Cazaril se sentó en su dormitorio acompañado de una prodigalidad de velas y del clásico romancero brajarano La leyenda del árbol verde, y suspiró satisfecho. La biblioteca del Zangre había sido célebre en tiempos de Fonsa el Sabio, pero había caído en desuso desde entonces; este volumen, a juzgar por el polvo, no abandonaba su estante desde finales del reinado de Fonsa. Pero era el lujo de disponer de velas suficientes para convertir el leer hasta bien entrada la noche en un placer y no un esfuerzo, tanto como los versos de Behar, lo que le alegraba el corazón. Y le hacía sentir un poco culpable… El coste del uso de velas de cera de calidad sobre la casa de Iselle comenzaría a acumularse a la larga, y parecería un tanto extraño. Con las atronadoras cadencias de Behar resonando en la cabeza, se humedeció el dedo y pasó la página.
Las estrofas de Behar no era lo único que atronaba y resonaba. Volvió la vista hacia el techo, que filtraba un rápido golpeteo, arañazos, y el sonido apagado de risas y voces. Bueno, la tarea de procurar que las noches de la casa de Iselle fueran razonables recaía sobre Nan de Vrit, no sobre él, gracias a los dioses. Se concentró de nuevo en las visiones teológicamente simbólicas del poeta e ignoró el ajetreo, hasta que el cerdo profirió un chillido.
Ni siquiera el gran Behar podía competir con ese misterio. Sonriendo, Cazaril dejó el volumen encima de la colcha y sacó las piernas de la cama, se abrochó la túnica, se calzó los zapatos, y recogió la vela con pantalla de cristal para iluminar el camino escaleras arriba.
Se encontró con Dondo de Jironal, que bajaba. Dondo iba vestido con su habitual atuendo de cortesano, túnica azul con brocados y pantalones de lana y lino, aunque su capa chaleco blanca oscilaba prendida en su mano, junto a su espada envainada y el cinto. Tenía el rostro crispado y arrebolado. Cazaril abrió la boca para pronunciar un saludo educado, pero se le murieron las palabras en los labios ante la mirada asesina que le dedicó Dondo antes de pasar junto a él sin mediar palabra.
Cazaril llegó al pasillo de la planta superior para encontrar todos los candelabros de pared encendidos y un inexplicable despliegue de personas reunidas. No sólo Betriz, Iselle y Nan de Vrit, sino también lord de Rinal, uno de sus amigos y otra dama, además de sir de Sanda formaban un corrillo de carcajadas. Se retiraron hacia las paredes cuando Teidez y un paje irrumpieron en su seno, persiguiendo frenéticos un lechón bien lavado y adornado con un lazo que arrastraba una bufanda. El paje capturó al animal a los pies de Cazaril, y Teidez soltó un grito triunfal.
– ¡A la bolsa, a la bolsa! -exclamó de Sanda.
Lady Betriz y él se acercaron a Teidez y el paje mientras éstos colaboraban para introducir a la chillona criatura en un gran saco de lona, en el que era evidente que no quería entrar. Betriz se agachó para rascar al esforzado animal detrás de las batientes orejas.
– ¡Muchas gracias, lady Gocha! Habéis representado vuestro papel a la perfección. Pero ya va siendo hora de que regreséis a casa.
El paje se cargó el pesado saco sobre el hombro, saludó a los reunidos y se marchó, sonriendo.
– ¿Qué ocurre aquí? -quiso saber Cazaril, debatiéndose entre la risa y la alarma.
– ¡Uf, ha sido genial! -respondió Teidez-. ¡Tendríais que haber visto la cara que puso lord Dondo!
Cazaril acababa de verla, y no le había inspirado alegría, precisamente. Sintió un peso en el estómago.
– ¿Qué habéis hecho?
Iselle irguió la cabeza.
– Ni mis sutilezas ni las palabras francas de lady Betriz habían servido para desalentar a lord Dondo y convencerle de que sus atenciones no eran bienvenidas, así que hemos conspirado para asignarle el cariño que deseaba. Teidez se ocupó de sacar a nuestra cómplice del establo. En lugar de la virgen que esperaba encontrar lord Dondo cuando entró de puntillas en el dormitorio de Betriz a oscuras, se encontró con… ¡lady Gocha!
– ¡Oh, difamáis a la pobre cochina, rósea! -dijo lord de Rinal-. ¡A lo mejor resulta que también ella era virgen!
– Seguro que lo era, de lo contrario no habría chillado de ese modo -apostilló Iselle, tronchada de risa sobre su brazo.
– Es una pena -dijo de Sanda, mordaz-, que lord Dondo no la encontrara de su agrado. Confieso que me ha sorprendido. Con lo que dicen de él, pensaba que no le hacía ascos a acostarse con nada.
Entornó los ojos para comprobar el efecto que surtían sus palabras sobre el sonriente Teidez.
– Encima que la había rociado con mi mejor perfume darthaco -suspiró exageradamente Betriz. Recalcaban el candor de su mirada un destello de rabia y profunda satisfacción.
