6. PULSADORES

Permanecieron en el campamento del Valle de Mebbekew, junto al río de Elemak, más tiempo del que se proponían. Primero tuvieron que aguardar la cosecha, luego, a pesar de las hierbas antivomitivas que Shedemei descubrió en el índice, Luet estaba tan desfalleciente que Rasa no consintió que iniciaran el viaje y arriesgaran su vida. Cuando Luet se sobrepuso y recobró sus fuerzas, las tres mujeres embarazadas —Hushidh, Kokor y Luet— estaban demasiado gruesas para viajar. Además, ahora también estaban encintas Sevet, Eiadh, Dol y Rasa. Ninguna de ellas se sentía tan mal como se había sentido Luet, pero tampoco estaban muy dispuestas a montar en camello, cabalgar todo el día y armar tiendas por la noche y desarmarlas por la mañana mientras subsistían con una dieta de galletas, charqui y melón seco.

Permanecieron en ese campamento más de un año, hasta que nacieron los siete bebés. Sólo dos de las madres tuvieron varones, Volemak y Rasa llamaron a su hijo Oykib, en memoria del padre de Rasa, y Elemak y Eiadh llamaron a su primogénito Protchnu, que significaba «resistencia».

Eiadh mencionó que sólo su esposo, Elemak, era tan viril como Volemak, pues le había puesto en el vientre un hijo varón, y Volemak sólo tenía hijos varones. Los demás ignoraron esa petulancia y disfrutaron de sus hijas.

Luet y Nafai llamaron a su pequeña Chveya, porque los había unido en una sola alma. La hija de Hushidh e Issib fue la primera en nacer de esa generación, y la llamaron simplemente Dza, porque era la respuesta a todas las preguntas de su vida. Kokor y Obring llamaron a su hija Krasata, un nombre que significaba «belleza» y estaba de moda en Basílica. Vas y Sevet llamaron a su hija Vasnaminanya, en parte porque significaba «memoria», pero también porque se relacionaba con el nombre de Vas; la llamaban Vasnya. Y Mebbekew y Dol llamaron a su hija Basilikya, en recuerdo de la ciudad que ambos amaban y añoraban. Todos sabían que ese nombre estaba destinado a ser un reproche constante para quienes les habían sacado a rastras de su hogar, así que todos adoptaron el apodo que le puso Volemak, Syelsika, que significaba «campesina». Esto fastidiaba a Meb, pero aprendió a callarse porque los demás se reían de él.

Oykib, Protchnu, Chveya, Dza, Krasata, Vasnya y Syelsika: en una fresca mañana, más de un año después que todos llegaron al Valle de Mebbekew, los bebés estaban arropados en prendas frescas y colgaban en hamacas del hombro de sus madres, para que ellas pudieran alimentarlos cuando tenían hambre durante el día. A excepción de Shedemei, que no tenía hijos, las mujeres no se encargaban de armar las tiendas, aunque cuando los niños crecieran reanudarían sus deberes. Y los hombres, fuertes, bronceados y curtidos tras un año de vida y trabajo en el desierto, presumían ante sus esposas, orgullosos de su paternidad y de la responsabilidad de tener una familia que debían cuidar y alimentar.

Todos salvo Zdorab, quien permanecía tan callado y discreto como de costumbre, todavía sin hijos; a veces él y su esposa parecían desaparecer. Eran los únicos integrantes del grupo que no tenían lazos consanguíneos ni políticos con Rasa y Volemak; eran los únicos que no tenían ningún hijo; eran bastante más mayores que el resto, salvo Elemak; nadie habría dicho que no estaban en pie de igualdad con los demás, pero en verdad nadie creía que así fuera.

Mientras se preparaban para marcharse, Luet, con Chveya dormida en su hamaca, llevó un melón maduro hasta el lugar donde se reunía la tribu de mandriles. Los mandriles parecían agitados y nerviosos, lo cual no era sorprendente, teniendo en cuenta el tumulto que reinaba en el campamento humano. Cuando Luet llegó al sitio donde comían, ellos la observaron con expectación. Algunas hembras se acercaron a ver el bebé. Luet ya les había dejado tocar a Chveya, aunque nunca les permitía jugar con ella tal como jugaban con sus propios hijos. Chveya era demasiado frágil para sus toscas caricias.

Luet buscaba un macho, no una hembra, y en cuanto se alejó de las curiosas hembras lo encontró: Yobar, que había sido un paria un año atrás, y que ahora era el mejor amigo de la hija mayor de la matriarca de la tribu; tenía tanto prestigio como un macho podía obtener en esa ciudad de mujeres.

Luet llevó el melón hasta donde Yobar pudiera verlo. Luego, volteándose despacio para no asustarlo, lo partió contra una roca.

Como ella esperaba. Yobar saltó hacia atrás, alarmado. Cuando vio que Luet no tenía miedo, se acercó a investigar. Ahora Luet pudo mostrarle lo que quería: el secreto que habían ocultado tan celosamente a los mandriles todo ese año. Cogió un fragmento carnoso y comió ruidosamente.

El ruido atrajo a los demás, pero fue Yobar —como Luet esperaba— quien siguió el ejemplo y se puso a comer. No hacía distinción entre la pulpa y la cáscara, y parecía disfrutar de ambas por igual. Cuando estuvo lleno, se puso a saltar y a parlotear hasta que los demás —sobre todos los machos jóvenes— se aventuraron a probar la fruta.

Luet retrocedió despacio y se marchó.

Oyó pasos a sus espaldas. Miró hacia atrás y vio que Yobar la seguía. No lo había esperado, pero Yobar siempre la sorprendía. Era muy curioso e inteligente, aun entre animales cuya inteligencia no distaba mucho de la humana, y cuya curiosidad y afán de aprender a veces era mayor.

—Ven, si quieres —dijo Luet. Lo condujo río arriba hasta el huerto, donde los mandriles hasta ahora tenían prohibida la entrada. Los restos de la última cosecha de melones aún colgaban de las plantas, algunos maduros, otros no. Yobar titubeó en el linde del huerto, pues los mandriles habían aprendido a respetar ese límite invisible. Luet le hizo señas y Yobar entró con cautela. Ella lo condujo hasta un melón maduro.

—Cómelos cuando estén así —le dijo—, cuando huelan así.

Le ofreció el melón, todavía unido a la planta. Yobar lo olfateó, lo sacudió, lo arrojó al suelo y logró partirlo. Luego lo probó y parloteó alegremente.

—Aún no he terminado —dijo Luet—. Debes prestar atención. —Le ofreció otro melón, que no estaba maduro, y aunque le permitió olerlo, no le permitió sostenerlo—. No, no comas éstos. Las semillas no están maduras, y si los comes cuando estén así, no tendrás cosecha el año próximo. —Dejó el melón inmaduro en el suelo, y señaló el melón partido que estaba a los pies de Yobar—. Come los maduros. Shedemei dice que las semillas atraviesan tu sistema digestivo ilesas, y crecen en los excrementos sin problemas. Podéis tener melones para siempre, si enseñas a los demás a comer sólo los maduros. Si les enseñas a esperar.

Yobar la miraba atentamente.

—No entiendes ni jota de lo que digo. Pero eso no significa que no comprendas la lección, ¿verdad? Eres listo. Ya comprenderás. Enseñarás a los demás antes de pasarte a otra tribu, ¿sí? Es el único regalo que os podemos dejar, nuestro pago por el uso del valle en este año. Por favor, aceptadlo y usadlo bien.

Yobar gritó una vez. Ella se levantó y se alejó. Los camellos ya estaban prontos, y todos la esperaban.

—Sólo le mostraba el huerto a Yobar —dijo.

Kokor hizo un gesto desdeñoso, pero Luet apenas la miró. Lo importante era la sonrisa de Nafai, el asentimiento de Hushidh, las palabras aprobatorias de Volemak.

A una orden, los camellos se incorporaron, cargados con las tiendas y las provisiones, las cajas de almacenaje llenas de embriones y semillas y, ante todo, con veintitrés seres humanos en vez de dieciséis. Como Elemak había dicho anoche, sería mejor que el Alma Suprema los condujera a destino antes que los niños crecieran demasiado para cabalgar con sus madres, o tendrían que conseguir más camellos en el camino.

Los dos primeros días de viaje los llevaron al noreste, por la misma ruta que habían cogido desde Basílica. Pero había pasado un año desde entonces y ya no reconocían el paisaje, aunque las rocas grises y la arena amarillenta les resultaron familiares hasta el hartazgo en cuanto transcurrió una hora de viaje.

Mebbekew cabalgó un trecho junto a Elemak, al caer la segunda tarde.

—Hemos pasado el lugar donde lo sentenciaste a muerte, ¿verdad?

Elemak calló un instante.

—No, no pasaremos por allí.

—Creí verlo.

—No lo viste.

Anduvieron en silencio un rato más.

—Elemak —dijo Mebbekew.

—¿Sí? —Elemak no parecía disfrutar de esa conversación.

—¿Quién nos detendría si cogiéramos nuestras tiendas, y provisiones para tres días, y nos dirigiéramos al norte, hacia Basílica?

A veces la miopía de Mebbekew rayaba en la estupidez.

—Al parecer has olvidado que no tenemos dinero. Te aseguro que ser pobre en Basílica es peor que ser pobre aquí, porque en Basílica al Alma Suprema le importa un rábano tu supervivencia.

—¡Claro, como si aquí nos hubiera cuidado tanto! —dijo Meb desdeñosamente.

—Estuvimos en un lugar con agua durante más de un año y ni una sola vez vimos viajeros, bandidos, parejas fugitivas ni familias de vacaciones.

—Lo sé, era como estar en otro planeta. ¡Un planeta deshabitado! Te aseguro que cuando el embarazo de Dolya estaba tan avanzado que ella no podía moverse, las hembras de mandril empezaban a tentarme.

Mebbekew nunca había parecido más inservible que en aquel momento.

—No me sorprende —dijo Elemak. Meb lo miró con mal ceño.

—Estaba bromeando, imbécil.

—Yo no —dijo Elemak.

—Conque has vendido tu alma, ¿eh? Ahora eres el hijito de papá. Otro Nafai.

