3. CACERÍA

Llegaron al campamento de Volemak al anochecer. Ese día habían viajado más que de costumbre, porque estaban cerca; pero todavía quedaban pendientes todas las faenas de la noche, pues Volemak no sabía que llegaban y no había más tiendas preparadas, y Zdorab ya había lavado los utensilios después de la cena que había preparado para Volemak, Issib y él. Trabajaron con mayor lentitud que de costumbre, porque se sentían más seguros y porque, después de llegar, parecía injusto tener tanto trabajo como durante el viaje.

Hushidh permaneció cerca de Luet y Nafai. De cuando en cuando veía a Issib flotando en su silla. Su apariencia no le sorprendía, pues le conocía desde hacía años, ya que Issib era el hijo mayor de la dama Rasa y había estudiado en casa de Rasa desde que Hushidh estaba allí. Pero siempre lo había considerado el inválido, y le prestaba poca atención. Luego, en Basílica, cuando comprendió que iría al desierto con Nafai y Luet, le resultó evidente —pues siempre veía los vínculos que unían a las personas— que, en la distribución de varones y mujeres de la expedición del Alma Suprema, a ella le tocaría Issib. El Alma Suprema quería que los genes de Issib se perpetuaran, y también los de ella, y para bien o mal realizarían ese esfuerzo juntos.

Le había costado aceptarlo. Sobre todo en la noche de bodas, cuando la dama Rasa desposó a Luet y Nafai, a Elemak y Eiadh, a Mebbekew y Dolya, y cada pareja fue a su lecho nupcial, Hushidh apenas podía contener la furia, el temor y la decepción en el corazón, al no tener la clase de amor que tenía su hermana Luet.

En respuesta, el Alma Suprema —o así lo había creído ella al principio— le había enviado un sueño esa noche. En el sueño se vio unida a Issib, lo vio volar y voló con él; comprendió entonces que el cuerpo de Issib no expresaba su verdadera naturaleza, y que ese matrimonio no la aplastaría sino que, por el contrario, la elevaría. Y se vio teniendo hijos con Issib, se vio de pie en la puerta de una tienda del desierto con él, mirando jugar a sus hijos, y vio que en esa escena futura lo amaría, estaría vinculada a él por hebras de oro y plata que los unían desde hacía varias generaciones, y que se remontaban también en el futuro, año tras año, hijo tras hijo, generación tras generación. Aunque el sueño también contenía algunas partes aterradoras, ella buscaba consuelo en él durante esos días. Mientras se encontraba con el general Moozh, obligada a casarse con el conquistador de Basílica, pensó en el sueño y supo que no terminaría casada con él, y el Alma Suprema, en efecto, trajo a la madre de Hushidh y Luet, la mujer llamada Sed, quien las identificó como sus hijas, y a Moozh como al padre. No hubo boda, y a las pocas horas estaban en el desierto, camino al campamento de Volemak.

Pero desde entonces había tenido tiempo para pensar, tiempo para recordar sus temores. Claro que se había resistido, había tratado de aferrarse a la confortación que traía ese sueño, o a las frases alentadoras de Nafai, quien le decía que Issib era brillante y gracioso, una compañía agradable, algo que ella no había podido apreciar en la escuela.

Pero a pesar del sueño, a pesar de Nafai, persistían esas viejas impresiones que había albergado durante tantos años. Mientras recorría el desierto veía el movimiento descoyuntado de esos brazos y piernas en la ciudad, donde Issib podía usar elevadores bajo la ropa, de modo que siempre parecía estar brincando en el aire como un fantasma saltarín, o —¿cómo había dicho Kokor una vez?— como un conejo bajo el agua. ¡Cómo se habían reído! Y ahora, qué desleal se sentía, aunque había sido la propia hermana de Issib quien había hecho la broma. Hushidh no podía haber sabido que un día el tullido, el fantasma, el conejo bajo el agua, sería su esposo. El viejo temor y la extrañeza permanecían como una corriente submarina, a pesar de sus esfuerzos para tranquilizarse.

Pero ahora, al verle, comprendió que no tenía miedo de él, pues el sueño le había infundido esperanzas. No, tenía miedo de lo que él pensaría de ella, un temor aún más antiguo y oscuro. ¿Sabía Issib lo que Rasa y el Alma Suprema habían planeado? ¿Ya la observaba mientras ella armaba la tienda, evaluándola? Si así era, estaría muy decepcionado. Le imaginaba pensando: Desde luego, el tullido se queda con la fea, la larguirucha, la de rostro agrio cuyo cuerpo jamás atrajo la mirada de los hombres. La estudiosa, que no tiene talento para hacer reír a nadie, salvo a su hermana menor Luet (ella sí es brillante, pero pertenece a Nafai). Él debe estar pensando: Tendré que conformarme, porque soy un tullido y no tengo elección. Tal como yo estoy pensando: Tendré que conformarme con el tullido, porque ningún otro hombre me aceptará.

¿Cuántos matrimonios habían comenzado con sentimientos similares? ¿Algunos eran felices, al final?

Se demoró todo lo posible, saboreando la cena, que era mejor que todo lo que habían comido mientras viajaban. Zdorab y Volemak habían encontrado hortalizas silvestres y raíces en el valle y habían servido un guisado, en vez de pasas y charqui, y pan fresco con levadura, en vez de las galletas y bizcochos duros con que habían tenido que conformarse durante la travesía. Pronto sería mejor aún, pues Volemak había sembrado un huerto, y dentro de pocas semanas habría melones y calabazas, zanahorias, cebollas y rábanos.

Todos estaban cansados y aprensivos durante la cena. Aún recordaban el intento de ejecución de Nafai, mucho más bochornoso ahora que habían regresado a Volemak y veían con cuánta desenvoltura ejercía su autoridad, siendo un auténtico líder, mucho más fuerte que un bravucón prepotente como Elemak. Todos temían algún ajuste de cuentas con el anciano, ¿pues cuántos de ellos —con excepción de Eiadh, y por supuesto de Nafai— podían sentirse orgullosos de su actuación? Así, aunque la comida era sabrosa, nadie salvo Hushidh tenía muchos deseos de quedarse a charlar. No había gratas remembranzas del viaje, ni anécdotas divertidas para contar a quienes los habían esperado. En cuanto despejaron la mesa, las parejas fueron a sus tiendas.

Se fueron tan repentinamente que Hushidh, a pesar de su ansiedad por evitar ese momento, descubrió, al regresar del arroyo con los cacharros que había lavado, que Shedemei era la única mujer que quedaba, y Zdorab e Issib los únicos hombres. Ya reinaba un embarazoso silencio, pues Shedemei no era buena conversadora, y Zdorab e Issib parecían enfermizamente tímidos. Cuan difícil para todos, pensó Hushidh. Sabemos que somos la resaca del grupo, y que sólo estamos reunidos aquí porque nadie nos quería, salvo el Alma Suprema. Y algunos ni siquiera por eso, pues el pobre Zdorab estaba allí porque Nafai le había impuesto un juramento en vez de matarle a las puertas de Basílica, la noche en que murió Gaballufix.

—Qué grupo tan taciturno —dijo Volemak.

Hushidh irguió la cabeza con alivio y vio que Volemak y Rasa regresaban a la fogata. Debían haber comprendido que era preciso decir algo, hacer presentaciones, al menos, entre Shedya y el bibliotecario, que ni siquiera se conocían.

—Yo estaba entrando en la tienda de mi esposo —dijo Rasa—, pensando en lo agradable que era estar de vuelta con él, cuando de repente eché de menos a mis compañeros de viaje, Shuya y Shedya, y luego recordé que no había cumplido con mi deber de dama de esta casa.

—¿Casa? —dijo Issib.

—Las paredes pueden ser de piedra y el techo puede ser el cielo, pero ésta es mi casa, un lugar de refugio para mis hijas y de seguridad para mis hijos —dijo Rasa.

—Nuestra casa —observó gentilmente Volemak.

—En verdad, hablé de mi casa llevada por los viejos hábitos de Basílica, donde las casas pertenecían sólo a las mujeres.

Rasa se llevó la mano de su esposo a los labios, la besó y le sonrió.

—Aquí —dijo Volemak—, las casas pertenecen al Alma Suprema, que nos alquila ésta a un precio razonable. Cuando nos marchemos de aquí, los mandriles que viven corriente abajo se quedarán con el huerto.

—Hushidh, Shedemei, creo que conocéis a mi hijo Issib —dijo Rasa.

—Nuestro hijo —dijo Volemak, con igual gentileza—. Y este hombre es Zdorab, quien fue archivista de Gaballufix, pero ahora sirve en nuestro campamento como jardinero, bibliotecario y cocinero.

—Pésimo en las tres cosas, me temo —dijo Zdorab.

Rasa sonrió.