– Tendrías que habérmelo dicho -comenzó Cazaril. ¿Decirle el qué? ¿Que planeaban una trastada? Era evidente que sabían que se lo habría prohibido. ¿Que Dondo las acosaba de ese modo? ¿Que pensaban devolverle la vileza? Se clavó las uñas en la palma de la mano. ¿Y qué habría hecho él al respecto, eh? ¿Chivarse a Orico, a la royina Sara? Fútil…
Lord de Rinal dijo:
– Va a ser la mejor anécdota de la semana en toda Cardegoss… y la señorita se hará famosa, con rabo rizado y todo. Hace años que lord Dondo no hacía el ridículo, y creo que ya iba siendo hora. Me parece oír el "recochineo". Ese hombre no va a cenar cerdo sin oírlo también hasta dentro de unos cuantos meses. Rósea, lady Betriz -les dedicó una reverencia-, os doy las gracias de todo corazón.
Los dos cortesanos y la damisela se alejaron, presumiblemente para compartir la broma con aquellos amigos que siguieran despiertos.
Cazaril, controlándose para no decir lo primero que le había venido a la cabeza, espetó al fin:
– Rósea, no ha sido buena idea.
Iselle le devolvió el ceño fruncido, sin amilanarse.
– Ese hombre viste los hábitos de un santo general de la Dama de la Primavera pero no le importa despojar a las mujeres de su virginidad, que es sagrada para Ella, igual que roba… bueno, decís que no disponemos de pruebas de qué más roba. ¡De esto teníamos pruebas de sobra, por la diosa! Al menos esto le enseñará a no intentar robar nada de mi casa. ¡Se supone que el Zangre es una corte real, no un corral!
– Anímate, Cazaril -recomendó de Sanda-. A fin de cuentas, no podrá vengarse del róseo ni de la rósea por haberlo herido en su vanidad. -Miró en rededor; Teidez se había alejado por el pasillo para recoger las cintas pisoteadas que había desperdigado la cerda en su intento de fuga. Bajó la voz, y añadió-: Y bien ha merecido la pena con tal de que Teidez viera a su, eh, héroe a una luz menos halagadora. Cuando el amoroso lord Dondo salió a trompicones del dormitorio de Betriz con los cordones de los pantalones en las manos, se encontró con todos nuestros testigos alineados y esperándolo. Lady Gocha estuvo a punto de derribarlo, al colarse entre sus piernas en su huida. Parecía un completo payaso. Es la mejor lección que he conseguido extraer del mes que llevamos aquí. Quizá podamos empezar a recuperar algo del terreno perdido en esa dirección, ¿eh?
– Ojalá tengas razón -dijo Cazaril, precavido. No expuso en voz alta que el róseo y la rósea eran las únicas personas de las que no podía vengarse Dondo.
En cualquier caso, no hubo indicios de represalia en los días siguientes. Lord Dondo se tomó las chanzas de de Rinal y sus amigos con una fina sonrisa, aunque sonrisa al fin y al cabo. Cazaril se sentaba a la mesa esperando siempre que, como poco, se sirviera ante la rósea cierta cochina espetada con un lazo en el cuello, pero el plato no apareció. Betriz, que al principio se había contagiado del nerviosismo de Cazaril, se tranquilizó. Cazaril no. Dondo, por vivo que tuviera el carácter, había demostrado ampliamente hasta cuándo era capaz de esperar su oportunidad sin olvidarse de sus heridas.
Para alivio de Cazaril, el recochineo que se había apoderado de los pasillos del castillo cesó en cuestión de un par de noches, suplantado por nuevas fiestas, bromas y cotilleos. Cazaril empezaba a albergar la esperanza de que lord Dondo fuera a tragarse su medicina administrada en público sin rechistar. Quizá su hermano mayor, con horizontes más amplios a la vista que la pequeña sociedad del interior de las murallas del Zangre, se hubiera propuesto suprimir cualquier respuesta inapropiada. Del mundo exterior provenían noticias suficientes para acaparar la atención de los hombres: el recrudecimiento de la guerra civil en Ibra del Sur, el bandidaje en las provincias, el mal tiempo que cerraba los pasos montañosos demasiado pronto para la estación.
A la luz de estos últimos informes, Cazaril se preocupó de la logística relativa al transporte de la casa de la rósea, por si la corte decidía abandonar el Zangre enseguida y retirarse a sus tradicionales refugios de invierno antes del Día del Padre. Se encontraba sentado en su despacho, sumando caballos y mulas, cuando apareció uno de los pajes de Orico en la puerta de la antecámara.
– Mi lord de Cazaril, el roya solicita vuestra presencia en la Torre de Ias.
Cazaril arqueó las cejas, soltó la pluma, y siguió al muchacho, preguntándose qué servicio esperaría ahora el roya de él. Los inesperados antojos de Orico podían resultar un tanto excéntricos. En dos ocasiones había ordenado a Cazaril que lo acompañara en sendas expediciones hasta su zoológico, para realizar tareas que bien pudieran haber llevado a cabo un paje o un mozo, como sujetar las cadenas de sus animales, acercarle cepillos o dar de comer a las bestias. Bueno, no; el roya le había preguntado también acerca de las andanzas de su hermana Iselle, aparentemente sin demasiado entusiasmo. Cazaril había aprovechado la ocasión para transmitirle el espanto que le producía a Iselle la perspectiva de ser embarcada rumbo al Archipiélago, o a cualquier otro principado roknari, y esperaba que el oído del roya estuviera más abierto de lo que daba a entender su somnoliento comportamiento.
