Cazaril oyó a los jinetes en el camino antes de verlos. Miró por encima del hombro. El desgastado sendero que serpenteaba a su espalda se enroscaba en un promontorio redondeado, que pasaba por colina en estas llanuras altas azotadas por el viento, antes de zambullirse de nuevo en el fango de finales de invierno que era la árida tierra de Baocia. A sus pies discurría un riachuelo, demasiado pequeño e intermitente para merecerse un paso a través o un puente, teñido de verde frente al sendero que circulaba entre pastos poblados de ovejas. El tamborileo de las pezuñas, el entrechocar de los jaeces, el tintineo de los cascabeles, el crujido de los arreos y el despreocupado eco de las voces se aproximaban a un ritmo demasiado veloz para tratarse de un campesino cauto acompañado de su cuadrilla, o de un grupo de parsimoniosos muleros. La cabalgata dobló al trote la cara del promontorio, en fila de a dos, desplegando toda la panoplia de su orden, una docena aproximada de hombres. No eran bandidos. Cazaril dejó de contener la respiración y tragó saliva hasta apaciguar su soliviantado estómago. Como si tuviera algo que ofrecer a unos bandidos aparte de diversión. Se hizo a un lado y se dispuso a observar cómo pasaba el desfile junto a él.
Para sorpresa de Cazaril, el capitán levantó una mano cuando se acercaban a él. La columna se detuvo en seco con estrépito; el chapoteo y el pisoteo de las pezuñas se propagaron de un modo que hubiera conseguido que el viejo caballista del padre de Cazaril prorrumpiera en airados e ingeniosos insultos contra tal banda de mocosos. En fin, tanto daba.
– Saludos, viejo camarada -dijo el líder a Cazaril, por encima del arco del portaestandarte de su silla de montar. Cazaril, solo en la carretera, evitó a duras penas girar la cabeza para ver a quién iba dirigido el saludo. Lo habían confundido con algún patán de la localidad, camino de la plaza o embarcado en cualquier otro recado, y supuso que el error estaba justificado: botas raídas cubiertas de barro, una gruesa capa de prendas harapientas y desparejas para impedir que el gélido viento del sudeste le congelara los huesos. Daba gracias a todos los dioses del cambio de año por cada mugrienta costura de aquellas telas, je. Barba de dos semanas irritándole la barbilla. Camarada, nada menos. El capitán habría estado en su derecho si hubiera elegido cualquier otro apelativo más desdeñoso. Pero… ¿viejo?
El capitán señaló hacia una intersección en la que otro sendero atravesaba el camino.
– ¿Es ésa la carretera a Valenda?
Hacía… Cazaril tuvo que pararse a contar mentalmente, y el total de la suma lo abrumó. Habían transcurrido diecisiete años desde que recorriera a caballo aquella senda con rumbo, no a ninguna ceremonia, sino a la guerra de verdad, en la comitiva del provincar de Baocia. Pese a la mortificación que le producía ir a lomos de un caballo castrado y no de una elegante bestia de guerra, se había sentido tan regio, joven, arrogante y orgulloso de su atuendo como los atusados bisoños que tenían ahora la vista clavada en él. Hoy, me conformaría con montar un asno, aunque tuviera que doblar las rodillas para no trazar surcos en el fango con los dedos de los pies. Cazaril sonrió a los hermanos soldados, plenamente consciente de los famélicos monederos que yacían abiertos y vacíos tras la mayoría de aquellas fachadas de riqueza.
Le apuntaban con sus narices como si pudieran olerlo a distancia. No era nadie a quien quisieran impresionar, ni lord ni lady que pudiera ser dadivoso con ellos del mismo modo que podrían serlo ellos con él; sin embargo, les servía para practicar con alguien sus aires aristocráticos. Confundían la mirada que les devolvía con admiración, quizá, o tal vez con simple estulticia.
Reprimió la tentación de indicarles el camino equivocado, en dirección a algún establo de ovejas o dondequiera que desembocara aquella bifurcación de aspecto engañosamente amplio. Sería improcedente burlar a la propia guardia de la Hija en vísperas del Día de la Hija. Y además, los hombres que se alistaban en las santas órdenes militares no destacaban por su sentido del humor, y puede que volviera a cruzarse con ellos, puesto que tenían la misma ciudad por destino. Cazaril carraspeó para aclararse la garganta, que no había utilizado para comunicarse con otro hombre desde el día anterior.
– No, capitán. El camino a Valenda está señalado por un hito real. -O lo estaba, hace tiempo-. A unos dos o tres kilómetros. No tiene pérdida.
Sacó una mano del cálido refugio de los pliegues de su abrigo e hizo un gesto hacia delante. Le costaba enderezar los dedos, y se encontró agitando una zarpa. El frío viento le laceraba las articulaciones hinchadas y se apresuró a embutir de nuevo la mano en su madriguera de telas.
