Cuando se celebró el desfile del templo que festejaba la llegada del verano, no invitaron a Iselle para que representara su papel de Dama de la Primavera; esa parte solía recaer en una mujer recién casada. Una joven novia sumamente tímida y recatada entregó el trono del avatar del dios reinante a una matrona igualmente bien educada y embarazada. Cazaril vio por el rabillo del ojo cómo el divino de la Sagrada Familia exhalaba aliviado al término de la ceremonia, que en esta ocasión se había visto librada de sorpresas espirituales.
La vida aminoraba su ritmo. Las pupilas de Cazaril suspiraban y bostezaban en la sofocante aula cuando el sol cocía las piedras del torreón, y su maestro también; una hora particularmente asfixiante, se rindió abruptamente y canceló para el resto de la estación todas las clases posteriores al almuerzo. Como había dicho Betriz, la royina Ista parecía mejorarse conforme los días se alargaban y suavizaban. Asistía con mayor frecuencia a las comidas de la familia y se sentaba casi todas las tardes con sus damas de compañía a la sombra de los árboles frutales que remataban el jardín de la provincara. Sin embargo, sus guardianas no le permitían subir a las vertiginosas almenas acariciadas por la brisa a las que tanto gustaban de escapar Iselle y Betriz para burlar el calor y la desaprobación de las diversas personas cuya avanzada edad les disuadía de subir escaleras.
Cazaril, expulsado de su propio aposento por el bochorno aplastante de un brumoso día de calina que había sucedido a una inusual noche de aguacero, se adentró en el jardín buscando un lugar más cómodo en el que acomodarse. El libro que llevaba debajo del brazo era uno de los pocos que contenía la magra biblioteca del castillo que no había leído ya, aunque no es que Las cinco sendas del alma: De los métodos exactos de la teología quintariana fuera una de sus pasiones. Quizá las hojas, aleteando sueltas en su regazo, consiguieran que su más que probable siesta tuviera un aire más docto para quienes pasaran por su lado. Dobló el cenador de rosas y se detuvo en seco al descubrir a la royina, acompañada de una de sus damas con un bastidor para bordar, ocupando el banco que él había ambicionado. Cuando las mujeres alzaron la cabeza, esquivó un par de excitadas abejas y les dedicó una reverencia compungida por su involuntaria intromisión.
– Quedaos, castelar de… Cazaril, ¿no es así? -murmuró Ista, cuando él se giraba dispuesto a marcharse-. ¿Qué tal va mi hija con sus nuevos estudios?
– Muy bien, mi lady -respondió Cazaril, girándose de nuevo, con una inclinación de cabeza-. Es muy diestra en cuestiones de aritmética y geometría, y muy, um, persistente con su darthaco.
– Bien -dijo Ista-. Eso está bien. -Contempló ausente, por un instante, el jardín desteñido por el sol.
La fámula se inclinó sobre su bastidor para anudar un hilo. Lady Ista no bordaba. Cazaril había oído a una doncella que susurraba que sus damas y ella habían trabajado medio año en un elaborado manto para el altar del Templo. En el momento en que se dieron las últimas puntadas, la royina lo cogió de improviso y lo quemó en la chimenea de su cámara aprovechando un descuido de sus mujeres. Tanto si ese relato era cierto como si no, sus manos no sostenían ninguna aguja hoy, sólo una rosa.
Cazaril escrutó su semblante en busca de un mayor reconocimiento.
– Me preguntaba… Había pensado preguntaros, mi lady, si os acordáis de mí de los días en que serví a vuestro noble padre en calidad de paje. Hace ya veinte años, así que no sería de extrañar que os hubierais olvidado de mí. -Aventuró una sonrisa-. Por aquel entonces no tenía barba.
Se llevó la mano a la mitad inferior de la cara.
Ista le devolvió la sonrisa, pero su ceño se acentuó con un esfuerzo de reconocimiento que era evidentemente fútil.
– Lo lamento. Mi difunto padre tuvo muchos pajes, a lo largo de los años.
– Por cierto, era un gran señor. Bueno, no importa. -Cazaril se cambió el libro de mano para ocultar su decepción, y sonrió aún con mayor compunción. Se temía que la amnesia de la royina no tuviera nada que ver con el estado de sus nervios. Lo más probable era que ella nunca hubiera reparado en él, siendo como era una mujer que miraba arriba y al frente, no abajo ni atrás.
