Los sonidos de la casa agitándose -las voces en el patio, el lejano entrechocar de los peroles- despertaron a Cazaril al gris que precedía al amanecer. Abrió los ojos presa por un momento de una desorientación aterradora, pero el tranquilizador abrazo del lecho de plumas lo devolvió a un somnoliento reposo. Nada de duros bancos. Nada de subidas y bajadas. Nada de movimiento en absoluto, oh, cinco dioses, aquello parecía el paraíso. Qué calor en la espalda surcada de cicatrices.
Las celebraciones del Día de la Hija se prolongarían desde el amanecer hasta el ocaso. Quizá se quedara haciéndose el remolón en la cama hasta que la casa hubiera salido hacia la procesión, se levantaría tarde. Se pasearía sin molestar a nadie, se tumbaría al sol con los gatos del castillo. Cuando sintió hambre, recuperó antiguos recuerdos de sus días de paje; antes sabía cómo engatusar al cocinero para que le diera algún bocado extra…
Una brusca llamada a la puerta interrumpió aquellas agradables meditaciones. Cazaril dio un respingo, para relajarse de nuevo cuando escuchó la voz de lady Betriz:
– ¿Mi lord de Cazaril? ¿Estáis despierto? ¿Castelar?
– Un momento, mi lady -respondió Cazaril. Se aupó hasta el filo de la cama y rompió la cariñosa presa del colchón. Una estera tejida estirada en el suelo evitó que el frío matutino de la piedra mortificara sus pies descalzos. Se cubrió las piernas con el generoso lino del camisón, se acercó a la puerta y abrió un resquicio.
– ¿Sí?
Estaba de pie en el pasillo con una vela protegida por una lámpara de cristal soplado en una mano y una pila de ropa, tiras de cuero y algo que tintineaba sujeto torpemente bajo el otro brazo. Estaba vestida a conciencia para el día con un vestido azul y una capa chaleco blanca que le caía desde los hombros a los tobillos. Llevaba el pelo negro trenzado sobre la cabeza con flores y hojas. Sus aterciopelados ojos castaños rutilaban y destellaban al fulgor de la vela. Cazaril no pudo por menos de corresponder a su sonrisa.
– Su gracia la provincara os desea un dichoso Día de la Hija -anunció la pequeña, y sobresaltó a Cazaril hasta el punto de hacerle retroceder de un salto al terminar de abrir la puerta de un enérgico puntapié. Entró balanceando las cargadas caderas, le entregó la lámpara con un "Tome, coja esto", y depositó su bulto al borde de la cama; montañas de ropa blanca y azul, y una espada con su cinto. Cazaril posó la vela en el baúl que descansaba al pie de la cama-. Os envía esto para que os vistáis, y si os place os invita a reuniros con la casa en la sala de los ancestros para la misa del alba. Después vendrá el desayuno, que, dice ella, de sobra sabéis dónde encontrarlo.
– Ciertamente, mi lady.
– En realidad, la espada se la he pedido a papá. Es la segunda mejor que tiene. Dijo que sería un honor para él prestárosla. -Le dedicó una mirada sumamente interesada-. ¿Es verdad que estuvisteis en la última guerra?
– Eh… ¿en cuál?
– ¿Habéis estado en más de una? -Abrió los ojos de manera desorbitada; los entrecerró.
En todas las que se han librado en los últimos diecisiete años, me parece. Bueno, no. La campaña fallida más reciente contra Ibra había tenido lugar mientras él languidecía en las mazmorras de Brajar, y también se perdió aquella imprudente expedición que había enviado el roya en apoyo de Darthaca porque estaba ocupado padeciendo las ingeniosas torturas del general roknari con el que había negociado tan ineptamente el provincar de Guarida. Aparte de esas dos, suponía, no había habido una sola derrota en los diez últimos años en la que no estuviera él presente.
– Aquí y allá, a lo largo de los años -respondió, vagamente. Fue súbita y horriblemente consciente de que entre su desnudez y los ojos de la doncella no mediaba más que una fina capa de lino. Se encogió, cruzando los brazos sobre el estómago, y esbozó una débil sonrisa.
– Oh -dijo la muchacha, al reparar en su gesto-. ¿Os he incomodado? Pero si papá dice que los soldados no saben lo que es la modestia, porque tienen que vivir todos juntos en el campo.
Volvió los ojos al rostro de Cazaril, que se estaba sofocando.
– Pensaba más bien en vuestra modestia, mi lady.
– No pasa nada -fue la risueña respuesta.
No se marchó.
Cazaril señaló el montón de ropa.
– No querría molestar a la familia durante la celebración. ¿Estáis segura…?
Betriz entrelazó las manos en gesto solemne e intensificó la mirada.
– Pero debéis asistir a la procesión, y debéis, debéis, debéis asistir a la representación del Día de la Hija en el templo. La rósea Iselle interpreta el papel de la Dama de la Primavera este año.
Saltó sobre la punta de los pies, obcecada.
Cazaril sonrió mansamente.