El paje lo condujo hasta la estancia alargada del segundo piso en la Torre de Ias que ocupaba de Jironal con su cancillería cuando la corte se trasladaba al Zangre. Estaba flanqueada de estanterías repletas de libros, pergaminos, documentos, y una hilera de las alforjas selladas que utilizaban los correos reales. Los dos guardias con librea que vigilaban la puerta los siguieron al interior y adoptaron sus puestos dentro de la habitación. Cazaril sintió sus miradas fijas en él.
El roya Orico estaba sentado con el canciller detrás de una gran mesa cubierta de papeles. Orico parecía cansado. De Jironal lucía parco e intenso, ataviado con sencillas ropas de la corte, pero con el cuello ceñido por la cadena de su oficio. Un cortesano, al que Cazaril reconoció como sir de Maroc, maestre armero y de guardarropía del roya, estaba de pie junto a un extremo de la mesa. Uno de los pajes de Orico, con aspecto de preocupación, flanqueaba el mueble por el otro lado.
El escolta de Cazaril anunció:
– El castelar de Cazaril, sir -y luego, tras una rápida mirada a su compañero paje, retrocedió discretamente hasta la pared más alejada.
Cazaril hizo una reverencia.
– ¿Sir, mi lord canciller?
De Jironal se atusó la barba entrecana, miró de soslayo a Orico, que se encogió de hombros, y dijo pausadamente:
– Castelar, haced la merced a Su Majestad, por favor, de quitaros la túnica y daros la vuelta.
Un frío desasosiego atenazó la garganta de Cazaril. Mantuvo la boca cerrada, asintió, y deshizo los nudos de su túnica. Se la quitó junto a la capa chaleco y dobló ambas prendas sobre un brazo. Hierático, dio media vuelta con porte marcial, y permaneció inmóvil. A su espalda, oyó que dos hombres contenían el aliento, y que una voz joven murmuraba:
– Os lo dije. Lo había visto.
Ah. Ése paje. Claro.
Alguien carraspeó; Cazaril esperó a que remitiera el rubor de sus mejillas, antes de girarse de nuevo. Con voz firme, preguntó:
– ¿Eso era todo, sir?
Orico, sin saber qué hacer con las manos, dijo:
– Castelar, se murmura… se os acusa… se ha formulado una acusación… dicen que fuisteis acusado de violación en Ibra, y que se os azotó en el cepo.
– Eso es mentira, sir. ¿Quién lo dice? -Miró de soslayo a sir de Maroc, que había palidecido mientras Cazaril estaba de espaldas. De Maroc no estaba al servicio de ninguno de los hermanos Jironal, ni era, que supiera Cazaril, uno de los patibularios sicarios de Dondo… ¿Lo habrían sobornado? ¿O sería un crédulo sincero?
Una voz nítida resonó en el pasillo.
– ¡También yo quiero ver a mi hermano, y de inmediato! ¡Estoy en mi derecho!
Los guardias de Orico se apresuraron a salir de la estancia, y a entrar de nuevo igual de deprisa, arrollados por la rósea Iselle, seguida de una lívida lady Betriz y de sir de Sanda.
Iselle escrutó rápidamente el cuadro vivo que tenía ante ella. Levantó la barbilla, y exclamó:
– ¿Qué significa esto, Orico? ¡De Sanda me ha dicho que has arrestado a mi secretario! ¡Sin avisarme siquiera!
A juzgar por la contracción de la boca del canciller de Jironal, esta intromisión no estaba calculada. Orico agitó ambas manos.
– No, no, arrestado no. Aquí nadie ha arrestado a nadie. Nos hemos reunido para investigar una acusación.
– ¿Qué acusación?
– Una acusación muy seria, rósea, e impropia para vuestros oídos -respondió de Jironal-. Deberíais retiraros.
Ignorándolo flagrantemente, la rósea cogió una silla y se sentó de golpe, cruzándose de brazos.
– Si se trata de una acusación seria contra el siervo más leal de mi casa, sin duda es algo que debo oír. Cazaril, ¿qué sucede?
Cazaril se inclinó ligeramente ante ella.
– Al parecer circula una calumnia, sostenida aún no se sabe por quién, según la cual las cicatrices de mi espalda obedecen al castigo de un crimen.
– El otoño pasado -añadió nerviosamente de Maroc-. En Ibra.
La mirada desorbitada de Betriz y su jadeo indicaban que había tenido ocasión de ver de cerca el amasijo de nudos al seguir a Iselle en su sondeo de la espalda de Cazaril. También sir de Sanda frunció los labios en una mueca.
– ¿Puedo ponerme otra vez la túnica, sir? -preguntó Cazaril, con voz fría.
