿Quién iba a albergar un odio tan implacable y cruel contra ti?

Cazaril se frotó la frente, donde comenzaba a instalarse un dolor sordo, y no por culpa del vino de la cena.

– Miedo. Creo.

Palli frunció los labios en señal de estupefacción.

– Y si se llega a saber que tú lo sabes, tendrán miedo también de ti. No te lo deseo, Palli. Quiero que permanezcas al margen.

– Si el miedo llega hasta ese extremo, el simple hecho de que hayamos conversado me convertirá en sospechoso. Su miedo, sumado a mi ignorancia… ¡dioses, Caz! ¡No me sueltes en el campo de batalla con los ojos vendados!

– ¡No quiero volver a enviar a ningún hombre al campo de batalla! -La fiereza de su propia voz cogió a Cazaril por sorpresa. Palli abrió mucho los ojos. Pero la solución, la manera de utilizar la insaciable curiosidad de Palli contra él, se le apareció a Cazaril en ese momento-. Si te digo lo que sé, y cómo lo sé, ¿me darás tu palabra -¡tu palabra!- de olvidar el asunto? No investigues, no lo menciones, no me menciones a mí… nada de sugerencias veladas, nada de rondar el tema…

– ¿Cómo, igual que tú ahora? -lo interrumpió secamente Palli.

Cazaril soltó un gruñido, medio divertido, medio de dolor.

– Exacto.

Palli apoyó la espalda en la pared, y se pasó la mano por los labios.

– Menudo comerciante -dijo, risueño-. Intentando venderme un cerdo encerrado en un saco, sin abrirlo para que vea antes al animal.

– Oink -murmuró Cazaril.

– Como si sólo quisiera comprar los chillidos… maldita sea, está bien. Nunca nos ordenaste adentrarnos en terreno peligroso a ciegas, ni nos guiaste a ninguna emboscada. Confiaré en tu buen juicio… exactamente hasta donde tú confíes en mi discreción. De eso te doy mi palabra.

Bonita contraestocada. Cazaril no pudo por menos de admirarla. Suspiró.

– De acuerdo. -Permaneció sentado en silencio un momento después de esta doble (y agradecida) rendición, ordenando sus ideas. ¿Por dónde empezar? Bueno, tampoco era que no lo hubiera repasado, y repasado, y vuelto a repasar en su cabeza. Era un relato de lo más trillado, aun cuando no hubiera salido nunca de sus labios-. Es bien breve. Me reuní por vez primera con Dondo de Jironal para parlamentar hará cuatro, no, cinco ya, hace ahora cinco años. Yo formaba parte del grupo de Guarida en aquella pequeña guerra fronteriza contra el demente príncipe roknari Olus, ya sabes, el que tenía por costumbre enterrar a sus enemigos hasta la cintura en excremento y quemarlos con vida, el que asesinaron cerca de un año después sus propios guardaespaldas.

– Ah, sí. He oído hablar de él. Dicen que terminó con la cabeza enterrada en escoria.

– Circulan varias versiones. Pero por aquel entonces seguía estando al mando. Lord de Guarida había acorralado al ejército, bueno, a la horda de Olus en lo alto de las colinas que lindaban con su principado. Lord Dondo y yo partimos en calidad de enviados, bajo bandera de tregua, para comunicar un ultimátum a Olus y disponer los términos de la rendición y los rescates. Las cosas… se torcieron durante la conferencia, y Olus decidió que sólo necesitaba un mensajero para transmitir su desafío a la asamblea de señores de Chalion. Así que nos retuvo en su tienda, a Dondo y a mí, rodeados por cuatro de sus monstruosos guardias con espadas, y nos dio a elegir. El que cortara la cabeza al otro tendría permiso para regresar con ella a nuestras líneas. Si nos negábamos ambos, ambos moriríamos, y devolvería las dos cabezas vía catapulta.

Palli abrió la boca, pero el único comentario que pudo emitir fue:

– Ah.

Cazaril cogió aliento.

– Me ofrecieron la espada a mí primero. La rechacé. Olus me susurró, con su extraña voz untuosa, "No podéis ganar esta partida, lord Cazaril", y yo le respondí, "Lo sé, mi hendi. Pero puedo hacer que vos la perdáis". Guardó silencio un instante, pero luego soltó la risa. Se volvió y ofreció la espada a Dondo, que para entonces se había puesto igual de verde que un cadáver…

Palli se revolvió en su asiento, pero no interrumpió; sin palabras, indicó a Cazaril que continuara.

– Uno de los guardias me tiró al suelo de rodillas y me jaló del cabello, estirándome el cuello sobre una banqueta para los pies. Dondo… descargó el tajo.