– Muy bien, si os complace. -¿Cómo podría resistirse a este deleite apremiante? La rósea Iselle debía de estar a punto de cumplir los dieciséis; se preguntó cuántos años tendría lady Betriz. Demasiado joven para ti, viejo camarada. Pero sin duda podía observarla con una apreciación puramente estética, y dar gracias a los dioses por los dones de su juventud, su belleza y su brío por estrafalariamente distribuidas que estuvieran esas virtudes. Iluminando el mundo como si fueran flores.
– Además -apostilló lady Betriz-, la provincara os invita.
Cazaril aprovechó la ocasión para encender su vela con la de ella y, sugiriendo que era hora de que se fuera y le dejara vestirse, le entregó la llama encerrada en el orbe de cristal. La doble luz que acentuaba la hermosura de la joven sin duda erosionaba la suya. Acababa de darse media vuelta para marcharse cuando Cazaril se acordó de la prudente pregunta que había formulado la noche anterior y se había quedado sin respuesta.
– Esperad, mi lady…
Betriz giró en redondo exhibiendo una expresión de radiante inquisición.
– No pretendía molestar a la provincara, ni preguntar delante del róseo ni la rósea, pero ¿qué es lo que aflige a la royina Ista? No me gustaría decir ni hacer nada indebido, por ignorancia…
La luz de aquellos ojos castaños se apagó un tanto. La joven se encogió de hombros.
– Está… cansada. Y nerviosa. Eso es todo. Esperamos que se sienta mejor con la salida del sol. Parece que el verano siempre le hace bien.
– ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí con su madre?
– Seis años, sir. -Practicó media reverencia-. Ahora tengo que ir con la rósea Iselle. ¡No lleguéis tarde, castelar!
De nuevo el hoyuelo de su sonrisa, y se alejó a la carrera.
Cazaril no lograba imaginarse a aquella muchacha llegando tarde a ninguna parte. Su energía era asombrosa. Meneando la cabeza, aunque la sonrisa que le había dedicado todavía se demoraba en sus labios, se giró para examinar su recién adquirida opulencia.
No cabía duda de que había ascendido a una categoría superior de desheredado. La túnica era de seda azul con brocados, los pantalones de resistente lino azul marino, y la capa chaleco que le caía hasta las rodillas de lana blanca, impoluta, sin que los discretos zurcidos ni las manchas fueran aparentes; la ropa de festejos que se le había quedado pequeña a de Ferrej, quizá, o posiblemente incluso algo perteneciente al difunto provincar. El holgado atuendo era clemente con este cambio de propietario. Con la espada colgada de su cadera izquierda, su peso familiar y nuevo a un tiempo, Cazaril se apresuró a bajar del torreón y cruzar el patio gris en dirección a la sala de los ancestros de la casa.
El aire en el patio era frío y húmedo, resbaladizos los adoquines bajo la fina suela de sus botas. Sobre su cabeza, persistían algunas estrellas. Abrió la gran puerta de una pieza que comunicaba con el salón y se asomó a su interior. Velas, figuras; ¿llegaba tarde? Entró, esperando a que se acostumbraran sus ojos.
Tarde no, pronto. Las hileras de tablillas conmemorativas de la familia desplegadas en la parte delantera de la estancia exhibían media docena de viejos muñones de cera encendidos ante ellas. Dos mujeres, arrebujadas en sus chales, estaban sentadas en el primer banco, observando a una tercera.
La viuda royina Ista estaba postrada ante el altar en gesto de profunda súplica, tendida en el suelo, con los brazos extendidos. Sus dedos se abrían y cerraban; las uñas estaban roídas hasta la cutícula. La rodeaba un revoltijo de camisones y chales. Su mata de cabello rizado, antaño dorado, oscurecido ahora por la edad a un pardo apagado, estaba desplegado en torno a ella como un abanico. Por un momento, Cazaril se preguntó si se habría quedado dormida, tan inmóvil yacía. Pero en su pálido semblante, girado de perfil con la suave mejilla reposada directamente en el suelo, los ojos estaban abiertos, grises y fijos, cuajados de lágrimas esperando a ser vertidas.
Era un rostro que reflejaba el más profundo pesar; trajo a la memoria de Cazaril el aspecto de algunos hombres que había conocido, rotos en cuerpo y alma por el calabozo o los horrores de las galeras. O del suyo propio, atisbado tenuemente en un espejo de acero bruñido en la casa de la Madre de Ibra, cuando los acólitos le habían rasurado la cara insensible y le habían animado a mirarse, veis, mejor así. Pero estaba más que seguro de que la royina no había olido siquiera un calabozo en su vida, nunca había sentido el mordisco de la tralla, nunca, quizá, había levantado un hombre la mano contra ella, enfurecido. Entonces, ¿qué? Se quedó quieto, con la boca entreabierta, temeroso de hablar.