– Sí, sí. -Orico se apresuró a asentir con un gesto.
– La naturaleza del crimen, rósea -intervino de Jironal, conciliador-, es tal que proyecta serias dudas sobre hasta qué punto se puede considerar a este hombre un siervo leal de vuestra casa o, ya puestos, de la de cualquier dama.
– ¿Qué, violación? -dijo Iselle, con sorna-. ¿Cazaril? Es la mentira más absurda que he escuchado en mi vida.
– Pero -repuso de Jironal-, ahí están las cicatrices.
– Regalo -dijo Cazaril, entre dientes-, de un maestre remero roknari, a cambio de cierto desafío desconsiderado por mi parte. El otoño pasado, frente a las costas de Ibra, eso es cierto.
– Plausible, y sin embargo… extraño -observó de Jironal, con tono juicioso-. Las crueldades de las galeras son legendarias, pero cualquiera pensaría que un maestro remero competente se resistiría a mutilar a un esclavo hasta dejarlo inservible.
Cazaril ensayó una media sonrisa.
– Lo provoqué.
– ¿De qué manera, Cazaril? -quiso saber Orico, que se retrepó y se estrujó la papada con una mano.
– Le enrosqué en el cuello la cadena de mi remo e hice todo lo posible por estrangularlo. Casi lo consigo. Pero me redujeron demasiado pronto.
– Dioses santos -dijo el roya-. ¿Pretendías suicidarte?
– No… no estoy seguro. Creía que ya nada podía enfurecerme, pero… Me habían puesto un nuevo compañero de banco, un muchacho ibrano, tendría unos quince años. También secuestrado, decía, y lo creí. Se adivinaba que provenía de buena familia, era amable, bien hablado, no estaba acostumbrado a los grandes esfuerzos… El sol le produjo unas ampollas terribles, y le sangraban las manos sobre los remos. Asustado, rebelde, avergonzado… me dijo que se llamaba Danni, pero nunca me confesó su apellido. El maestre remero se propuso utilizarlo para fines prohibidos para los roknari, y Danni se revolvió contra él. Antes de que yo pudiera impedírselo. Era una completa locura, pero el muchacho no se daba cuenta… Pensé… bueno, no pensaba con demasiada claridad por aquel entonces, pero supuse que si yo plantaba cara conseguiría impedir que el maestre remero la pagara con él.
– ¿Pagándola contigo en su lugar? -preguntó Betriz.
Cazaril se encogió de hombros. Había propinado un fuerte rodillazo en la ingle al maestre remero, antes de rodearle el cuello con la cadena, para asegurarse de que no tuviera ganas de carantoñas en una semana, pero una semana pasaba volando, ¿y luego qué?
– Fue un gesto inútil. Habría sido inútil, de no ser porque la fortuna quiso que la flotilla naval ibrana se cruzara con nosotros a la mañana siguiente, y nos rescatara a todos.
– Entonces, hay testigos -dijo de Sanda, de un modo alentador-. Un buen número de ellos, al parecer. El muchacho, los galeotes, los marineros ibranos… ¿qué fue del joven?
– No lo sé. Convalecí enfermo en el Templo Hospital de la Piedad de la Madre de Zagosur durante, durante algún tiempo, y todos se habían dispersado y marchado para cuando, um, me fui.
– Un relato de lo más heroico -dijo de Jironal, en un tono seco bien calculado para recordar a los oyentes de que ésta era la versión de Cazaril. Frunció el ceño, meditabundo, y contempló a la compañía que se había reunido, demorándose un instante en de Sanda, y en la ofendida Iselle-. No obstante… Supongo que podríais solicitar a la rósea un mes de permiso para ir a Ibra y localizar a algunos de esos, ah, testigos convenientemente dispersos. Si es que podéis.
¿Dejar a las muchachas sin protección durante un mes, aquí? Y ¿sobreviviría él al viaje? ¿O lo asesinarían y enterrarían en el bosque a dos horas de caballo de Cardegoss, dejando que la corte infiriera su culpabilidad merced a su supuesta huida? Betriz se llevó una mano a los pálidos labios, pero su mirada furibunda estaba concentrada en de Jironal. Aquí, al menos, había alguien que creía en la palabra de Cazaril antes que en su espalda. Se enderezó un poco.
– No -dijo, al cabo-. He sido calumniado. Es mi palabra jurada contra una habladuría. A menos que dispongáis de mejores pruebas que los rumores del castillo, rebato la mentira. O… ¿de dónde habéis sacado esa historia? ¿La habéis seguido hasta su origen? ¿Quién me acusa… sois vos, de Maroc?
Miró ceñudo al cortesano.
– Explícaselo, de Maroc -invitó de Jironal, con un ademán indiferente.
De Maroc cogió aliento.
– Lo escuché de boca de un tratante de sedas ibrano con el que estaba negociando la ampliación del guardarropa del roya… conocía al castelar, dijo, porque lo había visto en el cepo de los azotes en Zagosur, y se sorprendió mucho al verlo aquí. Dijo que había sido un caso sórdido… que el castelar había abusado de la hija de un hombre que se había apiadado de él y le había ofrecido refugio, y se acordaba perfectamente, por tanto, porque había sido una vileza.