– ¿Contra el brazo del guardia? -preguntó Palli, ansioso.

Cazaril vaciló.

– No. Pero Olus, en el último instante, interpuso su espada entre nosotros, y el arma de Dondo cayó con la hoja de plano, y resbaló… -Todavía podía escuchar el estridente raspón del metal sobre metal, con los oídos de su memoria-. Acabé con un verdugón en la nuca, que permaneció negro un mes entero. Dos de los guardias arrebataron la espada a Dondo. Y luego nos montaron a nuestros caballos y nos enviaron de regreso al campamento de de Guarida. Mientras me ataban las manos a la silla, Olus volvió a acercárseme y susurró, "Veremos ahora quién pierde". Fue un trayecto muy silencioso. Hasta que avistamos el campamento. Dondo me miró por vez primera, y dijo, "Si llegas a relatar lo ocurrido, te mato". A lo que yo respondí, "No te preocupes, lord Dondo. En la mesa sólo cuento historias divertidas". Tendría que haber jurado silencio. Ahora lo sé, y sin embargo… quizá ni siquiera eso hubiera bastado.

– ¡Te debe la vida!

Cazaril negó con la cabeza, y apartó la mirada.

– He visto su alma en cueros. No creo que sepa perdonármelo. Bien, no hablé de ello, claro, y él lo dejó estar. Pensé que aquel era el final. Pero luego llegó Gotorget, y luego… en fin. Lo que pasó después de Gotorget. Y ahora estoy doblemente maldito. Si Dondo llega a enterarse, si alguna vez se da cuenta de que yo sé exactamente cómo fue que acabé vendido a las galeras, ¿cuánto crees que valdrá mi vida? Pero si no digo nada, si no hago nada, nada para recordárselo… quizá a estas alturas ya se haya olvidado. Lo único que quiero es estar en paz, en este lugar tan tranquilo. Sin duda en la actualidad se enfrenta a enemigos más acuciantes. -Volvió el rostro hacia Palli, y dijo, con voz tirante-: No me menciones a ninguno de los Jironal. Jamás. Nunca has oído esta historia. Apenas si me conoces. Si alguna vez me has querido, Palli, déjalo estar.

Palli tenía los labios apretados; su juramento lo obligaría, pensó Cazaril. Pero, no obstante, hizo un ademán contrariado.

– Como quieras, pero, pero… maldita sea. Maldita sea. -Miró durante largo rato a Cazaril, como si buscara quién sabe qué en su semblante-. Has cambiado mucho. Y no me refiero a esa lamentable barba de pacotilla.

– ¿Sí? Bueno, mejor.

– ¿Cómo…? -Palli apartó la mirada, volvió a fijarse en Cazaril-. ¿Cómo lo has pasado? De verdad. En las galeras.

Cazaril se encogió de hombros.

– Tuve suerte, dentro de lo que cabe. Sobreviví. Otros no.

– Circulan todo tipo de historias espantosas, cómo aterrorizan a los esclavos, o… abusan de ellos…

Cazaril se rascó la difamada barba. Le pareció inadecuado aportar demasiados detalles.

– Las historias no son tanto falsas como retorcidas, exageradas… hechos excepcionales que se confunden con algo normal. Los mejores capitanes nos trataban del mismo modo que trata un buen granjero a sus animales, con una especie de bondad desapasionada. Comida, agua… je… ejercicio… higiene suficiente para librarnos de enfermedades y mantenernos en buen estado. Apalear a un hombre hasta dejarlo inconsciente es la mejor manera de apartarlo de su remo, sabes. Además, ese tipo de… disciplina física sólo era necesario en puerto. Una vez zarpabas, el mar se ocupaba de todo.

– No lo entiendo.

Cazaril arqueó las cejas.

– ¿Para qué vas a romperle la cabeza a un hombre cuando puedes romperle el corazón, arrojándolo por la borda, con las piernas oscilando en el agua a modo de cebo para los grandes peces? Los roknari sólo tenían que esperar unos instantes antes de que les rogáramos y suplicáramos llorando que nos devolvieran a nuestra esclavitud.

– Siempre fuiste un buen nadador. Eso te ayudaría a soportarlo mejor que la mayoría. -La voz de Palli era implorante.

– Al contrario, me temo. Los hombres que se hundían como piedras encontraban un final clemente. Piensa en ello, Palli. Yo lo hice. -Todavía lo hacía, sentándose como impulsado por un resorte en la cama, a oscuras, por culpa de alguna pesadilla en la que el agua se cernía sobre su cabeza. O algo peor… no. Cierta vez, el viento había arreciado inesperadamente mientras uno de los maestres remeros se entretenía jugando a este juego con cierto ibrano recalcitrante, y el capitán, ansioso por llegar a puerto antes que la tormenta, se había negado a dar media vuelta. Los alaridos del ibrano habían despertado ecos en las aguas mientras la nave se alejaba, volviéndose cada vez más débiles… El capitán había cobrado al maestre remero el importe de un nuevo galeote, en castigo por su falta de previsión, lo que lo había tenido de un humor de perros durante semanas.

