12

Cazaril abrió los ojos a despecho del pegamento que le ribeteaba los párpados. Miró sin comprender que veía una grieta gris e irregular en el cielo, enmarcada en negro. Se humedeció los labios encostrados, y tragó saliva. Yacía de espaldas sobre duras tablas… el armazón de la Torre de Fonsa. Los recuerdos de la noche anterior lo desbordaron.

Vivo.

Luego, he fallado.

Su mano derecha, tanteando a ciegas a su alrededor, encontró un montón inerte de plumas frías, y se apartó. Se quedó quieto, jadeando al recordar el terror. Sintió un calambre que le atenazaba las entrañas, un dolor sordo. Tiritaba, estaba empapado, helado hasta los huesos, tan frío como pudiera estarlo un cadáver. Pero no era un cadáver. Respiraba. Por consiguiente, también debía de respirar Dondo de Jironal, en… ¿era ésta la mañana del día de su boda?

Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio que no estaba solo. Sobre la tosca barandilla que rodeaba el andamio, una docena de cuervos o más se habían posado en la sombra, en completo silencio, casi inmóviles. Parecía que todos lo estuvieran mirando.

Cazaril se tocó la cara, pero no encontró sangre ni heridas… ningún pájaro se había aventurado todavía a picotearlo.

– No -susurró, con voz trémula-. No soy vuestro desayuno. Lo siento.

Una de las aves agitó las alas, incómoda, pero ninguna de ellas alzó el vuelo ante el sonido de su voz. Incluso cuando se sentó, se revolvieron, pero no remontaron el vuelo.

No todo se había ahogado en la negrura desde la noche anterior… fragmentos de un sueño afloraron a su recuerdo. Había soñado que él era Dondo de Jironal, festejando con sus amigos y sus furcias en algún salón iluminado por antorchas y velas, relucientes las tablas de copas de plata, cargadas sus gruesas manos de resplandecientes anillos. Había brindado por el sacrificio de sangre de la virginidad de Iselle con bromas obscenas, y había bebido con ganas… hasta interrumpirse en medio de toses, con un escozor en la garganta que pronto se convirtió en dolor. Se le había hinchado la garganta, cerrándose, asfixiándolo, privándolo de aire, como si estuvieran estrangulándolo de dentro hacia fuera. Los rubicundos semblantes de sus compañeros se habían vuelto hacia él, sus risas y mofas se habían tornado pánico cuando la lividez de sus rasgos les indicó que no estaba bromeando. Gritos, copas de vino volcadas, atemorizados siseos conmocionados de ¡Veneno! Aquel gaznate contraído no dejó escapar ninguna última palabra, su lengua abotargada no emitió ningún sonido. Todo eran silenciosas convulsiones, latidos desbocados, un dolor insoportable en la cabeza y el pecho, negros nubarrones veteados de un rojo abrasador que le empañaban la vista…

No era más que un sueño. Si yo sigo con vida, él también.

Cazaril se quedó tumbado boca arriba sobre los bastos tablones, encogido a causa del dolor de estómago, durante media vuelta de un reloj de arena, exhausto, desesperado. El destacamento de cuervos montó guardia sobre él en exasperante silencio. Paulatinamente, comprendió que tenía que volver. Y no había planeado la ruta de regreso.

Podía descender por los contrafuertes… pero eso lo dejaría de pie en el fondo de una torre enladrillada, empantanado en una añeja acumulación de guano y detritos, gritando auxilio. ¿Escucharía alguien su voz al otro lado de las gruesas paredes de piedra? ¿La confundirían con el eco de los graznidos de los cuervos, o el lamento de un fantasma?

Así pues, ¿hacia arriba? ¿Por donde había venido?

Se puso en pie al fin, apoyándose en la barandilla -ni siquiera entonces se espantaron los cuervos- y desentumeció sus músculos doloridos. Tuvo que apartar un par de cuervos de su camino para despejar un hueco al que encaramarse; las aves batieron las alas indignadas, pero siguieron guardando aquel asombroso silencio. Se recogió la túnica marrón, enfundando el dobladillo en el cinto. Una vez erguido sobre la barandilla, el borde de la torre estaba muy cerca. Se asió, a pulso. Sus brazos eran fuertes, y no pesaba mucho. Tras un sobrecogedor momento en el que fue consciente del vacío que se abría bajo sus piernas desnudas, trepó sobre las piedras y llegó a la pizarra. La niebla era tan densa que apenas si podía ver el patio a sus pies. Amanecía, o acababa de amanecer, supuso; los habitantes más humildes del castillo ya estarían despiertos, en esta mañana de finales de otoño. Los cuervos lo siguieron solemnemente, escapando de uno en uno por la abertura del tejado para ir a posarse sobre la piedra o la pizarra. Siguieron sus evoluciones con la mirada, atentos.

Se los imaginó, compinchándose para frustrar su salto hacia arriba desde la torre al bloque principal, vengando la muerte de su camarada. Y luego otra visión, ésta de sus pies resbalando y sus brazos aleteando, perdiendo asidero, soltándose, y cayendo a una muerte segura contra los adoquines del suelo. Un poderoso retortijón le estrujó las tripas, dejándolo sin aliento.

Se hubiera dado por vencido en ese momento, de no ser por el súbito terror a sobrevivir a la caída, con las piernas rotas y paralizado. Eso fue lo único que lo impulsó a saltar por encima de los aleros y agarrarse al tejado del bloque principal. Sus músculos protestaron cuando se impulsó hacia arriba. Se desolló las manos a causa de la intensidad con que se aferraba.