El capitán hizo una seña a su portaestandarte, un… camarada, ancho de hombros, que fijó el mástil de su pendón en el doblez de su codo y rebuscó en su bolsa. Tanteó, buscando sin duda una moneda cuya denominación fuera adecuadamente modesta. Sacó a la luz un par de piezas, sujetas entre los dedos, cuando se revolvió su caballo. Una moneda -un real de oro, no una vaida de cobre- escapó a su presa y cayó al lodo. Hizo ademán de ir tras ella, horrorizado, pero se contuvo. No podía desmontar delante de sus compañeros para escarbar en el fango y recuperarla. No era igual que el campesino por el que habían tomado a Cazaril: para consolarse, levantó la barbilla y esbozó una sonrisa agria, a la espera de que Cazaril se zambullera ansioso y ridículo en pos de aquel inesperado golpe de suerte.
En vez de complacerlo, Cazaril hizo una reverencia y entonó:
– Que la Dama de la Primavera prodigue sus bendiciones sobre vos, joven señor, del mismo modo que habéis prodigado vos vuestra fortuna con un simple vagabundo, y con la misma disposición.
Si el joven hermano soldado hubiera tenido más luces, bien podría haber encontrado sentido a esta mofa y Cazaril, el aparente campesino, se habría ganado con toda justicia un trallazo de su fusta en el rostro. La posibilidad parecía remota, a juzgar por la bovina expresión que exhibía el hermano, aunque el capitán había fruncido los labios, exasperado. Pero se limitó a mover la cabeza e indicar a su columna que reanudara la marcha.
Si el portaestandarte era demasiado orgulloso para revolcarse en el fango, Cazaril estaba demasiado cansado. Esperó hasta que hubo pasado el tren de equipaje, una recua de mulas y criados que cerraban la comitiva, antes de acuclillarse con esfuerzo y rescatar la pequeña chispa del frío charco en que se había convertido la huella de un caballo. Sintió cruelmente tirantes los apósitos de su espalda. Dioses. Me muevo como un viejo. Recuperó el aliento y se puso en pie con esfuerzo, sintiéndose como si tuviera cien años, como abono adherido al tacón de la bota del Padre del Invierno mientras éste salía del mundo.
Limpió el barro de la moneda -bastante pequeña, aunque fuera de oro- y sacó su bolsa. Eso sí que era una vejiga vacía. Alimentó la boca de cuero con el delgado disco de metal y se quedó mirando su destello solitario. Suspiró y volvió a guardar la bolsa. Ahora volvía a tener algo que podían arrebatarle los bandidos. Ahora tenía motivos para sentir miedo. Caviló acerca de su nueva carga, tan desmesurada para lo que pesaba, mientras seguía renqueando la estela de los hermanos soldados. Casi no merecía la pena. Casi. Oro. La tentación de los débiles, el abatimiento de los sabios… ¿qué sentido tendría para un soldado de ojos bovinos, azorado por su accidental magnanimidad?
Cazaril escrutó el páramo que lo rodeaba. Pocos árboles o cualquier otro tipo de cobertura, salvo en aquel lejano curso de agua al frente, donde las ramas desnudas y los arbustos alineaban sus negros y grises a la luz brumosa. El único refugio a la vista lo constituía un molino de viento abandonado en la loma que tenía a su izquierda, desmoronado el techo y rotas y podridas las aspas. Aunque… por si acaso…
Se apartó de la carretera y empezó a ascender la colina. Un collado, en comparación con los pasos montañosos que había atravesado hacía una semana. La subida le privaba de aliento, no obstante; estuvo a punto de dar media vuelta. Allí arriba soplaba el viento con más fuerza, acariciando el suelo, ondulando los manojos de plata y oro de la hierba seca del invierno. Escapó al aire inclemente para refugiarse en el interior ensombrecido del molino y subió por una desvencijada escalera de aspecto dudoso que discurría paralela a la pared interior. Se asomó a la ventana sin postigos.
En el camino, un hombre regresaba con un caballo pardo. No se trataba de ninguno de los hermanos soldados: uno de los criados, con las riendas en una mano y un robusto garrote en la otra. ¿Enviado por su señor para recuperar en secreto la moneda que había ido a parar por accidente a manos del vagabundo? Se perdió en la curva y, minutos después, volvió a aparecer. Se detuvo en el sendero embarrado, se volvió a uno y otro lado en su silla para escrutar las pendientes vacías, sacudió la cabeza en ademán de frustración y espoleó a su montura para reunirse con sus compañeros.