Cazaril se rascó la barba.
– ¿Estáis seguro de que no me confundió con otro hombre?
– No -replicó fríamente de Maroc-, porque conocía vuestro nombre.
Cazaril entornó los ojos. No había lugar a dudas… era una mentira flagrante, comprada y pagada con dinero. Pero ¿de quién era la lengua comprada? ¿Del cortesano, o del mercader?
– ¿Dónde está ahora ese mercader? -intervino de Sanda.
– Partió a Ibra con su caravana, antes de que empiecen las nieves.
En voz baja, Cazaril preguntó:
– ¿Cuándo, exactamente, os confió este relato?
De Maroc vaciló, haciendo cálculos al parecer, puesto que movía los dedos a los costados como si estuviera contando.
– Se marchó hace tres semanas. Hablamos justo antes de su partida.
Ahora sé quién miente, sí. Cazaril sonrió, sin humor. Que hubiera un verdadero tratante de seda, y que hubiera salido de Cardegoss en esa fecha, era algo que no dudaba. Pero el ibrano se había ido mucho antes de que Dondo intentara sobornarlo con aquella esmeralda, y Dondo no se habría molestado en inventarse este subterfugio para librarse de Cazaril antes de probar a comprarlo directamente. Lamentablemente, no era ésta la línea de razonamiento que pudiera esgrimir Cazaril en su defensa.
– El tratante de sedas -añadió de Maroc-, no tenía motivos para mentir.
Pero tú sí. Me pregunto cuál habrá sido ese motivo.
– ¿Hace más de tres semanas que estáis al corriente de esta seria acusación, y no se os ha ocurrido llamar la atención sobre ella a vuestro señor hasta ahora? Me extraña en vos, de Maroc.
De Maroc lo fulminó con la mirada.
– Si el ibrano se ha ido -dijo Orico, quejumbroso-, es imposible determinar quién dice la verdad.
– Entonces mi lord de Cazaril sin duda recibirá el beneficio de la duda -observó de Sanda, que se mantenía obstinadamente firme-. Quizá vosotros no sepáis quién es, pero la provincara de Baocia, que depositó en él su confianza, sí; había servido a su esposo unos seis o siete años, en suma.
– En su juventud -matizó de Jironal-. Los hombres cambian, ya lo sabéis. Sobre todo tras exponerse a las brutalidades de la guerra. Si cabe alguna duda acerca de este hombre, no debería permitírsele ostentar un puesto tan crítico y, me atrevo a decir -miró a Betriz, con intención-, tentador.
La larga y furiosa inspiración de Betriz se vio interrumpida, quizá oportunamente, por Iselle, que exclamó:
– ¡Oh, monsergas! Inmerso en la brutalidad de la guerra, vos mismo disteis a este hombre las llaves de la fortaleza de Gotorget, que era el ancla de todo el frente de batalla de Chalion en el norte. ¡Es evidente que entonces sí confiabais en él, marzo! Y que no traicionó vuestra confianza.
De Jironal tensó la mandíbula, y esbozó la sombra de una sonrisa.
– Vaya, cuán combativa se ha vuelto Chalion, que incluso nuestras doncellas pretenden darnos consejos sobre estrategia.
– Peores consejos no podrán darnos -gruñó Orico, entre dientes. Sólo una fugaz mirada por el rabillo del ojo delató que de Jironal lo había oído.
Con voz perpleja, de Sanda dijo:
– Sí, ¿y por qué no se pagó el rescate del castelar junto al del resto de sus oficiales cuando rendisteis Gotorget, de Jironal?
Cazaril apretó los dientes. Cierra la boca, de Sanda.
– Los roknari informaron de su muerte -fue la lacónica respuesta del canciller-. Lo habían ocultado para vengarse, asumí, hasta que supe que seguía con vida. Aunque, si el tratante de sedas dijo la verdad, quizá fuera por vergüenza. Debió de escapar entonces, y permaneció en Ibra una temporada, hasta su, um, lamentable detención.
Miró a Cazaril, sólo un instante.
Sabes que es mentira. Yo sé que es mentira. Pero de Jironal no sabía, ni siquiera ahora, con certeza si Cazaril sabía que mentía. No parecía demasiada ventaja. No estaba en posición de contraatacar. Esta calumnia ya había abierto la tierra bajo sus pies, con independencia de cuáles fueran los resultados de las pesquisas de Orico.
– Bueno, pero no entiendo cómo se permitió que su pérdida quedara sin investigar -insistió de Sanda, acuciando con la mirada a de Jironal-. Era el comandante de la fortaleza.
– Si asumisteis que se trataba de una venganza -ahondó Iselle, pensativa-, debisteis de suponer que los roknari habían sufrido numerosas bajas en el campo de batalla gracias a él, vista la magnitud del rencor que le profesaban.
De Jironal hizo una mueca; era evidente que no le gustaba el cariz que estaba adoptando la lógica de aquel discurso. Se arrellanó y desechó la digresión con un aspaviento.