No estaba seguro, en medio de la pálida niebla, de cuál de las docenas de ventanas que surgían entre las pizarras era la que había franqueado anoche al salir del edificio. ¿Y si alguien había venido y la había cerrado y la había trancado? Avanzó muy despacio, probando fortuna con cada una. Los cuervos lo siguieron, acosándolo por los canalones, aleteando y saltando, patinando también a veces sobre las resbaladizas pizarras, pese a sus largas uñas. La bruma se perlaba, destellaba, en sus alas, y en la barba y el cabello de Cazaril, el rocío punteaba su capa chaleco negra. La cuarta ventana con bisagras se abrió ante la presión de sus nerviosos dedos. Era la leñera en desuso. Se coló dentro, y la cerró en las narices de sus escoltas de negra librea a tiempo de impedir que un par de cuervos entraran volando tras él. Uno de ellos rebotó contra el cristal de un topetazo.

Bajó las escaleras hasta su planta sin cruzarse con ningún criado madrugador, se apresuró a entrar en su cámara y cerró la puerta a su espalda. Presa de retortijones y con la vejiga a punto de estallar, utilizó el bacín de su cuarto; sus entrañas se desprendieron de escalofriantes cuajos de sangre. Cuando se disponía a arrojar al barranco el agua sanguinolenta después de lavarse las manos, aparecieron dos silenciosos cuervos centinelas en la repisa de su ventana. La cerró y echó el pestillo.

Trastabilló hasta la cama como si estuviera borracho, se desplomó en ella y se cubrió con la colcha. Mientras persistían sus escalofríos, pudo oír los sonidos propios de los sirvientes del castillo acarreando agua o sábanas o platos, pisadas escaleras arriba y abajo y por los pasillos, ocasionales llamadas u órdenes atenuadas.

¿Estarían despertando ahora a Iselle, en el piso de arriba, para que se lavara y arreglara, para maniatarla con ristras de perlas, para encadenarla con joyas, para su temible cita con Dondo? ¿Habría dormido siquiera? ¿O se habría pasado la noche llorando, rezando a unos dioses sordos? Debería subir, ofrecerle el consuelo que le pudiera proporcionar. ¿Habría encontrado Betriz otro cuchillo? No puedo presentarme ante ellas. Se acurrucó aún más y cerró los ojos, con agonía.

Seguía tumbado en la cama, boqueando, peligrosamente al borde del llanto, cuando el pisar de unas botas se dejó oír en el pasillo y su puerta se abrió de golpe. La voz del canciller de Jironal rugió:

– Sé que es él. ¡Tiene que ser él!

Los pasos resonaron sobre las tablas y le arrebataron la colcha. Se giró y miró sorprendido al semblante jadeante y barbado de de Jironal, que lo miraba entre asombrado y encolerizado.

– ¡Estás vivo! -exclamó de Jironal. Sonaba indignado.

Media docena de cortesanos, entre ellos dos a los que Cazaril reconoció como matones de Dondo, se arracimaron sobre el hombro de de Jironal para observarlo boquiabiertos. Todos tenían la mano apoyada en la espada, como si estuvieran dispuestos a corregir esta indignante vitalidad de Cazaril a una palabra de de Jironal. El roya Orico, en camisón, con una raída capa vieja sujeta al cuello por sus fofos dedos, apareció en la retaguardia de la comitiva. Orico parecía… raro. Cazaril parpadeó, y se frotó los ojos. Una especie de halo rodeaba al roya, no de luz, sino de oscuridad. Cazaril podía verlo perfectamente, así que no cabía achacarlo a una nube ni a la niebla, puesto que no enturbiaba nada. Y sin embargo allí estaba, moviéndose cuando se movía el hombre, igual que un jirón ondeante.

De Jironal se mordió el labio, con los ojos clavados en el rostro de Cazaril.

– Si tú no… entonces, ¿quién? Tiene que haber sido alguien… alguien próximo a… ¡esa chica! ¡Esa repugnante asesina!

Giró en redondo y abandonó la estancia como una exhalación, indicando a sus hombres que lo siguieran con un brusco ademán.

– ¿Qué sucede? -preguntó Cazaril a Orico, que se había dado la vuelta para seguirlos.

Orico miró por encima del hombro, y extendió los brazos en un amplio gesto de desconcierto.

– La boda se ha cancelado. Dondo de Jironal fue asesinado a medianoche… víctima de la magia de la muerte.

Cazaril abrió la boca; no consiguió pronunciar más que un débil:

– Oh. -Se hundió en la cama, perplejo, mientras Orico partía en pos de su canciller.

No lo comprendo.

Si Dondo ha muerto, pero yo sigo vivo… No se me puede haber concedido a mí el milagro de la muerte. Pero Dondo está muerto. ¿Cómo?

La única explicación era que alguien se le hubiera adelantado.

Con retraso, llegó a la misma conclusión que de Jironal.

¿Betriz?

¡No, oh no…!

Salió volando de la cama, se cayó al suelo aparatosamente, se puso en pie y salió dando tumbos tras la turba de airados y estupefactos cortesanos.