Al cabo, Palli dijo:

– Oh.

Y tanto que oh.

– Te digo que mi orgullo, y mi boca, me ganaron una paliza la primera vez que me subieron a bordo, pero eso era porque todavía me tenía por un lord de Chalion. Renunciaría a esas pretensiones… más adelante.

– Pero… no te… no te sometieron a… quiero decir, no te degradarían… um.

La luz era demasiado tenue para juzgar si Palli se había ruborizado, pero Cazaril comprendió al cabo que lo que intentaba preguntar de manera tan aturrullada y preocupada era si lo habían violado. Cazaril torció los labios en un rictus de afinidad.

– Me parece que confundes las flotas roknari con las de Darthaca. Me temo que esas leyendas obedecen a las fantasías de alguien. La herejía roknari de los cuatro dioses convierte en crimen el tipo de amor desviado que rige aquí el Bastardo. Los teólogos roknari afirman que el Bastardo es un demonio, igual que su padre, y no un dios, como su santa madre, y por eso nos llaman adoradores del diablo… lo que supone una grave ofensa contra la Dama del Verano, creo, amén de contra el pobre Bastardo, ¿o acaso pidió nacer? Torturan y ahorcan a los sodomitas, y los mejores capitanes roknari no toleran esa conducta a bordo, entre hombres ni esclavos.

– Ah. -Palli se sintió aliviado. Pero entonces, siendo Palli, se le ocurrió preguntar -: ¿Y los peores capitanes roknari?

– Su discreción podía resultar letal. No me ocurrió a mí, supongo que estaba demasiado flaco, pero algunos de los más jóvenes, los muchachos más blandos… Los esclavos sabíamos que ellos eran nuestro sacrificio, e intentábamos ser amables con ellos cuando regresaban a los bancos. Algunos lloraban. Algunos aprendían a sacar provecho de su infortunio… pocos de nosotros los despreciábamos por las raciones extras o las fruslerías que compraban a tan alto precio. Era un juego peligroso, puesto que los roknari que se sentían atraídos hacia ellos en secreto podían volverles la espalda en cualquier momento, y asesinarlos como si así pudieran matar su propio pecado.

– Me estás poniendo los pelos de punta. Pensaba que había visto mundo, pero… eh. Al menos te libraste de lo peor.

– No sé qué es lo peor -dijo Cazaril, meditabundo-. Una vez se divirtieron cruelmente conmigo por espacio de una tarde infernal. La broma hacía que pareciera que lo que ocurría con algunos de los muchachos pareciera una bondad, pero ningún roknari se arriesgaba a ir a la horca por ella. -Se dio cuenta de que nunca había mencionado a nadie aquel incidente, ni a los amables acólitos del templo hospital, ni mucho menos a ningún miembro de la casa de la provincara. No había tenido a nadie a quien pudiera contárselo, hasta ahora. Continuó, casi con entusiasmo-. Mi corsario cometió el error de abordar un pesado mercante brajarano, y divisó demasiado tarde las dos galeras que lo escoltaban. Mientras nos perseguían, solté el remo, desmayado a causa del calor. Para darme algún uso a pesar de todo, el maestre remero me quitó las cadenas, me desnudó, y me colgó de la barandilla de popa con las manos atadas a los tobillos, para escarnio de nuestros perseguidores. No sé si los proyectiles de ballesta que se estrellaron contra la barandilla o la popa a mi alrededor obedecían a la buena o a la mala puntería de los arqueros brajaranos, ni a la misericordia de qué dios debo el no haber terminado mis días con algunos de ellos clavados en mi culo. A lo mejor pensaban que era un roknari. A lo mejor intentaban poner fin a mis desdichas. -Motivado por la mirada desorbitada de Palli, Cazaril omitió algunos de los detalles más grotescos-. Verás, vivimos atemorizados durante meses en Gotorget, hasta que nos acostumbramos, como si el miedo fuera un escozor en las entrañas que hubiéramos aprendido a ignorar, aunque nunca desapareciera del todo.

Palli asintió.