La fámula de la royina, mientras rebuscaba en su costurero, murmuró:
– Drat -y levantó la cabeza para mirar a Cazaril-. Mi lord de Cazaril -dijo, sonriendo de modo incitante-. Si no os molesta, ¿podríais quedaros y hacer compañía a mi lady mientras voy corriendo a mi cuarto y busco mi seda verde oscura?
– No es ninguna molestia, dama -fue la respuesta automática de Cazaril-. Es, um… -Miró de soslayo a Ista, que le devolvió una mirada franca, con un inquietante deje de ironía. Bueno, tampoco es que Ista fuera susceptible de empezar a dar alaridos o a revolcarse por los suelos. Incluso las lágrimas que había visto amontonarse a veces en sus ojos se empozaban en silencio. Dedicó a la fámula una discreta reverencia cuando se levantó la mujer, que lo cogió del brazo y se lo llevó un poco aparte, al otro lado del cenador.
Se puso de puntillas para susurrarle al oído.
– No pasará nada. Pero no mencionéis a lord de Lutez. Y quedaos junto a ella hasta mi regreso. Si empieza a hablar de nuevo del viejo de Lutez, vos… no os alejéis de ella.
Se fue corriendo.
Cazaril sopesó su situación.
El brillante lord de Lutez había sido el consejero más próximo del difunto roya Ista durante treinta años: amigo de la infancia, hermano de armas, compañero leal. Con el tiempo, Ias le había investido con todos los honores que estaba en su mano dispensar, nombrándolo provincar de dos distritos, canciller de Chalion, mariscal de las tropas de su casa y maestre de la rica orden militar del Hijo… todo en aras de controlar y compeler al resto, murmuraban los hombres. Enemigos y admiradores por igual convenían en susurros que a de Lutez sólo le faltaba el título para ser roya de Chalion. E Ias su royina…
Cazaril se preguntaba a veces si había sido debilidad o astucia lo que había animado a Ias a dejar en manos de de Lutez el trabajo sucio, ganándose las críticas de los altos señores, ganándose el sobrenombre de Ias el Bueno. Aunque no, concedió Cazaril, Ias el Fuerte, ni Ias el Sabio, ni siquiera, bien lo sabían los dioses, Ias el Afortunado. Era de Lutez el que había organizado el segundo desposorio de Ias con la dama Ista, desmintiendo sin duda el persistente rumor que circulaba entre la nobleza de Cardegoss acerca de un amor antinatural entre el roya y su amigo de toda la vida. Y aun así…
Cinco años después del matrimonio, de Lutez había caído en desgracia a los ojos del roya, que le había arrebatado todos sus honores, abrupta y letalmente. Acusado de traición, había muerto torturado en las mazmorras del Zangre, la gran fortaleza real de Cardegoss. Fuera de la corte de Chalion, se había rumoreado que su traición consistía en haber amado a la joven royina Ista. En círculos más íntimos, un susurro considerablemente más atenuado sostenía que era Ista la que había persuadido finalmente a su esposo para que destruyera a su odiado rival a cambio de su amor.
Como quiera que se dispusiera el triángulo, la destructora geometría de la muerte había cambiado los tres vértices por dos, y luego, cuando Ias se recluyó y murió menos de un año después que de Lutez, por uno sólo. E Ista había cogido a sus hijos y había huido del Zangre, o había sido exiliada de él.
De Lutez, No mencionéis a de Lutez. No mencionéis, por tanto, gran parte de la historia de la última generación y media de Chalion. De acuerdo.
Cazaril regresó junto a Ista y, no sin cierta cautela, se sentó en la silla que había dejado vacía la fámula ausente. Ista había empezado a desmenuzar su rosa, no con saña, sino delicada y sistemáticamente, arrancando los pétalos y dejándolos en el banco a su lado, disponiéndolos en imitación de su forma original, un círculo dentro de otro formando una espiral hacia dentro.
– Los muertos perdidos me visitaron en sueños anoche -continuó Ista, en tono familiar-. Aunque no eran más falsos sueños. ¿También te visitan a ti, Cazaril?
Cazaril parpadeó, y concluyó que la royina parecía demasiado cabal para que esto pudiera tildarse de demencia, aun cuando su conducta pareciera un tanto errática. Y además, no le costaba comprender a qué se refería, lo que sin duda no ocurriría de estar ella loca.
– A veces sueño con mi madre y padre. Durante un momento, caminan y hablan como si estuvieran vivos… así que lamento despertar, y perderlos de nuevo.
Ista asintió.