Llegó a su invadida antecámara a tiempo de oír cómo aullaba de Jironal:

– ¡Pues que salga, que yo la vea! -a una desmañada y pávida Nan de Vrit, que aún así interpuso su cuerpo para bloquear el acceso a las habitaciones, con el aspecto de quien se propone defender un puente levadizo. Cazaril sintió un vahído de alivio cuando Betriz, ferozmente ceñuda, se asomó por encima del hombro de Nan. La fámula estaba en camisón, pero Betriz, desgreñada y ojerosa, seguía vistiendo el mismo vestido de lana verde que llevaba puesto la noche anterior. ¿Había dormido? ¡Pero está viva, vive!

– ¿A qué viene este zafio escándalo, mi lord? -inquirió Betriz, con voz fría-. Es improcedente e inoportuno.

Los labios de de Jironal hendieron su barba; saltaba a la vista que estaba confuso. Al cabo, cerró la boca chasqueando los dientes.

– Entonces, ¿dónde está la rósea? Debo ver a la rósea.

– Está durmiendo, por primera vez en días. No consentiré que se la moleste. Ya tendrá que cambiar los sueños por pesadillas dentro de poco.

Las aletas de su nariz dejaron paso a un bufido de hostilidad.

De Jironal enderezó la espalda; inhaló con un siseo.

– ¿Queréis despertarla? ¿Podéis despertarla?

Santos dioses. Iselle, ¿habrá…? Pero antes de que este nuevo pánico atenazara la garganta de Cazaril, apareció Iselle en persona, se abrió paso entre sus damas y entró en la antecámara, serena, para encararse con de Jironal.

– No estoy dormida. ¿Qué queréis, mi lord?

Sus ojos se fijaron en su hermano Orico, a un lado del gentío, y lo ignoró con desprecio, concentrándose en de Jironal. El cansancio tensaba su ceño. No cabía duda de que comprendía cuál era el poder que la obligaba a contraer aquel matrimonio indeseado.

De Jironal miró a todas las mujeres, de una en una, indiscutiblemente vivas ante él. Giró en redondo y volvió a mirar a Cazaril, que parpadeaba mirando a su vez a Iselle. Un aura centellaba en torno a ella, como ocurriera con Orico, pero la suya era más confusa, una vorágine de negras tinieblas y luminosidad azul pálido, como la aurora que había presenciado una vez en el firmamento nocturno del lejano sur.

– Sea quien sea -masculló de Jironal-. Donde quiera que sea. Encontraré el cadáver del sucio cobarde aunque tenga que rastrear toda Chalion.

– ¿Y luego qué? -inquirió Orico, frotándose los mofletes sin afeitar-. ¿Lo ahorcaréis? -Respondió con una irónica ceja arqueada a la fulminante mirada de de Jironal, que se alejó de allí con paso furibundo. Cazaril se hizo a un lado para que lo siguiera su séquito, alternando la mirada discretamente entre Orico e Iselle, comparando las dos… ¿alucinaciones? Ningún otro de los presentes palpitaba de ese modo. A lo mejor estoy enfermo. A lo mejor me he vuelto loco.

– Cazaril -dijo Iselle, con urgencia y desconcierto en la voz en cuanto los hombres hubieron traspuesto la puerta exterior. Nan se apresuró a cerrarla tras los invasores-, ¿qué ha sucedido?

– Alguien ha asesinado anoche a Dondo de Jironal. Magia de la muerte.

Iselle entreabrió los labios, y juntó las manos igual que una niña a la que acabaran de concederle lo que más ansiaba en el mundo.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh, ésta sí que es una buena noticia! Oh, gracias a la Dama, gracias al Bastardo… Tengo que enviar una ofrenda a su altar… oh, Cazaril, ¿quién…?

Ante la mirada de conjetura que lanzó Betriz en su dirección, Cazaril torció el gesto.

– Yo no. Evidentemente. -Aunque no será porque no lo he intentado.

– ¿Has…? -comenzó Betriz, antes de apretar los labios. El rictus de Cazaril se suavizó en señal de aprecio por su delicadeza al no preguntar, en voz alta y ante dos testigos, si había planeado perpetrar un crimen capital. Apenas si hacía falta que hablara; los ojos de la muchacha llameaban de especulación.

Iselle paseó adelante y atrás, conteniéndose para no dar saltos de alivio.

– Creo que lo sentí -dijo, con voz maravillada-. Por lo menos, sentí algo… a medianoche, ¿alrededor de medianoche, dices? -Nadie había dicho nada parecido en esa sala-. Un sosiego en mi corazón, como si una parte de mí supiera que mis plegarias habían sido escuchadas. Pero no esperaba esto. Había rogado a la Dama mi muerte… -Hizo una pausa, y se llevó la mano a su blanca frente despejada-. O lo que Ella quisiera. -Habló más despacio-: Cazaril… ¿he…? ¿Podría haber hecho yo esto? ¿Me ha respondido la diosa?

– No… no lo sé, rósea. Rezasteis a la Dama de la Primavera, ¿no es así?

– Sí, y a Su Madre del Verano, a ambas. Pero sobre todo a la Primavera.

– Las Grandes Damas conceden milagros de vida, y de curación. No de muerte. -Generalmente. Y todos los milagros eran raros y caprichosos. Dioses. ¿Quién conocía sus límites, sus propósitos?

– No parecía muerte -confesó Iselle-. Pero me sentí aliviada. Comí algo y no vomité, y dormí un rato.

Nan de Vrit lo confirmó con un asentimiento de cabeza.

– Y yo me alegré, mi lady.