– Así pues, estamos donde empezamos. La palabra de un hombre contra la de otro, y nada que incline la balanza. Sir, os aconsejo prudencia, encarecidamente. Degradad a mi lord de Cazaril a un puesto de menor relevancia o enviádselo de regreso a la viuda de Baocia.
– ¿Y permitir que la difamación quede impune? -balbució casi Iselle-. ¡No! No pienso consentirlo.
Orico se frotó la frente, como si le doliera, y espió de reojo a su flemático consejero en jefe y a su furibunda cohermana. Se le escapó un débil gemido.
– Oh, dioses, cómo detesto estas cosas… -Cambió de expresión, y volvió a enderezarse en su asiento-. ¡Ah! Claro que sí. Tengo justo la solución… justo la solución justa, je, je…
Llamó al paje que había acompañado a Cazaril, y le susurró algo al oído. De Jironal observó, ceñudo, aunque parecía que tampoco él pudo escuchar lo que decía el roya. El paje se marchó corriendo.
– ¿Qué solución proponéis, sir? -inquirió de Jironal, con aprensión.
– No la propongo yo, sino los dioses. Dejaremos que decidan los dioses quién es inocente, y quién miente.
– No estaréis pensando en someter este asunto al juicio por combate, ¿verdad? -El horror que dejaba traslucir la voz de de Jironal era sincero.
Cazaril no pudo por menos de participar de ese horror… al igual que sir de Maroc, a juzgar por la manera en que huía la sangre de su cara.
Orico parpadeó.
– Bueno, vaya, ésa sí que es una idea. -Estudió a de Maroc y a Cazaril-. Parecen justos rivales, en suma. De Maroc es más joven, sí, y hace buen papel en el anillo de entrenamiento, pero la veteranía es un grado.
Lady Betriz miró a de Maroc de soslayo y frunció el ceño, súbitamente preocupada. Cazaril también, por motivos distintos, supuso. De Maroc era un buen duelista. Contra la brutalidad del campo de batalla, resistiría, estimaba Cazaril, quizá unos cinco minutos. De Jironal miró fijamente a los ojos a Cazaril casi por vez primera desde que comenzara este interrogatorio, y Cazaril supo que sus cálculos coincidían. Se le revolvió el estómago al pensar que podía verse obligado a destripar al muchacho, aun cuando fuera un pelele y un mentiroso.
– No sé si el ibrano mentía o no -apostilló de Maroc, precavido-, sólo sé lo que he oído.
– Ya, ya. -Orico desestimó el asunto con un ademán-. Creo que mi plan es mejor.
Sorbió por la nariz, se la frotó con la manga, y esperó. Se hizo un prolongado y enervante silencio, que no se rompió hasta que hubo regresado el paje, para anunciar:
– Umegat, sir.
El atildado mozo de cuadra roknari entró y observó con ligera sorpresa a los reunidos, pero se encaminó directamente a su señor e hizo su reverencia.
– ¿En qué puedo servirle, mi lord?
– Umegat -dijo Orico-. Quiero que salgas y cojas el primer cuervo sagrado que veas, y que lo traigas aquí. Tú -señaló al paje-, ve con él en calidad de testigo. Va, ya, deprisa, deprisa.
Orico recalcó su urgencia con unas palmadas.
Sin evidenciar la menor sorpresa ni vacilación, Umegat se inclinó de nuevo y abandonó la estancia. Cazaril pilló a de Maroc mirando al canciller con una lastimera expresión que parecía indicar ¿Y ahora qué? De Jironal apretó los dientes y se hizo el despistado.
– Bueno -dijo Orico-, ¿cómo lo organizamos? Ya sé… Cazaril, ve y quédate en esa esquina del cuarto. De Maroc, a la otra.
De Jironal entrecerró los ojos, calculando, inseguro. Hizo una discreta seña con la cabeza a de Maroc, indicando el extremo de la estancia en que había una ventana abierta. Cazaril se encontró relegado al rincón más sombrío y cerrado.
– Todo el mundo -Orico señaló a Iselle y su séquito-, apartaos y sed testigos. Tú, tú y tú también -esta vez dirigiéndose a los guardias y el paje restante. Orico se puso en pie y rodeó la mesa para disponer el cuadro vivo a su entera satisfacción. De Jironal se quedó sentado donde estaba, jugueteando con una pluma, ceñudo.
Mucho antes de lo que hubiera esperado Cazaril, regresó Umegat, con un cuervo malhumorado encajado debajo del brazo y el alborozado paje trotando a su alrededor.
– ¿Es ése el primer cuervo que habéis visto? -preguntó Orico al muchacho.
– Sí, mi lord -contestó el paje, sin aliento-. Bueno, había una bandada entera dando vueltas alrededor de la Torre de Fonsa, así que supongo que vimos seis u ocho a la vez. Umegat se quedó plantado en medio del patio con las brazos extendidos y los ojos cerrados, muy quieto. ¡Y éste vino y se posó justo en su manga!
Cazaril se esforzó para ver si aquel pájaro balbuciente, por un casual, echaba de menos dos plumas en la cola.