El resentimiento de Mebbekew hacia Nafai era natural, pues Nafai lo había hecho quedar mal muchas veces. Pero Elemak había decidido soportar a Nafai, al menos mientras permaneciera en su lugar, mientras fuera útil. Eso era lo único que le interesaba por el momento, que una persona contribuyera a la supervivencia del grupo. De la esposa y el hijo de Elemak. Y Mebbekew debería recordar que Nafai era mucho más útil que él.

—Hemos vivido un año juntos —dijo—. Has comido carne que Nafai consiguió durante todas las semanas de ese año, ¿y todavía crees que es sólo el favorito de Padre?

—Oh, sé que es más que eso. Todos lo saben. Más aún, la mayoría hemos comprendido que vale más que tú.

Mebbekew debió notar algo en la cara de Elemak, pues decidió rezagarse y ponerse a prudente distancia de su hermano.

Elemak sabía que Meb lo insultaba para enfurecerlo, pero no le daría gusto. Entendía lo que quería Mebbekew: separarse de su mujer, alejarse de los llantos de su hija, regresar a la ciudad, con sus baños y excusados, su cocina y su arte y, ante todo, su incesante provisión de mujeres crédulas y simplonas. Y lo cierto era que si Mebbekew regresaba a Basílica, tal vez se las apañara como siempre, con o sin dinero; y Dol también encontraría una buena vida allá, siendo una actriz joven y casi legendaria. Para ellos dos, Basílica sería mucho mejor que aquello que los aguardaba en el futuro inmediato.

Pero ese tema está cerrado, pensó Elemak. Quedó cerrado cuando el Alma Suprema me puso en ridículo. El mensaje era claro: Si intentas matar a Nafai, te portarás como un imbécil que ni siquiera sabe anudar una cuerda. Y ahora no tendría que vérselas con Nafai para cambiar su destino, sino con Padre. No, no había escapatoria para Elemak. Además, Basílica no le reservaba nada. A diferencia de Meb, él no se contentaba con brincar de cama en cama y vivir de las mujeres. Necesitaba tener prestigio en la ciudad, saber que era escuchado por los hombres. Sin dinero, tenía pocas esperanzas de lograrlo.

Además, amaba a Eiadh y estaba orgulloso del pequeño Proya, y amaba la vida del desierto de una manera que nadie, ni siquiera Volemak, podía comprender. Y si regresaba a Basílica, Eiadh se negaría a renovar el contrato matrimonial. De nuevo se encontraría en la humillante posición de tener que buscar una esposa para permanecer en la ciudad. Eso sería insoportable. Así era como debían vivir los hombres, seguros con sus mujeres, seguros con sus hijos. No deseaba disolver su familia. Había dejado de soñar con Basílica, o al menos había dejado de añorarla, pues la única vida que podía llevar en la ciudad le era inaccesible.

Sólo Meb y Dolya aún fantaseaban con el regreso. Por lo demás, inútiles como eran, nadie lamentaría perderlos.

En consecuencia, mientras Elemak y su padre escogían el sitio para acampar esa noche, abordó el tema.

—Sabrás que Meb y Dolya aún quieren regresar a Basílica.

—Tienen tan poca imaginación que no me so-prende —dijo Volemak—. Algunas personas tienen una sola idea en la vida, y no pueden deshacerse de ella.

—También sabes que son totalmente inservibles.

—No tanto como Kokor —dijo Padre.

—Sí. Bueno, es difícil competir con ella.

—Ninguno de ellos es totalmente inservible —dijo Padre—. Tal vez sean haraganes, pero necesitamos sus genes. Necesitamos sus hijos en nuestra comunidad.

—Nuestra vida sería mucho más fácil, con menos conflictos y fastidios… si…

—No —dijo Volemak.

Elemak se ofuscó. ¿Cómo se atrevía Padre a interrumpirle en medio de una frase?

—No es mi elección —dijo Volemak—. Permitiría regresar a todos los que lo desearan, si dependiera dé mí. Pero el Alma Suprema ha escogido este grupo.

Elemak perdió interés en cuanto Padre mencionó al Alma Suprema. Eso siempre significaba que la parte racional de la discusión había terminado.

Cuando se dispusieron a pernoctar, Elemak decidió que haría la vista gorda si Meb y Dolya emprendían la fuga durante su guardia. Les sería fácil encontrar el camino, pues el desierto no era tan duro en estos parajes, y tendrían la mejor oportunidad de todo el viaje de regresar a la civilización. O tal vez no tanto. Abundarían los bandidos, sobre todo ahora que Moozh gobernaba en Basílica y expulsaba a los hombres rudos e incivilizados. Tal vez el Alma Suprema los protegiera y les ayudara a regresar a Basílica, o tal vez no. De un modo u otro, Elemak no se interpondría si lo intentaban.

Pero no lo intentaron. Elemak permaneció de guardia más tiempo que de costumbre, pero ni siquiera salieron de la tienda, ni siquiera intentaron robar un camello. Elemak al fin despertó a Vas para que lo revelara y se fue a acostar, lleno de desprecio por Meb. Si yo hubiera querido marcharme para vivir en otra parte, me habría ido con mi esposa y mi hija. Pero no Mebbekew. En cuanto le dicen que no, ni siquiera se revela.

Por la mañana del tercer día de viaje llegaron al punto donde, para regresar a Basílica, habrían tenido que viajar hacia el norte. Elemak lo reconoció, y también Volemak, pero los demás ni siquiera se percataron de que ahora se dirigían al este y no al norte, acabando con la última esperanza de reanudar su antigua vida.

Elemak no lo lamentaba. No era como Mebbekew. Su vida siempre se había centrado en el desierto. Sólo regresaba a Basílica para vender sus mercancías y encontrar una esposa, aunque siempre había disfrutado de la ciudad y la consideraba su hogar. Pero la idea de hogar no significaba mucho para él, y nunca sentía añoranza ni nostalgia. Sólo cuando Eiadh dio a luz y tuvo a Proya en sus brazos y oyó el berrido estridente del niño y vio su sonrisa. Y el hogar, entonces, era la tienda donde dormían Eiadh y Proya. Ahora no necesitaba a Basílica. Era demasiado fuerte para echar de menos una ciudad determinada, como Meb.

Pero si esa caravana iba a ser su mundo durante los próximos años, Elemak procuraría obtener una posición dominante y descollante en esa pequeña sociedad. En el valle, donde el huerto de Zdorab les brindaba la mitad de la comida y Nafai era tan buen cazador como Elemak, no había manera de sobresalir, de afianzar su posición de liderazgo. Ahora, de nuevo a lomos de camello, hasta Padre confiaba en el criterio de Elemak en muchos asuntos, y aunque el Alma Suprema determinaba su rumbo general, era Elemak quien decidía el camino. Notó que Eiadh lo miraba cuando no estaba ocupada ni amamantando al bebé. El viaje le recordaba que él era esencial para la supervivencia de esa empresa, y a Elemak le encantaba que Eiadh se enorgulleciera de ello.

El Alma Suprema había dicho a Padre que si encontraban una ruta segura y contaban con provisiones en abundancia, llegarían a destino en sesenta días. Pero era imposible viajar tanto tiempo. Los bebés no soportarían el calor, la sequedad, la inestabilidad. Tendrían que encontrar otro lugar seguro y descansar de nuevo. Y tal vez hacer otra pausa después. Y en cada lugar quizá debieran permanecer el tiempo necesario para sembrar y cosechar, para tener alimentos para el próximo tramo. Un año. Un año en cada lugar, tal vez tres años para realizar una travesía de sesenta días. Y en ese período Elemak sería el verdadero líder. Al final todos se apoyarán en mí, y Padre será simplemente lo que debe ser, un viejo y sabio consejero, pero no el verdadero jefe.

Ése seré yo, por derecho. Y si entonces decido que el destino que designó el Alma Suprema es el lugar adonde deseo conducir al grupo, allí los llevaré, y llegarán a salvo y puntualmente. Si decido lo contrario, el Alma Suprema puede irse al cuerno.

El río Nividimu no era estacional. Surgía de manantiales naturales en las escabrosas montañas Lyudy, que eran tan altas que tenían nieve en invierno. Pero el caudal nunca era excesivo, y cuando descendía por el Valle Krutohn para llegar al bajo, tórrido y seco desierto, se hundía en la arena y desaparecía muchos kilómetros antes de llegar al Mar del Barranco.

A causa del Nividimu, el gran sendero norte-sur trepaba empinadamente en las montañas Lyudy y luego seguía el río casi hasta donde desaparecía. Era la fuente de agua potable más segura entre Basílica, al norte, y las Ciudades de Fuego, al sur.

Una docena de caravanas por año marchaban a orillas del Nividimu y, previsiblemente, el índice les indicó que acamparan una semana en las colinas que había al pie de las montañas Lyudy mientras una caravana que se dirigía al norte con una numerosa escolta militar subía por el valle y luego descendía por la sinuosa carretera.

Lo peor de esa espera era que no podían encender fogatas. La escolta militar, les dijo el índice, estaba nerviosa y ansiosa de encontrar un enemigo. Si veía el humo, los tomarían por bandidos, y los soldados matarían primero y preguntarían después. Comieron pues sus míseras raciones y aguardaron de mal talante el día que el Alma Suprema había dispuesto para la partida.

Durante el segundo día, mientras Elemak y Vas cazaban juntos —pues Vas tenía cierto talento para rastrear animales— perdieron el primer pulsador. Vas ni siquiera lo necesitaba, pero lo pedía, y habría sido demasiado humillante prohibírselo. Además, siempre estaba la posibilidad de que lo sorprendiera una fiera peligrosa que siguiera el rastro del mismo animal, y necesitaría el pulsador para defenderse.

Vas no era torpe, pero mientras caminaba por una angosta vereda, sobre un desfiladero, tropezó, y el pulsador se le resbaló de la mano mientras él se aferraba para no caerse. El arma rebotó en una protuberancia rocosa, saltó al aire y cayó al abismo. Vas y Elemak no le oyeron llegar al fondo.

—Pude haber sido yo —repetía Vas cuando contó la historia esa noche.