– Los sueños falsos son así de tristes. Pero los verdaderos son crueles. Los dioses te libren de soñar alguna vez sus sueños verdaderos, Cazaril.
Cazaril frunció el ceño, y ladeó la cabeza.
– Todos mis sueños son batiburrillos confusos, y se dispersan como el humo y el vapor cuando despierto.
Ista inclinó la cabeza sobre su rosa desnuda; se afanaba ahora en esparcir los estambres de polvo dorado, delgados como hilos de seda, formando un diminuto abanico inscrito en el círculo de pétalos.
– Los sueños verdaderos oprimen el corazón y el estómago como un puño de plomo. Su peso basta para… ahogar nuestras almas en el desconsuelo. Los sueños verdaderos caminan a la luz del día. Y en cambio también nos traicionan, igual que se traga un hombre de carne y hueso el vómito de sus promesas, igual que un perro la cena que se le arroja. No depositéis vuestra confianza en los sueños, castelar. Ni en las promesas de los hombres.
Alzó el semblante de su composición de pétalos, súbitamente intensa su mirada.
Cazaril carraspeó, incómodo.
– No, dama, eso sería una tontería. Pero es agradable ver a mi padre, de vez en cuando. Pues no volveré a verlo de otra forma.
Ista le dedicó una extraña sonrisa soslayada.
– ¿No os dan miedo vuestros muertos?
– No, mi lady. No en sueños.
– A lo mejor vuestros muertos no son gente temible.
– En su mayoría, no, señora -convino Cazaril.
En lo alto de la muralla del torreón, los postigos de una ventana se abrieron de par en par y la fámula de Ista se asomó al jardín. Aparentemente tranquilizada al ver a su dama enfrascada en amena conversación con su mal vestido cortesano, saludó con la mano y desapareció de nuevo.
Cazaril se preguntó cómo pasaba el tiempo Ista. No cosía, al parecer, ni evidenciaba afición por la lectura, ni disfrutaba de la compañía de músicos. La había visto esporádicamente dedicada a sus oraciones, pasando horas algunas semanas en la sala de los ancestros, o frente al pequeño altar portátil que guardaba en sus aposentos, o, con mucha menos frecuencia, escoltada por sus damas y de Ferrej camino del templo de la ciudad, aunque nunca en los momentos de mayor congregación. A veces, transcurrían semanas en las que parecía que no se acordara siquiera de los dioses.
– ¿Encontráis consuelo en la plegaria, mi lady? -preguntó, rindiéndose a la curiosidad.
Ista levantó la cabeza, y su sonrisa se marchitó un poco.
– ¿Yo? Yo no encuentro consuelo en ninguna parte. Los dioses se burlan de mí. Les devolvería el favor, pero retienen mi corazón y mi aliento como rehenes de sus caprichos. Mis hijos son prisioneros de la fortuna. Y la fortuna se ha vuelto loca, en Chalion.
– Me parece que hay prisiones peores que este soleado torreón, señora -ofreció Cazaril, vacilante.
Ista arqueó las cejas, y se reclinó.
– Oh, sí. ¿Habéis estado alguna vez en el Zangre, en Cardegoss?
– Sí, cuando era joven. No recientemente. Era un laberinto inmenso. Me pasé la mitad del tiempo perdido.
– Qué curioso. También yo me perdí en él… veréis, está encantado.
Cazaril pensó en ese comentario tajante.
– No debería extrañarme. Está en la naturaleza de las grandes fortalezas que mueran en él tantas personas como las construyeron, las ganaron, las perdieron… hombres de Chalion, los renombrados masones roknari antes que nosotros, los primeros reyes, y hombres antes que ellos que estoy seguro se arrastraron hasta sus cuevas, en una época perdida entre las brumas del tiempo. En eso consiste su prominencia. -Hogar de royas y nobles durante generaciones; cientos y cientos de hombres y mujeres habían acabado sus vidas en el Zangre, algunos de manera harto espectacular… otros más discretamente-. El Zangre es más antiguo que la propia Chalion. Es lógico que… acumule.
Ista empezó a arrancar con delicadeza las espinas del tallo de la rosa, para alinearlas en una hilera semejante a los dientes de una sierra.
– Sí. Acumula. Ésa es la palabra exacta. Acumula calamidades igual que una cisterna, igual que los canalones y las cloacas acumulan el agua de lluvia. Haréis bien en evitar el Zangre, Cazaril.
– No siento deseos de asistir a la corte, mi lady.