Cazaril inhaló hondo.

– Bueno, de Jironal resolverá el misterio por nosotros, estoy seguro. Buscará a todas las personas que murieran anoche en Cardegoss, en toda Chalion, sin duda, hasta dar con el asesino de su hermano.

– Bendita sea la pobre alma que ha frustrado sus viles planes. -Iselle se tocó la frente, el labio, el ombligo, la ingle y el corazón, con los cinco dedos abiertos-. Y a tan alto precio. Que los demonios del Bastardo le concedan la piedad que conozcan.

– Amén -dijo Cazaril-. Esperemos que de Jironal no encuentre camaradas cercanos ni parientes sobre los que descargar su venganza.

Se sujetó el estómago con ambas manos, intentando contener los calambres.

Betriz se acercó a él y lo miró a la cara, a punto de levantar la mano hacia él, aunque al final la retiró, vacilante.

– Lord Caz, tenéis mal aspecto. Vuestra piel tiene el color de las gachas de avena.

– Me siento… mal. Algo que comí. -Inhaló-. Así que preparémonos para celebrar, no una boda sombría, sino un funeral jubiloso. Espero que vosotras dos, señoritas, sepáis reprimir vuestro alborozo en público.

Nan de Vrit soltó un bufido. Iselle le indicó que guardara silencio, y dijo firmemente:

– Solemne piedad, te lo prometo. Sólo los dioses sabrán que en mi corazón habita la dicha y no el pesar.

Cazaril asintió, y se frotó el cuello dolorido.

– Por lo general, las víctimas de la magia de la muerte son quemadas antes de que caiga la noche, para impedir, según dicen los divinos, que entren en el cuerpo seres sobrenaturales. Aparentemente, las muertes de este tipo los invitan. Será un funeral terriblemente apresurado para tan alto señor. Tendrán que reunirse antes de que anochezca.

El chispeante halo de Iselle casi le provocaba nauseas. Tragó saliva, y apartó la vista de ella.

– Así pues, Cazaril -dijo Betriz-, por piedad os ruego que vayáis a echaros hasta entonces. Estamos a salvo, inesperadamente. Ya no es necesario que hagáis nada más.

Le cogió las manos frías, se las sujetó brevemente, y sonrió con una mezcla de ironía y preocupación. Cazaril consiguió devolverle una tenue sonrisa, antes de retirarse.

Se arrastró hasta la cama. Llevaba allí tumbado quizá una hora, desconcertado y temblando todavía, cuando se abrió su puerta y entró Betriz de puntillas para comprobar cómo se encontraba. Le puso una mano en la frente pegajosa.

– Temía que acusaras fiebre, pero estás helado.

– He, um… he debido de coger frío, sí. Habré tirado las mantas por la noche.

Betriz le tocó el hombro.

– Tienes la ropa empapada. -Entornó los ojos-. ¿Cuándo comiste por última vez?

Cazaril no lograba recordarlo.

– Ayer por la mañana. Me parece.

– Ya veo. -Lo miró con el ceño fruncido otro momento, antes de marcharse.

Diez minutos después, llegaba una doncella con una batea cargada de carbones calientes y una manta de plumas; minutos más tarde, un criado con una tina de agua caliente y firmes instrucciones de ocuparse de que se bañara y volviera a la cama tras ponerse un camisón seco. Esto, en un castillo enloquecido con el desbaratamiento de cada dama y cada cortesano intentando prepararse a la vez para una aparición pública no planificada de suma formalidad. Cazaril no hizo preguntas. El sirviente acababa de envolverlo en el cálido y seco sobre de sus mantas cuando reapareció Betriz con un tazón en una bandeja. Dejó la puerta abierta y se sentó al filo de la cama.

– Tómate esto.

Era pan mojado en leche humeante, azucarada con miel. Aceptó la primera cucharada, entre divertido y sorprendido, pero luego se incorporó sobre las almohadas.

– No estoy tan enfermo. -En un intento por recuperar su dignidad, cogió el tazón de manos de Betriz, que no objetó nada, siempre y cuando él siguiera comiendo. Descubrió que estaba famélico. Para cuando hubo dado cuenta del plato, había dejado de temblar.

Betriz sonrió, satisfecha.

– Ya tenéis mucho mejor color. Bien.

– ¿Cómo está la rósea?

– Muchísimo mejor. Se siente… abrumada, iba a decir, pero no me refiero a que esté desconsolada. Se siente liberada, como cuando te quitan un gran peso de encima. Da gusto verla ahora.

– Sí. Lo comprendo.

Betriz asintió.

– Ahora está descansando, hasta que llegue la hora de vestirse. -Retiró el tazón vacío, y bajó la voz-. Cazaril, ¿qué hiciste anoche?

– Nada. Evidentemente.

Los labios de Betriz se tensaron de exasperación. Pero ¿de qué serviría cargarla ahora con el peso de su secreto? Quizá la confesión aliviara su alma, pero pondría la de ella en peligro ante cualquier investigación en la que tuviera que declarar bajo juramento.

– Lord de Rinal dice que anoche pagasteis a un paje para que os buscara una rata. Ésa fue la noticia que envió al canciller de Jironal como un rayo a vuestro dormitorio, me lo ha dicho de Rinal en persona. El paje dice que afirmaste que te la querías cenar.

– Bueno, así es. Comerse una rata no es ningún delito. Era un pequeño festín conmemorativo, en recuerdo del asedio de Gotorget.