Elemak prefirió no decirle que habría sido mejor para todos que hubiera sido él. Sólo tenían cuatro pulsadores, y no podían conseguir más. Con el tiempo perderían la capacidad de recargarse con la luz solar, por eso Elemak siempre mantenía dos pulsadores escondidos. Al perderse ese arma, tuvo que sacar uno de los pulsadores ocultos para la caza.

—¿Y por qué estabais cazando? —preguntó Volemak, quien comprendía lo que la pérdida del pulsador podía significar en el futuro. Le hacía la pregunta a Elemak, como correspondía, pues había sido decisión de Elemak llevar dos pulsadores al desierto ese día.

Elemak respondió altivamente, como si Volemak no tuviera derecho a cuestionar su decisión.

—Para conseguir carne. Las esposas no pueden amamantar bien si sólo comen galletas y charqui.

—Pero no podemos cocinar la carne. ¿Pensabas comerla cruda?

—Pensaba calentarla con el pulsador —dijo Elemak—. No quedaría muy cocida, pero…

—Sería un derroche de energía que no podemos costearnos —dijo Volemak.

—Necesitamos la carne.

—¿Debí saltar tras el pulsador? —preguntó Vas, exasperado.

—De ninguna manera —dijo Elemak con desdén—. Ya no se trata de ti.

Hushidh observaba la conversación en silencio, como hacía habitualmente cuando había un conflicto, viendo cómo cambiaban las hebras que conectaban a las personas. Sabía que las líneas que ella veía no eran reales, sino una metáfora que construía su mente, una especie de diagrama alucinatorio. Pero el mensaje que le daban sobre las relaciones, lealtades y odios era muy real, tanto como las rocas, la arena y los chaparrales que los rodeaban.

Vas era la anomalía del grupo. Nadie lo odiaba, nadie le guardaba rencor, pero nadie lo amaba. Nadie le profesaba una gran lealtad, y él tampoco sentía gran lealtad por nadie. Salvo por el extraño vínculo que lo unía con Sevet, y el vínculo aún más extraño que lo unía con Obring. Sevet sentía poco amor o respeto por su esposo Vas, pues era un matrimonio de conveniencia, sin ningún vínculo de lealtad entre ambos, sin amor ni amistad. Pero él parecía sentir algo muy poderoso por ella, algo que Hushidh no comprendía, que nunca había visto. Y su vínculo con Obring era casi igual, aunque un poco más tenue. Lo cual era raro, porque Vas no tenía motivos para sentirse ligado a Obring. A fin de cuentas, Obring estaba en la cama con Sevet la noche en que Kokor los sorprendió y casi mató a su hermana. ¿Por qué Vas sentía esa fuerte conexión con Obring? La fuerza de esa conexión —que Hushidh reconocía por el grosor de la hebra que veía entre ambos— rivalizaba con la fuerza de los más sólidos matrimonios del grupo, como Volemak y Rasa, o Elemak y Eiadh, o el creciente vínculo entre la propia Hushidh y su amado Issib, su devoto, tierno, brillante y afectuoso Issib, cuya voz era la música que coloreaba todas sus alegrías…

Eso no era lo que Vas sentía por Sevet u Obring, y no parecía sentir nada por los demás. ¿Pero por qué Sevet y Obring, y nadie más ? Nada los conectaba, excepto ese adulterio…

¿Cuál era la conexión? ¿El adulterio mismo? ¿El potente lazo que unía a Vas con ambos era una obsesión con esa traición? Pero era absurdo. Él estaba al corriente de los amoríos de Sevet, pues así era ese matrimonio. Y Hushidh habría reconocido la conexión entre ambos si hubiera sido odio o rabia, pues había visto con frecuencia esas emociones.

Aun ahora, cuando Vas debía estar conectado con los demás por una hebra de vergüenza, de afán de conciliación, de búsqueda de aprobación, no había casi nada. No le importaba. Más aún, parecía satisfecho.

—Habríamos contado con más energía para cocinar la carne —dijo Sevet— cuando teníamos los cuatro pulsadores.

A Hushidh le asombró que fuera la esposa de Vas quien enfatizaba la culpa de Vas.

Pero no se sorprendió cuando Kokor emuló a su hermana y lanzó un golpe aún más directo.

—Ante todo, podrías haber caminado con mayor cuidado, Vas.

Vas miró a Kokor con desdén.

—Tal vez debí seguir tu ejemplo para aprender a trabajar con mayor cuidado y eficacia.

Estas riñas estallaban fácilmente y se prolongaban más de la cuenta. No se necesitaba una descifradora como Hushidh para saber adonde conduciría la discusión, si continuaba.

—Basta —dijo Volemak.

—No soy responsable de que no podamos comer carne cocida —dijo Vas—. Todavía tenemos tres pulsadores y no es culpa mía que no podamos encender fogatas.

Elemak le apoyó una mano en el hombro.

—Padre me responsabiliza a mí, y con razón. Fue un error de juicio. Nunca debe haber dos pulsadores en la misma excursión de caza. Cuando te culpemos a ti por la falta de carne, lo sabrás.

—Sí, empezaremos a comerte a ti —dijo Obring.

Las risas aliviaron la tensión, pero a Vas le disgustó que la broma viniera de Obring. Hushidh notó que la extraña conexión relampagueaba y se engrosaba, como un cable negro amarrado a Vas y Obring. Hushidh observó, esperando que la riña se prolongara el tiempo suficiente para permitirle comprender qué había entre ambos, pero en ese momento habló Shedemei.

—No hay motivo para no comer la carne cruda. Está fresca y el animal estaba sano. Si tostamos el exterior antes de comerla, mataremos toda contaminación superficial sin gastar mucha energía. Tenemos una buena provisión de antibióticos, por si alguien se descompone, y si nos quedamos sin ellos, podemos preparar algunos con las hierbas disponibles.

—Carne cruda —dijo Kokor con repulsión.

—No sé si podré comerla —dijo Eiadh.

—Sólo hay que masticar más —dijo Shedemei—. O cortarla en trozos más pequeños.

—Pero el sabor… —dijo Eiadh.

—La sola idea —dijo Kokor, temblando.

—Es sólo una barrera psicológica —dijo Shedemei— que podréis superar fácilmente por el bien de vuestros hijos.

—No sé por qué alguien que no tiene hijos se cree con derecho a sermonear a los demás —replicó Kokor.

Hushidh notó que las palabras de Kokor herían a Shedemei. Era una de las preocupaciones más graves de Hushidh en cuanto al grupo, el modo en que Shedemei se aislaba cada vez más de las mujeres. A menudo hablaban de ello con Luet, y habían hecho lo posible para remediarlo, pero no era fácil, porque en gran medida la barrera estaba en Shedemei. Se había convencido a sí misma de que no quería hijos, pero Hushidh sabía, por el modo en que Shedemei miraba a los bebés del grupo, que inconscientemente ella juzgaba su propia valía por el hecho de no tener hijos. Y cuando una idiota miope e insensible como Kokor se lo reprochaba, la conexión de Shedemei con el grupo casi se desvanecía.

Y el silencio que siguió al comentario de Kokor no ayudó. La mayoría callaba porque así se reaccionaba ante una torpeza social inadmisible. El silencio era una reconvención para el ofensor, y luego se continuaba como si no se hubiera dicho nada. Pero Hushidh sabía que Shedya no interpretaba el silencio de esa manera. A fin de cuentas, Shedya no era experta en modales, y era muy consciente de no ser madre, así que para ella el silencio significaba que todos le daban la razón a Kokor, aunque eran demasiado educados para decirlo. Un agravio más, otra cicatriz en el alma de Shedemei.

Si no fuera por la intensa amistad que unía a Shedemei con Zdorab, y la amistad más leve que Luet y Hushidh habían cultivado con ella, y el gran amor y respeto de Shedya por Rasa, la mujer no tendría ninguna conexión positiva con el grupo. Sólo envidia y resentimiento.

Luet al fin rompió el silencio.

—Si nuestros hijos necesitan carne, la comeremos poco cocida, e incluso cruda. Pero me pregunto si nuestra nutrición es tan deficiente como para que no aguantemos una semana sin carne.

Elemak la miró fríamente.

—Tú puedes tratar a tu hijo como quieras. El nuestro siempre se alimentará con leche que haya sido renovada con proteínas animales dentro de los tres días.

—Oh, Elemak, ¿tengo que comerla? —preguntó Eiadh.

—Sí.

—Estará bien —dijo Nafai—. No notarás la diferencia.

Todos se volvieron hacia él. Su comentario era exasperante.

—Creo que sé distinguir entre la carne cruda y la carne cocida, gracias —dijo Eiadh.

—Todos estamos aquí porque somos más o menos sensibles al Alma Suprema —dijo Nafai—. Así que pregunté al Alma Suprema si podía lograr que la carne nos resultara apetecible. Hacernos creer que no hay diferencia. Y dijo que podía lograrlo, si no intentábamos resistir. Si no pensamos que estamos comiendo carne cruda, el Alma Suprema puede influir para que no notemos la diferencia.

Nadie respondió por un instante. Hushidh notó que esa relación tan informal entre el Alma Suprema y Nafai era perturbadora para algunos, incluso para Volemak, que sólo hablaba con el Alma Suprema en soledad, o por medio del índice.

—¿Pediste al Alma Suprema que sazonara la comida? —preguntó Issib.

—Sabemos por experiencia que el Alma Suprema tiene capacidad para estupidizar a la gente —dijo Nafai—. Tú lo viviste conmigo, Issya. ¿Por qué no permitir que el Alma Suprema nos estupidice un poco para no sentir el sabor de la carne?

—No me gusta que el Alma Suprema juegue con mi mente —dijo Obring.

Meb miró a Obring y sonrió con sorna.

—No te preocupes. Tú no necesitas ayuda para ser estúpido.

Al día siguiente, cuando Nafai llevó un nolyen —una criatura pequeña de medio metro de altura, parecida a un venado—, lo trozaron, chamuscaron la carne y comieron con cierta aprensión, hasta que entendieron que la carne cruda no era tan mala, o que el Alma Suprema había logrado borrar la diferencia. Podían prescindir del fuego cuando fuera necesario.