– Yo sentí ese deseo, una vez. Con todo mi corazón. Las maldiciones más salvajes de los dioses se ciernen sobre nosotros en respuesta a nuestras plegarias, sabéis. Rezar es un acto peligroso. Creo que debería prohibirlo la ley.
Empezó a pelar el tallo de la rosa; las finas tiras verdes revelaban delicadas líneas de médula blanca.
Cazaril no sabía qué responder a esto, por lo que se limitó a sonreír, dubitativo.
Ista comenzó a seccionar la médula a lo largo.
– Hubo una vez una profecía referente a lord de Lutez, según la cual no se ahogaría nunca salvo en la cima de una montaña. Y nunca le tuvo miedo a nadar después de aquello, a despecho de la violencia de las olas, pues todo el mundo sabe que no hay agua en la cima de las montañas; baja toda a los valles.
Cazaril se tragó su pánico; miró en rededor subrepticiamente anhelando el regreso de la fámula. Seguía sin aparecer. Lord de Lutez, decían, había muerto torturado con agua en los calabozos del Zangre. Bajo las piedras del castillo, pero muy por encima de la ciudad de Cardegoss. Se humedeció los labios entumecidos, y aventuró:
– Veréis, nunca escuché tal cosa mientras el hombre vivía. En mi opinión, se lo inventó algún charlatán más tarde, para perpetrar un relato escalofriante. Las justificaciones… tienden a acumularse póstumamente ante una caída tan espectacular como la suya.
Los labios de Ista se separaron para componer la sonrisa más extraña. Terminó de desmenuzar los restos de la médula del tallo, los alineó sobre su rodilla, y los acarició para aplanarlos.
– ¡Pobre Cazaril! ¿Dónde te has vuelto tan sabio?
Cazaril se salvó de tener que intentar pensar en una respuesta gracias a la llegada de la dama de compañía de Ista, que emergió de nuevo de la puerta del torreón con una madeja de seda tintada en las manos. Cazaril se puso en pie de un salto y saludó a la royina con una reverencia.
– Vuestra dama regresa…
Se inclinó ligeramente al cruzarse con la fámula, que le susurró, apurada:
– ¿Ha sido sensata, mi lord?
– Sí, perfectamente. -A su manera…
– ¿Nada de de Lutez?
– Nada… digno de mención. -Nada que él quisiera mencionar, sin duda.
La sirvienta suspiró aliviada y prosiguió su camino, plantando una sonrisa en su rostro. Ista la observó con aburrida tolerancia cuando empezó a parlotear de todos los objetos que había tenido que levantar y abrir hasta encontrar su errático ovillo. A Cazaril se le pasó por la cabeza que la hija de la provincara, la madre de Iselle, tenía que estar en sus cabales.
Si Ista hablaba a muchos de sus tordos contertulios con los crípticos saltos racionales que había exhibido ante él, no era de extrañar que circularan rumores sobre su locura, y aun así… su ocasional capacidad de discurso le parecía más cifrado que farfulla. Un cifrado de una consistencia interna esquiva, puesto que sólo una persona conocía la clave. Persona que, evidentemente, no era él. Tampoco es que eso difiriera en gran medida de los síntomas de algunos casos de locura que había presenciado…
Cazaril apretó con fuerza su libro y fue a buscar una sombra menos perturbadora.
El verano avanzaba lánguidamente, lo que aliviaba a Cazaril en cuerpo y mente. Sólo el pobre Teidez se sentía frustrado por la inactividad, restringida la caza por culpa del calor, la estación y su tutor. Disparaba contra los conejos del castillo con una ballesta, agazapado entre las brumas del amanecer, para regocijo y aprobación de los jardineros de la casa. El muchacho estaba tan fuera de temporada, poseído por la inquietud y la vitalidad… Si alguna vez había habido un dedicado nato al Hijo del Otoño, dios de la caza, la guerra y el clima más templado, Cazaril juzgó que sin duda ése era Teidez.
Le sorprendió un poco verse acosado camino del almuerzo un caluroso mediodía por Teidez y su tutor. A juzgar por los rostros congestionados de ambos, se encontraban inmersos en otra de sus desgarradoras discusiones.
– ¡Lord Caz! -le dio el alto Teidez, sin aliento-. ¿A que el maestro de esgrima del antiguo provincar también llevaba a los pajes al matadero, para sacrificar a los terneros, para enseñarles coraje, en una lucha de verdad, y no en este, este, bailar dando vueltas por el anillo de duelo?