– Pero descubrí que… es curioso. No sé muy bien cómo expresarlo. -Nunca había tenido ocasión de intentar ponerlo con palabras, en un lugar donde pudiera verlo, hasta ahora-. Descubrí que hay un lugar que está más allá del miedo. Cuando el cuerpo y la mente ya no pueden resistir más. El mundo, el tiempo… se reordenan. Mi corazón dejó de latir desbocado, dejé de sudar y salivar… era casi como una especie de trance divino. Cuando me colgaron los roknari, lloré de miedo y vergüenza, agonizando de repugnancia. Cuando los brajaranos desistieron al fin, y el maestre remero me descolgó, cubierto de llagas a causa del sol… me estaba riendo. Los roknari pensaron que había enloquecido, y lo mismo mis pobres compañeros de banco, pero no creo que fuera eso. Es que todo el mundo era… nuevo. Evidentemente, el mundo entero medía tan sólo unas pocas docenas de pasos, y estaba hecho de madera, y se balanceaba en el agua… el tiempo entero se reducía al vuelco de un reloj de arena. Planeaba mi vida a cada hora con la misma precisión que divide uno el año, y nunca más de una hora. Todos los hombres eran buenos y hermosos, cada uno a su manera, roknari y esclavos por igual, de sangre noble o vil, y yo era amigo de todos, y sonreía. Ya no tenía miedo. Eso sí, procuré no volver a desmayarme sobre el remo.

Habló más despacio, caviloso.

– Así que, cuando el miedo me atenaza de nuevo el corazón, siento más agradecimiento que otra cosa, puesto que me lo tomo como una señal de que, a fin de cuentas, no estoy loco. O quizá, cuando menos, de que estoy mejorando. El miedo es mi amigo.

Alzó la vista, con una fugaz sonrisa contrita.

Palli estaba sentado pegado contra la pared, tensas las piernas, los ojos negros abiertos como platos, con una sonrisa hierática. Cazaril se rió con ganas.

– Cinco dioses, Palli, perdona. No pretendía convertirte en un mulo en el que cargar mis confidencias, para transportarlas a lugar seguro. -O quizá sí, pues Palli se iría mañana, después de todo-. Menuda colección de fieras para cargarte con ella. Lo siento.

Palli desechó sus disculpas con un ademán, como quien espanta una mosca. Movió los labios; tragó saliva, y consiguió decir:

– ¿Seguro que no fue una simple insolación?

Cazaril se rió en voz baja.

– Oh, también padecí una insolación, claro. Pero si no te mata, la insolación desaparece al par de días. Esto duró… meses. -Hasta el último incidente con aquel aterrorizado y desafiante muchacho ibrano, y la consiguiente tanda de latigazos para Cazaril-. Nosotros, los esclavos…

– ¡Deja de decir eso! -exclamó Palli, pasándose las manos por el cabello.

– ¿Que deje de decir qué? -preguntó Cazaril, desconcertado.

– Deja de decir eso. Nosotros, los esclavos. ¡Eres un señor de Chalion!

La sonrisa de Cazaril se torció. En voz baja, dijo:

– En ese caso, ¿nosotros, los señores, remando? ¿Sudando, meando, jurando, gruñendo, los señores? No, Palli. En las galeras no éramos señores ni hombres. Éramos hombres o animales, y lo que demostraba qué eras no guardaba relación que yo supiera con la cuna ni la sangre. El alma más noble que conocí allí había sido curtidor, y le besaría los pies ahora mismo, dichoso, si supiera que sigue con vida. Nosotros, los esclavos, los señores, los necios, los hombres y las mujeres, los mortales, los juguetes de los dioses… todo es lo mismo, Palli. Para mí, ahora todo es lo mismo.

Tras inhalar profundamente, y contener la respiración largo rato, Palli cambió abruptamente de tema hacia los pormenores del mando de su escolta de la orden militar de la Hija. Cazaril se encontró comparando trucos útiles para tratar la carcoma del cuero y las infecciones de los cascos de los caballos. Poco después, Palli se retiró -o huyó- a descansar. Una retirada disciplinada, pero Cazaril reconoció su naturaleza a pesar de todo.

Se acostó con sus dolores y sus recuerdos. Pese al banquete y el vino, el sueño tardó en venir. Quizá el miedo fuera su amigo, si es que no había hablado por hablar para impresionar a Palli, pero estaba claro que los hermanos de Jironal no lo eran. Los roknari dijeron que te había matado la fiebre era una mentira flagrante, y, astutamente, imposible de comprobar ahora. En fin, estaba a salvo refugiado en la tranquila Valenda.

Esperaba haber prevenido a Palli lo suficiente para que se condujera con prudencia en la corte de Cardegoss y no pisara sin querer una pila de vieja escoria reseca. Cazaril se dio la vuelta a oscuras y elevó una plegaria susurrada a la Dama de la Primavera, para que velara por Palli. Y a todos los dioses y también al bastardo, por la liberación de todos los que estuvieran en el mar esa noche.

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