—Voltya me ha dicho que Issib y Zdorab han explorado el índice mientras aguardaban aquí. Y sé que mis dos queridas sobrinas, Shuya y Shedya, tendrán un profundo interés en lo que ellos han encontrado.

—El índice del Alma Suprema es la senda hacia toda la memoria de la Tierra —dijo Volemak—. Y ya que nos dirigimos a la Tierra, es tan importante estudiar esa gran biblioteca como realizar las tareas que nos permiten sobrevivir en este desierto.

—Sabes que cumpliremos con nuestro deber —dijo Shedemei.

Hushidh sabía que no se refería únicamente a los estudios.

—Oh, basta de evasivos buenos modales —dijo Rasa—. Todos sabéis que sois los solteros, y que todos deben casarse para que esto dé resultado, con lo cual quedáis sólo vosotros cuatro. Sé que no hay motivos para que no dispongáis de libertad para arreglar vuestras cosas, pero os diré que por edad y experiencia me imaginé que Hushidh terminaría con Issib y Shedemei con Zdorab. No tiene por qué ser así, pero creo que sería útil que al menos exploraseis las posibilidades.

—La dama Rasa habla de experiencia —dijo Zdorab—, pero debo señalar que soy un hombre sin experiencia en lo concerniente a las mujeres, y temo ofender con cada palabra que diga.

Shedemei rió despectivamente.

—Lo que ha querido decir Shedemei, con su parca elocuencia —intervino Rasa—, es que no puede concebir que tengas menos experiencia con las mujeres que ella con los hombres. Shedemei también está segura de su habilidad para ofenderte con cada palabra, por eso optó por responderte sin usar ninguna.

El absurdo de la situación, sumado a la torpeza de Shedemei y la tímida cortesía de Zdorab, fue demasiado para Hushidh. Se echó a reír, y pronto los demás la imitaron.

—No hay prisa —dijo Volemak—. Tomaos tiempo para conoceros.

—Yo preferiría terminar con esto cuanto antes —dijo Shedemei.

—El matrimonio no es algo que terminas, sino algo que comienzas —dijo Rasa—. Así pues, como decía Volemak, tomaos vuestro tiempo. Cuando estéis preparados, acudid a mí o a mi esposo, y podremos asignaros tiendas, tras las ceremonias de rigor.

—¿Y si nunca estamos preparados? —preguntó Issib.

—Ninguno de nosotros vivirá tanto corno para ver el nunca —dijo Volemak—. Y en cuanto al presente, será suficiente con que procuréis conoceros y simpatizar.

Eso fue todo, salvo algunas palabras de elogio por la cena que Zdorab había preparado. Pronto se dividieron, y Hushidh siguió a Shedemei a la tienda que compartían por el momento.

—Bien, eso fue tranquilizador —dijo Shedemei.

Hushidh tardó un instante en comprender que Shedya hablaba irónicamente. Siempre le pasaba lo mismo.

—Yo no me siento tranquila —respondió.

—¿No te pareció encantador que nos permitieran tomarnos tiempo para decidir si haríamos lo inevitable? Es como darle a un reo la palanca de la trampa del patíbulo y decirle: «Cuando estés preparado.»

Le sorprendió comprender que Shedemei estaba mucho más furiosa que ella. Pero, por otra parte, Shedemei no había participado en ese viaje voluntariamente, como Hushidh. Shedemei no se consideraba como perteneciente al Alma Suprema, tal como Hushidh desde que había comprendido que era descifradora, o como Luet desde que había descubierto que era vidente. Así que para ella todo era un desquicio; todos sus planes se iban al cuerno.

Hushidh pensó en ayudarla diciéndole: «Zdorab es tan cautivo como tú en este viaje. El no pidió venir, y al menos tú tuviste ese sueño.» Pero comprendió de inmediato —pues Hushidh siempre veía los vínculos entre las personas— que esas palabras, lejos de confortar, insertarían una cuña entre ella y Shedemei, así que optó por el silencio.

Optó por el silencio y sufrió, pues recordaba que Issib había preguntado qué sucedería si nunca estaban preparados. Era espantoso que un futuro esposo dijera semejante cosa, pues significaba que él no creía realmente que alguna vez pudiera amarla.

Y de repente pensó otra cosa: ¿y si Issib no lo decía porque creyera que él nunca podría desearla a ella, sino porque estaba seguro de que ella jamás estaría preparada para casarse con él? Ahora que lo pensaba, estaba segura de que era eso lo que quería decir, pues sabía que Issib era un joven afable que jamás diría algo ofensivo. De pronto se abrió en su mente una esclusa de su memoria, y vio todas las imágenes que ella tenía de Issib. Era parco, y soportaba su invalidez sin quejas. Era muy valeroso, a su manera, y en efecto era brillante. Siempre había sido rápido en las clases, cuando estaban juntos; sus ideas nunca eran convencionales, y siempre revelaban que estaba un par de pasos más allá de la pregunta inmediata.

Su cuerpo puede tener limitaciones, pensó Hushidh, pero su mente es por lo menos igual a la mía. Y a pesar de mi fealdad, no puedo estar tan preocupada por mi cuerpo como él por el suyo. Nafai me ha asegurado que Issib es capaz de engendrar, pero eso no significa que sepa hacer el amor. Más aún, debe temer que yo sienta repulsión, o al menos frustración ante el poco placer que supuestamente creo que puede brindarme. No soy yo quien necesita que la tranquilicen, sino él, y sería destructivo que iniciara este cortejo pensando que él debe aplacar las dudas de mi corazón. No, debo darle a entender que yo lo acepto a. él, si hemos de construir una amistad y un matrimonio.

Esta comprensión le brindó tanto alivio que casi rompió a llorar de alegría. Sólo entonces comprendió que las ideas que le llegaban tan repentinamente, con tanta claridad, tal vez no fueran suyas. Más aún, notó que se había representado el cuerpo de Issib tal como lo veía él, y que no era mera imaginación. El Alma Suprema le había mostrado los pensamientos y temores de Issib.

Y, como tantas veces, Hushidh lamentó no tener la fácil comunicación con el Alma Suprema que tenían Luet y Nafai. En ocasiones el Alma Suprema le ponía en la mente pensamientos con forma de palabras, como siempre sucedía con ellos, pero nunca se sentía cómoda con ese diálogo, nunca le resultaba fácil distinguir entre los pensamientos propios y los del Alma Suprema. Tenía que conformarse con su capacidad de descifrar, y con esas claras intuiciones que siempre le llegaban como ideas propias, y que sólo después resultaban demasiado claras para no ser sino visiones del Alma Suprema.

Aun así, estaba segura de que no había visto un producto de su imaginación, sino la verdad. El Alma Suprema le había mostrado lo que ella necesitaba ver, si quería superar sus propios temores.

Gracias, pensó, con la mayor claridad posible, aunque ignoraba si el Alma Suprema oía sus pensamientos, o si siquiera la estaba escuchando. Yo necesitaba ver a través de sus ojos, al menos por un momento.

Otro pensamiento acudió a ella: ¿El estará viendo a través de mis ojos en este momento? Era perturbador pensar que Issib pudiera estar viendo su cuerpo tal como lo veía ella, junto con sus temores e insatisfacciones.

No, lo justo es justo. Si él ha de confiar en sí mismo, y si ha de ser un marido afectuoso, debe saber que yo siento tantos temores y dudas como él. Así pues, si ya no lo has hecho, muéstrale quién soy, ayúdale a ver que, aunque no soy una beldad, soy una mujer que anhela amar y ser amada, formar una familia con un hombre cuyo corazón esté tan enlazado con el mío, y el mío con el suyo, como están enlazadas las almas de Rasa y Volemak. Muéstrale quién soy, para que se apiade en vez de temerme. Y luego podremos convertir la piedad en compasión, y la compasión en comprensión, y la comprensión en afecto, y el afecto en amor, y el amor en vida, la vida de nuestros hijos, la vida del nuevo yo en que nos convertiremos juntos.

Para sorpresa de Hushidh, ahora tenía sueño. Había temido que esa noche no pudiera dormir. Y la lenta y profunda respiración de Shedemei le indicó que ella ya estaba dormida.

Espero que también le hayas mostrado a ella lo que necesitaba ver, Alma Suprema. Sólo me pregunto cómo hacen otros hombres y mujeres para amarse cuando no tienen tu ayuda para mostrarles lo que hay en el corazón del otro.


Rasa se despertó enfadada, y tardó un rato en comprender por qué. Al principio pensó que era porque Volemak, al acostarse por la noche, sólo le había ofrecido un abrazo afectuoso, como si el largo ayuno no mereciera ser interrumpido con una fiesta de amor. El no era ciego; sabía que Rasa estaba enfadada, y explicó:

—Estás más fatigada de lo que crees, después de semejante viaje. Sería poco placentero para ambos.