– ¿Oh? Pero si acabas de decir que no probabas bocado desde ayer por la mañana. -Vaciló, con la ansiedad reflejada en los ojos-. La criada también ha dicho que esta mañana había sangre en tu bacín cuando lo cambió.

– ¡Demonios del Bastardo! -Cazaril, que se había arrebujado en sus mantas, se enderezó de nuevo-. ¿Es que no hay nada sagrado en este castillo? ¿Es que un hombre ni siquiera puede confiar ya en la confidencialidad del contenido de su bacín?

Betriz levantó una mano.

– Lord Caz, no bromees. ¿Cuán enfermo estás?

– Me dolía la barriga. Ya me siento mejor. Algo pasajero. Por así decirlo. -Hizo una mueca, y decidió no mencionar las alucinaciones-. La sangre del bacín pertenecía a la rata, claro. Y el dolor de tripa es lo que me merezco, por comer porquerías. ¿Eh?

– Es una buena historia -dijo Betriz, despacio-. Se sostiene.

– Ya lo ves.

– Pero Caz… la gente va a pensar que eres raro.

– Puedo añadir esas personas a la colección de las que creen que voy por ahí violando niñas. Supongo que me hace falta una tercera perversión, para terminar de poner las cosas en su sitio. -Bueno, ¿qué tal ser sospechoso de practicar la magia de la muerte? Eso sí que lo pondría directamente en su sitio: el patíbulo.

Betriz se arrellanó, con el entrecejo poblado de arrugas.

– Vale. No voy a presionarte. Pero me preguntaba… -Se abrazó, y miró a Cazaril intensamente-. Si dos, es una teoría, personas intentaran practicar la magia de la muerte contra la misma víctima al mismo tiempo, ¿es posible que las dos acabaran… medio muertas?

Cazaril la miró a su vez -no, ella no parecía enferma- y meneó la cabeza.

– No lo creo. Dada la cantidad de intentos fútiles que ha hecho la gente para invocar la magia de la muerte de los dioses, si pudiera suceder algo así, ya habría ocurrido antes de ahora. El demonio de la muerte del Bastardo se retrata siempre en las tallas del Templo con un yugo sobre los hombros y dos cubas idénticas, una para cada alma. No creo que el demonio pueda elegir otra cosa. -Recordó las palabras de Umegat, Me temo que es así como funciona-. Ni siquiera estoy seguro de que el dios pudiera elegir otra cosa.

Betriz entrecerró aún más los ojos.

– Fuiste el que dijiste que si no volvías esta mañana, no me preocupara por ti, ni te buscara. Dijiste que estarías bien. También has dicho que si no se queman los cuerpos como es debido, pueden ocurrirles cosas horribles.

Cazaril se revolvió, incómodo.

– Había tomado medidas. -Más o menos.

– ¿Qué tipo de medidas? ¡Te escabulliste sin dejar a nadie que te buscara o rezara siquiera por tu alma!

Cazaril se aclaró la garganta.

– Los cuervos de Fonsa. Subí al tejado de la Torre de Fonsa para, ah, decir mis oraciones anoche. Si, si las cosas, ah, hubieran salido de otro modo, supongo que ellos se habrían ocupado de dar cuenta del desaguisado, del mismo modo que limpian sus hermanos el campo de batalla, o los restos de una oveja extraviada que se despeña.

¡Cazaril! -exclamó Betriz, indignada, antes de apresurarse a bajar la voz hasta convertirla en un susurro-. Caz, eso es, eso es… me estás diciendo que trepaste ahí arriba tú solo, para morir abandonado, esperando que tu cuerpo sirviera de alimento para… ¡eso es espantoso!

A Cazaril le sorprendió ver lágrimas agolpándose en los ojos de Betriz.

– ¡Eh, vamos! No es para tanto. Pensé que sería un gesto caballeroso. -Hizo ademán de enjugarle las lágrimas de las mejillas, pero vaciló y volvió a descansar la mano sobre la colcha.

Betriz apretó los puños en el regazo.

– Si vuelves a hacer algo parecido sin avisarme… sin avisar a nadie… te, te… ¡te pego una bofetada por idiota! -Se frotó los ojos, la cara, y se sentó erguida, enhiesta la espalda. Su voz recuperó abruptamente un tono coloquial-. Se ha dispuesto que el funeral tenga lugar una hora antes del ocaso, en el templo. ¿Piensas asistir, o te vas a quedar acostado?

– Si puedo caminar, iré. No pienso perdérmelo. Hasta el último enemigo de Dondo estará allí, aunque sólo sea para demostrar que no han sido ellos. Va a ser un espectáculo digno de presenciar.

Los ritos funerarios por Dondo de Jironal en el Templo de Cardegoss recibieron la asistencia de mucha más gente que los del pobre y solitario de Sanda. El roya Orico en persona, sobriamente ataviado, condujo a los dolientes en una procesión a pie que partió del Zangre. La royina Sara fue transportada en un palanquín. Su semblante era tan inexpresivo que parecía esculpido en un bloque de hielo, pero su vestimenta era un derroche de color, ropas de tres días festivos distintos amalgamadas, prendidas y salpicadas de lo que daba la impresión de ser la mitad del contenido de su joyero. Todo el mundo fingió no darse cuenta.