Pero el Alma Suprema no podía darles un nuevo pulsador para sustituir el que habían perdido.


Perdieron dos pulsadores más al cruzar el Nividimu. Fue una pérdida estúpida e innecesaria. Los camellos se resistían a efectuar el cruce, aunque el vado era ancho y poco profundo, y tuvieron que forcejear para arrearlos. Aun así, si todos los bultos hubiera estado bien ceñidos, ninguno se habría aflojado, y el contenido no se habría caído con el agua helada.

Elemak tardó un par de minutos en comprender que era el camello que llevaba dos de los pulsadores, y antes de recobrar la carga se concentró en lograr que el resto de los camellos cruzaran. Cuando encontró los pulsadores, en un pozo, envueltos en tela, habían estado un cuarto de hora sumergidos en el agua. Eran resistentes, pero no estaban destinados, a funcionar bajo el agua. Estaban empapados y el mecanismo interior se corroería rápidamente. Guardó los pulsadores, por las dudas, pero sin mayores esperanzas.

—¿Quién se encargó de estos bultos? —preguntó Elemak.

Nadie parecía recordarlo.

—Ése es el problema —dijo Volemak—. El camello se sujetó su propia carga, y no era muy hábil con los nudos.

El grupo rió nerviosamente.

Elemak se volvió hacia su padre, dispuesto a enfrentarlo por tomar a la ligera una situación tan grave. Sin embargo, titubeó al ver el semblante de Volemak, pues su padre se tomaba las cosas muy en serio. Elemak asintió y se sentó, dando a entender que lo dejaba en sus manos.

—Quien haya cargado este camello conoce su responsabilidad —dijo Volemak—. Y es muy simple averiguar quién fue. Sólo debo preguntarle al índice. Pero no habrá castigo, porque nada se ganará con ello. Si alguna vez siento la necesidad, revelaré quién fue el chapucero que ha atentado contra nuestra seguridad, pero por el momento puede refugiarse en su cobarde negativa a dar su nombre.

No obtuvo respuesta.

Volemak no dijo más, sino que le hizo una seña a Elemak, quien se levantó y le entregó el último pulsador.

—Éste es el pulsador que más hemos utilizado —dijo—. En consecuencia es el que tiene la carga menos duradera, y es todo lo que tenemos para obtener carne. Puede durar un par de años, pero cuando deje de funcionar no tendremos otro.

Caminó hacia Nafai y le entregó el arma. Nafai la cogió vacilando.

—Tú eres el cazador —dijo Elemak—. Eres el más indicado para usarlo. Pero cuídalo. Nuestra vida y la de nuestros hijos dependen de que sepas cumplir con tu deber.

Nafai asintió.

Elemak se volvió hacia los demás.

—Si alguien ve que el pulsador corre peligro, debe hablar o actuar de inmediato para protegerlo. Pero, salvo en ese caso, nadie lo tocará salvo Nafai. Ya no lo usaremos para cocinar. Si comemos carne durante tramos peligrosos, la comeremos cruda. Ahora bajemos por este valle antes que nos descubran.

Al atardecer llegaron a un lugar donde las caravanas se dirigían al sur, internándose en los valles habitados donde las ciudades de Dovoda y Neeshtchy subsistían entre el desierto y el mar, o al sureste, internándose en las montañas Razoryat, y luego en los parajes septentrionales del Valle de los Fuegos. Volemak los condujo hacia Razoryat, pero más de uno de ellos pensó que si iban hacia el sur, hacia Dovoda o Neeshtchy, podrían comprar pulsadores, y comida digerible. Y, ante todo, podrían ver otras caras, oír otras voces. Todos deseaban visitar esos lugares.

Pero Volemak los condujo hacia las colinas, donde esa noche acamparon sin encender fuego, temiendo que los avistara un morador de las lejanas ciudades.


A partir de entonces viajaron lentamente, pues el índice advirtió a Volemak que tres caravanas venían por el Valle de los Fuegos, dos de ellas desde las Ciudades de Fuego y otra desde las Ciudades de las Estrellas, aún más al sur. Para la mayoría de ellos éstos eran nombres legendarios, ciudades aún más antiguas y míticas que Basílica.

Las narraciones sobre antiguos héroes siempre comenzaban con «Érase una vez, en las Ciudades de las Estrellas», o bien «Así aconteció que en los antiguos días, en las Ciudades de Fuego». Muchos abrigaban esperanzas: «Tal vez allá nos lleva el Alma Suprema, a las grandes y antiguas ciudades de la leyenda.»

Sin embargo, para evitar las caravanas, tenían que viajar lejos de la carretera. En el desierto eso había sido bastante fácil; la carretera apenas se diferenciaba del resto del desierto, y no importaba mucho qué senda se seguía. Pero aquí importaba mucho, pues el terreno era extraño, y más difícil y confuso que en cualquier otra parte de Armonía. Al salir de las montañas vieron un paraje más verde, con hierba, matas, arbustos e incluso algunos árboles. También era rocoso y escabroso, pero el terreno estaba extrañamente escalonado, como si alguien hubiera juntado mil mesas de diversas alturas y tamaños, para que cada superficie fuera chata sin que dos superficies se encontraran en el mismo nivel. Y entre esas mesetas herbosas había peñascos, a veces de un metro de altura, pero otros de cien o quinientos metros.

Y la extrañeza se intensificó a medida que se internaban en el Valle de los Fuegos, pues había lugares donde un fuerte hedor brotaba de grietas en la tierra o fisuras en la roca. La mayoría hacía una mueca y trataba de respirar por la boca, pero Elemak y Volemak tomaron esos hedores muy en serio, y a menudo cogían un itinerario tortuoso para evitar las emanaciones. Sólo cuando Zdorab descubrió que el índice podía brindarles un análisis espectroscópico inmediato del gas, al menos durante el día, pudieron tener la certeza de cuáles gases —y por tanto qué hedores— se podían aspirar sin peligro.

Mucho más temibles —aunque Elemak les aseguró que eran mucho más seguras— resultaban las fu-marolas y las llamas al descubierto. Se veían a kilómetros de distancia, gruesas volutas de humo o llamas brillantes, y aprendieron a dirigirse hacia ellas, sobre todo cuando Shedemei les aseguró que no explotarían. Cuando acampaban cerca de las llamas, las usaban para cocinar la carne y hornear pan fresco, aunque sólo Zdorab, Nafai y Elemak estaban dispuestos a encargarse de esa tarea, pues debían aproximarse al fuego para dejar la carne y las hogazas donde hubiera calor suficiente para cocer carne, lo cual significaba calor suficiente para cocer a los cocineros si no se alejaban deprisa. Todos ayudaban a aderezar la carne que Nafai había cazado, ponerla sobre parrillas, y ovacionaban con entusiasmo mientras Nafai, Zdorab y Elemak, por turnos, corrían hacia el fuego, dejaban una parrilla de carne y retrocedían en busca de aire más fresco. Ir a recobrar la carne era aún más difícil, pues se necesitaba más tiempo para recoger las parrillas calientes que para dejar las frías, y a veces regresaban con la ropa humeante.

—Es sólo el vapor de nuestra transpiración —insistía Nafai cuando Luet declaraba que ella prefería comer la carne cruda pero conservar a su esposo con vida.

Pero no había tantos fuegos que fueran aprovechables, pues rara vez estaban situados cerca de fuentes de agua, y con frecuencia comían comida fría.

El Valle de los Fuegos era un lugar de espléndida belleza, pero también era inquietante toparse a cada instante con pruebas de las formidables fuerzas que bullían dentro del planeta donde vivían, fuerzas tan potentes como para elevar rocas macizas a cientos de metros.

Espléndido, inquietante, y también incómodo, comprendieron al llegar a un sitio donde el camino que habían escogido los condujo a un callejón sin salida, un lago profundo y caliente, rodeado por peñascos de quinientos metros. Era imposible cruzar el lago, y también era imposible bordearlo. Tendrían que desandar varios días de marcha, decidieron Volemak y Elemak, y elegir un itinerario que los alejara aún más de las rutas normales de las caravanas y los aproximara al mar.

—¿No pudo el Alma Suprema haber visto esto? —preguntó cáusticamente Mebbekew.

—El índice mostró el lago —dijo Volemak—. Por eso vinimos por aquí. Pero el Alma Suprema no pudo avisarnos que no había manera de rodearlo.

—¿Entonces hemos desperdiciado tres días de viaje? —se quejó Kokor.

—Hemos visto cosas que ni siquiera se imaginan en Basílica —respondió Rasa.

—Salvo en las pesadillas —dijo Kokor.

—Algunos artistas han visto paisajes como éste y los convirtieron en canciones —dijo Rasa—. Lo cual me recuerda que hace más de un año que no oímos tu canto ni el de Sevet, salvo cuando les cantáis a vuestras hijas. Tampoco el de Eiadh… ella nunca tuvo la oportunidad de iniciar una carrera, como mis hijas, pero posee una voz muy dulce.

Hushidh sintió ganas de decirle que no desperdiciara el aliento. No habría canto hasta que algo cambiara entre las mujeres. Eran las viejas fricciones entre Sevet y Kokor. Sevet no podía cantar más, o prefería no hacerlo, como resultado del daño que Kokor le había infligido al golpearle la laringe cuando la sorprendió en la cama con Obring. Y mientras Sevet no cantara, Kokor no se atrevía a hacerlo, temiendo la venganza de su hermana. Y Eiadh estaba absolutamente intimidada por las dos muchachas mayores, que habían sido muy famosas en Basílica, especialmente Sevet. Kokor había dicho sin rodeos que si ella no podía cantar, no quería oír la lamentable vocecita de Eiadh como una parodia de la música. Esto era injusto. Eiadh tenía talento, y cualquiera que no fuese Kokor habría calificado la agudeza de su voz como pureza tímbrica. Pero cuando Eiadh trataba de cantar, Kokor hacía tantas muecas y mohines que Eiadh se desanimó y dejó de intentarlo. En este grupo, pues, no habría canciones sobre la imponencia y la majestad del Valle de los Fuegos.