Tanta calma la había encolerizado, y Rasa se había apartado para dormir lejos de sus brazos; pero esta mañana descubría que su irritación de la noche anterior era una clara demostración de que él tenía razón. Estaba demasiado fatigada para hacer otra cosa que dormir, como una chiquilla irritada.

Casi no entraba luz desde fuera. Podía ser mediodía o aún más tarde, y por la rigidez de su cuerpo y la falta de viento fuera de la tienda, era posible que hubiera dormido hasta media mañana. Aun así, era delicioso estar en cama; no había necesidad de levantarse deprisa, comer un magro desayuno a la luz del alba, levantar las tiendas, empacar los bártulos y ponerse en marcha al amanecer. El viaje había terminado; había regresado a su hogar, a su esposo.

Con ese pensamiento comprendió por qué se había despertado tan furiosa. Un hogar no era una tienda, aunque tuviera paredes dobles que permanecían bastante frescas a través del día. Y no era ella quien debía regresar a él, sino todo lo contrario. Así había sido siempre. La casa había sido de Rasa, y ella la mantenía preparada para él, y se la ofrecía como un don de sombra en el verano, un refugio en la tormenta, una protección contra los tumultos de la ciudad. En cambio, era él quien había preparado ese lugar, y cuanto más cómodo resultaba más la enfadaba, pues en ese lugar no sabría preparar nada. Era una inservible, una niña, una estudiante, y su esposo sería su maestro y tutor.

Nadie la había dirigido en sus asuntos personales desde que había ingresado en su vivienda propia, cuando era joven, usando dinero que había heredado de la madre para comprar la casa que su bisabuela había hecho famosa, entonces como conservatorio de música; Rasa la había hecho aún más famosa como escuela, y sobre ese cimiento se había elevado a la prominencia en la Ciudad de las Mujeres, rodeada por estudiantes, admiradoras y competidoras envidiosas. Y ahora estaba en el desierto, en un campamento donde ni siquiera sabía preparar una comida, donde ni siquiera sabía cómo se manejaban los sanitarios. Sin duda Elemak se encargaría de explicarle, con su estilo informal, fingiendo que le contaba algo que ya sabía, lo cual hubiera sido encomiable, sólo que su tono estudiado insinuaría que Rasa no sabía nada y sólo aprendería a orinar como era debido si él le enseñaba.

Elemak. Recordó esa espantosa mañana en que había apuntado el pulsador a la cabeza de Nafai y pensó: Debo decirle a Volemak. Debe saber que Elemak es un homicida en su corazón.

Pero el Alma Suprema había manifestado claramente que el homicidio no sería tolerado, y tanto Elemak como Mebbekew habían suplicado el perdón. La cuestión del regreso a Basílica ya estaba superada, por cierto. ¿Por qué mencionar el tema otra vez? ¿Qué podría hacer Volemak ahora, a fin de cuentas? O bien repudiar a Elemak, con lo cual el joven sería inútil durante el resto del viaje, o bien argumentar que Elemak tenía derecho a tomar una decisión tan detestable, en cuyo caso sería imposible convivir con Elemak a partir de entonces, y Nafai se reduciría a nada. Elemak nunca permitiría que Nafai se elevara a su posición natural de liderazgo. Eso sería insoportable, pues entre los hijos de Rasa sólo Nafai tenía genuina capacidad de mando, siendo el único varón de su generación cuya inteligencia le permitía tomar decisiones sabias, y cuya estrecha comunicación con el Alma Suprema le permitía tomar decisiones informadas.

Claro que Luet poseía un talento similar, pero ahora se encontraban en un ámbito nómada y primitivo, y era casi inevitable que los varones sobresalieran. Rasa no necesitaba las lecciones de Shedemei acerca de la formación de comunidades de primates para saber que en una tribu errabunda dominaban los machos. Pronto todas las mujeres estarían encinta, y entonces formarían un círculo cerrado que sólo se ensancharía más tarde para incluir a los recién nacidos. Entonces se preocuparían por el alimento, la seguridad y la educación, en un lugar tan hostil y temible como el desierto. No habría motivos ni oportunidades para cuestionar el liderazgo de los hombres.


Pero si el líder era un hombre como Nafai, sería compasivo con las mujeres y sabría escuchar. Elemak, en cambio, sería tal como había demostrado que era: un déspota envidioso, injusto y manipulador, reacio a escuchar consejos y muy propenso a sacar partido personal de cada situación…

No puedo resignarme a odiarlo. Elemak es un hombre con mucho talento. Al igual que su hermanastro Gaballufix, que alguna vez fue mi esposo. Amé a Gabya por esos atributos, pero lamentablemente nuestras hijas Sevet y Kokor no los heredaron. En cambio heredaron su egoísmo, su incapacidad para contener su afán de poseer todo lo que le resultara apetecible. Y también veo eso en Elemak, y así lo odio y lo temo tal como llegué a odiar y temer a Gaballufix.

Ojalá el Alma Suprema hubiera sido más selectiva al escoger a los integrantes de esta expedición.

Rasa dejó de vestirse y comprendió: Estoy pensando que Elemak es egoísta y manipulador, pero esta mañana estoy enfadada porque yo no estoy al mando. ¿Quién es la manipuladora? Tal vez, si yo hubiera estado privada del poder tanto tiempo como Elemak, estaría tan desesperada como él.

Pero sabía que no era así. Rasa nunca se había alzado contra su madre mientras ella vivía, y Elemak ya se había confabulado varias veces contra su padre, al extremo de querer matar al hijo menor de Volemak.

Debo contar a Volya lo que hizo Elemak, para que Volemak pueda tomar decisiones basándose en una información completa. Sería una mala esposa si no aconsejara bien a mi esposo, y eso incluye contarle todo lo que sé. Él siempre ha hecho lo mismo por mí.

Rasa apartó la lona y salió al pasaje intermedio, que estaba mucho más caliente que el interior de la tienda. Cerrando la tienda, abrió la cortina externa y salió al sol resplandeciente. Pronto estuvo bañada en sudor.

—¡Rasa! —exclamó Dol con deleite.

—Dolya —dijo Rasa. ¿Qué, Dol estaba esperando a que saliera Rasa? ¿No tenía nada que hacer? Rasa no pudo contener una frase hiriente—. ¿Mucho trabajo?

—Oh, no, aunque prefiero que así sea, con este sol abrasador.

Bien, al menos Dol no era hipócrita.

—Me ofrecí para esperar a que salieras de la tienda, pues Wetchik no permitió que te despertaran, ni siquiera para desayunar.

Rasa comprendió que estaba un poco hambrienta.

—Y Wetchik dijo que cuando te despertaras estarías famélica, así que debo llevarte a la tienda cocina. Mantenemos todo cerrado para que los mandriles nunca lo encuentren, pues de lo contrario, dice Elemak, nunca tendríamos paz. No deben aprender a encontrar nuestra comida, porque entonces nos seguirían al desierto y morirían.

Conque Dolya sí era capaz de asimilar información cuando los demás conversaban. A veces costaba recordar que era una muchacha tan avispada. Estaba tan obsesionada por su apariencia que a veces costaba recordar que tenía algunas luces.

—¿Y bien? —preguntó Dol.

—¿Y bien qué?

—Aún no has dicho nada. ¿Quieres comer ahora, o reúno a todos para escuchar el sueño de Wetchik?

—¿Sueño?

—Anoche tuvo un sueño del Alma Suprema, y quiere que nos reunamos. Pero no quería despertarte, así que nos pusimos a hacer otras cosas, y yo debía cuidar de ti.


Rasa sintió un profundo embarazo. Volya no debía sentar esos precedentes, hacer que todos se levantaran y trabajaran mientras Rasa dormía. No quería ser la esposa protegida del jefe, sino una participante activa de la comunidad. Sin duda Volemak lo comprendería.

—Por favor, llama a todos. Pero primero señálame la tienda donde está la cocina. Llevaré un poco de pan a la reunión.

Mientras se alejaba, oyó que Dol gritaba a todo pulmón, valiéndose de su formación teatral:

—¡La tía Rasa se ha levantado! ¡La tía Rasa se ha levantado!

Rasa se sintió molesta. ¿Por qué no le anuncia a todo el mundo hasta que hora dormí?

Pronto encontró la cocina.

Era la tienda con un horno de piedra afuera, donde Zdorab horneaba pan.

Él la miró con cierta vergüenza.

—Debo disculparme, dama Rasa. Nunca dije que fuera panadero.

—Pero el pan huele muy bien —dijo Rasa.

—Olores, sí. Puedo hacer olores. Deberías oler mi favorito… lo llamo «pescado quemado». Rasa se echó a reír. Le agradaba ese hombre.

—¿Hay pesca en ese arroyo?

—Tu esposo pensó en pescar en esas costas. —Señaló el sitio donde el arroyo desembocaba en las plácidas aguas del Mar del Barranco.

—¿Y tuvisteis suerte?