Percibió un crujido y un frufrú a su espalda y se giró para ver a la viuda provincara, asistida por su prima, que entraba en esos momentos. Le dedicó un arqueamiento de ceja al pasar junto a él; Cazaril ensayó una mínima inclinación de cabeza. Las damas de compañía que velaban por la royina se sobresaltaron y se incorporaron, ofreciendo el fantasma de una reverencia.
La provincara recorrió el pasillo flanqueado por las hileras de bancos y estudió a su hija, inexpresiva.
– Oh, cielos. ¿Cuánto hace que está así?
Una de las damas de compañía volvió a inclinarse a medias.
– Se levantó en plena noche, vuestra gracia. Pensamos que sería mejor permitir que bajara antes que pelear con ella. Como instruisteis…
– Ya, ya. -La provincara desdeñó la nerviosa excusa con un aspaviento-. ¿Ha dormido algo?
– Una o dos horas, creo, mi lady.
La provincara exhaló un suspiro y se arrodilló al lado de su hija. Su voz se suavizó, perdió toda sequedad; por vez primera, Cazaril escuchó la edad que acusaba.
– Ista, corazón. Levántate y vete a la cama. Los demás se ocuparán hoy de las oraciones.
La mujer postrada movió los labios, dos veces, antes de que escaparan de ellos unas palabras susurradas.
– Si es que escuchan los dioses. Si es que escuchan, que no hablan. Me han vuelto el rostro, madre.
La anciana le acarició el cabello, casi con torpeza.
– Ya rezarán otros hoy. Encenderemos todas las velas de nuevo, y volveremos a intentarlo. Deja que tus damas te conduzcan a la cama. Venga, levanta.
La royina sorbió por la nariz, parpadeó y, renuente, se incorporó. A un gesto de cabeza de la provincara, las damas de compañía se adelantaron para guiar a la royina fuera de la sala, tras recoger los chales que se habían quedado desparramados en el suelo. Cazaril escrutó su rostro con ansiedad cuando pasó a su lado, pero no encontró indicio alguno de enfermedad consuntiva, ni pigmentación amarilla en la piel o en los ojos, ni enflaquecimiento. Apenas si pareció que ella reparara en Cazaril; el barbado desconocido no encendió la chispa del reconocimiento en sus ojos. Bueno, no había ningún motivo por el que debiera acordarse de él, un simple paje entre las docenas de ellos que habían entrado y salido de la casa de Baocia durante el transcurso de los años.
La provincara volvió la cabeza cuando se hubo cerrado la puerta tras su hija. Cazaril se encontraba lo bastante cerca para verla suspirar en silencio.
Le dedicó una honda reverencia.
– Gracias por estas ropas de festejo, vuestra gracia. Si… -vaciló-. Si hay algo que pueda hacer para aliviar vuestra carga, lady, o la de la royina, sólo tenéis que pedírmelo.
La anciana sonrió, le cogió la mano y le dio una palmada ausente, pero no respondió. Fue a abrir los postigos de la ventana del ala oriental de la estancia, para permitir la entrada del almibarado fulgor del amanecer.
Al otro lado del altar, lady de Hueltar sopló para apagar las velas y recogió los troncos mermados en una cesta traída a tal efecto. La provincara y Cazaril le ayudaron a reemplazar los deprimentes tocones de cada pebetero con sendas velas nuevas de cera de abeja. Cuando las docenas de cirios estuvieron de pie a semejanza de jóvenes soldados, cada uno delante de su correspondiente tablilla, la provincara se apartó y asintió satisfecha con la cabeza.
El resto de la casa comenzó a llegar en ese momento, y Cazaril ocupó un asiento discretamente apartado en uno de los bancos de la entrada. Cocineros, criados, mozos de cuadra, pajes, el cazador y el cetrero, el ama de llaves, el castellano, todos ataviados con sus mejores galas, con todo el blanco y el azul que habían conseguido reunir, entraron en silencioso desfile y se sentaron. Lady Betriz entró acompañando a la rósea Iselle, de punta en blanco y un tanto envarada en el núcleo de los elaborados, estratificados y brillantemente bordados ropajes de la Dama de la Primavera, cuyo papel había sido elegida para representar en el día de hoy. Tomaron asiento, privilegiadas, en uno de los primeros bancos y consiguieron no hacerse reír la una a la otra. Las siguió un divino de la Sagrada Familia del templo de la ciudad, contrastando su atuendo blanco y azul de la Hija con el negro y gris del Padre del día anterior. El divino ofreció a los reunidos un breve servicio dedicado a la sucesión de la estación y la paz de los difuntos que aquí se representaba y, cuando los primeros rayos de sol tanteaban la ventana del este, apagó con mucha ceremonia la última vela que ardía aún, la última llama que quedaba encendida en toda la casa.
Todos asistieron a continuación a un desayuno frío que se había preparado sobre caballetes en el patio. Frío, que no frugal; Cazaril hubo de recordarse que no hacía falta que saldara cuentas con tres años de privaciones en un solo día, y que le esperaba enseguida un paseo colina arriba y abajo. Empero, se encontraba dichosamente ahíto para cuando trajeron el mulo blanco de la rósea.