Cazaril la miró discretamente, pero no a causa de su estrafalario atuendo. Era su otro revestimiento, la capa de sombras, gemela visible e invisible de la de Orico, lo que atraía su vista una y otra vez. Teidez exhibía otro halo similarmente oscuro, que se enturbiaba a cada paso que daba sobre el empedrado de las calles. Fuera lo que fuese aquel negro espejismo, parecía ser cosa de familia. Cazaril se preguntó qué vería si pudiera mirar ahora mismo a la viuda royina Ista.

El propio archidivino de Cardegoss, con sus túnicas de cinco colores, dirigió la ceremonia, tan concurrida que hubo de tener lugar en el patio principal del templo. La procesión desde el palacio de los Jironal depositó el féretro que alojaba el cuerpo de Dondo a escasos pasos del altar de los dioses, una plataforma de piedra redonda con una tienda de cobre agujereada y sostenida por cinco pilares delgados para proteger el fuego sagrado de los elementos. Una luz gris que no proyectaba sombra inundó la corte cuando el frío y lluvioso día comenzó a dar paso a la neblinosa tarde. El aire estaba teñido de un violeta difuso gracias a la chocante mezcolanza de inciensos que ardían acompañando a las oraciones y los ritos de purificación.

El cuerpo tieso de Dondo, acomodado en el féretro y reposado sobre un colchón de flores y hierbas de buena fortuna y simbólica protección -demasiado tarde, pensó Cazaril-, había sido vestido con las túnicas blanquiazules de su santo generalato de la orden militar de la Hija. La espada de su rango yacía desenvainada sobre su pecho, cerradas ambas manos en torno a su empuñadura. El cuerpo no parecía particularmente hinchado ni deformado; de Rinal hizo circular el morboso rumor de que lo habían ceñido con bandas de lino antes de vestirlo. El rostro del cadáver apenas si parecía algo más abotargado que cualquiera de las mañanas de resaca que había padecido Dondo en vida. Pero habría de arder con todos los anillos encima. Sería imposible desprenderlos de aquellos dedos amorcillados sin recurrir al cuchillo de un carnicero.

Cazaril había conseguido desfilar desde el Zangre sin trastabillar, pero volvía a ser presa de los retortijones, y sentía el estómago desagradablemente constreñido por el cinturón. Ocupó lo que esperaba que fuera un lugar discreto detrás de Betriz y Nan, en medio de la multitud salida del castillo. Iselle fue emplazada entre el canciller y el roya Orico, en el lugar correspondiente a la plañidera mayor que le otorgaba su breve compromiso de boda. Seguía resplandeciendo igual que una aurora a los doloridos ojos de Cazaril. Tenía el rostro pálido e hierático. Parecía que la visión del cuerpo de Dondo la hubiera privado del impulso de dar muestras de un regocijo impropio.

Salieron al frente dos cortesanos para pronunciar sendos elogios aparentemente sinceros sobre Dondo, que Cazaril no consiguió relacionar con la errática vida real que había llevado el hombre allí truncado. El canciller de Jironal estaba demasiado emocionado para explayarse, aunque su acerada fachada no dejaba traslucir si era la pena o la rabia lo que le atenazaban la garganta, o ambas cosas. Sí que anunció que ofrecía una bolsa de mil reales como recompensa por cualquier información que pudiera conducir a la identificación del asesino de su hermano, siendo ésa la única mención abierta del día al abrupto cariz de la muerte de Dondo.

Era evidente que se había depositado ya un generoso monedero en el altar del templo. La que parecía ser la totalidad de dedicados, acólitos y divinos de Cardegoss estaba reunida en racimos de hábitos para entonar las oraciones y respuestas al unísono y en armonía, como si el volumen pudiera conceder algo de santidad añadida. Una de los cantantes, sita en el pelotón vestido de verde de voces altas, atrajo la vista interior de Cazaril. Se trataba de una mujer de mediana edad, rechoncha, y refulgía igual que una vela tras una pantalla de cristal verde. Miró directamente a Cazaril en una ocasión, para apresurarse a continuación a clavar la mirada en el atribulado divino que dirigía sus oraciones.

Cazaril dio un discreto codazo a Nan, y susurró:

– ¿Quién es esa acólita al final de la segunda fila del coro de la Madre, lo sabéis?

Nan miró de reojo.

– Una de las parteras de la Madre. Según dicen, es muy buena.

– Oh.

Cuando salieron los animales sagrados, la congregación prestó más atención. No estaba nada claro qué dios iba a acoger el alma de Dondo de Jironal. Su predecesor en el generalato de la Hija, pese a ser padre y abuelo, había sido llamado de inmediato por la Dama de la Primavera, a cuyo fiel servicio había fallecido. Dondo había servido en la orden militar del Hijo en calidad de oficial en su juventud. Y se sabía que había engendrado una caterva de bastardos, amén de dos hijas repudiadas fruto de su difunta primera esposa, que había entregado al cuidado de unos parientes del campo. Y, aunque no se hablara de ello, puesto que su alma había sido arrebatada por el demonio de la muerte del Bastardo, sin duda había pasado por las manos de este último dios. ¿Se habrían cerrado esas manos en torno a su espíritu?

La acólita que portaba el arrendajo de la Hija dio un paso al frente ante un gesto del archidivino Mendenal, y levantó la mano. El pájaro aleteó, pero se aferró tenazmente a su manga. Miró de soslayo al archidivino, que frunció el ceño y le indicó con un ademán que se acercara al féretro. La joven pareció arrugar la nariz en muda protesta, pero avanzó, obediente, sujetando al arrendajo con ambas manos, y lo posó firmemente sobre el pecho del cadáver.