Cazaril se dio cuenta de que se estaba riendo. Era una sensación extraña, desconocida, ese estremecimiento que le recorría los hombros y no obedecía al frío, ni a la sorpresa, ni al miedo atenazador. Y esa curiosa ausencia de… ¿de qué? ¿De envidia corrosiva? ¿De ardiente deseo? No quería seguir a los hermanos soldados, ni siquiera quería volver a guiarlos. No quería estar en su lugar. Había asistido a su desfile tan ociosamente como cualquier espectador de un espectáculo de bufones en la plaza del mercado. Dioses. Sí que debo de estar cansado. Y hambriento. Valenda seguía estando a un cuarto de día de viaje; allí podría encontrar algún prestamista que le cambiara su real por vaidas de cobre, más útiles. Esa noche, con la bendición de la Dama, podría dormir en una posada y no en un establo con las vacas. Podría cenar caliente. Podría pagarse un afeitado, un baño…
Se giró, acostumbrados ya los ojos a la penumbra del molino. Fue entonces cuando vio el cuerpo despatarrado en el suelo cubierto de escombros.
Se quedó helado por el pánico, pero volvió a respirar cuando vio el cuerpo. Ningún hombre vivo podría yacer inmóvil en aquella postura, con la espalda doblada de forma tan extraña. Los muertos no asustaban a Cazaril. Ahora bien, la causa de su muerte…
A despecho de la inmovilidad del cadáver, Cazaril se armó con un adoquín suelto del suelo antes de acercarse a él. Un hombre, rollizo, de mediana edad, a juzgar por las canas que adornaban su barba pulcramente recortada. El rostro que cubría la barba estaba abotargado y amoratado. ¿Estrangulamiento? No se apreciaban marcas en su cuello. Sus ropas eran sobrias pero de buena calidad, si bien la talla era demasiado pequeña y ajustada. El traje de lana marrón y la capa chaleco de color negro ribeteada con un bordado de hilo de plata podrían constituir el atuendo de un rico mercader o de un lord de baja categoría y gustos austeros, o de un erudito con ínfulas. En cualquier caso, no se correspondían con ningún granjero ni artesano. Ni tampoco con ningún soldado. Las manos, moteadas de púrpura y amarillo, e hinchadas a su vez, no presentaban callosidades, no presentaban -Cazaril se miró la mano izquierda, donde los muñones de dos dedos de menos atestiguaban lo inapropiado de rebelarse contra una soga- no presentaban daño alguno. El hombre no portaba adornos en absoluto, ni cadenas, ni anillos, ni sellos a juego con su lujoso atuendo. ¿Habría pasado por allí algún carroñero antes que él?
Rechinó los dientes, agachándose para mirar más de cerca, un gesto castigado por los diversos dolores de su propio cuerpo. En forma, sin grasa, el cuerpo presentaba también una hinchazón antinatural, al igual que el rostro y las manos. Pero cualquiera que hubiera entrado en una fase de descomposición tan avanzada tendría que haber llenado este lóbrego refugio de su hedor, lo suficiente para provocar arcadas a Cazaril en cuanto hubo traspuesto la puerta rota. No se advertían más olores que los de algún perfume almizclado o incienso, un humo seboso, y el sudor frío como la arcilla.
Desechó su primera impresión, la de que el desventurado había sido robado y asesinado en la carretera y arrastrado a un lugar discreto, cuando reparó en el suelo de tierra apelmazada que rodeaba al hombre. Cinco retacos de velas, consumidos hasta quedar reducidos a sendos charcos, azul, rojo, verde, negro, blanco. Montoncitos de hierbas y ceniza, ahora desperdigados. Una pila negra y esparcida de plumas que se revolvieron entre las sombras como el cadáver de un cuervo, con el cuello retorcido. Otro instante de búsqueda propició el hallazgo de la rata muerta que acompañaba al ave, degollada. Rata y Cuervo, sagrados para el Bastardo, dios de todos los desastres ajenos a la estación: tornados, terremotos, riadas, inundaciones, abortos y asesinatos… Quisiste forzar a los dioses, ¿verdad? El muy necio había intentado obrar magia de la muerte, a tenor de las pruebas, y había terminado pagando el precio acostumbrado. ¿En solitario?
Sin tocar nada, Cazaril se puso de pie y examinó el desvencijado molino por dentro y por fuera. Nada de bultos, ni capas ni pertenencias recogidas en un rincón. Uno o varios caballos habían estado atados al otro lado del camino, recientemente, a juzgar por la humedad de sus excrementos, pero ya se habían ido.
Cazaril exhaló un suspiro. Esto no le incumbía, pero era indigno abandonar a su suerte a un hombre muerto y desamparado, para que se pudriera sin cumplidos. Sólo los dioses sabían cuánto tiempo habría de pasar hasta que lo encontrara otra persona. Saltaba a la vista que se trataba de un hombre pudiente, no obstante… alguien debería estar buscándolo. No era de ésos que desaparecen sin dejar rastro y sin que nadie los eche de menos, como un vagabundo harapiento. Cazaril superó la tentación de regresar a la carretera y alejarse fingiendo no haber puesto los ojos encima del hombre.