También la bestia lucía adornos en forma de cintas azules y flores recién trenzadas en la crin y la cola. Sus colgaduras habían sido gloriosamente elaboradas con todos los símbolos de la Dama de la Primavera. Iselle, con sus ropas del Templo, arreglada la melena para que se derramara igual que una catarata ambarina sobre sus hombros desde la corona de hojas y flores, fue aupada con mimo hasta la silla, recogidos sus pliegues y volantes. Esta vez, se sirvió de un bloque de montar y de la ayuda de un par de pajes jóvenes y fornidos. El divino cogió el cordón de seda azul del mulo y la condujo fuera de las puertas. La provincara fue subida a lomos de una sosegada yegua alazana adornada con vistosos calcetines blancos, trenzada a su vez con cintas y flores, conducida por su castellano. Cazaril reprimió un eructo y, a una seña de de Ferrej, se apresuró a situarse detrás de las damas montadas, ofreciendo cortésmente su brazo a la dama de Hueltar. El resto de la casa, todos los que iban a sumarse a pie a la procesión, adoptaron sus posiciones.
La risueña barahúnda recorrió las calles de la ciudad como una serpiente en dirección a la antigua puerta del este, donde habría de comenzar oficialmente el desfile. Aguardaban allí unas doscientas personas, entre ellas unos cincuenta caballeros montados de las asociaciones de guardianes de la Hija, venidos de todo el interior de Valenda. Cazaril pasó justo por debajo de las narices del rollizo soldado que le había lanzado aquella moneda equivocada el día anterior, pero el hombre le devolvió la mirada sin reconocerlo, limitándose a dedicarle un cortés asentimiento en vista de sus sedas y su espada. Y de su corte de pelo y su baño, supuso Cazaril. Qué extraño, cómo nos ciega la superficie de las cosas. Los dioses, presumiblemente, veían a través. Se preguntó si lo encontrarían tan incómodo como él a veces, últimamente.
Arrinconó sus curiosas ideas mientras formaba la procesión. El divino cedió las riendas de Iselle al anciano caballero que había sido seleccionado para representar el papel del Padre del Invierno. En la procesión invernal habría asumido el lugar del dios un nuevo padre más joven, tan pulcro su negro atuendo como el de un juez, montado a lomos de un soberbio caballo negro conducido por el andrajoso y saliente Hijo del Otoño. El abuelo de este día se cubría con una colección de trapos grises que convertían el aspecto de Cazaril del día anterior en el de un ímprobo ciudadano, embadurnada de ceniza la barba, el pelo y las pantorrillas desnudas. Sonrió e hizo alguna broma a Iselle; la joven se rió. Los guardias se alinearon detrás de la pareja y la procesión al completo comenzó su ronda de las antiguas murallas de la ciudad, o de la porción de las mismas que aún no había quedado obstruida por las nuevas construcciones. Algunos acólitos del Templo siguieron a los soldados y al resto, para dirigir los cánticos, y animar a todos a utilizar las palabras adecuadas y no las versiones más vulgares.
Cualquier vecino de la ciudad que no formara parte de la procesión formaba ahora parte de la audiencia y arrojaba, principalmente, flores y hierbas. En la vanguardia, Cazaril pudo ver a las acostumbradas y escasas jóvenes casamenteras que se abalanzaban sobre la Hija para rozar su vestido y encontrar la suerte necesaria para encontrar marido en esta estación, antes de alejarse corriendo de nuevo, entre risas. Tras un saludable paseo matutino -gracias a los cielos por la agradable temperatura; una primavera memorable habían hecho esto mismo bajo una tormenta de aguanieve- la desordenada procesión al completo puso rumbo de nuevo a la puerta del este y desfiló hacia el templo que se levantaba en el corazón de la ciudad.
El templo estaba erigido a un lado de la plaza mayor, rodeado de una parcela ajardinada y un muro bajo de piedra. Estaba construido según la planta cuatripartita, semejante a un trébol de cuatro hojas que radicaban en su patio central. Las paredes eran de la piedra dorada local que tanto serenaba el corazón de Cazaril, coronadas por azulejos rojos también nativos. Uno de los lóbulos con cúpula albergaba el altar del dios de cada estación; la torre redonda y separada del Bastardo, directamente detrás de la puerta de su madre, contenía su ara.
La dama de Hueltar tiró implacable de Cazaril hasta la parte delantera mientras la rósea era desmontada de su mulo y guiada bajo el pórtico. Cazaril descubrió que lady Betriz había tomado lugar a su lado, con el cuello estirado para seguir las evoluciones de Iselle. Bajo la nariz de Cazaril, el fresco perfume de las flores y el follaje imbricado en torno a su cabeza se mezclaba con la cálida fragancia de su cabello, la exhalación misma de la primavera. La multitud los empujó hacia delante desbordando las puertas abiertas de par en par.