Había, empero, otra clase de poesía, y otra clase de artista, y Hushidh y Luet eran el público cuando Shedemei peroraba acerca de las fuerzas de la naturaleza.

—Dos grandes masas terrestres, antaño un solo continente, pero hoy dividido —explicaba—. Se apretaron una contra la otra como dos manos apoyadas en una mesa. Pero luego empezaron a rotar en direcciones contrarias, con el centro en el lugar donde se tocan los pulgares. Ahora se presionan en la yema de los dedos, aplastándose, mientras se separan a la altura de la palma.

Shedemei explicaba esto sentada en la alfombra de la tienda de Luet, sosteniendo ambos bebés en las rodillas, rodeándolos con los brazos mientras movía expresivamente las manos. Los bebés parecían totalmente fascinados. En el timbre o la intensidad de la voz de Shedemei había algo que atraía a todos los bebés, pues Hushidh notaba que se ponían muy alerta cuando ella hablaba. Shedemei era capaz de calmar a un chiquillo alborotado cuando la madre no podía. Kokor y Sevet jamás la dejaban aproximarse a sus hijos, por celos, y Dol siempre dejaba a su pequeña Syelsika al cuidado de Shedemei, a menudo hasta que Dol sentía los senos tan hinchados que no tenía más opción que amamantarla.

Sólo Luet y Hushidh buscaban la compañía de Shedemei, y aun ellas tenían que valerse de sus hijas como excusa. ¿Podrías ayudarnos con los bebés mientras nos bañamos? Así Shedya permanecía sentada en la alfombra de la tienda de Luet mientras las dos hermanas se fregaban la mugre de varios días de viaje de las espaldas y se lavaban el cabello.

—El contacto de las yemas de los dedos eleva las grandes montañas del norte —dijo Shedemei—. Y la separación de las palmas creó el Mar del Barranco, y luego el Mar de Humo. El Valle de los Fuegos es la protuberancia del centro. Algún día, cuando se haya consumado la escisión, Potokgavan se hundirá en el mar y el Valle de los Fuegos será una isla en un océano cada vez más ancho. Será el lugar más espléndido y aislado de Armonía, el lugar donde el planeta posee más vitalidad, peligro y belleza.

Chveya, la hija de Luet, hizo un gorgorito semejante a un gruñido.

—Así es, Veyevniya —dijo Shedemei, usando el apodo con que la llamaba—. Un lugar para animales salvajes como tú.

—¿Y qué hay de los pulgares? —preguntó Hushidh—. ¿Qué sucede allí?

—Los pulgares, el punto de apoyo de la palanca, el centro… eso es Basílica —dijo Shedemei—. El corazón estable del mundo. Hay otros continentes, pero ningún lugar donde el agua sea tan caliente, fría o profunda, ni donde la tierra sea tan vieja e inmutable. Basílica es el lugar donde Armonía tiene más paz.

—Geológicamente hablando —dijo Hushidh.

—¿Qué son las pequeñas perturbaciones de la humanidad? —preguntó Shedemei—. La mínima unidad de tiempo con real importancia es la generación, no el minuto, ni la hora, ni el día, ni siquiera el año. Ellos van y vienen en un instante. Pero la generación… allí es donde surgen los verdaderos cambios, cuando el mundo está vivo de veras.

—¿La humanidad está muerta, entonces, ya que hemos vivido cuarenta millones de años sin evolución? —preguntó Luet.

—¿Crees que estos niños no representan la evolución en marcha? —preguntó Shedemei—. La diferencia en especies se produce en épocas de tensión genética, cuando una especie (no un mero individuo, ni siquiera una tribu) corre peligro de destrucción. Entonces la vasta gama de posibilidades de la especie se reduce a aquellas variaciones que ofrecen ventajas específicas para la supervivencia. Una especie parece inmutable en millones de años, pero el cambio surge súbitamente cuando se presenta la necesidad. Lo cierto es que los cambios siempre estuvieron presentes, sólo que no se los había aislado ni expuesto.

—Lo presentas como un plan maravilloso —dijo Luet.

—Lo sé. Así fue como siempre enseñé entre las mujeres, ¿verdad? El plan del Alma Suprema. Las pautas de la generación: cópula, concepción, gestación, nacimiento, amamantamiento, maduración y de nuevo cópula. El plan del Alma Suprema. Pero nosotras sabemos que no es así, ¿verdad? La máquina que está en el cielo es sólo una expresión de la voluntad de la humanidad, parte de la razón por la cual no hemos sufrido una tensión genética en cuarenta millones de años. Una herramienta para mantenernos tan diversos como sea posible, sin obtener nunca el poder suficiente para destruirnos y destruir nuestro mundo, como hicimos en la Tierra. ¿No es eso lo que averiguaron Nafai e Issib? ¿No es por eso que estamos aquí? Porque este plan no es del Alma Suprema, porque el Alma Suprema está perdiendo el poder para refrenar a la humanidad. Pero no puedo dejar de pensar que sería bueno permitir que el Alma Suprema se marchitara y muriera. En las generaciones posteriores, en las tremendas tensiones que ocurrirían, tal vez la humanidad se diferenciara nuevamente en especies y generase algo nuevo. —Se inclinó hacia la pequeña Dza y le sopló la cara, con lo cual siempre la hacía reír—. Tal vez tú seas la nueva criatura en que se convertirá la humanidad. ¿No es así, Dazyitnikiya?

—Adoras a los niños —dijo Luet, con tono melancólico.

—Adoro a los niños ajenos —dijo Shedemei—. Siempre puedo devolverlos y tener tiempo para mi trabajo. Para vosotras, pobrecillas, esto nunca termina.

Pero Hushidh no se dejaba engañar. No porque Shedemei no fuera sincera, todo lo contrario. Shedya era muy sincera en su decisión de no tener hijos porque lo prefería de esa manera. Lo decía en serio, o al menos quería decirlo en serio.

Pero Hushidh estaba convencida de que el poderoso vínculo que existía entre Shedemei y los demás bebés del campamento era la reacción inconsciente de los niños ante el hambre irresistible de Shedemei. Ella quería hijos. Quería formar parte del vasto tránsito de las generaciones por el mundo. Más aún, a medida que el amor entre Shedemei y Zdorab se transformaba en una de las relaciones más fuertes que Hushidh había visto, tenía la creciente certeza de que Shedemei quería dar a luz un hijo de Zdorab, y Hushidh ansiaba que ese deseo se cumpliera.

Incluso había preguntado al Alma Suprema por qué Shedemei no concebía, pero el Alma Suprema no había respondido. Luet decía que cuando ella preguntaba, le respondían sin rodeos que lo que sucedía entre Zdorab y Shedemei no era cosa suya.

Tal vez no sea cosa nuestra, pensó Hushidh, pero eso no significa que no podamos desear que Shedemei tenga todo lo que necesita para ser feliz. ¿Acaso el Alma Suprema no nos seleccionó porque todos los genes eran útiles? ¿Era posible que el Alma Suprema se hubiera equivocado, y que Zdorab o Shedemei fueran estériles? Sería una torpeza imperdonable.

Shedemei explicaba que era Zdorab quien había descubierto la historia geológica del Valle de los Fuegos.

—Ejecuta el índice como un instrumento musical. En el pasado descubrió cosas que ni siquiera el Alma Suprema sabía que sabía. Cosas que sólo entendían los antiguos, los primeros colonos. Le dieron la memoria al Alma Suprema, pero luego la programaron de tal modo que no pudiera encontrar esos recuerdos por su cuenta. Zdorab encontró las puertas traseras, los pasadizos ocultos, las extrañas conexiones que conducían hacia tantos secretos.

—Lo sé —dijo Hushidh—. Issib se sorprende a veces, aunque Issya mismo es bastante hábil para obtener ideas del índice.

—En efecto, lo sé —dijo Shedemei—. Zdorab siempre dice que Issib es el verdadero explorador.

—E Issib dice que es sólo porque él tiene más tiempo, siendo inútil para todo lo demás —dijo Hushidh—. Es como si ambos se empeñaran en explicar por qué el otro es mucho mejor. Creo que se han hecho buenos amigos.

—Lo sé —dijo Shedemei—. Issib sabe apreciar las virtudes de Zdorab.

—Todos las apreciamos —dijo Luet.

—¿De veras? —dijo Shedemei—. A veces tengo la impresión de que todos lo consideran un criado universal.

—Lo consideramos nuestro cocinero, porque es el mejor en eso —dijo Hushidh—. Y nuestro bibliotecario, porque es el mejor en eso.

—Ah, pero muy pocos valoran su talento de archivista. Para la mayoría de los integrantes de nuestro grupo, sus habilidades culinarias constituyen su único mérito.

—Y su habilidad de horticultor —dijo Luet. Shedemei sonrió.

—¿Ves? Pero con eso obtiene poco respeto.

—De algunos —dijo Hushidh—. Pero otros lo respetan muchísimo.

—Sé que Nafai lo respeta —dijo Luet—. Y yo también.

—Y yo, e Issib… y Volemak —dijo Hushidh.

—Son las personas que importan —dijo Luet.

—Eso le digo yo —dijo Shedemei—. Pero él insiste en actuar como un criado.

Hushidh notó que Shedemei estaba a punto de abrir su corazón, pero no sabía cómo inducirla a continuar. ¿Debía sondearla con una pregunta, o callar para no intimidarla?

Optó por callar.

Y Shedemei también.

Al fin Shedemei olfateó ruidosamente y acercó la nariz a los pañales de Chveya.

—¿Nuestra pequeña fábrica de caca ha producido otro cargamento? —preguntó—. Éste es el momento donde mi condición de tía tiene su recompensa. Mamá Luet, tu hija te necesita.

Rieron, sabiendo que Shedemei era muy capaz de cambiar pañales. El gesto de devolverle el bebé a la madre cuando la tarea se volvía un fastidio era una broma.

No, no sólo una broma. También era una lamentación. Así Shedemei se recordaba que estaba excluida de la confraternidad de las mujeres. Hushidh sabía que había estado en un tris de revelar algo importante, pero el momento había pasado.