– Bueno, sí…
– ¡Ves, lo que te había dicho! -gritó Teidez a de Sanda.
– También practicábamos en el anillo -añadió inmediatamente Cazaril, en nombre de la solidaridad, por si le hiciera falta a de Sanda.
El tutor ensayó un rictus.
– La matanza del toro es una práctica nacional antigua, róseo. No es algo que corresponda a los nobles. Estáis destinado a ser un caballero, ¡cuando menos!, y no un aprendiz de matarife.
La provincara no empleaba maestro de esgrima en su casa en la actualidad, por lo que se había asegurado de que el tutor del róseo fuera un hombre versado en el manejo de la espada. Cazaril, que había asistido ocasionalmente a sus sesiones de entrenamiento con Teidez, respetaba la precisión de de Sanda. La técnica de de Sanda era efectiva, si bien nada excepcional. Caballerosa. Honorable. Pero si de Sanda conocía también las desesperadas y brutales artimañas que mantenían con vida a los hombres en el campo de batalla, no las compartía con Teidez.
Cazaril sonrió con ironía.
– El maestro de esgrima no nos adiestraba para convertirnos en caballeros, sino para llegar a ser soldados. A su favor, os diré una cosa: todos los campos de batalla que he visto en mi vida parecían más el patio de matarife que un anillo de duelo. No era agradable, pero nos enseñó a defendernos. Y no se desperdiciaba nada. Creo que daba igual si, al final del día, los toros morían después de haber sido perseguidos durante una hora por un pazguato armado con una espada, o si se les ponía la cabeza sobre el tajo para aplastársela con un mazo. -Aunque Cazaril nunca prolongaba la situación, al contrario que algunos jóvenes, que se enfrentaban a un juego macabro y peligroso con los animales enloquecidos. Con un poco de práctica, había aprendido a despachar a su bestia de una estocada, casi con la misma rapidez que el carnicero-. Cierto es que en el campo de batalla no nos comíamos lo que matábamos, salvo los caballos, a veces.
De Sanda le reprobó la agudeza sorbiendo por la nariz. Se volvió hacia Teidez, conciliador.
– Podríamos salir con los halcones mañana por la mañana, mi lord, si el tiempo acompaña. Y si termináis vuestros deberes de cartografía.
– Eso es un juego de niñas, con halcones y palomas… ¡palomas! ¡Qué me importan a mí las palomas! -Con voz anhelante, Teidez añadió-: En la corte del roya en Cardegoss, en otoño, cazan jabalíes en los robledales. Ésa sí que es una caza digna de hombres. ¡Dicen que esos cochinos son peligrosos!
– Muy cierto -convino Cazaril-. Sus colmillos pueden destripar un perro… o un caballo. O un hombre. Son mucho más veloces de lo que se espera uno.
– ¿Habéis cazado alguna vez en Cardegoss? -preguntó Teidez, ávido.
– Seguí a mi señor de Guarida unas cuantas veces.
– En Valenda no hay jabalíes -suspiró el róseo-. ¡Pero tenemos toros! Ya es algo. Mejor que las palomas… ¡o los conejos!
– Oh, cazar conejos sirve de entrenamiento para un soldado -ofreció Cazaril, a modo de consuelo-. Por si alguna vez os veis obligado a cazar ratas para comer. Se necesita casi la misma habilidad.
De Sanda le lanzó una mirada furibunda. Cazaril sonrió y abandonó la discusión con una reverencia, abandonando a Teidez a sus protestas.
Durante el almuerzo, Iselle entonó el contrapunto de una cantinela parecida, aunque el objeto de su asalto fue la autoridad de su abuela y no la de su tutor.
– Abuelita, mira que hace calor. ¿No podemos ir a bañarnos al río como hace Teidez?
Conforme arreciaba la fuerza del estío, los paseos a caballo vespertinos del róseo con su caballero tutor, sus fámulos y pajes, se habían cambiado por baños en una poza en el río, corriente arriba de Valenda; el mismo lugar que visitaban los sofocados pobladores del castillo en los tiempos de paje de Cazaril. Naturalmente, las damas quedaban excluidas de estas excursiones. Cazaril había declinado cortésmente las invitaciones de unirse a la partida, esgrimiendo sus responsabilidades para con Iselle. El verdadero motivo era que desnudarse para nadar exhibiría todos los viejos desastres que le señalaban la piel, una historia que no le apetecía airear. El recuerdo del equívoco que se había producido en la casa de baños todavía lo mortificaba.