En el interior, con las sombras oblicuas de la mañana tiñendo aún el patio principal adoquinado, el Padre del Invierno limpió los restos de ceniza del hogar elevado del fuego sagrado central y los espolvoreó sobre su persona. Los acólitos salieron al frente para disponer leña nueva, bendecida por el divino. El ceniciento barbudo fue expulsado entonces de la cámara en medio de pitidos, abucheos, varas con cascabeles y misiles de blanda lana que representaban bolas de nieve. Se consideraba que el año había sido aciago, al menos para el avatar del dios, cuando el gentío podía lanzar auténticas bolas de nieve.
La Dama de la Primavera en la persona de Iselle fue conducida hacia delante para que encendiera el nuevo fuego con acero y pedernal. Se arrodilló en los cojines dispuestos para tal fin y se mordió el labio, adorable en su concentración, mientras amontonaba las virutas secas y las hierbas sagradas. Todo el mundo contuvo la respiración; una docena de supersticiones rodeaban la cuestión de cuántos intentos eran necesarios para que el avatar del dios ascendente encendiera el nuevo fuego cada estación.
Tres rápidos golpes, una lluvia de chispas, un soplo de joven aliento; la llama diminuta prendió. Presto, el divino se agachó para encender la nueva vela delgada antes de que pudiera ocurrir cualquier desafortunado accidente. No se produjo ninguno. Se alzó por doquier un murmullo de aliviada aprobación. La pequeña llama fue transferida al hogar sagrado, e Iselle, luciendo orgullosa y un tanto aliviada, recibió ayuda para incorporarse. Sus ojos grises parecían arder tan rutilantes y vivaces como el nuevo fuego.
La condujeron luego al trono del dios reinante, y dio comienzo el verdadero acontecimiento de la mañana: recoger los obsequios cuatrimestrales del templo que posibilitarían su funcionamiento durante los próximos tres meses. Cada cabeza de casa salió al frente para rendir su bolsita de monedas u otra ofrenda a las manos de la Dama, recibir su bendición y ver su cantidad anotada por el secretario del templo en la mesa sita a la diestra de Iselle. Eran acompañados luego a su vez para recibir la vela delgada con el nuevo fuego, con el que habrían de regresar a sus casas. La casa de la provincara fue la primera, por orden de rango; el monedero que depositó el alcaide del castillo en manos de Iselle estaba cargado de oro. Salieron al frente otros prohombres. Iselle sonreía, recibía e impartía bendiciones; el divino en jefe sonreía, transfería y repartía agradecimientos; el secretario sonreía, anotaba y acumulaba.
Al lado de Cazaril, Betriz se envaró de… ¿emoción? Asió brevemente el brazo izquierdo de Cazaril.
– El siguiente es ese vil juez, Vrese -le siseó al oído-. ¡Mirad!
Un personaje de aspecto avinagrado y mediana edad, ricamente ataviado con terciopelos azul marino y cadenas de oro, subió ante el trono de la Dama bolsa en mano. Con una sonrisa tensa, se la tendió.
– La Casa de Vrese presenta esta ofrenda a la diosa -entonó el juez, con voz nasal-. Bendícenos para la estación que empieza, mi dama.
Iselle recogió las manos en el regazo. Levantó la barbilla, dedicó a Vrese una mirada absolutamente seria e impasible, y dijo en voz alta y clara:
– La Hija de la Primavera recibe ofrendas sinceras. No acepta sobornos. Honorable Vrese. Tu oro significa más que nada para ti. Puedes quedártelo.
Vrese retrocedió medio paso; con la boca abierta por la incredulidad, permaneció clavado en el sitio. El sobrecogido silencio se propagó en ondas hasta el final de la congregación, para regresar en forma de crecientes murmullos de ¿Qué? ¿Qué ha dicho? No lo he oído… ¿Cómo? El divino en jefe demudó el semblante. El servicial secretario levantó la cabeza con una expresión de pávido horror.
Un hombre bien vestido que aguardaba hacia la cabeza de la fila soltó una resonante risotada de regocijo; sus labios se retrajeron en una expresión que tenía poco que ver con el humor, y mucho con la apreciación de la justicia cósmica. Junto a Cazaril, lady Betriz saltó sobre la punta de los pies y siseó entre dientes. Un reguero de risas contenidas siguió a los susurros explicativos que se propagaban entre la multitud de vecinos como brotes en primavera.
El juez miró iracundo al divino en jefe y le tendió a él la mano bruscamente, sujetando la ofrenda embolsada. Las manos del divino se abrieron y cerraron a sus costados. Volvió la vista, implorante, hacia el trono que ocupaba el avatar de la diosa.
– Lady Iselle -susurró por la comisura de la boca, si bien no en voz lo bastante baja-, no podéis… no podemos… ¿os ha hablado la diosa a este respecto?
– Habla en mi corazón -respondió Iselle, en voz mucho menos baja-. ¿En el vuestro no? Además, le pedí que sellara su aprobación concediéndome la primera llama, y lo hizo. -Perfectamente compuesta, se inclinó sorteando al paralizado juez, sonrió radiante al ciudadano que aguardaba su turno, e invitó-: ¿Vos, sir?