Mientras Luet limpiaba al bebé, Shedemei miraba, y Hushidh la miraba mirar. Al final del baño, Luet sólo usaba una falda ligera, y su silueta maternal —pechos abultados, el vientre flojo e hinchado a pocos meses del alumbramiento— quedó claramente perfilada cuando se agachó sobre la niña. ¿Qué ve Shedemei cuando mira a Luet, que antes era flaca como un mozalbete, como todavía es Shedemei? ¿Anhela esa transformación?

Pero aparentemente los pensamientos de Shedemei seguían otro rumbo.

—Luet —dijo—, cuando ayer estuvimos en ese lago, ¿te hizo acordar del Lago de las Mujeres de Basílica?

—Oh sí —dijo Luet.

—Allá eras la vidente de las aguas —dijo Shedemei—. ¿No quieres flotar en el lago, y soñar? Luet titubeó un momento.

—No había bote —dijo—. Ni nada con qué fabricarlo. Y las aguas eran demasiado calientes para flotar.

—¿Lo eran?

—Sí. Nafai inspeccionó. Él también atravesó el Lago de las Mujeres, como recordarás.

—¿Pero no quisiste ser, al menos por un instante, la persona que habías sido?

La voz de Shedemei era tan nostálgica que Hushidh comprendió de inmediato.

—Pero Luet es la misma persona —dijo Hushidh—. Todavía es la vidente de las aguas, aunque pase sus días montada en un camello y las noches en una tienda, y todas las horas con un bebé contra el pecho.

—¿Lo es? —preguntó Shedemei—. Lo fue, ¿pero lo es todavía? ¿O sólo somos lo que hacemos ahora? ¿No somos en verdad aquello que la gente con la que convivimos cree que somos?

—No —dijo Hushidh—. Eso significaría que en Basílica yo era sólo la descifradora, y que tú eras sólo una genetista, y nunca fue así. Siempre hay algo por encima, por detrás y por debajo del papel que los demás te ven interpretar. Los demás pueden creer que somos el libreto que representamos, pero nosotros no tenemos por qué creerlo.

—¿Quiénes somos, pues? —preguntó Shedemei—. ¿Quién soy yo?

—Siempre una científica —dijo Luet—, porque todavía haces ciencia mentalmente cada hora de vigilia.

—Y nuestra amiga —dijo Hushidh.

—Y la persona del grupo que mejor entiende cómo funcionan las cosas —añadió Luet.

—Y la esposa de Zdorab —dijo Hushidh—. Eso es lo que significa más para ti, creo.

Para sorpresa y consternación de ambas hermanas, la única respuesta de Shedemei consistió en depositar a Dza en la alfombra y salir corriendo de la tienda. Hushidh apenas le entrevió la cara, pero estaba llorando. Eso era indudable. Estaba llorando porque Hushidh había dicho que ser la esposa de Zdorab era lo más importante para ella. Era lo que haría una mujer cuando dudaba del amor de su esposo. ¿Pero cómo podía dudar? Era evidente que la vida de Zdorab estaba centrada en Shedemei. En ese grupo no había mejores amigos que Zodya y Shedya, todos lo sabían, con excepción de Luet y Hushidh, pero ellas eran hermanas, así que no contaban.

¿Qué problema podía existir entre Zdorab y Shedemei para que una mujer tan fuerte fuera tan frágil cuando se tocaba ese tema? Un misterio. Hushidh ansiaba preguntárselo al Alma Suprema, pero sabía que recibiría la respuesta de costumbre, el silencio. O bien la respuesta que Luet ya había recibido: no metas las narices donde no te incumbe.

Lo mejor y lo peor de dar media vuelta y coger otro camino hacia el sur fue que pudieron ver el mar. Ante todo, pudieron ver la Bahía de Dorova, un brazo oriental del Mar del Barranco. Y en las noches despejadas —todas las noches— podían ver, del otro lado de la bahía, las luces de la ciudad de Dorova.

No era una ciudad como Basílica, y lo sabían. Era una ciudad sórdida en el linde del desierto, llena de picaros y estafadores, fracasados y ladrones, hombres y mujeres violentos y estúpidos. Se lo repitieron una y otra vez, recordando historias acerca de ciudades del desierto que no valdría la pena visitar aunque fueran las últimas del mundo.

Y Dorova era la última ciudad del mundo, al menos la última ciudad de ese mundo. La última que verían jamás. Era la ciudad que podrían haber visitado más de una semana atrás, cuando Volemak los condujo a las montañas desde el Nividimu y dejaron atrás la última esperanza de civilización (o la última amenaza de civilización, para quien quería verlo de esa manera).

Nafai vio que los demás miraban a menudo las luces, cuando se reunían por la noche, sin fuego, friolentos, con los niños arropados chasqueando los labios y mamando mientras ellos bebían agua fría y mascaban charqui, galleta y melón seco. Obring tenía lágrimas en los ojos. ¡Lágrimas! ¿Y qué era la ciudad para él, salvo un lugar donde hacerse frotar la verga? ¡Lágrimas! Y Sevet no estaba mejor, con su mirada fija, su semblante pétreo. Tenía un bebé contra el pecho, pero sólo pensaba en una ciudad pequeña y mugrienta cuyas calles no hubiera pisado dos años atrás. Si le hubieran querido pagar veinte veces más que de costumbre por ir a cantar allá, se habría burlado de la oferta, pero ahora no podía apartar los ojos.

Pero, afortunadamente, mirar era todo lo que podían hacer. Podían verla, pero no tenían embarcación para cruzar la bahía, y ninguno de ellos sabía nadar tan bien como para recorrer tantos kilómetros sin embarcación. Además, no estaban en la playa, sino a un kilómetro de la orilla, en el borde de un declive escabroso que no se decidía a ser un peñasco o una cuesta. Tal vez hubiera un modo de bajar con los camellos, pero era improbable, y aun con camellos se habrían necesitado varios días de viaje por la playa. Y sin camellos no habría agua para beber, así que era imposible. No, nadie podría escabullirse para llegar a Dorova. Sólo se podía llegar si iba todo el grupo, y aun entonces habrían tenido que desandar todo ese trayecto, lo cual significaba por lo menos una semana y media, y tal vez un encontronazo con una caravana del sur. Y de cualquier modo, Padre no lo permitiría.

Pero Nafai no podía dejar de pensar en la atracción que ejercía esa ciudad.

Incluso sobre él.

Sí, ése era el problema. Por eso estaba molesto. Él también quería ir a la ciudad. No por los mismos motivos que los demás, o los motivos que les atribuía. Nafai no deseaba otra esposa; él y Luet eran una familia, y eso no cambiaría, vivieran donde viviesen. No, Nafai sólo quería una cama mullida para acostar a Chveya. Una escuela donde llevarla. Una casa para Luet, Chveya y los hijos que llegaran después. Vecinos y amigos, amigos que él pudiera escoger, no este rejunte de personas que en general no le agradaban. Eso significaban las luces para él, y en cambio se encontraba en un prado herboso que descendía engañosamente hacia el mar, y si entornaba los ojos no distinguía que estaba un kilómetro sobre el nivel del mar, podía creer por un instante que bastaba una breve marcha a pie y un corto trayecto en barco para estar en casa: el viaje habría terminado, podría bañarse, dormir en una cama y encontrar el desayuno preparado al levantarse, abrazar a su esposa, oír el gemido de su hijita cuando se despertara, levantarse para alzarla de la cuna y llevársela a su somnolienta esposa, quien sacaría el pecho de la bata y lo pondría en la boca del bebé, y acostarse al lado para escuchar los gorgoritos de la niña mientras los pájaros piaban afuera y desde la calle llegaban los ruidos de la mañana, el pregón de los vendedores anunciando sus mercancías. Huevos. Bayas. Crema. Bizcochos y panecillos.

Alma Suprema, ¿por qué no nos dejaste en paz? ¿Por qué no esperaste otra generación? ¿Cuarenta millones de años, y no pudiste esperar para que nuestros tataranietos tuvieran esta gran aventura? ¿No pudiste permitir que Issib y yo averiguáramos cómo construir una de esas antiguas y maravillosas máquinas volantes, para ir adonde nos llevas en pocas horas? Tiempo, es todo lo que necesitábamos. Tiempo para vivir antes de perder nuestro mundo.

Deja de gimotear, dijo el Alma Suprema. O tal vez no era el Alma Suprema. Tal vez era el mismo Nafai, sabiendo que se quejaba más de la cuenta.

Amanecía en la fuente que según el índice se llamaba Shazer, aunque Nafai ignoraba por qué alguien se habría molestado en dar nombre a un lugar tan oscuro, y por qué el Alma Suprema se molestaba en recordarlo. Vas se había encargado de la última guardia de la noche, y fue a despertar a Nafai para salir de cacería. Hacía tres días que no comían carne, y éste era un buen lugar para acampar, de modo que podían tardar dos días en regresar, si era necesario. Vas avistaría algún animal, o encontraría rastros recientes; Nafai lo seguiría y, cuando la presa estuviera cerca, avanzaría con sigilo hasta tener el animal a la vista. Entonces Nafai empuñaría ese sagrado pulsador, apuntaría con cuidado, tratando de adivinar hacia dónde se movería el animal, y a qué distancia y velocidad, apretaría el gatillo y el haz de luz abriría un boquete en el corazón de la criatura, cauterizándola de tal modo que la herida no sangraría, salvo por un humo caliente y húmedo que mancharía de rojo y negro la arena y las rocas donde cayera.

Nafai estaba harto de esto. Pero era su deber, y cuando Vas raspó suavemente la tela de la tienda para llamarlo, se despertó al instante, o quizá ya estaba despierto, cruzando los lindes de un sueño; se vistió sin hacer ruido, sacó el pulsador de la caja y se reunió con Vas en la helada oscuridad.

Vas lo saludó con una inclinación de la cabeza —trataban de no hablar, para no despertar a los niños— y dio media vuelta, señalando el declive. No la ciudad, sino el mar. Cuesta abajo. Nafai normalmente consideraba que era estúpido ir de cacería cuesta abajo, pues habría que cargar el animal cuesta arriba al regresar al campamento. Pero esta vez quería ir cuesta abajo. Aunque nunca abandonaría su misión, aunque no pensaba traicionar a Padre ni al Alma Suprema, añoraba el mar y lo que se extendía más allá del mar, así que asintió cuando Vas señaló el declive.