Emprendió el descenso del sendero que partía de la base del molino. Al final del mismo debía de haber una granja, gente, algo. Pero no llevaba más de cinco minutos andando cuando se encontró con un hombre que tiraba de un burro cargado hasta arriba de leña y maleza, doblando la curva en su ascenso. El hombre se detuvo y le dedicó una mirada suspicaz.
– Buenos días nos dé la Dama de la Primavera, señor -saludó Cazaril, educadamente. ¿Qué daño podía hacerle llamar señor a un labriego? Había besado los pies pustulosos de hombres mucho más humildes, sometido a la abyecta y aterrorizada esclavitud de las galeras.
El hombre, tras echarle un vistazo especulativo, le saludó a desgana y musitó:
– Vaya con vos la Dama.
– ¿Vivís por aquí?
– Sí -confirmó el hombre. Era de mediana edad, estaba bien alimentado, su abrigo con capucha era sencillo pero práctico, al igual que el de Cazaril, más raído. Caminaba como si fuera el dueño de la tierra que pisaba, aunque probablemente poseyera poco más.
– Me, ah. -Cazaril señaló sendero arriba-. Me he apartado un momento de la carretera para cobijarme en ese molino de ahí arriba -no había falta que entrara en detalles del motivo que lo había impulsado a buscar cobijo-, y he encontrado un cadáver.
– Sí -dijo el hombre. Cazaril vaciló, y deseó no haber soltado el adoquín.
– ¿Lo conocéis?
– He visto su caballo allí atado, esta mañana.
– Ah. -Tendría que haber seguido su camino, al fin y al cabo, sin preocuparse de más-. ¿Tenéis idea de quién podía ser el desdichado?
El campesino se encogió de hombros y escupió.
– No es de por aquí, es lo único que sé. Pedí al divino del Templo que acudiera, en cuanto me di cuenta de lo que había acaecido aquí anoche. Requisó todos los bienes que pudo del difunto, para guardarlos hasta que alguien los reclame. Su caballo está en mi cobertizo. Es un trato justo, sí, a cambio de la madera y el aceite necesarios para el funeral. El divino dijo que había que esperar hasta que fuera de noche.
Indicó con un gesto el montón de leña amarrada a la espalda del burro, propinó un tirón a la cuerda que hacía las veces de riendas y reanudó su camino. Cazaril echó a andar detrás de él.
– ¿Tenéis idea de lo que estaba haciendo el hombre?
– Lo que estaba haciendo está bien claro. -El labriego soltó un bufido-. Y se ha llevado su merecido.
– Ya… ¿o a quién se lo estaba haciendo?
– Ni idea. Que se ocupe el Templo de eso. Ojalá no lo hubiera hecho en mis tierras. Toda esa mala suerte suelta por ahí… a partir de ahora este lugar estará hechizado. Voy a prenderle fuego y a reducir a cenizas ese maldito molino ruinoso al mismo tiempo, sí. Ahí arriba no sirve de nada, está demasiado cerca de la carretera. Sólo acarrea -miró a Cazaril-, problemas.
Cazaril se mantuvo a la par de su interlocutor un momento. Al cabo, preguntó:
– ¿Pensáis quemarlo con la ropa puesta?
El campesino lo estudió de soslayo, calculando lo mezquino de su atuendo.
– No pienso tocar nada suyo. Ni siquiera me habría llevado el caballo, pero no hubiera sido caritativo dejar suelta a la pobre bestia para que se muriera de hambre.
Cazaril, más vacilante, inquirió:
– En ese caso, ¿os importa si me quedo con la ropa?
– A mí no me tenéis que preguntar, ¿sí? Ocupaos de él. Si os atrevéis. No os lo pienso impedir.
– Os… os ayudaré a sacarlo.
El campesino parpadeó.
– Bien, os lo agradezco.
Cazaril juzgó que el labriego, en secreto, se sentía más que satisfecho de permitir que fuera él el que se ocupara del cadáver. Forzosamente, tuvo que dejar que el campesino acarreara los troncos más grandes para la pira, levantada en el interior del molino, aunque ofreció algunas tímidas sugerencias sobre cómo colocarlos para aprovechar mejor las corrientes y garantizar que el fuego arrasara lo que quedaba del edificio. Ayudó a meter las ramas de maleza.
El campesino observó desde una distancia segura cómo desvestía Cazaril al cadáver, desprendiendo las capas de ropa de las extremidades envaradas. El hombre se había hinchado más de lo que parecía a primera vista; su abdomen sobresalía obscenamente cuando Cazaril consiguió arrancarle al fin la camisa interior de algodón con bordados. Resultaba espeluznante. Pero no podía ser contagioso, a fin de cuentas, no con esa desacostumbrada ausencia de hedor. Cazaril se preguntó, si el cuerpo no era incinerado al caer la noche, si era probable que explotara o se agrietara, y en tal caso, qué saldría de él… o entraría en él. Hizo un hatillo con las ropas, sólo algo sucias, tan deprisa como le fue posible. Los zapatos eran demasiado pequeños, y se los dejó puestos. Juntos, el labriego y él transportaron el cadáver hasta la pira.