—No mucha. Cogimos algunos peces, pero no eran muy apetecibles.

—Ni siquiera los que no se transformaron en tu olor favorito…

—Ni siquiera los que guisamos. No hay suficiente vida en estas tierras. Los peces se reunirían en la boca del arroyo si hubiera más material orgánico en los sedimentos que deposita la corriente.

—¿Eres geólogo? —preguntó Rasa, algo sorprendida.

—Bibliotecario, así que en cierta forma soy un poco de todo. Trataba de averiguar por qué este lugar no tiene una colonia humana permanente, y en el índice encontré el motivo, en unos viejos mapas de la última vez que hubo una cultura importante en esta comarca. Siempre florecen a orillas del gran río que está detrás de aquella cordillera —señaló el este—. En este momento aún hay un par de ciudades menores allá. No usan este lugar porque no hay suficientes tierras cultivables. Y el río se seca un año de cada cinco. No es suficiente para mantener una población estable.

—¿Qué hacen los mandriles? —preguntó Rasa.

—El índice no menciona los mandriles —dijo Zdorab.

—Supongo que no. Calculo que los mandriles tendrán que construir su propia Alma Suprema algún día, ¿eh?

—Tal vez —dijo Zdorab, algo desconcertado—. Sería una ayuda que al menos construyeran su propia letrina.

Rasa enarcó las cejas inquisitivamente.

—Tenemos que vigilarlos para que no vayan corriente arriba y ensucien nuestra agua potable —explicó Zdorab.

—Aja. Eso me recuerda que tengo sed.

—Y también hambre, sin duda. Bien, sírvete. Agua fresca y pan de ayer en la tienda de la cocina, cerrada con cerrojo.

—Bien, si está cerrada…

—Para los mandriles. Para los humanos es bastante fácil.

Cuando Rasa entró en la tienda, comprendió a qué se refería Zdorab. El «cerrojo» era sólo un nudo de alambre que mantenía cerrado el refrigerador de energía solar. ¿Entonces por qué enfatizaban el hecho de que tenía cerrojo? Tal vez para recordarle que lo cerrara después.

Abrió la tapa y encontró hogazas de pan y muchos paquetes de comida envueltos en paño. ¿ Carne congelada? No, no podía estar congelada, pues por fuera no estaba tan fría. Metió la mano, abrió un paquete y encontró queso de leche de camello. Era pestilente. Rasa lo había comido una vez, en casa de Volemak, cuando ella lo visitaba en una ocasión, en el período intermedio entre sus dos matrimonios. «¿Ves cuánto te amaba?», había bromeado él. «En todo el tiempo que estuvimos casados, nunca te hice probar esto.» Pero Rasa sabía que necesitaría las proteínas y las grasas. Se mantendrían con raciones magras la mayor parte de la travesía, y tenían que ingerir todo lo que tuviera valor nutritivo.

Cogió un pan redondo y chato, arrancó la mitad, envolvió el resto y rellenó su parte con trozos de queso. El pan era tan seco y duro que ocultaba buena parte del sabor del queso, así que el desayuno no resultó tan nauseabundo como esperaba. Bienvenida al desierto, Rasa.

Cerró la tapa y se volvió hacia la puerta.

—¡Ay! —gritó involuntariamente. En la puerta había un mandril en cuatro patas, mirándola intensamente, olisqueando el aire—. Fuera —dijo Rasa—. Lárgate. Es mi desayuno.

El mandril le estudió la cara. Rasa recordó que no había cerrado el refrigerador. Avergonzada, dio la espalda al mandril, y, ocultando con el cuerpo lo que hacía, anudó el alambre. Supuestamente el mandril no tenía suficiente habilidad manual para deshacer el nudo. ¿Pero qué ocurriría si podía abrirlo de una dentellada? Más valía que no se enterase de que era el alambre lo que le cerraba el paso.

Desde luego, quizá pudiera darse cuenta por sí solo. ¿Acaso no decían que los mandriles eran lo más parecido a los humanos en Armonía?

Tal vez por eso los colonos originales del planeta los habían traído. Los mandriles eran de la Tierra, no nativos de este planeta.

Rasa dio media vuelta y de nuevo gritó, pues el mandril estaba ahora a sus espaldas, erguido sobre las patas traseras, clavándole la misma mirada fija.

—Es mi desayuno —insistió Rasa. El mandril curvó los labios en una mueca, se puso en cuatro patas y salió de la tienda. En ese momento entró Zdorab.

—Ja —dijo—. A ése lo llamamos Yobar. Es nuevo en la tribu, así que todavía no lo aceptan. No le importa porque se cree muy dominante cuando todos huyen de él. Pero el pobre está cachondo todo el tiempo y ni siquiera logra acercarse a las hembras.

—Lo cual explica su nombre —dijo Rasa. Yobar era una palabra antigua que designaba a un hombre insaciable en el amor.

—Lo llamamos así para alentarlo —dijo Zdorab—. Largo de aquí, Yobar.

—Creo que ya se marchaba, cuando rehusé compartir con él mi pan con queso.

—El queso es intragable, ¿verdad? Pero teniendo en cuenta que los mandriles comen alimañas vivas cuando pueden cogerlas, es comprensible que el queso de camello les resulte muy apetecible.

—Pero los humanos sí lo comemos, ¿verdad?

—Constantemente y de mala gana. Y nunca te acostumbras al regusto. Por eso bebemos tanta agua y después tenemos que orinar tanto. Perdonando la expresión.

—Presiento que las normas urbanas de delicadeza en el lenguaje no serán muy prácticas por estos lares —dijo Rasa.

—Pero creo que yo debería esforzarme más. Bien, disfruta tu comida. Estoy tratando de no crear el olor a pan quemado.

Zdorab salió de la tienda.

Rasa probó el pan y estaba sabroso. Luego comió el segundo bocado y casi vomitó, pues esta vez contenía queso. Se obligó a masticarlo y tragarlo. Pero le hizo sentir nostalgia por el pasado reciente, cuando el único producto de camello con que tenía que vérselas era el estiércol, y nadie esperaba que se lo comiera.

La tienda se abrió de nuevo.

Rasa pensó que sería de nuevo Yobar, dispuesto a probar suerte otra vez. Pero era Dol.

—Wetchik dice que no nos reuniremos hasta que las sombras se alarguen, para que no haga tanto calor. Buena idea, ¿no crees?

—Sólo lamento que hayas debido desperdiciar medio día para esperarme.

—Oh, no te preocupes. De cualquier modo no quería trabajar. No me gusta mucho la jardinería. Mataría las flores junto con las malezas.

—Es un huerto, no un jardín ornamental —dijo Rasa.

—Tú me entiendes —dijo Dol.

Oh sí, entiendo muy bien.

También entiendo que debo encontrar a Volemak y pedirle que me ponga a trabajar de inmediato. No conviene que me tome días de descanso cuando los demás trabajan duramente. Tal vez sea la segunda en edad aquí, pero eso no significa que sea vieja. Vaya, todavía puedo tener hijos, y por cierto los tendré, si puedo lograr que Volya me salude como su esposa, en vez de tratarme como a una niña inválida.

Lo que no logró decirse a sí misma, aunque lo sabía y lo detestaba, era que debería tener hijos para cumplir algún papel en el desierto. Pues estaban regresando a un estado primitivo de la vida humana donde primaban la supervivencia y la reproducción, y ella nunca recobraría esa vida civilizada que le había permitido descollar en Basílica. En cambio, competiría con mujeres más jóvenes para ocupar un puesto en esta nueva tribu, y la moneda de la competencia sería la prole. Los que tuvieran hijos serían alguien, de lo contrarío no serían nadie. Y a la edad de Rasa, era importante empezar deprisa, pues no disponía de tanto tiempo como las jóvenes.

De nuevo enfadada, aunque ahora no tenía nadie con quien desquitarse, salvo la frívola Dol, Rasa salió de la tienda, comiendo el pan con queso. Miró a su alrededor. Cuando habían bajado por el empinado declive del desfiladero, había sólo cuatro tiendas. Ahora había diez. Rasa reconoció las tiendas para viajeros, y se sintió vagamente culpable de que los demás aún vivieran en recintos tan estrechos, cuando ella y Volya compartían tanto espacio: una tienda amplia de paredes dobles. Pero ahora notó que las tiendas estaban dispuestas en un par de círculos concéntricos, pero la tienda que ella compartía con Volemak no era el centro; tampoco era la tienda de la cocina. En el centro se encontraba la más pequeña de las cuatro tiendas originales, y al cabo de un instante Rasa comprendió que era la tienda donde guardaban el índice.

Había sobreentendido que Volemak guardaría el índice en su propia tienda, pero desde luego eso no era práctico. Zdorab e Issib utilizaban el índice continuamente, y no podían acomodar sus horarios a inconvenientes tales como una anciana cuyo esposo le permitía dormir hasta media mañana.