Cuando estuvieron a cierta distancia del campamento, tras cruzar el borde de la colina, se detuvieron a orinar, y luego emprendieron el difícil descenso por el pedregal. La cuesta estaba sumida en las sombras, pues el alba despuntaba a sus espaldas. Pero Vas era el rastreador, y Nafai había aprendido tiempo atrás que era habilidoso para ello y que sentía orgullo de esa habilidad, así que las cosas andaban mejor si él no lo cuestionaba.

No fue un descenso fácil, aunque la oscuridad se disipaba a cada instante, pues el alba parecía iluminar todo el firmamento mucho más rápidamente aquí que en Basílica. ¿Era la latitud? ¿El seco aire del desierto? De un modo u otro podía ver, aunque sólo viera una confusión de peñascos y pedrejones, salientes y protuberancias que serían un reto aun para los animales más ágiles. ¿Qué clase de criatura esperas encontrar, Vas? ¿Qué clase de animal podría vivir aquí?

Pero Nafai siempre tenía estas dudas. Temía lo peor aun sabiendo que aquí abundaba la vegetación, y que no habría dificultad de encontrar animales. Sólo sería difícil trasladarlos al campamento. Era una de las razones por las cuales Elemak siempre enviaba a un cazador y un rastreador juntos, Nafai y Vas o, cuando había más de un pulsador, Elemak como cazador y Obring como rastreador. Cuando tenían éxito, el equipo regresaba con cada hombre cargando media bestia sobre los hombros. En general Nafai y Vas tenían mejor suerte, en parte porque Nafai era mejor tirador, y en parte porque Obring nunca lograba concentrarse, así que Elemak tenía que encargarse de las dos tareas.

Vas, en cambio, se concentraba muy bien, viendo cosas que nadie más veía. Vas podía seguir un animal durante horas. Con la tozudez de un perro que se negaba a soltar la presa que apretaba entre los dientes. Por eso Nafai tenía más éxito en sus cacerías, porque Vas lo conducía hacia la presa. Por lo demás, el éxito dependía de Nafai. Nadie podía aproximarse tanto a una presa en silencio, nadie tenía una puntería tan certera. Formaban un buen equipo, aunque jamás habían imaginado que serían buenos para cazar. Jamás se les habría ocurrido.

Vas encontró algo, una pequeña marca. Nafai había desistido de tratar de ver todo lo que veía Vas. A él no le parecía el rastro de un animal, pero a menudo se equivocaba en eso. Siguió a Vas, alerta a los depredadores que pudieran considerarlos una amenaza o un buen bocado. Las huellas del animal bajaban y bajaban, y a media mañana Nafai vio un claro y un cómodo sendero que conducía a la playa. Por razones de las que no se enorgullecía, quería seguir por ese sendero y al menos mojarse los pies en las aguas de la Bahía de Dorova. Pero Vas no siguió ese camino, sino que avanzó por un peñasco cada vez más empinado y peligroso.

¿Por qué un animal elegiría esa ruta? ¿Qué clase de animal era? Pero Nafai no dijo nada. Era una cuestión de orgullo, guardar absoluto silencio durante la cacería.

Cuando llegaron a la parte más peligrosa del pasaje, donde tendrían que atravesar una lisa superficie de roca sin ningún reborde, sólo la fricción les impediría sufrir una caída de cincuenta metros. Vas se detuvo y señaló, dando a entender que la presa estaba del otro lado. Una mala noticia. Nafai tendría que cruzar ese pasaje con el pulsador en la mano, preparado para disparar. Más aún, tendría que apuntar y disparar desde ese declive.

Pero después de esa larga marcha, no podían desistir y empezar de nuevo sólo porque se topaban con una dificultad.

Vas se aplastó contra la pared del peñasco, y Nafai pasó detrás de él, desenfundó el pulsador y avanzó por el difícil pasaje.

En ese momento pensó: No sigas, Vas planea matarte.

Esto es estúpido, pensó Nafai. Una cosa es tener miedo del cruce, eso es muy humano. Pero si Vas quisiera matarme sólo tenía que moverse cuando paseé detrás de él en la saliente.

No avances un paso más.

¿Y dejar a mi familia sin carne, porque de pronto tuve un ataque de pánico? Jamás.

Nafai se tragó el miedo y avanzó por el peñasco. Arqueó el cuerpo para ejercer la mayor presión sobre la suela de sus botas. Aun así, notaba que el ángulo era muy inseguro. Esto era realmente peligroso, y disparar desde allí sería casi imposible.

Al fin llegó a un punto desde donde vio la zona que antes estaba oculta, y se detuvo a buscar el animal. No podía verlo. Esto sucedía a veces, sobre todo porque cazaban en silencio. Vas lo conducía hacia un animal que poseía un buen camuflaje natural, y cuando Nafai se aproximaba el animal lo veía o lo olía y se quedaba quieto, volviéndose casi invisible. A veces el animal tardaba en moverse y Nafai no lo veía. Aquí se repetiría ese juego de la espera. Nafai odiaba tener que esperar en esa roca, pero ahora era totalmente visible. Si se acercaba más el animal huiría y tendrían que empezar de nuevo.

Movió cautelosamente las manos para desplazar todo el peso hacia los pies y la mano donde no tenía el pulsador, luego alzó el pulsador hasta un punto donde pudiera apuntar hacia cualquier sitio de esa ladera montañosa. ¿El animal estaba en esos arbustos? ¿O detrás de una roca, dispuesto a salir en cualquier momento?

Era difícil conservar esa posición. Nafai era fuerte, y estaba habituado a quedarse quieto durante largo rato, pero nunca había tenido que usar esta postura. Sentía gotas de sudor en la frente sucia de polvo. Si le llegaban al ojo le ardería, pero no había modo de enjugarlas sin ahuyentar al animal.

Un animal que ni siquiera he visto.

Olvídate del animal. Sal de esta ladera.

No, no puedo ser tan débil. Necesito conseguir comida para la familia. No regresaré para decir que hoy no hay carne porque tuve miedo de esperar quieto sobre una roca.

Oyó que Vas se movía a sus espaldas, atravesando el peñasco. Eso era estúpido. ¿Por qué lo hacía?

Para matarme.

¿Por qué no podía quitarse esa idea de la cabeza? No, Vas se acercaba porque notaba que Nafai aún no había visto el animal, y quería señalarlo. ¿Pero cómo? Nafai no podía darse la vuelta, y Vas no podía pasar para que él lo viera.

No, Vas iba a hablarle.

—Es demasiado peligroso —dijo—. Te vas a resbalar.

Y en ese preciso momento, el pie derecho de Nafai cedió de golpe. Resbaló hacia dentro y hacia abajo, y con ese movimiento abrupto el pie izquierdo perdió sostén y empezó a patinar. Debió de ser muy rápido, pero parecía durar una eternidad; Nafai trató de sostenerse con la mano, con la culata del pulsador, pero ambos se deslizaban por la roca sin detener la caída. Y de pronto la roca se volvió más abrupta y el resbalón se convirtió en caída, y Nafai supo que iba a morir.

—¡Nafai! —gritó Vas—. ¡Nafai!


Luet estaba en el arroyo, lavando ropa, cuando de repente un pensamiento le llegó con claridad a la mente: (No está muerto.)

¿No está muerto? ¿Quién no está muerto? ¿Por qué iba a estar muerto?

(Nafai no está muerto. Regresará.)

Supo de inmediato que le hablaba el Alma Suprema. Tranquilizándola. Pero no se sintió más tranquila. Sí, le tranquilizaba saber que Nafai estaba bien. Pero ahora quería saber, exigió saber qué había sucedido.

(Se cayó.)

¿Cómo?

(Su pie resbaló en una ladera rocosa.)

Nafai tiene buen equilibrio. ¿Por qué se resbaló? ¿Qué me estás ocultando?

(He observado atentamente a Vas, con Sevet y Obring. Todo el tiempo. Lleva la muerte en el corazón.)

¿Vas tuvo algo que ver con la caída de Nafai?

(Sólo cuando atravesaban la roca comprendí lo que él tramaba. Ya había destruido los tres primeros pulsadores. Yo sabía que se proponía destruir el último, pero no me preocupaba porque hay otras posibilidades. Sólo en el último momento vi en su mente que el modo más sencillo de destruir el último pulsador era conducir a Nafai a un sitio peligroso y empujarle el pie para que se cayera.)

¿Nunca viste ese plan en su mente?

(Durante el descenso él pensaba en un camino hacia el mar. Cómo llegar a la bahía para poder ir caminando a Dorova. Eso era lo único que había en su mente mientras conducía a Nafai en busca de una presa inexistente. Vas tiene una excepcional capacidad de concentración. Sólo pensaba en el camino hacia el mar, hasta el último momento.)

¿No previniste a Nafai?

(Él me oyó, pero no comprendió que oía mi voz. Pensó que era su propio temor, y lo combatió.)

Conque Vas es un homicida.

(Vas es como es. Está dispuesto a todo con tal de vengarse de Obring y Sevet, que lo traicionaron en Basílica.)

Pero parecía tomarlo con calma.

(Sabe actuar con frialdad.)

¿Y ahora qué? ¿Ahora qué, Alma Suprema?

(Observaré.)

Es lo que has hecho continuamente, pero nunca nos previniste sobre lo que veías. Sabías lo que planeaba Vas. Hushidh incluso vio los potentes vínculos que lo unen con Sevet y Obring y nunca le dijiste qué eran.

(Así es mi programación. Me permite observar, no interferir, a menos que el peligro atente contra mis propósitos. Si impidiera que cada persona mala cometiera maldades, ¿quién sería libre? ¿Cómo podrían los humanos ser humanos? Así que les permito trazar sus planes, y observo. A menudo cambian de parecer, libremente, sin mi intervención.)

¿No pudiste estupidizar a Vas para detenerlo?

(Ya te he dicho. Vas tiene gran capacidad de concentración.)

¿Y ahora qué? ¿Ahora qué?

(Observaré.)

¿Se lo has dicho a Volemak?