– ¡Claro que no! -dijo la provincara-. Eso sería absolutamente impúdico.
– Con él no -dijo Iselle-. Hagamos nuestra propia partida, una excursión de damas. -Se volvió hacia Cazaril-. ¡Dijiste que las damas del castillo iban a nadar cuando tú eras paje!
– Las criadas, Iselle -corrigió su abuela, cansada-. La gente humilde. No es pasatiempo apropiado para ti.
Iselle se hundió de hombros, acalorada, colorada y haciendo pucheros. Betriz, libre del desfavorable rubor, se encorvó en el sitio, pálida y marchita por contraposición a la sofocada rósea. Se sirvió la sopa. Todo el mundo se quedó mirando los cuencos humeantes con repugnancia. Guardando las formas -como siempre- la provincara cogió la cuchara y dio un sorbo empecinado.
Cazaril dijo de repente:
– Pero lady Iselle sabe nadar, ¿no es así, vuestra gracia? Quiero decir que aprendió, presumiblemente, de pequeña.
– Desde luego que no -respondió la provincara.
– Ah. Oh, vaya. -Cazaril miró en torno a la mesa. La royina Ista no los acompañaba a esta comida; aliviado de la preocupación de cierto tema obsesivo, se decidió a sacar el tema-. Eso me recuerda una tragedia espantosa.
La provincara entrecerró los ojos; no mordió el anzuelo. Betriz, en cambio, sí.
– Oh, ¿cuál?
– Ocurrió cuando cabalgaba para el provincar de Guarida, durante una escaramuza con el príncipe roknari Olus. Las tropas de Olus cruzaron la frontera al amparo de la noche, y de la tormenta. Me pidieron que evacuara a las damas de la casa de Guarida antes de que cercaran la ciudad. Rayando el alba, después de haber pasado media noche a caballo, cruzamos un arroyo crecido. Una de las fámulas de su provincara fue arrastrada por la corriente cuando se cayó su caballo, arrastrada muy lejos por la fuerza del agua, junto al paje que se lanzó tras ella. Para cuando hube conseguido que mi caballo diera la vuelta, se habían perdido de vista… Encontramos los cuerpos a la mañana siguiente, curso abajo. El río no era tan profundo, pero había sido presa del pánico, al no tener ni idea de nadar. Sólo habrían hecho falta unas lecciones básicas para convertir aquel accidente fatal en un simple susto, y se hubieran salvado tres vidas.
– ¿Tres vidas? -inquirió Iselle-. La dama, el paje…
– La dama estaba embarazada.
– Oh.
Se cernió sobre la mesa un silencio ominoso.
La provincara se acarició la barbilla, mirando a Cazaril.
– ¿Es cierta esa historia, castelar?
– Sí -suspiró Cazaril. La mujer tenía la carne tumefacta y magullada, fría, azulada, inerte como la arcilla cuando la tocó para sacarla del agua, pesadas las ropas empapadas de agua, pero mayor era el peso que sintió Cazaril en el corazón-. Tuve que informar a su marido.
– Huh -gruñó de Ferrej. Pese a ser el anecdotista más consumado a la mesa, no intentó superar este relato.
– No es una experiencia que desee revivir -añadió Cazaril.
La provincara bufó y apartó la mirada. Transcurrido un momento, dijo:
– Mi nieta no puede zambullirse en el río desnuda igual que una anguila.
Iselle se irguió en su asiento.
– Pero podríamos ponernos, eh, ropas de lino.
– Cierto, si alguien tiene que nadar en una emergencia, lo más probable es que ésta lo encuentre con la ropa puesta -contribuyó Cazaril.
Betriz aventuró, en un susurro:
– Y sería el doble de refrescante. La primera vez al bañarnos, y la segunda al tendernos para que se seque la ropa.
– ¿No podría instruirlas alguna dama de la casa? -intentó sonsacar Cazaril.
– Ninguna sabe nadar -dijo la provincara, con firmeza.
Betriz asintió para confirmarlo.
– Sólo chapotean. -Alzó la mirada discretamente-. ¿No podríais enseñarnos vos a nadar, lord Caz?
Iselle dio una palmada.
– ¡Oh, sí!
– He… uh… -tartamudeó Cazaril. Por otro lado… en esa compañía, podría dejarse la camisa puesta sin necesidad de dar explicaciones-. Supongo… si a vosotras os parece bien. -Miró de reojo a la provincara-. Y si vuestra abuela me da su permiso.