A la fuerza, el juez se hizo a un lado, sobre todo porque el siguiente suplicante, sonriendo maliciosamente, no dudó en avanzar y abrirse paso con el hombro.
Un acólito, impulsado a actuar por la furibunda mirada de su superior, se apresuró a invitar al juez a retirarse a otra parte y discutir este contratiempo. Su leve ademán de aproximación a la bolsa de la ofrenda fue cortado en seco por el gélido ceño fruncido que descargó sobre él la rósea; el muchacho se guardó la mano detrás de la espalda e hizo una reverencia para despedir al colérico juez. Al otro lado del patio, la provincara, sentada, se pellizcó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, se pasó la mano por la boca y contempló exasperada a su nieta. Iselle se limitó a levantar la barbilla y proseguir intercambiando desapasionadamente bendiciones de la diosa por los obsequios del cuatrimestre que le entregaba una fila de ciudadanos que, de repente, se habían olvidado del tedio y la monotonía de la ceremonia.
Mientras ella repasaba las distintas casas de la ciudad, en la calle se recogían ofrendas en forma de pollos, huevos y becerros, cuyos portadores sólo entraban en los sagrados precintos para recoger su bendición y su fuego nuevo. Lady de Hueltar y Betriz fueron a reunirse con la provincara en su banco de honor, y Cazaril se sentó detrás con el castellano, que dedicó a su recatada hija un sospechoso ceño paternal. Gran parte del gentío se alejó; la rósea cumplió con su sagrado deber, risueña, hasta dar las gracias al último leñador, a un carbonero, a un mendigo -que cantó un himno a modo de ofrenda- con el mismo tono impertérrito con que había bendecido a los prohombres de Valenda.
La tormenta del rostro de la provincara no estalló hasta que la familia al completo hubo regresado al castillo para el banquete de la tarde.
Cazaril se encontró guiando su caballo, puesto que el alcaide del castillo, de Ferrej, había empuñado con firmeza y prudencia las riendas del mulo blanco de Iselle. El plan de Cazaril de ausentarse discretamente se vio frustrado cuando, tras bajar de su alazana ayudada por sus criados, la provincara le espetó secamente:
– Castelar, dame tu brazo. -Los dedos que cerró en torno a él estaban tensos y temblorosos. Con los labios apretados, añadió-: Iselle, Betriz, de Ferrej, entrad. -Indicó con la cabeza las puertas que comunicaban a la sala de los ancestros, enfrente del patio del castillo.
Iselle había dejado sus ropas de fiesta en el templo al término de la ceremonia, y volvía a ser una joven de lindo blanquiazul. No, decidió Cazaril, al ver cómo volvía a alzar su altanera barbilla; de nuevo una rósea, simplemente. Bajo aquella superficie aprensiva refulgía una determinación alarmante. Cazaril sostuvo la puerta mientras pasaba todo el mundo, incluida lady de Hueltar. Siendo un joven paje, pensó con arrepentimiento, el instinto que le avisaba del inminente peligro que procedía de las alturas lo habría sacado corriendo de allí llegados a ese momento. Pero de Ferrej se detuvo y esperó por él, y Cazaril lo siguió.
La sala estaba en silencio, vacía ahora, aunque cálidamente iluminada por las hileras de velas del altar, que habrían de arder durante todo el día hasta consumirse. Los bancos de madera estaban pulidos hasta relucir apagadamente a la luz de los cirios por el roce de los numerosos ocupantes previos, píos o meramente ociosos. La provincara se llegó al frente de la estancia y se volvió hacia las dos muchachas, que retrocedieron juntas bajo su severa mirada.
– Muy bien. ¿Cuál de vosotras tuvo esa idea?
Iselle dio medio paso adelante e hizo una minúscula reverencia.
– Fui yo, abuelita -dijo casi, y sólo casi, con voz tan clara como en el patio del templo. Tras otro momento sometida a aquel inexorable escrutinio, añadió-: Aunque Betriz pensó en solicitar la confirmación de la primera llama.
De Ferrej se cernió sobre su hija.
– ¿Sabías que esto iba a ocurrir? ¿Y no me lo dijiste?
Betriz le dedicó una inclinación que era un eco del de Iselle, sin doblar la espalda.
– Tenía entendido que se me había asignado el papel de doncella de la rósea, papá. No el de espía de nadie. Si mi lealtad principal ha de pertenecer a otra persona que no sea Iselle, es algo que nadie me había explicado. Protege su honor con tu vida, ésas fueron tus palabras. -Tras un momento, suavizando un tanto su afilado discurso, añadió-: Además, no supe que iba a ocurrir hasta que hubo prendido la primera llama.
De Ferrej renunció a la precoz sofista e hizo un gesto de impotencia a la provincara.
– Tú eres la mayor, Betriz -dijo la provincara-. Pensábamos que ejercerías una influencia tranquilizadora. Que enseñarías a Iselle cuáles son los deberes de una doncella piadosa. -Torció los labios-. Igual que cuando Beetim el cazador cruza los perros jóvenes con los más viejos. Es una pena que no te entregara a él para que te criara, en vez de a estas institutrices inútiles.