Cuando todo estuvo dispuesto, Cazaril se arrodilló, cerró los ojos, y entonó la plegaria por los difuntos. Sin saber qué dios había acogido el alma del hombre, aunque podía hacerse una idea aproximada, apeló sucesivamente a los cinco que constituían la Sagrada Familia, con voz clara y sin adornos. Todas las ofrendas debían ser lo mejor de cada uno, aun cuando lo único que se tuviera para ofrecer fueran palabras.
– Piedad del Padre y de la Madre, piedad de la Hermana y el Hermano, piedad del Bastardo, cinco veces piedad rogamos a los Sumos.
Fueran los que fuesen los pecados que había cometido el desconocido, sin duda había pagado por ellos. Piedad, Sumos. Justicia no, por favor, justicia no. Seríamos unos necios si rezáramos pidiendo justicia.
Cuando hubo finalizado, se incorporó con dificultad y miró alrededor. Tras meditarlo, recogió la rata y el cuervo y añadió sus pequeños cadáveres al del hombre, depositándolos a su cabeza y a sus pies.
Parecía que ese día la suerte de los dioses estaba con Cazaril. Se preguntó de qué clase sería en esta ocasión.
Una columna de humo brotó del molino en llamas mientras Cazaril retomaba el camino a Valenda, con las ropas del difunto amarradas en un prieto hatillo a su espalda. Aunque estaban menos sucias que las que llevaba puestas, pensó en buscar una lavandera y encargarle que las limpiara a conciencia antes de cambiarse. Sus vaidas de cobre mermaban tristemente en su recuento mental, pero los servicios de una lavandera bien valdrían la pena.
La noche anterior había pernoctado en un cobertizo, tiritando entre la paja, con media rebanada de pan rancia por toda cena. La otra mitad había constituido su desayuno. Distaban casi quinientos kilómetros de la ciudad portuaria de Zagosur, en la templada costa de Ibra, hasta el centro de Baocia, provincia que era la médula de Chalion. No había conseguido cubrir la distancia a pie tan deprisa como había estimado. En Zagosur, el Templo Hospital de la Piedad de la Madre estaba dedicado al asilo de los hombres expulsados, de todas las distintas maneras en que podían ser expulsados, por el mar. La bolsa de beneficencia que le habían entregado allí los acólitos había menguado al principio, se había secado finalmente, antes de que él hubiera llegado a su destino. Pero muy poco antes. Un día más, había supuesto, menos de un día. Si consiguiera poner un pie delante del otro durante un día más, podría alcanzar su refugio y arrastrarse hasta su interior.
A su partida de Ibra, tenía la cabeza llena de planes sobre cómo pedir refugio a la viuda provincara, por los viejos tiempos, en su hogar. Al pie de su mesa. Algo, lo que fuera con tal de que no estuviera demasiado duro. Su ambición había ido menguando conforme avanzaba hacia el este a través de los pasos de montaña para alcanzar las altitudes más frías de la meseta central. Quizá el castellano de la viuda o su caballista podrían hacerle un hueco en los establos, o en la cocina, donde no causaría ninguna molestia a la gran dama. Si pudiera suplicar por un puesto de fregona, ni siquiera tendría que dar su verdadero nombre. Dudaba que quedara todavía alguien del servicio que lo recordase de los días felices en que había servido como paje del difunto provincar de Baocia.
El sueño de un lugar silencioso e incómodo junto al fuego de la cocina, anónimo, sin recibir los improperios de ninguna criatura más alarmante que un cocinero, sin ninguna tarea más peligrosa que la de extraer agua o acarrear leña, lo había impulsado a seguir adelante frente a las últimas rachas de viento invernal. La visión del descanso lo incitaba como una obsesión, eso y saber que cada zancada ponía otro metro de por medio entre él y la pesadilla del mar. Se había entretenido durante horas de solitario camino, considerando nuevos y adecuados nombres serviles para su nuevo y anónimo yo. Pero ahora, al parecer, no tenía por qué presentarse ante los atónitos ojos de la corte vestido con los andrajos de un pordiosero. En vez de eso, Cazaril mendiga a un labriego las ropas de un cadáver y da gracias por ambos favores. Is. Is. Humildemente agradecido. Humildemente.