– Excelente -celebró Orico-. Ahora, Umegat, quiero que te sitúes justo en el centro de la sala y, cuando yo te dé la señal, suelta el cuervo sagrado. ¡Cuando veamos hacia quién vuela, lo sabremos! Un momento… que todo el mundo formule una plegaria antes en silencio para que nos guíen los dioses.
Iselle se compuso, pero Betriz levantó la mirada.
– Pero sir. ¿Qué es lo que sabremos? ¿Volará el cuervo hacia el embustero, o hacia el hombre que dice la verdad?
Miró fijamente a Umegat.
– Oh -dijo Orico-. Hm.
– ¿Y si se queda dando vueltas en círculo? -inquirió de Jironal, delatando un dejo de exasperación en la voz.
Entonces sabremos que los dioses están tan confusos como el resto de nosotros, se dijo Cazaril.
Umegat, acariciando al ave para tranquilizarla, hizo una leve reverencia.
– Puesto que la verdad es sagrada para los dioses, dejemos que el cuervo vuele hacia quien diga la verdad, sir.
No miró a Cazaril.
– Oh, muy bien. Adelante, pues.
Umegat, con lo que Cazaril empezaba a sospechar que era una cierta inclinación teatral, se situó exactamente entre los dos acusados y sostuvo en alto al pájaro en su brazo, abriendo despacio la mano. Permaneció inmóvil un momento, con expresión de pía quietud. Cazaril se preguntó qué pensarían los dioses de la cacofonía de plegarias enfrentadas que sin duda surgían de la estancia en esos momentos. Entonces Umegat lanzó el cuervo al aire y bajó los brazos. El ave graznó y extendió las alas, y desplegó una cola a la que le faltaban dos plumas.
De Maroc abrió los brazos en cruz, esperanzado, con aspecto de estar preguntándose si se le permitiría atrapar al pájaro en pleno vuelo si pasaba cerca de él. Cazaril, a punto de gritar Caz, Caz para asegurarse, se sintió embargado de repente de curiosidad teológica. Él ya conocía la verdad… ¿qué otra cosa podía revelar esta prueba? Se quedó quieto y erecto, con la boca entreabierta, y observó con perturbada fascinación cómo el cuervo ignoraba la ventana abierta y aleteaba directamente hasta posarse en su hombro.
– Bien -dijo en voz baja al ave, cuando ésta le clavó las garras y saltó de una pata a otra-. Bien. -El cuervo ladeó su negro pico, mirándolo con sus inexpresivos ojos de azabache.
Iselle y Betriz comenzaron a saltar y a vitorear, abrazándose y espantando casi al pájaro. De Sanda sonrió, solemne. De Jironal rechinó los dientes; de Maroc parecía levemente horrorizado.
Orico se sacudió las manos gordezuelas.
– Bueno. Esto queda zanjado. Ahora, por los dioses, va siendo hora de cenar.
Iselle, Betriz y de Sanda rodearon a Cazaril como una guardia de honor y lo escoltaron hasta el patio, fuera de la Torre de Ias.
– ¿Cómo sabíais cuándo acudir en mi rescate? -preguntó Cazaril. Subrepticiamente, miró arriba; en esos momentos no había ningún cuervo dando vueltas en el aire.
– Un paje me dijo que pensaban arrestaros esta mañana -dijo de Sanda-, y acudí a la rósea de inmediato.
Cazaril se preguntó si de Sanda, al igual que él, tenía un fondo privado para pagar el servicio de noticias instantáneo de diversos observadores repartidos por el Zangre. Y por qué sus propios informadores no se habían dado un poco más de prisa esta vez.
– Gracias por cubrirme -se tragó las palabras, las espaldas-, el flanco desprotegido. A estas horas ya me habrían expulsado, de no aparecer todos para abogar por mí.
– No hay de qué. Creo que tú habrías hecho lo mismo por mí.
– Mi hermano necesita a alguien que lo apuntale -comentó Iselle, con amargura-. De lo contrario, se inclina hacia donde sople el viento más fuerte.
Cazaril se debatió entre el elogio de su perspicacia y la recriminación de su franqueza. Miró a de Sanda de soslayo.
– ¿Desde cuándo, sabéis, circula por la corte esta historia sobre mí?
Se encogió de hombros.
– Hará cuatro o cinco días, me parece.
– ¡Nosotras acabábamos de enterarnos! -protestó Betriz, indignada.
De Sanda abrió las manos en compungido ademán.
– Probablemente pareciese un asunto demasiado sórdido para vuestros oídos de doncella, mi lady.
Iselle frunció el ceño. De Sanda aceptó las reiteradas gracias de Cazaril y se fue para ver qué hacía Teidez.
Betriz, que se había quedado callada de repente, dijo, en voz baja:
– Ha sido culpa mía, ¿verdad? Dondo ha arremetido contra ti para vengarse por lo del cerdo. ¡Oh, lord Caz, lo siento mucho!