Apartó las manos. El arrendajo levantó la cola, soltó un pegote de guano, y alzó el vuelo como una exhalación, arrastrando sus cintas de seda con brocados en medio de estridentes pitidos. Al menos tres hombres que oyera Cazaril resoplaron y sisearon pero, a la vista del severo semblante del canciller, contuvieron la risa. Los ojos de Iselle llameaban igual que fuegos cerúleos, y miró al suelo recatadamente; su aura parecía sulfurada. La acólita retrocedió, mirando al cielo, siguiendo con ansiedad el vuelo del ave. El arrendajo fue a posarse en los adornos que coronaban uno de los pilares de pórfido del anillo que rodeaba la corte, y pitó de nuevo. La acólita fulminó con la mirada al archidivino; éste la despidió con un ademán apremiante, y la joven hizo una reverencia y se retiró para intentar llamar de nuevo al pájaro a su mano.

El ave verde de la Madre también se negó a abandonar el brazo de su portadora. El archidivino optó por no repetir el desastroso experimento anterior, y se limitó a asentir con la cabeza para que la acólita recuperara su lugar en el círculo de criaturas.

El acólito del Hijo arrastró al zorro tirando de la cadena hasta el borde del féretro. El animal gañía y lanzaba mordiscos al aire, arañando ruidosamente las baldosas en su intento por resistirse. El archidivino le indicó que se retirara.

El robusto lobo gris, sentado sobre sus ancas con la gran lengua roja asomando entre las fauces libres del bozal, gruñó roncamente cuando su cuidador tiró tentativamente de la cadena de plata. La vibración resonó por todo el patio de piedra. El lobo se agazapó y estiró las patas. Con cautela, el acólito bajó las manos y se quedó en el sitio; la mirada que lanzó al archidivino expresaba en silencio, No pienso tocarlo. Mendenal no se opuso.

Todas las miradas se volvieron expectantes hacia la acólita del Bastardo, vestida de blanco, que portaba sus ratas también blancas. Los labios del canciller de Jironal estaban tensos y pálidos de furia impotente, pero no había nada que pudiera hacer o decir. La dama blanca cogió aire, se acercó al féretro y depositó sus criaturas sagradas sobre el pecho de Dondo para señalar que el dios aceptaba aquella alma inaceptable, desdeñada y descartada.

En cuando hubo aflojado la presa sobre los sedosos cuerpos blancos, las dos ratas saltaron a ambos lados del féretro como si las hubieran lanzado con catapulta. La acólita se giró a derecha e izquierda, incapaz de decidir qué animal sagrado perseguir primero, y levantó las manos. Una rata buscó el refugio de los pilares. La otra se escabulló entre las piernas de los espectadores, que se apartaron a su paso; un par de damas soltaron nerviosos chillidos. Un murmullo de asombro, incredulidad y desmayo recorrió la masa de cortesanos reunidos, seguido de una oleada de susurros conmocionados.

Los de Betriz entre ellos.

– Cazaril -dijo ansiosamente, arrebujándose bajo su brazo para susurrarle al oído-: ¿qué significa esto? El Bastardo siempre se queda las sobras. Siempre. Es Su, Su… es Su obra. No puede despreciar un alma truncada… pensaba que ya lo había hecho.

También Cazaril estaba desconcertado.

– Si no se ha llevado ningún dios el alma de Dondo… es que sigue en el mundo. Quiero decir que, si no está allí, es que está aquí. En alguna parte… -Un fantasma sin reposo, un espíritu errante. Roto y condenado.

Las ceremonias se interrumpieron en seco cuando el archidivino y el canciller de Jironal se retiraron detrás del altar para parlamentar en voz baja, o discutir, posiblemente, a juzgar por la cadencia de las palabras masculladas que llegaban hasta la curiosa multitud expectante. El archidivino se apartó del ara para llamar ante él a un acólito del Bastardo; otra conferencia susurrada con el joven vestido de blanco concluyó con éste yéndose a la carrera. El cielo gris se oscurecía sobre sus cabezas. Uno de los subdivinos, en un alarde de iniciativa, arrancó un himno no programado a los coros para rellenar el hueco. Para cuando hubieron terminado, de Jironal y Mendenal ya habían retomado sus respectivos puestos.

La espera se prolongaba. Los cantantes entonaron otro himno. Cazaril terminó por desear haber empleado La senda quíntupla de Ordol como algo más que un pretexto para hacer la siesta; por desgracia, el libro seguía en Valenda. Si el demonio esclavo no había llevado el alma de Dondo a su señor, ¿dónde estaba? Y si el demonio no podía regresar más que con sus dos cubos llenos, ¿dónde estaba ahora el alma rota del desconocido asesino de Dondo? Ya puestos, ¿dónde está el demonio? Cazaril no había leído demasiada teología. Por algún motivo que ahora no alcanzaba a recordar, había considerado su estudio poco práctico, ideal únicamente para soñadores y fantasiosos. Claro que eso había sido antes de embarcarse en esta pesadilla.

Un discreto raspón en su bota le hizo mirar abajo. Una de las ratas blancas sagradas se había puesto a dos patas apoyándose en su pierna, y agitaba la naricilla rosa. Se frotó el rostro ahusado rápidamente contra la espinilla de Cazaril, que se agachó y la cogió, con la intención de devolvérsela a su cuidadora. El animal se estremeció extasiada en su mano, y le lamió el pulgar.