Rasa se plantó frente a la pequeña tienda y dio dos palmadas.

—Adelante.

Por la voz supo de inmediato que era Issya. Sintió una punzada de culpa, pues anoche casi no había hablado con el niño —el hombre— que era su primogénito. Sólo cuando ella y Volya habían —hablado con los cuatro solteros del campamento. Y aun ahora, sabiendo que él estaba en la tienda, quiso marcharse y regresar en otra ocasión.

¿Por qué lo estaba eludiendo? No por sus defectos físicos. A estas alturas estaba habituada a eso, después de ayudarle durante su infancia, después de sentarlo en sillas y flotadores para que él pudiera moverse con soltura y llevar una vida casi normal, o al menos una vida de libertad. Conocía el cuerpo de Issib casi más íntimamente que él mismo, pues lo había lavado de la cabeza a los pies hasta su pubertad, y le había masajeado y movido los miembros para mantenerlos flexibles antes que él aprendiera penosamente a moverlos por su cuenta. Durante esas sesiones habían hablado sin cesar. Issib era más amigo suyo que sus otros hijos. Pero Rasa no quería enfrentarlo.

Entreabrió la puerta, entró en la tienda y lo enfrentó.

Él estaba sentado en una silla conectada al panel solar de la parte superior de la tienda, para no gastar energía de las baterías. La silla había cogido el índice y lo mantenía frente a Issib, contra su mano izquierda. Rasa nunca había visto el índice pero supo de inmediato que era eso, precisamente porque era un objeto desconocido.

—¿Habla contigo? —preguntó.

—Buenas tardes, Madre —dijo Issib—. ¿Has descansado esta mañana?

—¿O tiene una especie de pantalla, como un ordenador común? —preguntó Rasa, negándose a permitir que él se mofara recordándole que se había levantado tarde.

—Algunos no hemos dormido en absoluto —dijo Issib—. Algunos permanecimos despiertos preguntándonos cómo fue que trajeron nuestras futuras esposas y nos las pusieron delante sin la menor presentación.

—Oh, Issya —dijo Rasa—, tú sabes que esta situación es la consecuencia natural de las circunstancias, y nadie la planeó. ¿Sientes resentimiento? Pues yo también. Así que te propongo algo. Yo no me desquitaré contigo, y tú no te desquitarás conmigo.

—¿Con quién más puedo desquitarme? —dijo Issib con una sonrisa burlona.

—El Alma Suprema. Ordena a tu silla que arroje el índice al otro lado de la tienda. Issib sacudió la cabeza.

—El Alma Suprema anularía esa orden. Además, el índice no es el Alma Suprema, es sólo nuestra herramienta más potente para tener acceso a la memoria del Alma Suprema.

—¿Cuánto recuerda esa cosa? Issib la miró un instante.

—Nunca creí que llamarías cosa al Alma Suprema.

Rasa se sobresaltó al comprender que lo había hecho, pero pronto comprendió por qué.

—No pensaba en el Alma Suprema, sino en el índice.

—Recuerda todo.

—¿Cuánto de todo? ¿Los movimientos de cada átomo del universo? Issib sonrió.

—A veces parece que sí. No, me refería a toda la historia humana en Armonía.

—Cuarenta millones de años —dijo Rasa—. Tal vez dos millones de generaciones de seres humanos. Una población mundial de mil millones casi todo el tiempo. Dos mil billones de vidas, con miles de hechos importantes en cada vida.

—Así es. Y añade a esas biografías la historia de cada comunidad humana, comenzando por las familias e incluyendo algunas tan grandes como las naciones y los grupos lingüísticos, y otras tan pequeñas como los amigos de la infancia y las relaciones sexuales pasajeras. Y luego suma todos los acontecimientos naturales que influyeron sobre la historia humana. Y luego incluye cada palabra que los humanos escribieron y el mapa de cada ciudad que construyeron y los planos de cada edificio…

—No habría espacio para contener toda la información —dijo Rasa—. Ni aunque todo el planeta estuviera consagrado a almacenarla. Tropezaríamos con datos del Alma Suprema a cada paso.

—No creas —dijo Issib—. La memoria del Alma Suprema no está almacenada en la memoria barata y voluminosa que usamos para los ordenadores comunes. Por lo pronto, todos nuestros ordenadores son binarios… cada espacio de memoria sólo puede portar dos significados posibles.

—Encendido o apagado —dijo Rasa—. Sí o no.

—Se lee eléctricamente —dijo Issib—. Y sólo podemos instalar varios billones de bits de información en cada ordenador, hasta que se vuelven demasiado voluminosos para trasladarlos. Y desperdiciamos mucho espacio tan sólo para representar simples números. Por ejemplo, en dos bits sólo podemos alojar cuatro números.

—A-l, B-l, A-2 y B-2 —dijo Rasa—. Por si no lo recuerdas, di un curso de teoría elemental de la informática en mi escuela.

—Pero imagínate que en vez de poder representar sólo dos estados en cada lugar, encendido o apagado, pudieras representar cinco estados. Entonces en dos bits…

—Veinticinco valores posibles —dijo Rasa—. A-1, B-l, V-l, G-l, D-l y así hasta D-5.

—Ahora imagínate que cada espacio de memoria pudiera tener miles de estados posibles.

—La memoria se vuelve más eficiente para contener significado.

—No creas —dijo Issib—. No todavía, al menos. El incremento es sólo geométrico, no exponencial. Y tendría una tremenda limitación, pues cada lugar sólo podría transmitir sólo un estado por vez. Aunque cada lugar pudiera dar mil millones de mensajes posibles, sólo podría transmitir uno por vez.

—Pero si se acoplan, el problema desaparece, pues entre dos lugares cualesquiera podrían transmitir millones de significados posibles —dijo Rasa.

—Pero siempre un solo significado por vez.

—Bien, no puedes usar el mismo espacio de memoria para almacenar información contradictoria. G-9 y D-9 a la vez.

—Depende de cómo se almacene la información.

Para el Alma Suprema, cada espacio de memoria es el borde interior de un círculo, un círculo muy diminuto, y ese borde interior tiene una complejidad fractal. Es decir, miles de estados se pueden representar mediante protuberancias, como los puntos de una llave mecánica, o los dientes de un peine… en cada espacio hay una protuberancia o no la hay.

—Pero entonces el espacio de memoria es el diente, y no el círculo —dijo Rasa—, y hemos vuelto al sistema binario.

—Pero puede sobresalir más o menos —dijo Issib—. La memoria del Alma Suprema es capaz de distinguir cientos de grados de prominencia en cada lugar del interior del círculo.

—Es decir, todavía un incremento geométrico —dijo Rasa.

—Pero ahora —dijo Issib— debes tener en cuenta que el Alma Suprema también puede detectar dientes sobre cada protuberancia… cientos de valores para cada uno de esos cientos de dientes. Y en cada diente, cientos de lengüetas, cada cual representando cientos de valores posibles. Y en cada lengüeta, cientos de espinas. Y en cada espina, cientos de capilares. Y en cada capilar…

—Capto la idea —dijo Rasa.

—Y luego los sentidos pueden cambiar, según por dónde empieces a leer el círculo… norte, este o sureste. Como ves, Madre, en cada espacio de memoria el Alma Suprema puede almacenar billones de datos al mismo tiempo. En nuestros ordenadores no tenemos nada comparable.

—Y sin embargo no es una memoria infinita —dijo Rasa.

—No —dijo Issib—. No es infinita. Porque al fin llegamos a la resolución mínima. Protuberancias tan pequeñas que el Alma Suprema no puede detectar protuberancias sobre las protuberancias. Hace veinte millones de años el Alma Suprema comprendió que se estaba quedando sin memoria, o que se quedaría sin ella en diez millones de años. Comenzó a descubrir abreviaturas para sus registros. Consagró una vasta superficie de memoria a almacenar complejas tablas de clases de cuentos. Por ejemplo, la notación ZH-5-SHCH podría ser «Riñas con los padres por el grado de libertad personal que permiten y fugas de la ciudad natal hacia otra ciudad». Así, cuando se almacena la biografía de una persona, en vez de explicar cada acontecimiento, la lista biográfica simplemente nos remite a vastas tablas de acontecimientos posibles en una vida humana, que tendrá el valor ZH-5-SHCH y luego el código de la ciudad adonde huyó el protagonista.

—Con lo cual nuestras vidas parecen bastante estériles, ¿verdad? Poco imaginativas. Todos insistimos en realizar los mismos actos que otros.

—El Alma Suprema me explicó que, aunque el noventa y nueve por ciento de cada vida consiste en acontecimientos que ya constan en las tablas de conducta, siempre es preciso descifrar un uno por ciento, porque no hay una notación preexistente para ello. Aún no hay dos vidas exactamente iguales.

—Supongo que es un consuelo.