Tras un prolongado silencio, la provincara rezongó:
– Procurad no coger todos un resfriado.
Iselle y Betriz, prudentemente, prescindieron de vítores triunfales, pero lanzaron a Cazaril sendas miradas radiantes de gratitud. Se preguntó si creerían que se había inventado la historia de la dama ahogada en el arroyo.
Las clases comenzaron aquella misma tarde, con Cazaril de pie en el centro del río intentando persuadir a dos jovencitas atenazadas por el pánico de que no se ahogarían en cuanto se les mojara el cabello. Su preocupación por haber infringido las estrictas normas de seguridad remitió gradualmente conforme ambas muchachas se relajaban y aprendían a dejar que el agua las mantuviera a flote. Flotaban mejor que Cazaril, aunque sus meses a la mesa de la provincara habían eliminado parte de la enjutez lobuna de su rostro barbado.
Su paciencia demostró estar justificada. Hacia el final del verano, chapoteaban y se zambullían como nutrias en la poza excavada por la corriente. Cazaril se limitaba a sentarse en la orilla con el agua hasta la cintura e impartir ocasionales consejos.
El lugar que había elegido para acomodarse estaba relacionado sólo en parte con el interés por refrescarse. La provincara estaba en lo cierto, tenía que admitirlo… nadar era obsceno. Las holgadas camisolas de lino, empapadas a conciencia y adheridas a aquellos cuerpos jóvenes y esbeltos, se burlaban con creces del pudor que intentaban preservar, asombroso efecto que se cuidó de no mencionar a sus alegres pupilas. Lo peor era que el agua era un arma de doble filo. Los calzones de lino mojado y pegado a su entrepierna revelaban una disposición mental… um, corporal… um, una recuperación física que esperaba encarecidamente que no percibieran. Por lo menos Iselle parecía ajena. No estaba tan convencido de que Betriz fuera igual de despistada. Su fámula Nan de Vrit, de mediana edad, que declinaba las lecciones pero vadeaba las aguas poco profundas vestida de pies a cabeza con las faldas recogidas sobre las pantorrillas, no perdía detalle, y era evidente que debía hacer un esfuerzo para no soltar la risa. Caritativamente, parecía confiar en la buena fe de Cazaril, y no se reía de él en voz alta, ni murmuraba sobre él con la provincara. Al menos… él creía que no.
Cazaril era incómodamente consciente de que, a cada día que pasaba, aumentaba su aprecio por Betriz. Aún no hasta el punto de colar nefastos poemas anónimos por debajo de su puerta, gracias a los dioses por este ápice de cordura. Tocar el laúd debajo de su ventana era, quizá para bien, algo que ya no entraba dentro de sus posibilidades. Y sin embargo… a lo largo del cálido y plácido verano de Valenda, había empezado a atreverse a pensar en una vida más allá del vuelco de un reloj de arena.
Betriz le sonreía… eso era cierto, no eran imaginaciones suyas. Y era muy amable. Pero también sonreía a su caballo y era amable con él. Su sincera cortesía fraternal distaba de ser lo bastante sólida para cimentar un castillo de ensueño sobre ella, y menos aún para empezar a pensar en amueblar el castillo e irse a vivir a él. Sin embargo… le sonreía.
Rechazaba la idea repetidamente, pero no dejaba de reaparecer con nuevas fuerzas… al igual que otras cosas, lamentablemente, sobre todo durante las clases de natación. Pero él había renegado de la ambición, no pensaba hacer el ridículo nunca más, maldita sea. Su embarazoso vigor quizá señalara la recuperación de sus fuerzas, pero ¿de qué le servía? Seguía estando en posesión de las mismas tierras y los mismos dineros que durante sus días de paje, pero con menos esperanzas aún. Era una locura albergar fantasías de lujuria o amor, y aun así… El padre de Betriz era un hombre sin tierras de buena sangre, dedicado a su vida de servicio. Sin duda no despreciaría a un alma afín.