La ciudad de Valenda se vertía sobre su altozano igual que una falda de cuadros rojos y dorados, rojos por los tejados, dorados por la piedra del lugar, refulgentes ambos al sol. Cazaril parpadeó a la vista del destello de color frente a sus ojos empañados, los tonos familiares de su tierra natal. Todas las casas de Ibra estaban encaladas, brillaban con demasiada fuerza en sus cálidos mediodías septentrionales, descoloridas y cegadoras. Esta arenisca ocre poseía el tono perfecto para una casa, una ciudad, un país… era una caricia para los ojos. En lo alto de la colina, en verdad como una corona de oro, descansaba el castillo de la provincara, con las cortinas de sus murallas ondulando aparentemente ante sus ojos. Lo miró fijamente, intimidado, antes de reanudar su renqueo, caminando de alguna forma más deprisa de lo que había conseguido en todo este largo viaje, a pesar de los temblores y el dolor que aplicaba el cansancio a sus piernas.
Se había pasado la hora de los mercados, por eso las calles se mostraban silenciosas y serenas mientras las recorría en dirección a la plaza mayor. Frente a las puertas del templo, se acercó a una anciana que no tenía aspecto de intentar seguirlo y robarle, y le preguntó por el camino al prestamista. Éste le llenó la mano con un satisfactorio montón de vaidas de cobre a cambio de su diminuto real y le indicó cómo encontrar a la lavandera y los baños públicos. Se detuvo por el camino el tiempo justo para comprar un pastel de aceite a un solitario vendedor ambulante, y lo devoró.
Derramó vaidas sobre el mostrador de la lavandera y negoció el préstamo de un par de pantalones de lino con cordones y una túnica, además de un par de sandalias de esparto con las que poder patear la calle camino de los baños sin importar la calidez de la tarde. La mujer aceptó en sus manos rojas el ruin atuendo y las botas sucias. El barbero de los baños le cortó el pelo y le arregló la barba mientras él, inmóvil, disfrutaba de la sensación de estar sentado en una silla de verdad, espléndida. El mozo de los baños le sirvió té. Y luego de vuelta al patio de los baños, para descansar los pies en sus losetas mientras se frotaba con jabón aromatizado y esperaba a que el mozo lo enjuagara con un cubo de agua templada. En dichosa anticipación, Cazaril estudió el enorme tanque de madera con fondo de cobre y capacidad para seis hombres, o mujeres cualquier otro día, pero que gracias a lo oportuno de la hora parecía que iba a poder disfrutar a sus anchas. El brasero situado debajo mantenía el agua humeante. Podría pasarse allí toda la tarde, enjabonándose, mientras la lavandera ponía sus ropas a hervir.
El mozo se subió al taburete y derramó el agua sobre su cabeza, mientras Cazaril se sacudía y resoplaba bajo la cascada. Abrió los ojos y se encontró al muchacho mirándolo fijamente, boquiabierto.
– ¿Sois… sois un desertor? -consiguió balbucir el mozo.
Ah. Su espalda, el nudoso cuadro de cicatrices entrelazadas de tal modo que no quedaba piel ilesa debajo, legado de la última azotaina que le habían propinado los encargados de las galeras roknari. Aquí, en la royeza de Chalion, los desertores del ejército se contaban entre los pocos criminales que podían recibir un castigo tan salvaje.
– No -respondió Cazaril, con firmeza-. No soy ningún desertor. -Expulsado, sin duda; traicionado, tal vez. Pero nunca había desertado de su puesto, ni siquiera de los más desastrosos.
El muchacho cerró la boca de golpe, soltó el cubo de madera con estrépito y salió corriendo. Cazaril exhaló un suspiro, y se dirigió al tanque.
Acababa de sumergir hasta la barbilla su cuerpo dolorido en el delicioso calor cuando el propietario de los baños irrumpió en el diminuto patio embaldosado.
– ¡Largo! -rugió el dueño-. ¡Largo, maldito…!
Cazaril se encogió aterrorizado cuando el hombre lo prendió del cabello y lo sacó a pulso del agua.
– ¿Qué?
El hombre le tiró a la cara la túnica, los pantalones y las sandalias, todo de golpe, y lo sacó del patio tirando de él ferozmente hasta la entrada del establecimiento.
– Para, espera, ¿qué haces? ¡No puedo salir desnudo a la calle!
El propietario de los baños le hizo girar sobre sus talones y lo soltó momentáneamente.
– Vístete y márchate. ¡Regento un lugar respetable! ¡No admito a los de tu calaña! Vete al prostíbulo. O mejor aún, ¡tírate al río!
Confuso y chorreando, Cazaril se puso la túnica por la cabeza, se embutió los pantalones e intentó calzarse las sandalias de esparto mientras se anudaba el cordón de los pantalones y avanzaba a empujones hacia la puerta. Se dio de bruces con ella al girarse, comprendiéndolo todo de golpe. El otro crimen penado con latigazos casi hasta la muerte en la royeza de Chalion era la violación de una virgen o un niño. Se puso rojo como la grana.