—Tienes que conceder que la nuestra está siguiendo una trayectoria inusitada. «Convocados por el Alma Suprema para viajar por el desierto con el propósito de retornar a la Tierra.» Apuesto a que no hay notación para eso.

—Oh, pero como ya le ha sucedido a dieciséis personas, apuesto a que el Alma Suprema hace una nueva notación.

Issib se echó a reír.

—Probablemente ya lo haya hecho.

—Debe haber sido un proyecto descomunal, sin embargo, construir esas tablas de posibles actos humanos.

—Si algo le sobra al Alma Suprema, es tiempo. Pero aun así, hay deterioro y pérdida.

—Los espacios de memoria pueden volverse ilegibles —dijo Rasa.

—No lo sé. Sólo sé que el Alma Suprema está perdiendo satélites. Eso le dificulta la tarea de supervisarnos. Hasta ahora no hay puntos ciegos, pero cada satélite tiene que transmitirle más información que antes. Hay atascos en el sistema. Lugares donde un satélite no puede transmitir toda la información que reúne con la rapidez suficiente para no perderse algo de lo que sucede entre los humanos que observa. En pocas palabras, hoy están sucediendo cosas que no se recuerdan. El Alma Suprema controla las pérdidas mediante conjeturas, para rellenar las lagunas de información, pero se pondrá cada vez peor. Todavía queda memoria en abundancia, pero pronto habrá millones de vidas que sólo se recordarán como bosquejos. Alguna vez fallarán tantos satélites que algunas vidas ni siquiera se registrarán.

—Y con el tiempo todos los satélites fallarán.

—Correcto. Y, peor aún, cuando se produzcan esos puntos ciegos, habrá personas que no se encontrarán bajo la influencia del Alma Suprema. Entonces volverán a construir armas capaces de destruir el mundo.

—¿Y por qué no instalar más satélites?

—¿Quién lo haría? ¿Qué sociedad humana posee la tecnología para construir naves que lleven satélites al espacio? Ni siquiera para construir esos satélites.

—Fabricamos ordenadores, ¿o no?

—La tecnología para llevar satélites al espacio es la misma que puede trasladar armas de un lado a otro de Armonía. ¿Cómo puede el Alma Suprema enseñarnos a reconstruir sus satélites sin enseñarnos cómo destruirnos mutuamente? Por no mencionar el hecho de que podríamos averiguar cómo reprogramar al Alma Suprema para controlarla… o, en todo caso, construir pequeñas Almas Supremas que sintonicen la parte de nuestro cerebro con la cual se comunica el Alma Suprema, de modo que tendríamos un arma para amedrentar o estupidizar al enemigo.

—Entiendo —dijo Rasa.

—Es el dilema del Alma Suprema. Necesita reparaciones, o dejará de ser capaz de proteger a la humanidad; pero sólo puede repararse dando a los seres humanos las cosas que trata de impedir que obtengan.

—Un círculo perfecto.

—De modo que volvemos a casa —dijo Issib—. Al Guardián de la Tierra. Para averiguar qué hacer a continuación.

—¿Y si el Guardián de la Tierra tampoco lo sabe?

—Entonces estamos con la caca hasta el cogote. —Issib sonrió—. Pero creo que el Guardián lo sabe. Creo que tiene un plan.

—¿Por qué lo crees?

—Porque la gente sigue recibiendo sueños que no son del Alma Suprema.

—La gente siempre ha tenido sueños que no son del Alma Suprema. Teníamos sueños mucho antes que existiera el Alma Suprema.

—Sí, pero no teníamos los mismos sueños, con claros mensajes que nos exhortaran a emprender el retorno a la Tierra, ¿verdad?

—No puedo creer que un ordenador o cualquier otra cosa que esté a tantos años luz pueda enviar un sueño a nuestras mentes.

—Quién sabe lo que ha sucedido en la Tierra. Tal vez el Guardián haya aprendido cosas acerca del universo que nosotros no podemos comprender. No me sorprendería, pues el Alma Suprema se ha encargado de estupidizarnos cada vez que tratábamos de pensar en física realmente avanzada. Durante cuarenta millones de años nos han abofeteado cada vez que usábamos el cerebro demasiado bien, pero en cuarenta millones de años el Guardián de la Tierra, sea lo que fuere, puede haber concebido cosas nuevas y realmente útiles. Entre ellas, cómo enviar sueños a gente que vive a años luz de distancia.

—Y aprendiste todo esto con el índice.

—Le arrebaté todo esto al índice a gritos y patadas, con la ayuda de Zdorab y de Padre —dijo Issib—. Al Alma Suprema no le gusta hablar de sí misma, y procura hacernos olvidar lo que hemos aprendido sobre ella.

—Creí que el Alma Suprema colaboraba con nosotros.

—No —dijo Issib—. Nosotros colaboramos con el Alma Suprema, que procura impedir que obtengamos cualquier dato que no sea pertinente a las tareas que nos asigna.

—¿Y cómo aprendiste todo lo que me has dicho? Lo relacionado con el funcionamiento de la memoria del Alma Suprema.

—O bien franqueamos sus defensas con tanto empeño que al fin desistió de detenernos, o bien decidió que la información era inofensiva.

—O bien… —dijo Rasa.

—¿Sí?

—O bien la información es errónea y no le importa que la obtengas. Issib le sonrió.

—Pero el Alma Suprema no mentiría, ¿verdad, Madre?

Lo cual evocaba una conversación que habían entablado cuando Issib era niño y preguntaba por el Alma Suprema. ¿Cuál había sido la pregunta? Ah, sí. ¿Por qué los hombres consideraban que el Alma Suprema era masculina y las mujeres la consideraban femenina? Rasa había respondido que el Alma Suprema permitía a los hombres considerarla masculina, para que se sintieran más cómodos cuando le rezaban. E Issib había hecho la misma observación: «Pero el Alma Suprema no mentiría, ¿verdad, Madre?»

Por lo que Rasa recordaba, no había salido airosamente de ese trance, y no pensaba pasar un mal rato tratando de buscar una respuesta ahora.

—Interrumpí tu labor al entrar así —dijo Rasa.

—En absoluto —dijo Issib—. Padre me pidió que te explicara todo lo que me preguntaras.

—¿Él sabía que yo vendría aquí?

—Dijo que era importante que comprendieras nuestra tarea con el índice.

—¿Cuál es vuestra tarea con el índice?

—Tratar de lograr que nos diga lo que nosotros deseamos saber, no sólo lo que el Alma Suprema desea que sepamos.

—¿Habéis llegado a algo?

—Tal vez sí y tal vez no.

—¿Qué quieres decir?

—Averiguamos muchas cosas, pero es dudoso que el Alma Suprema desee que las sepamos. Nuestra experiencia es que el índice hace diferentes cosas con cada persona.

—¿Según qué?

—Eso es lo que aún no hemos logrado averiguar. Hay días en que el índice prácticamente me canta… es como si viviera dentro de mi cabeza, respondiendo mis preguntas aun antes que yo las piense. Y hay días en que creo que el Alma Suprema trata de torturarme, desorientándome con pistas falsas.

—¿Por ejemplo?

—Veo ante mí toda la historia de Armonía. Puedo darte el nombre de cada persona que vino a este arroyo y bebió de sus aguas, pero no puedo averiguar adonde nos conduce el Alma Suprema, ni cómo iremos a la Tierra, ni siquiera dónde aterrizaron los primeros colonos humanos de Armonía, ni dónde está situada la mente central del Alma Suprema.

—Conque guarda ciertos secretos.

—Yo creo que no puede contarlos. Creo que le gustaría hacerlo, pero no puede. Sospecho que es un sistema protector incorporado desde el principio, para impedir que nadie controlara al Alma Suprema y la usara para dominar el mundo.

—¿Entonces debemos seguirla ciegamente, sin siquiera saber adonde nos conduce?

—Así es —dijo Issib—. Es uno de esos momentos de la vida en que las cosas no salen como quieres pero tienes que convivir con las circunstancias.

Rasa miró a Issib, que le clavaba los ojos, y supo que él le recordaba que nada que el Alma Suprema le hiciera ahora podía resultar tan opresivo como la vida de Issib en un cuerpo defectuoso.

Lo sé, niño tonto, pensó. Sé muy bien que tu vida es espantosa, y que te quejas muy poco. Pero era inevitable, y sigue siendo incurable. Tal vez la negativa del Alma Suprema a contarnos lo que sucede también sea inevitable e incurable, en cuyo caso trataré de soportarlo con tanta paciencia como tú. Pero si puedo curarlo, lo haré, y no permitiré que me obligues a aceptar algo que quizá no deba aceptar.

—Quizá podamos averiguar subrepticiamente lo que el Alma Suprema no quiere revelarnos abiertamente —sugirió Rasa.

—¿Y en qué crees que hemos trabajado Zdorab y yo?