(Te lo he dicho a ti.)

¿Debo contárselo a alguien?

(Vas lo negará. Nafai ni siquiera sabe que fue víctima de un intento de homicidio. Te lo he dicho a ti porque no confío en mi capacidad para predecir qué hará Vas.)

¿Y qué puedo hacer yo?

(Tú eres humana. Tú puedes pensar cosas que superan tu programación.)

No, no te creo. No puedo creer que no tengas un plan.

(Si tengo un plan, incluye tu capacidad para tomar decisiones.)

Hushidh. Debo hablar con mi hermana.

(Si tengo un plan, incluye tu capacidad de tomar decisiones propias.)

¿Eso significa que no debo consultar a Hushidh, porque entonces mi decisión no sería propia? ¿O significa que consultar a Hushidh es una de las decisiones que debo tomar por mi cuenta?

(Si tengo un plan, es que tomes decisiones propias acerca de tus propias decisiones concernientes a tus propias decisiones.)

Luet notó que estaba sola de nuevo, que el Alma Suprema ya no le hablaba.

Las ropas estaban en la hierba a orillas del arroyo, excepto una bata de Chveya que ella estaba fregando y aún mantenía bajo el agua, congelándose las manos porque no se había movido mientras hablaba con el Alma Suprema.

Debo hablar con Hushidh, así que ésta es la primera decisión que tomaré. Hablaré con Hushidh e Issib.

Pero primero terminaré de lavar estas prendas. Así nadie sabrá que ha sucedido algo. Creo que eso es lo más atinado, impedir que los demás se enteren, al menos por ahora.

A fin de cuentas, Nafai se encuentra bien. O al menos Nafai no está muerto. Pero Vas lleva la muerte en el corazón. Y Obring y Sevet también corren peligro. Por no mencionar a Nafai, si Vas sospecha que Nafai sabe que él intentó asesinarlo. Por no mencionarme a mí, si Vas comprende que yo también sé.

¿Cómo permitió el Alma Suprema que las cosas llegaran a tal extremo? ¿Ella no es responsable de todo esto? ¿No sabe que hemos traído a personas terribles en nuestro viaje?

¿Cómo pudo permitir que viajáramos y acampáramos tantos meses, más de un año, con muchos años por delante, con un asesino?

Porque tenía esperanzas de que no decidiera asesinar. Porque debe permitir que los humanos sean humanos, aun ahora. Sobre todo ahora.

Pero no cuando se trata de mi esposo. Esto va demasiado lejos, Alma Suprema. Corriste demasiados riesgos. Si él hubiera muerto yo jamás te habría perdonado. Me negaría a seguir sirviéndote.

El Alma Suprema no respondió. En cambio, le respondió su corazón: La muerte de un individuo puede acontecer en cualquier momento. No es tarea del Alma Suprema impedirla. La tarea del Alma Suprema es impedir la muerte de un mundo.


Nafai yacía aturdido en la hierba. Era un reborde que la curvatura del peñasco impedía ver desde arriba. Había caído cinco o seis metros, después de patinar en la ladera de roca. Había perdido el aliento, se había desmayado, pero estaba ileso, salvo por el porrazo que se había dado en la cadera al aterrizar. Si no hubiera aterrizado en el reborde, se habría despeñado otros cien metros y sin duda habría perecido.

No puedo creer que haya sobrevivido. Nunca debí tratar de matar al animal desde esa posición. Fue una estupidez. Tenía razón en tener miedo. Debí haber escuchado mis miedos. Si perdíamos el animal, siempre podíamos encontrar otra bestia. Lo que no podremos encontrar de nuevo es otro padre para Chveya, otro esposo para Luet, otro cazador que no sea necesario para otras tareas.

Otro pulsador.

Miró en torno y descubrió que el pulsador no estaba en el reborde. No estaba a la vista. Debió haberlo soltado al caer, y debió haber rebotado. ¿Dónde estaba?

Se arrastró hasta el borde del saliente y se asomó. Sí, una caída recta, salvo por algunas protuberancias que no podían detener la caída del pulsador. Habría rebotado en ellas hasta llegar al pie del peñasco. Si estaba allí, Nafai no podría verlo. Estaría perdido entre las matas. ¿O eran copas de árboles?

—¡Nafai!

Vas, llamándolo.

—¡Estoy aquí! —respondió Nafai.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Vas—. ¿Estás herido?

—No —dijo Nafai—. Pero estoy en un saliente. Creo que puedo salir hacia el sur. Estoy diez metros debajo de ti. ¿Puedes ir también hacia el sur? Tal vez necesita tu ayuda. Abajo no hay nada, salvo un precipicio mortal, y no veo ningún modo de llegar adonde estás tú.

—¿Tienes el pulsador? —preguntó Vas. Claro que tenía que preguntarle por el pulsador. Nafai se sonrojó de vergüenza.

—No, debí soltarlo al caer. Tiene que estar al pie del peñasco, a menos que puedas verlo desde allí.

—No está aquí. Lo tenías contigo al caer.

—Entonces está en el fondo. Avanza hacia el sur conmigo —dijo Nafai.

Descubrió, sin embargo, que era más fácil decirlo que hacerlo. Aunque la caída no le hubiera causado lesiones graves, lo había dejado aterrorizado. Apenas podía ponerse en pie, por temor al borde, por temor a la caída.

No me caí porque perdiera el equilibrio, pensó Nafai. Me caí porque la fricción no tenía fuerza suficiente para sostenerme en ese lugar peligroso. Este saliente no es así. Aquí puedo plantarme con firmeza.

Se irguió, de espaldas a la ladera, resollando, diciéndose que debía moverse, desplazarse hacia el sur por ese reborde, doblar el recodo, porque tal vez encontrara un lugar para ascender. Pero cuanto más se lo decía, más fijaba los ojos en el espacio vacío que estaba a menos de un metro de sus pies. Si me inclino apenas, me caeré. Si tropiezo, me precipitaré barranco abajo.

No, se dijo. No puedo pensar así, o nunca serviré para nada. Hice esto muchas veces. No hay ninguna dificultad. Y sería mejor mirar la roca en vez de mirar el vacío que baja hasta el mar.

Dio media vuelta y avanzó cuidadosamente, aplastándose contra la roca más que en ocasiones anteriores. Pero su confianza aumentaba a cada paso.

Cuando dobló el recodo del peñasco, vio que el reborde terminaba, pero ahora había sólo dos metros desde esa saliente hasta la siguiente, y desde allí sería fácil trepar hasta el camino por donde Vas y él habían pasado menos de una hora atrás.

—¡Vas! —llamó. Siguió hasta llegar al sitio donde el saliente superior estaba más próximo. Casi podía extender los brazos para alzarse por su cuenta, pero no había nada de qué aferrarse, y el borde era pedregoso y frágil. Sería más seguro si Vas lo ayudaba—. ¡Vas, aquí estoy! ¡Te necesito!

Pero no oyó a Vas. Y recordó lo que había pensado cuando iniciaba ese peligroso cruce. No sigas. Vas planea matarte.

¿Una advertencia del Alma Suprema?

Absurdo.

Pero Nafai no aguardó la respuesta de Vas. Extendió los brazos hacia el saliente superior, hundió los dedos en el suelo flojo y herboso. Era resbaladizo e inseguro, pero clavó las uñas y forcejeó hasta que logró afirmarse y apoyar los hombros en el borde, y entonces fue relativamente fácil alzar una pierna y llegar a una posición segura. Rodó sobre la espalda y se quedó tendido, jadeando de alivio. No podía creer que hubiera hecho algo tan peligroso tan pronto después de una caída. Si se hubiera resbalado mientras se encaramaba al saliente, le habría costado aferrarse del saliente inferior. Había corrido un peligro mortal, pero lo había logrado.

Vas llegó.

—Ah, ya estás arriba. Mira… por aquí. Regresaremos adonde estábamos.

—Tengo que encontrar el pulsador.

—Debe estar roto e inutilizado —dijo Vas—. No está construido para semejante caída.

—No puedo regresar y decirles que no tengo el pulsador… que lo perdí. Está allá abajo, y aunque esté hecho trizas, llevaré los restos al campamento.

—¿Es mejor decirles que lo rompiste a decirles que lo perdiste? —preguntó Vas.

—Sí —dijo Nafai—. Es mejor mostrar los fragmentos, así no quedará la duda de que pude haberlo encontrado si me hubiera esforzado más. ¿No entiendes que hablamos de la provisión de carne de nuestras familias?

—Oh, entiendo. Y ahora que lo dices así, entiendo que debemos buscarlo. Mira, podemos bajar por aquí. Es un sendero bastante fácil.

—Sí, lo sé —dijo Nafai—. Baja directamente al mar.

—¿Eso crees? —preguntó Vas.

—Por allá abajo, torciendo a la izquierda. ¿Ves?

—Oh, tal vez eso funcione.

Nafai se sintió levemente avergonzado de haber descubierto el sendero que bajaba al mar mientras que Vas ni siquiera había pensado en ello.

En vez de bajar al mar, sin embargo, bajaron hasta el matorral donde debía haber caído el pulsador. No tuvieron que buscar mucho para encontrarlo. Estaba partido en dos, justo por la mitad. Varios componentes internos estaban desperdigados entre las matas, y sin duda muchos otros que no encontraron. Sería imposible repararlo.

Aun así, Nafai juntó los fragmentos, grandes y pequeños, en la funda que había hecho para el arma, y la ciñó con fuerza. Cuando iniciaron el ascenso, Nafai sugirió que Vas fuera delante, pues él recordaría mejor el camino, y Vas aceptó de inmediato. Nafai ni siquiera insinuó que no quería que Vas fuera detrás, donde no podría vigilarlo.

Alma Suprema, ¿fue una advertencia tuya?

No obtuvo ninguna respuesta del Alma Suprema, al menos ninguna respuesta directa a su pregunta. En cambio detectó una clara exhortación a hablar con Luet en cuanto regresara al campamento. Y como eso era lo que hubiera hecho de cualquier modo, sobre todo después de semejante experiencia, tan cercana a la muerte, supuso que era su propio pensamiento, y que el Alma Suprema no le había dicho nada.

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