– Pero si yo… que yo no he… me vendieron a los corsarios de Roknar… -Se quedó de pie, tiritando. Pensó en aporrear la puerta e insistir hasta que le escucharan. Oh, mi pobre honor. El dueño de los baños probablemente era el padre del mozo, dedujo Cazaril.
Empezó a reírse. Y a llorar. Se encontraba al frágil filo de… de algo que lo aterrorizaba más que la cólera del propietario de los baños. Inhaló con dificultad. No se sentía con fuerzas de discutir y, aunque pudiera conseguir que le escucharan, ¿por qué iban a creerle? Se frotó los ojos con el suave lino de su manga. Despedía esa fragancia agradable y penetrante que sólo dejaba el paso de una buena plancha caliente. Le traía a la memoria recuerdos de una vida en un hogar, no en la cuneta. Parecía que hiciera mil años.
Abatido, dio media vuelta y volvió a caminar por las calles en dirección a la puerta pintada de verde de la lavandera. Sonó su campana cuando entró tímidamente.
– ¿Tiene un rincón donde pueda sentarme, señora? -preguntó, cuando la mujer hubo aparecido para atender la llamada de la campana-. He… acabado antes de… -Su voz se ahogó en un mar de vergüenza contenida.
La mujer encogió sus robustos hombros.
– Ah, sí. Venga conmigo. Espere. -Se agachó detrás del mostrador y volvió a levantarse sosteniendo un librito del tamaño de la mano de Cazaril, con sencillas cubiertas de cuero sin teñir-. Aquí tiene su libro. Tiene suerte de que mirara en los bolsillos, o a estas alturas sería un pegote irreconocible, hágame caso.
Sobresaltado, Cazaril lo cogió. Debía de haber estado oculto entre el recio paño de la capa del difunto; no lo había sentido con las prisas al apilar las ropas en el molino. Esto debería estar en posesión del divino del Templo, con el resto de las pertenencias del muerto. Bueno, lo que está claro es que no voy a volver allí esta noche. Devolvería el libro en cuanto le fuera posible.
Por el momento, se limitó a dar las gracias a la mujer y a seguirla hasta un patio central con un pozo profundo, parecido al de su vecino de la casa de baños, donde había un caldero hirviendo al fuego y un cuarteto de muchachas frotaban y restregaban en los pilones. La dueña le indicó un banco junto a la pared y él se sentó lejos de las salpicaduras, contemplando por un momento con una especie de dicha incorpórea la plácida y afanada escena. Atrás quedaban los tiempos en que habría desdeñado poner la vista encima de un grupo de campesinas con el rostro colorado, prefiriendo reservar su atención para damas más dignas. ¿Cómo era que nunca había reparado en la belleza de las lavanderas? Fuertes y risueñas, moviéndose como si siguieran los pasos de un baile, y amables, tan amables, tan amables…
Por fin, movió la mano con renovada curiosidad para mirar el libro. Quizá estuviera escrito dentro el nombre del difunto y se resolviera un misterio. Lo abrió para descubrir sus páginas cubiertas de letras apretadas, con ocasionales diagramas garabateados. Todo en clave.
Parpadeó y se acercó el papel, comenzando a descifrar el galimatías casi en contra de su voluntad. Se trataba de escritura con espejo. Y con un sistema de sustitución de letras… averiguar cuáles sería tedioso. Pero la casualidad de que una palabra corta se repitiera tres veces en la misma página le dio una pista. El mercader había elegido el más infantil de los cifrados, limitándose a correr un puesto cada letra sin molestarse en alterar el patrón a partir de ahí. Sólo que… ésta no era la lengua ibrana que se hablaba, en sus diversos dialectos, en las royezas de Ibra, Chalion y Brajar. Se trataba de darthaco, hablado en las provincias más al sur de Ibra y en la gran Darthaca, al otro lado de las montañas. La caligrafía del hombre era espantosa, su ortografía aún peor, y su domino de la gramática darthaca aparentemente inexistente. A Cazaril iba a resultarle más complicado de lo que había pensado. Necesitaría papel y pluma, un sitio tranquilo, tiempo y buena iluminación si quería encontrarle algún sentido a aquel barullo. Bueno, podía haber sido peor. Podía haber estado cifrado en mal roknari.
Sin embargo, casi con seguridad tenía ante sus ojos los apuntes del hombre referentes a sus experimentos mágicos. De eso estaba seguro Cazaril. Eso bastaría para que lo condenaran y ahorcaran, si no estuviera muerto ya. Las penas por practicar -no, por intentar practicar- la magia de la muerte eran feroces. El castigo por hacerlo con éxito solía considerarse generalmente redundante, puesto que Cazaril no sabía de ningún caso de asesinato mágico que no se hubiera cobrado la vida del hechicero. Cualquiera que fuese el vínculo por el que el practicante obligaba al Bastardo a enviar uno de sus demonios al mundo, éste regresaba siempre con dos almas o con ninguna.