Betriz parpadeó, y ofreció otra reverencia.
– Sí, mi lady.
La provincara sondeó su gesto, sospechando de sorna disimulada. Cazaril se mordió el labio.
Iselle inhaló hondo.
– ¡Si tolerar la injusticia y hacer la vista gorda ante los trágicos e innecesarios males que afectan a los hombres se cuentan entre los deberes principales de una doncella piadosa, es algo que los divinos nunca me enseñaron!
– No, claro que no -espetó la provincara. Por vez primera, su adusta voz se suavizó con una sombra de persuasión-. Pero la justicia no es tarea tuya, corazón.
– Parece que los hombres que sí la tienen por tarea han renunciado a ella. No soy ninguna lechera. Gozo de privilegios en Chalion, y sin duda tengo también mayores responsabilidades para con Chalion. ¡El divino y la buena devota me lo han dicho!
Lanzó una mirada desafiante a la vacilante lady de Hueltar, que protestó:
– Yo me refería a tus estudios, Iselle.
– Cuando los divinos te hablaron de tus píos deberes, Iselle -apostilló de Ferrej-, no se referían… no pretendían…
– ¿No pretendían que me lo tomara en serio? -inquirió cándidamente la joven.
De Ferrej resopló. Cazaril se compadeció. Una inocente con la ventaja moral, tan incompetente e ignorante del peligro como la cachorra con la que la había comparado la provincara… Cazaril dio gracias de corazón por no estar involucrado en esto.
La provincara soltó un bufido.
– De momento, las dos podéis ir a vuestros aposentos y quedaros allí. Os pondré a leer escrituras en penitencia, pero… Ya decidiré más tarde si tenéis permiso para asistir al banquete. Dedicada, seguidlas y aseguraos de que llegan a sus habitaciones. ¡Vamos! -Hizo un gesto imperioso. Cuando Cazaril hizo ademán de seguirlas, detuvo el brazo en el aire y señaló firmemente hacia abajo-. Castelar, de Ferrej, escuchad un momento.
Lady Betriz miró curiosa por encima del hombro mientras se alejaba. Iselle caminaba con la cabeza alta, y no volvió la vista atrás.
– Bueno -dijo cansadamente de Ferrej, al cabo-, esperábamos que se hicieran amigas.
Lejos ya su joven audiencia, la provincara se concedió una torva sonrisa.
– Sí, por desgracia.
– ¿Cuántos años tiene la dama Betriz? -inquirió Cazaril, curioso, con la mirada fija en la puerta que se cerraba.
– Diecinueve -respondió su padre, con un suspiro.
Vaya, su edad no estaba tan alejada de la de Cazaril como éste había imaginado, aunque sin duda no podía decirse lo mismo de su experiencia.
– De veras creía que Betriz sería una buena influencia -añadió de Ferrej-. Parece que ha sido justo al revés.
– ¿Acusáis a mi nieta de corromper a vuestra hija? -preguntó secamente la provincara.
– De inspirar, más bien -corrigió de Ferrej, con un abatido encogimiento de hombros-. Es aterrador. Me pregunto… me pregunto si sería mejor que las separásemos.
– Cualquiera soporta los aullidos. -Con cautela, la provincara se sentó en un banco e invitó a los hombres a imitarla-. No quiero acabar con tortícolis. -Cazaril enlazó las manos entre las rodillas y aguardó a escuchar lo que tuviera a bien decir la anciana. Debía de haberlo traído hasta allí para algo. Lo miró pensativa durante largo rato, antes de hablar de nuevo-. Vos sois perspicaz, Cazaril. ¿Se os ocurre alguna idea?
Cazaril arqueó las cejas.
– Me he ocupado del adiestramiento de jóvenes soldados, lady. Nunca del de jóvenes doncellas. Esto escapa a mis conocimientos. -Vaciló, antes de decir, casi a su pesar-: A mí me parece que ya es demasiado tarde para enseñar a Iselle a ser una cobarde. Pero podrías llamarle la atención sobre las escasas evidencias en que ha basado su actuación. ¿Cómo podía estar tan convencida de que el juez era culpable por un rumor? ¿Una habladuría, un cotilleo? A veces, incluso las pruebas más sólidas pueden mentir. -Pensó contrito en el hombre de los baños y en lo que le habían sugerido las cicatrices de su espalda-. Ya es demasiado tarde para arreglar lo de hoy, pero quizá le dé que pensar en el futuro. -Con voz más seca, añadió-: Y quizá queráis tener más cuidado con lo que discutís delante de ella.
De Ferrej frunció el ceño.
– Delante de cualquiera de ellas -matizó la provincara-. Cuatro oídos, una mente… o una conspiración. -Frunció los labios y lo miró con ojos entornados-. Cazaril… vos habláis y sabéis escribir darthaco, ¿no es así?
Cazaril parpadeó ante el brusco giro de la conversación.