– No, mi lady -repuso firmemente Cazaril-. Dondo y yo tenemos algunas cuentas pendientes que se remontan a antes… antes de Gotorget. -El rostro de la joven se iluminó, para alivio de Cazaril; aun así, aprovechó la ocasión para añadir, con prudencia-: Para qué engañarnos, la broma con el cerdo no fue de ninguna ayuda, y no deberíais hacer nunca más algo parecido.
Betriz exhaló un suspiro, pero luego sonrió, siquiera un poco.
– Bueno, por lo menos dejó de incordiarme. Así que sí que fue de alguna ayuda.
– No niego que eso sea una ventaja, pero… Dondo sigue siendo un hombre poderoso. Os ruego, a las dos, que os mantengáis alejadas de él.
Iselle volvió la vista hacia él. Con voz queda, dijo:
– Estamos sitiadas aquí dentro, ¿verdad? Teidez, yo, toda nuestra casa.
– Espero -suspiró Cazaril-, que no sea tan grave. Pero andaos con más cuidado de ahora en adelante, ¿eh?
Las escoltó de regreso a sus aposentos en el bloque principal, pero no retomó sus cálculos. En vez de eso, volvió a bajar las escaleras a paso largo y pasó junto a los establos camino del zoológico. Encontró a Umegat en la pajarería, persuadiendo a las aves pequeñas para que se dieran un baño de polvo en una palangana llena de cenizas como antídoto contra los piojos. El pulcro roknari, protegido su tabardo por un delantal, lo miró y sonrió.
Cazaril no le devolvió la sonrisa.
– Umegat -comenzó, sin preámbulo-, tengo que saberlo. ¿Elegiste tú al cuervo, o el cuervo te eligió a ti?
– ¿Es que os importa, mi lord?
– ¡Sí!
– ¿Por qué?
Cazaril abrió la boca, la cerró. Al fin comenzó de nuevo, suplicando casi:
– Fue un truco, ¿sí? Los engañasteis, trayendo el cuervo al que doy de comer en mi ventana. Los dioses no intervinieron en esa habitación, ¿verdad?
Umegat arqueó las cejas.
– El Bastardo es el más sutil de los dioses, mi lord. El simple hecho de que algo sea un truco, no significa que no estéis tocado por los dioses. -Añadió, disculpándose-. Me temo que así es como funciona.
Gorjeó para la colorida ave, que parecía haber terminado de aletear en las cenizas, la atrajo hasta su mano con una semilla extraída del bolsillo de su delantal y volvió a meterla en su jaula.
Cazaril lo siguió, protestando.
– Era el cuervo al que di de comer. Claro que voló a mí. También tú lo alimentas, ¿eh?
– Doy de comer a todos los cuervos sagrados de la Torre de Fonsa. Igual que los pajes y las doncellas, los visitantes del Zangre y los acólitos y divinos de todas las casas del Templo de la ciudad. El milagro de esos cuervos es que no estén demasiado gordos para volar.
Con un giro preciso de muñeca, Umegat cogió otra ave y la sumergió en la bañera de cenizas.
Cazaril se apartó cuando se levantó una nube de cenizas, y frunció el ceño.
– Eres roknari. ¿No profesas la fe quadrena?
– No, mi lord -respondió Umegat, sereno-. Soy un devoto quintariano desde finales de mi juventud.
– ¿Te convertiste al llegar a Chalion?
– No, todavía vivía en el Archipiélago.
– ¿Cómo… es posible que no os ahorcaran por hereje?
– Me subí al barco que iba a Brajar antes de que me capturaran. -La sonrisa de Umegat se alisó.
Conservaba los pulgares, eso era cierto. Cazaril, ceñudo, estudió los delicados rasgos del hombre.
– ¿Qué era tu padre, en el Archipiélago?
– Estrecho de miras. Muy pío, eso sí, a su cuadriculada manera.
– No me refería a eso.
– Lo sé, mi lord. Pero lleva muerto veinte años. Ya no importa. Me conformo con lo que soy ahora.
Cazaril se rascó la barba, mientras Umegat buscaba otra ave colorida.
– Entonces, ¿cuánto hace que eres el mozo en jefe de esta colección de fieras?
– Desde el principio. Hará unos seis años. Vine con el leopardo, y los primeros pájaros. Éramos un obsequio.
– ¿De quién?
– Ah, del archidivino de Cardegoss, y de la Orden del Bastardo. Con ocasión del cumpleaños del roya, ya sabéis. Desde entonces, se han añadido muchos y excelentes animales.
Cazaril sopesó aquellas palabras, un momento.
– Es una colección insólita.
– Sí, mi lord.
– ¿Cómo de insólita?
– Muy insólita.
– ¿No me puedes decir más?
– Os ruego que no me preguntéis más, mi lord.
– ¿Por qué no?
– Porque no deseo mentiros.
– ¿Por qué no? -Todos los demás lo hacen.
Umegat inspiró y sonrió maliciosamente, mirando a Cazaril.
– Porque, mi lord, el cuervo me eligió a mí.
La sonrisa que le devolvió Cazaril resultaba un tanto forzada. Dedicó a Umegat una pequeña reverencia y se retiró.