En tal caso, tendría que haberse producido otra muerte anoche en Baocia… Por su naturaleza, la magia de la muerte no era demasiado popular. No consentía sustitutos ni artificios en su siega de doble filo. Matar significaba morir. Cuchillo, espada, veneno, garrote, casi cualquier otro método constituía una opción mejor si quería uno sobrevivir a su propio intento de asesinato. Pero, engañados o desesperados, los hombres seguían intentándolo de vez en cuando. Este libro debía llegar a manos del divino rural, sin duda, para que hiciera entrega de él a cualquiera que fuese el superior del Templo de los dioses que terminara investigando el caso para la royeza. Cazaril frunció el ceño y se sentó, cerrando el frustrante volumen.
La calidez del vapor, el ritmo del trabajo y las voces de las mujeres, y su agotamiento lo empujaron a recostarse, a recogerse en el banco con el libro de almohada bajo su mejilla. Cerraría los ojos sólo un momento…
Se despertó sobresaltado y con tortícolis, con los dedos cerrados en torno a un inesperado trozo de lana… una de las lavanderas lo había arropado con una manta. Un involuntario suspiro de gratitud escapó de su garganta ante aquel generoso favor. Se incorporó, fijándose en la dirección de la luz. El patio estaba ahora casi en penumbra. Debía de haber dormido casi durante toda la tarde. El sonido que lo había despertado era el choque de sus botas limpias y, hasta donde era posible, lustradas, que la lavandera había soltado en el suelo. Depositó la pila de ropa doblada de Cazaril, pulcra y vergonzosa a un tiempo, en el banco junto a él.
Recordando la reacción del mozo de los baños, Cazaril preguntó tímidamente:
– ¿Hay una habitación en la que pueda cambiarme, señora? -En privado.
La mujer asintió con cordialidad y lo condujo a un modesto dormitorio en la parte trasera de la casa, donde lo dejó a solas. La luz entraba por el ventanuco procedente del oeste. Cazaril ordenó su ropa limpia y observó con aversión los harapos que había llevado encima durante semanas. Un espejo ovalado de pie en la esquina, el adorno más lujoso de la estancia, le ayudó a decidirse.
Tentativamente, con otra oración de gracias al espíritu del difunto en cuyo inesperado heredero se había convertido, se puso los limpios pantalones de tartán, la fina camisa con bordados, el abrigo de lana marrón -todavía caliente por la plancha, aunque las costuras conservaban una cierta humedad- y por último la capa chaleco negra, que cayó con rica profusión de tela y destellos plateados hasta sus tobillos. Las ropas del muerto eran lo bastante largas, si bien holgadas sobre la enjuta percha de Cazaril. Se sentó en la cama y se calzó las botas, deformados los tacones y desgastadas las suelas hasta ser poco más que una rugosidad de tejido. No se había mirado en ningún espejo mayor o mejor que un trozo de acero bruñido desde hacía… ¿tres años? Éste era de cristal, y se podía ladear para verse la mitad del cuerpo cada vez, de los pies a la cabeza.
Un desconocido le devolvió la mirada. Por los cinco dioses, ¿cuándo me han salido canas en la barba? Tanteó el pulcro recorte con una mano temblorosa. Al menos el pelo recién cortado no había comenzado a alejarse de su frente, no mucho. Si Cazaril hubiera tenido que calificarse de mercader, lord o erudito así ataviado, habría optado por la última opción; uno de los más fanáticos, con los ojos hundidos y algo chiflado. Su atuendo necesitaba cadenas de oro o plata, sellos, un buen cinturón con remaches o joyas, gruesos anillos con piedras refulgentes, para proclamarlo de una categoría superior. Aunque las líneas vaporosas le favorecían, pensó. Se enderezó un poco más.
En cualquier caso, el vagabundo había desaparecido. En cualquier caso… no era éste un hombre que fuera a solicitar un puesto de pinche al cocinero de un castillo.
Había planeado alquilar una cama esa noche en una posada con el resto de sus vaidas y presentarse ante la provincara por la mañana. Intranquilo, se preguntó si se habría propagado mucho el rumor del propietario de los baños. Y si le negarían la entrada en cualquier casa segura y respetable…
Ahora, esta noche. Adelante. Subiría hasta el castillo y saldría de dudas sobre si podía solicitar refugio o no. No puedo soportar otra noche de inquietud. Antes de que faltara la luz. Antes de que me falten las fuerzas.
Volvió a guardar el cuaderno de notas en el bolsillo interior de la capa chaleco negra que aparentemente lo había ocultado antes. Olvidándose del atuendo del vagabundo, apilado encima de la cama, dio media vuelta y salió de la habitación.