Para sorpresa de Cazaril, el resollante acólito regresó al patio del templo acompañado del mozo Umegat, vestido como de costumbre con el tabardo del Zangre. Pero fue Umegat el que suscitó su asombro.

El roknari resplandecía con un aura blanca igual que un hombre de pie frente a una prístina ventana de cristal ante un amanecer en el mar. Cazaril cerró los ojos, aunque sabía que no lo veía con ellos. El fulgor blanco siguió moviéndose detrás de sus párpados. Más allá, una oscuridad que no era oscuridad, y dos más, y una aurora irritada, y a un lado, una débil chispa verde. Abrió los ojos de golpe. Umegat cruzó la mirada con él por una fracción de segundo, y Cazaril se sintió como si le arrancaran la piel a tiras. El mozo del roya siguió caminando hasta presentarse con una reverencia insegura al archidivino, con el que departió en susurros aparte.

El archidivino llamó a la acólita del Bastardo, que había capturado una de sus ratas; se la entregó a Umegat, que la acunó en un brazo y miró a Cazaril. El roknari se acercó a él a paso largo, excusándose humildemente mientras se abría camino entre los cortesanos, que apenas si le dirigieron la mirada. Cazaril no conseguía entender por qué no se apartaban ante la quilla de su nívea aura igual que las aguas del mar ante la proa de un barco. Umegat le tendió la mano abierta. Cazaril se quedó observándola, parpadeando estúpidamente.

– La rata sagrada, mi lord -solicitó Umegat, amablemente.

– Ah. -La criatura seguía chupándole los dedos, haciéndole cosquillas. Umegat retiró al reticente animal de la manga de Cazaril como quien limpia una rebaba y evitó justo a tiempo que su compañera ocupara su lugar de un salto. Haciendo malabares con las ratas, caminó en silencio de nuevo hacia el féretro, donde esperaba el archidivino. ¿Se había vuelto loco Cazaril -no hace falta que respondas a eso- o de veras Mendenal pareció contenerse para no inclinarse ante el mozo? Los cortesanos del Zangre no parecían ver nada irrazonable en el hecho de que el archidivino llamara al cuidador de animales del roya para solucionar esta incómoda crisis. Todas las miradas estaban clavadas en las ratas, no en el roknari. El único irrazonable era Cazaril.

Umegat sostuvo las criaturas en sus brazos y les susurró, antes de acercarse al cuerpo de Dondo. El momento se alargaba, mientras las ratas, si bien se habían calmado, no parecían tener ninguna intención de reclamar a Dondo para su dios. Umegat retrocedió, al cabo, y se disculpó ante el archidivino negando con la cabeza, antes de ceder las ratas a su ansiosa y joven cuidadora.

Mendenal se postró entre el altar y el féretro durante un momento de abyecta oración, pero se irguió de nuevo enseguida. Los dedicados traían ya velas delgadas con las que iluminar las lámparas de pared que rodeaban el patio en penumbra. El archidivino llamó a los porteadores para que transportaran el féretro a la pira que aguardaba a Dondo, y los cantantes desfilaron en procesión.

Iselle regresó junto a Betriz y Cazaril. Se frotó los ojos, ribeteados de negro, con el dorso de la mano.

– No sé si puedo soportar esto por más tiempo. Que se quede de Jironal viendo cómo se tuesta su hermano. Llevadme a casa, lord Caz.

La pequeña partida de la rósea se escindió del grueso de asistentes, si bien no fueron las únicas personas cansadas en hacerlo, y cruzó el pórtico frontal para salir al húmedo anochecer de aquel día otoñal.

El mozo Umegat, que esperaba con los hombros apoyados en uno de los pilares, se enderezó como impulsado por un resorte, se acercó a ellos y les hizo una reverencia.

– Mi lord de Cazaril. ¿Puedo hablar con vos un instante?

Cazaril casi se sorprendió al ver que el aura no se reflejaba en el pavimento mojado a sus pies. Se disculpó ante Iselle y se fue aparte con el roknari. Las tres mujeres se quedaron esperando al borde del pórtico, con Iselle apoyada en el brazo de Betriz.

– Mi lord, en cuanto os resulte posible, quisiera hablar con vos en privado.

– Me reuniré contigo en el zoológico en cuanto Iselle vuelva a sus aposentos. -Cazaril vaciló-. ¿Sabes que brillas igual que una antorcha encendida?

El mozo inclinó la cabeza.

– Eso me han dicho, mi lord, los pocos que tienen ojos para ver. Por desgracia, uno nunca se ve a sí mismo. Ningún espejo mundano lo refleja. Sólo los ojos de un alma.

– Ahí dentro había una mujer que refulgía igual que una vela verde.

– ¿La madre Clara? Sí, ya me ha hablado de vos. Es una comadrona excelente.

– ¿Qué es eso, entonces, esa antiluz? -Cazaril miró de soslayo en dirección a las mujeres que aguardaban.

Umegat se llevó un dedo a los labios.

– Aquí no, por favor, mi lord.

Cazaril formó un silencioso Oh con los labios. Asintió.

El roknari le dedicó una honda reverencia. Cuando se disponía para perderse discretamente en el creciente anochecer, añadió por encima del hombro:

Vos brilláis como una ciudad en llamas.

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