Ah. Conque Issib no era tan fatalista en ese aspecto. Pero entonces se le ocurrió otra idea.

—¿Y en qué cree tu padre que habéis trabajado? Issib rió.

—No en eso.

Claro que no. Volemak no querría que se usara el índice para subvertir el Alma Suprema.

—Ah. Con que el Alma Suprema no es la única que oculta a los demás lo que está haciendo.

—¿Y qué cuentas tú, Madre? —preguntó Issib.

Qué pregunta interesante. ¿ Le cuento a Volemak lo que está haciendo Issib, y corro el riesgo de que Volya prohíba a su hijo el uso del índice? Sin embargo, nunca he tenido secretos para Volemak.

Lo cual la llevaba de vuelta a la decisión que había tomado antes, la de contar a Volemak lo que había sucedido en el desierto cuando Elemak sentenció a muerte a Nafai. Eso también tendría consecuencias desagradables. ¿Tenía derecho a contárselo y así provocar esas consecuencias? Por otra parte, ¿tenía derecho a no contárselo y así privar a Volemak de importante información?

Issib no aguardó su respuesta.

—Te diré una cosa. El Alma Suprema ya sabe lo que estamos intentando, y no ha hecho nada por impedirlo.

—O bien lo ha hecho tan bien que no te has enterado.

—Si el Alma Suprema no sintió la necesidad de contárselo a Padre, no creo que sea tan urgente que tú lo hagas.

Rasa pensó en ello un momento. Issib pensaba que se trataba sólo de su secreto, pero Rasa estaba decidiendo acerca de ambos. A fin de cuentas, era la expedición del Alma Suprema, y si alguien conocía y comprendía la conducta humana, era el Alma Suprema. Sabe lo que sucedió en el desierto, así como sabe lo que Issib y Zdorab procuran hacer con el índice. ¿Por qué no permitir que el Alma Suprema decida qué contar?

Porque eso es precisamente lo que Zdorab e Issib procuran sortear… el poder del Alma Suprema para tomar estas decisiones. No quiero que el Alma Suprema decida qué puedo o no puedo saber, y sin embargo heme aquí, pensando en tratar a mi esposo tal como el Alma Suprema me trata a mí. Aun así, el Alma Suprema sabía mejor que Rasa si era conveniente que Volemak estuviera enterado de estas cosas.

—Odio estos dilemas —dijo Rasa.

—¿Entonces?

—Entonces lo decidiré más tarde.

—Ésa también es una decisión.

—Lo sé, mi ingenioso primogénito. Pero eso no significa que sea para siempre.

—No has terminado tu pan —dijo Issib.

—Porque contiene queso de camello.

—Es repulsivo, ¿verdad? Y además te produce estreñimiento.

—Sensacional.

—Por eso los demás no lo comemos.

Rasa lo miró con mal ceño.

—¿Y por qué hay tanto en el refrigerador?

—Porque lo compartimos con los mandriles. Ellos creen que es una golosina.

Rasa miró su emparedado a medio comer.

—He estado comiendo alimento para mandriles. —Se echó a reír—. ¡Con razón Yobur entró en la tienda de la cocina! Se pensó que preparaba un plato para él.

—Ya verás lo que pasa cuando le des un trozo de queso y él trate de aparearse con tu pierna.

—Se me pone la carne de gallina de sólo pensarlo.

—Claro que sólo le he visto hacerlo con Padre y Zdorab. Tal vez sea afeminado, en cuyo caso no te prestará atención.

Rasa rió, pero la grosera broma acerca de la homosexualidad del mandril le hizo pensar. ¿Y si el Alma Suprema hubiera incluido en el grupo a alguien que no pudiera cumplir con sus deberes maritales? Y otro pensamiento: ¿el Alma Suprema le había enviado esa idea? ¿Era una advertencia?

Tiritó y apoyó la mano en el índice. Dime ahora, preguntó en silencio. ¿Hay alguien de nuestro grupo que sea incapaz de procrear? ¿Alguna de las esposas quedará defraudada?

Pero el índice no le dio ninguna respuesta.

Era media tarde y el único que había cazado algo era Nafai, lo cual fastidiaba muchísimo a Mebbekew. Conque Nafai sabía trepar rocas con mayor sigilo que él. ¿Y qué? Conque Nafai podía apuntar un pulsador como si hubiera nacido con ese arma en la mano. Eso sólo demostraba que Elemak tendría que haberle disparado con esa cosa cuando tuvo su oportunidad, allá en el desierto.

Allá en el desierto. Como si todavía no estuvieran en el desierto. Aunque en verdad ese lugar era exuberante en comparación con ciertas regiones que habían atravesado. El verdor del valle donde vivían era como un trago de agua fresca para los ojos. Minutos atrás había entrevisto la arboleda desde un promontorio, y era un deleite visual, un alivio después de la lúgubre palidez de esas rocas grises y esa arena amarilla, del grisáceo verdor de esas plantas que Elemak se obstinaba en llamar por su nombre cuando las veía, como si a alguien le importara que conociera cada arbusto que crecía en esos parajes por nombre y apellido. Tal vez Elemak tuviera primos entre las plantas del desierto. No le habría sorprendido enterarse de que un antepasado lejano de Elemak se había apareado con un arbusto gris y espinoso. Tal vez hoy oriné sobre un primo de Elya. Eso sería agradable, mostrar exactamente lo que pienso de la gente que ama el desierto.

Yo ni siquiera vi esa liebre. ¿Cómo podía haberle apuntado? Claro que Nafai le disparó. Él la vio. Meb también había disparado su pulsador, porque todos los demás disparaban. Pero resultó ser que no eran todos los demás. Sólo Vas, que apuntó demasiado bajo y en una sintonía demasiado difusa, y fue Nafai quien le acertó al animal y le abrió un agujero humeante en la cabeza. Y claro, Mebbekew, que no le apuntaba a nada en especial, así que Elemak había comentado:

—Buen disparo, Nafai. Estás apuntando bajo y sin precisión, Vas, y debes focalizar mejor el haz. Y tú, Mebbekew, ¿querías dibujar una liebre en esa roca? No es un curso de grabado. Trata de apuntar hacia el mismo planeta donde está tu presa.

Elemak y Nafai descendieron para buscar la liebre.

—Se está haciendo tarde —dijo Mebbekew—. ¿Los demás no podemos regresar en vez de esperar a que encontréis el cuerpo de esa liebre?

Elemak lo miró fríamente.

—Creí que querías aprender a eviscerar y desollar una liebre. Claro, quizá nunca necesites saberlo.

Muy listo, Elemak. Buen modo de infundir confianza a tus pobres y esforzados alumnos. Al menos yo disparé, a diferencia de Obring, que trata su pulsador como si fuera la verga de otro tío. Pero Meb no dijo nada de esto, sino que miró furiosamente a Elya y dijo:

—¿Entonces puedo irme?

—¿Crees que encontrarás el camino? —preguntó Elemak.

—Claro —dijo Mebbekew.

—Entonces puedes irte. Lárgate, y lleva contigo a quien quiera acompañarte.

Pero nadie quiso ir con él. Elemak les había hecho temer que Mebbekew se extraviara. Bien, no se había extraviado. Había escogido la dirección correcta, desandando el camino sin dificultades, y cuando trepó a la cima de esa colina para cerciorarse, encontró el valle precisamente en el lugar en donde esperaba encontrarlo. No soy tan incompetente, mi sabio hermano mayor. Aunque no he sudado la gota gorda en el desierto, como tú, llevando costosas plantas a lomo de camello de una ciudad a otra, eso no significa que no tenga sentido de la orientación.

No atinaba a comprender dónde y cuándo se había rasgado la túnica y la entrepierna de los pantalones. Le disgustaba no tener la ropa en óptimas condiciones, y para colmo éstas estaban empapadas de sudor y sucias de polvo. Nunca más estaría limpio.

Llegó al borde del peñasco y miró hacia abajo, esperando ver las tiendas. Pero no había una sola tienda a la vista.

Tuvo un momento de pánico. Se han ido sin mí, pensó. Regresaron sin que los viera, levantaron campamento y me dejaron atrás, y todo porque no pude ver una estúpida liebre.

Entonces comprendió que estaba corriente abajo. Las tiendas estaban a la izquierda, y él estaba más cerca del mar. Si el Mar del Barranco hubiera tenido olas como la costa del Mar Interior, Mebbekew habría podido oír el rumor del agua. Y allí estaban los mandriles, buscando su mísera cena en las raíces, bayas, plantas, insectos y alimañas verrugosas que vivían cerca del río y las orillas del mar.

¿Come llegué aquí? Vaya sentido de la orientación.

Oh, sí. Pasamos por aquí esta mañana, cuando dejamos a la perezosa esposa de papá dormida en el campamento, y a todas las perezosas mujeres, especialmente mi inservible, estúpida y perezosa mujer, remoloneando entre las tiendas y el huerto. Es la única parte del itinerario que me perdí, ese recodo, gran cosa. Todavía tengo sentido de la orientación.