No despreciaría a Cazaril, no… de Ferrej era demasiado listo para eso. Pero también era lo bastante listo para saber que la belleza de su hija y su conexión con la rósea constituían una dote que podría reportarle algo mejor que el desventurado Cazaril en lo que a marido se refiere, mejor incluso que los rapaces gentiles que servían en la casa de la provincara en calidad de pajes. De todos modos, era evidente que, para Betriz, esos muchachos eran como cachorros empalagosos. Pero algunos de ellos tenían hermanos mayores, herederos de sus modestas propiedades…
Se sumergió en el agua hasta la barbilla y fingió no espiar con los ojos entrecerrados a Betriz, que escalaba una roca, con el lino traslúcido chorreando, la negra melena derramada sobre sus trémulas curvas. La joven estiró los brazos al sol antes de lanzarse al agua de panza para mojar a Iselle, que se zafó, chilló y chapoteó a su vez. Los días ya eran más cortos, las noches más frías, al igual que las tardes. El festival de la ascensión del Hijo del Otoño estaba a la vuelta de la esquina. Había hecho demasiado frío para nadar durante toda la semana pasada; tan sólo un puñado de días habían sido lo suficientemente cálidos para que estas excursiones privadas al río fueran tolerables. El galope tendido, y la caza, pronto tentarían a sus damiselas a enfrascarse en recreos más secos. Y su buen juicio regresaría a él igual que un perro extraviado. ¿Verdad?
El sesgo de la luz y el enfriamiento del aire sacaron a la remolona partida de nadadores del agua para secarse en la orilla de piedras. Cazaril se sentía tan reconfortado que ni siquiera las obligó a conducir su ociosa conversación en darthaco o roknari. Se ciñó los recios pantalones de montar y las botas -botas nuevas, de buena calidad, obsequio de la provincara- y el cinto de la espada. Apretó las cinchas de los caballos y les quitó las trabas, antes de ayudar a las damas a montar. A regañadientes, volviendo en numerosas ocasiones la vista hacia el nemoroso calvero junto al río que dejaban atrás, los excursionistas acometieron el ascenso de la colina en dirección al castillo.
En un arrebato de imprudencia, Cazaril azuzó su caballo para galopar al lado de Betriz. La joven lo miró de perfil, vislumbrándose fugitivo su hoyuelo. ¿Sería la ausencia de coraje, o la carencia de ingenio lo que tornó su lengua en madera dentro de su boca? Ambas, decidió. Lady Betriz y él atendían juntos a Iselle a diario. De demostrarse infructuosa su incursión en el ámbito de la coquetería, ¿se resentiría la valiosa familiaridad que había crecido entre ellos estando al servicio de la rósea? No… debía, diría algo… mas el caballo de Betriz aminoró su paso al trote a la vista del castillo, y se perdió la ocasión.
Cuando entraron en el patio, con el arañar de los cascos de sus caballos resonando sordamente sobre el adoquinado, Teidez salió como una exhalación de una puerta lateral, gritando:
– ¡Iselle! ¡Iselle!
La mano de Cazaril saltó a la empuñadura de su espada a causa de la conmoción -la túnica y los pantalones del joven estaban salpicados de sangre- antes de retirarse de nuevo al ver a un de Sanda cubierto de polvo y mugre siguiendo los pasos de su pupilo. El cruento aspecto de Teidez se debía simplemente a una tarde de entrenamiento en el matadero de Valenda. No era el horror lo que daba fuerzas a sus excitados gritos, sino el gozo. El rostro redondo que volvió a su hermana estaba radiante de felicidad.
– ¡Iselle, ha ocurrido algo maravilloso! ¡Adivina, adivina!
– Cómo quieres que lo adivine… -comenzó su hermana, riendo.
Impaciente, Teidez se dio por vencido con un aspaviento; la noticia brotó incontenible de sus labios.
– Acaba de llegar un correo del roya Orico. ¡Se nos ordena a ti y a mí que nos presentemos este otoño en su corte en Cardegoss! ¡Y mamá y la abuela no están invitadas! ¡Iselle, vamos a escapar de Valenda!
– ¿Vamos al Zangre? -Iselle prorrumpió en gritos de alegría, y saltó de la silla para coger las hediondas manos de su hermano y danzar en círculos por todo el patio. Betriz se inclinó sobre su silla y los observó, con la boca entreabierta en señal de tembloroso deleite.
Su fámula frunció los labios con mucho menos candor. Cazaril y sir de Sanda cruzaron la mirada. La boca del tutor del róseo estaba cincelada en forma de rictus torvo.
A Cazaril le dio un vuelco el estómago cuando repicaron en el suelo las últimas monedas de la conclusión. La rósea Iselle tenía orden de asistir a la corte; por consiguiente, su pequeña casa iría con ella a Cardegoss. Incluida su dama de compañía, lady Betriz.
Y su secretario.