– Sí, mi lady…
– ¿Y roknari?
– Mi, ah, roknari de la corte está algo oxidado. Eso sí, hablo roknari vulgar con fluidez.
– ¿Y geografía? ¿Conocéis la geografía de Chalion, de Ibra, de los principados roknari?
– Cinco dioses, sí, mi lady. Lo que no ha hollado mi caballo, lo han pisado mis botas, y por donde no he pasado es que me han arrastrado. O enterrado. Tengo la geografía de estas tierras impresa en la piel. Y he costeado al menos medio archipiélago remando.
– Y escribís, cifráis, leéis libros… habéis redactado cartas, informes, tratados, órdenes logísticas…
– Quizá ahora me tiemble un poco la mano, pero sí, he hecho todo eso -admitió, con creciente recelo. ¿Dónde desembocaría ese interrogatorio?
– ¡Sí, sí! -La provincara dio una palmada; el ruido sobresaltó a Cazaril-. Los dioses han querido que os poséis en mi brazo. Que me lleven los demonios del Bastardo si soy tan necia como para no domesticaros.
Cazaril sonrió, perplejo y curioso.
– Cazaril, dijisteis que buscabais trabajo. Tengo uno para vos. -Se reclinó contra el respaldo, triunfal-. ¡Secretario tutor de la rósea Iselle!
Cazaril sintió que se le desencajaba la mandíbula. Parpadeó con gesto estúpido.
– ¿Qué?
– Teidez ya tiene su propio secretario, que ordena los libros de sus aposentos, redacta sus cartas, cosas así… va siendo hora de que Iselle disponga de su propio custodio, en el umbral entre el mundo de las mujeres y el mayor al que tendrá que enfrentarse. Además, ninguna de esas estúpidas institutrices ha sido capaz de bregar con ella. Necesita la autoridad de un hombre, eso es. Tenéis el rango, tenéis la experiencia… -La provincara… sonrió, eso era lo único que podría decirse de su sobrecogedora expresión de regocijo-. ¿Qué me decís, mi lord castelar?
Cazaril tragó saliva.
– Creo… creo que si me prestarais una navaja ahora, con la que poder cortarme el cuello, nos ahorraríamos tiempo. Por favor, vuestra gracia.
La provincara bufó.
– Bien, Cazaril, bien. Eso me gusta en un hombre, que no subestime su situación.
De Ferrej, que al principio había parecido sobresaltado y alarmado, miró a Cazaril con renovado interés.
– Apostaría a que podríais dirigir su atención hacia las declinaciones darthacas. Habéis estado allí, a fin de cuentas, lo que no puede decirse de ninguna de estas cotorras -prosiguió la provincara, cada vez más entusiasmada-. El roknari, también, aunque recemos para que nunca le haga falta. Leedle poesía brajarana, recuerdo que os gustaba. Modales… saben los dioses que habéis servido en la corte del roya. Vamos, vamos, Cazaril, no me miréis con ojos de cordero degollado. Os resultará tarea sencilla, durante vuestra convalecencia. Eh, no penséis que no me doy cuenta de la enfermedad que habéis sufrido -añadió ante su débil gesto de negación-. Sólo tendrías que escribir, como mucho, un par de cartas a la semana. Menos. Y habéis trabajado de correo… cuando salgáis a montar con las muchachas, no tendré que escuchar después los resoplidos y los resuellos de esas pazguatas de muslos de miga de pan. En cuanto a lo de cuidar de los libros de su cuarto… bah, después de haber gobernado una fortaleza, eso debería de ser un juego de niños para vos. ¿Qué decís, estimado Cazaril?
La visión era a un tiempo tentadora y abrumadora.
– ¿No podrías darme mejor una fortaleza sitiada?
El humor desapareció de la faz de la provincara. Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en la rodilla; bajó la voz, y exhaló:
– Lo estará, dentro de poco. -Hizo una pausa, lo estudió-. Me preguntasteis si había algo que pudierais hacer para aliviar mi carga. A grandes rasgos, la respuesta es no. No podéis devolverme la juventud, no podéis… mejorar muchas cosas. -Cazaril se preguntó de nuevo hasta qué punto pesaba sobre ella la frágil salud de su hija-. Pero este pequeño favor sí que podéis hacérmelo, ¿verdad?
Le estaba suplicando. Ella le estaba suplicando a él. El mundo se había vuelto del revés.
– Estoy a vuestras órdenes, desde luego, lady, desde luego. Es sólo que… es que… ¿estáis segura?
– No sois ningún desconocido aquí, Cazaril. Y siento la desesperada necesidad de encontrar un hombre en el que confiar.
Se le derritió el corazón. O la sesera. Inclinó la cabeza.
– En ese caso, soy todo vuestro.
– De Iselle.
Cazaril, con los codos en las rodillas, la miró a ella y a un lado, al ceñudo y pensativo de Ferrej, y de nuevo a la anciana de rostro obstinado.
– Lo… entiendo.
– Sé que lo entendéis. Por eso Cazaril, os quiero para ella.