Pero sentía un gusto desagradable en la boca, y quería patear algo, romper algo, lastimar a alguien.

Y allá abajo estaban los mandriles, animales estúpidos y perrunos que se creían humanos. Una de las hembras mostraba el trasero rojo, así que los machos se atizaban porrazos y se preparaban para ensartarla. Pobres y estúpidos machos. Así es como vivimos nuestra vida.

Podría bajar al desfiladero por aquí y caminar valle arriba hasta el campamento. Y de paso tal vez pueda dispararle al macho que termine por meter la polla en ese agujero. Al menos morirá feliz. Y Nafai no será el único que regrese al campamento con un animal muerto.

A medio camino por la escarpada cuesta, después de rasparse una rodilla y resbalar un par de veces, Meb comprendió que cuanto más bajaba, peor veía a los mandriles. Ya había rocas y arbustos que le impedían ver a algunos, incluidos los que procuraban aparearse. Sin embargo, había un pequeñín a plena vista, mucho más cerca que los demás. Sería un blanco más fácil.

Meb recordó lo que Elemak les había enseñado ese día y apoyó los codos en una roca mientras tomaba puntería. Aun así le temblaban las manos, y cuanto más trataba de mantenerlas firmes, más saltaba la mirilla. Y cuando apretó el dedo contra el botón disparador, movió de nuevo el arma; una pequeña voluta de humo brotó de un arbusto que estaba a más de seis metros del mandril al que había apuntado. El mandril debió oír algo, porque miró en torno, vio el arbusto en llamas y retrocedió asustado. Pero no por mucho tiempo. Poco después volvió a acercarse, y observó la llama como procurando aprender algún secreto. El arbusto estaba seco, pero no muerto, así que ardía lentamente, y con mucho humo. Meb apuntó de nuevo, ahora más a la derecha, para compensar el movimiento que causaba al apretar el botón. Esta vez tenía las manos más firmes, y recordó que Elemak había enfatizado la necesidad de relajarse. Ahora estaba siguiendo las instrucciones de Elemak al pie de la letra, y pronto liquidaría a ese mandril.

Cuando estaba por disparar, le sorprendió un crujido a un metro de su cabeza. Disparó hacia cualquier parte cuando giró abruptamente para mirar el lugar de donde venía el sonido. Una pequeña planta que crecía en una rajadura de la roca, un par de metros sobre su cabeza, ardía echando humo. Como lo mismo había ocurrido con el arbusto que estaba cerca del mandril, Meb supo de inmediato lo que pasaba. Alguien le estaba disparando a él. Habían llegado bandidos, el campamento corría peligro, y él iba a morir, a solas, porque los bandidos no tenían más opción que matarlo para impedir que diera la alarma. Pero yo no daré la alarma, pensó. Dejadme vivir y me ocultaré aquí y me quedaré callado hasta que todo haya pasado, pero no me matéis…

—¿Qué estás haciendo? ¿Disparando contra los mandriles?

Con un crujido de guijarros, Nafai descendió el último declive y se plantó frente a Meb. Meb notó con cierta satisfacción que Nafai había patinado igual que él, pero luego comprendió que Nafai lo había hecho sin perder el equilibrio, y había terminado de pie y no sentado en la piedra.

Sólo entonces comprendió que era Nafai quien le había disparado, y le había errado sólo por un par de metros.

—¿Qué tratabas de hacer? ¿Matarme? —exclamó—. ¡No eres tan buen tirador como para andar disparando tan cerca de los humanos!

—No matamos mandriles —dijo Nafai—. Ellos son como personas… ¿Qué tienes en la cabeza?

—¿Ah sí? ¿Y desde cuando las personas escarban buscando gusanos, tratando de montarse a cada hembra que muestre un trasero rojo?

—Eso describe tu vida bastante bien, Meb. ¿Pensabas que íbamos a comer carne de mandril?

—No me importaba. No estaba disparando por la carne, sólo por cazar. Tú no eres el único que sabe disparar.

Con esas palabras, Meb comprendió que él y Nafai estaban a solas, sin testigos, y él tenía un pulsador. Podía ser un accidente. Yo no quise oprimir el botón. Le disparaba a un blanco y Nafai apareció de golpe. No le oí, me estaba concentrando. Por favor, perdóname, Padre, me siento tan mal, mi propio hermano, merezco la muerte. Oh, estás perdonado, hijo mío. Sólo déjame llorar por mi hijo menor a quien le volaron los cojones en un espantoso accidente de caza y murió desangrado. ¿Por qué no vas a follar mientras yo lloro?

Sería un día grandioso, Padre mandándole hacer algo que realmente quería.

—No debemos gastar disparos en balde —dijo Nafai—. Elemak nos explicó que no duran para siempre. Y no comemos mandril. Elemak también lo explicó.

—Elemak puede pedorrear en una flauta y decir que tocó una melodía. Eso no significa que yo deba hacer las cosas a su manera. —Tengo el pulsador en la mano. Casi apuntando a Nafai. Puedo demostrar que di media vuelta, sorprendido, y el pulsador se disparó y voló el pecho de Nafai. A esta distancia, podría hacerlo trizas, desparramando al pequeño Nafai por todas partes. Regresaré a casa con sangre en la ropa, de un modo u otro.

Meb sintió la presión de un pulsador contra la cabeza.

—Entrégame ese arma —dijo Elemak.

—¿Por qué? —preguntó Meb—. ¡No pensaba hacerlo!

—Ya disparaste una vez contra el mandril —protestó Nafai—. Si tuvieras mejor puntería, ya lo habrías liquidado.

Conque Nafai había interpretado mal lo que supuestamente Meb no pensaba hacer. Pero Elemak comprendía.

—Dije que me des el pulsador, por la culata. Meb suspiró exageradamente y entregó el arma a Elemak.

—¿Por qué tanta alharaca? Yo no puedo dispararle a un mandril, pero tú apuntas el pulsador a la cabeza de cualquier hermano que gustes, y no hay problema.

Era evidente que Elemak no quería que le recordaran el episodio de intento de ejecución de Nafai en el desierto. Pero dejó el arma apoyada en la sien de Meb mientras le hablaba a Nafai.

—Nunca más apuntes tu pulsador a otro ser humano —dijo.

—No le apunté a él. Le apunté a la planta que estaba encima, y acerté.

—Sí, eres un magnífico tirador. ¿Pero qué pasa si estornudas? ¿O te tropiezas? Podrías arrancarle la cabeza a tu hermano por culpa de un resbalón. Así que nunca apuntes a otra persona ni a las cercanías, ¿entendido?

—Sí —dijo Nafai.

Oh sí, sí, hermano mayor Elemak, te lameré el trasero igual que a papá. Meb sentía ganas de vomitar.

—Sin embargo, fue un buen disparo —dijo Elemak.

—Gracias.

—Y Meb tiene suerte de que le hayas visto tú y no yo, porque yo podría haberle disparado al pie, dejándole un muñón para que recordara que no debe disparar contra los mandriles.

Esto no estaba bien, Elemak atacándolo de ese modo, y además frente a Nafai. Oh, y por cierto, aquí vienen Vas y Obring, ellos tienen que ser testigos de esta muestra del absoluto desprecio que Elemak siente por mí.

—¿Conque de pronto los mandriles son animales sagrados? —preguntó Meb.

—No los matas, y no los comes —dijo Elemak.

—¿Por qué no?

—Porque son inofensivos, y comerlos sería como canibalismo.

—Entiendo —dijo Meb—. Eres uno de esos tíos que se creen que los mandriles son mágicos. Todas sus tribus tienen una marmita de oro escondida en alguna parte, y si te portas bien y los alimentas, entonces, después de haberse engullido todos los comestibles de la comarca y destrozado tu casa mientras buscaban más, regresarán a su escondrijo y te traerán la marmita.

—Más de un viajero perdido en el desierto llegó a destino gracias a los mandriles.

—Claro. ¿Eso significa que debemos dejar que todos ellos vivan para siempre? Te contaré un secreto, Elya. Morirán tarde o temprano. ¿Por qué no ahora, para practicar? No estoy diciendo que tengamos que comerlos.

—Y yo estoy diciendo que tú no cazarás más. Dame el pulsador.

—Sensacional —dijo Meb—. ¿Así que debo ser el único hombre sin pulsador?

—Los pulsadores son para cazar. Nafai será un buen cazador, y tú no.

—¿Cómo lo sabes? Es el primer día que lo hacemos en serio.

—Y el último para ti, porque jamás tendrás un pulsador en las manos mientras yo viva.

Para Mebbekew fue como una puñalada en el corazón. Elemak lo despojaba de toda su dignidad, ¿y por qué? Por un estúpido mandril. ¿Cómo podía hacerle esto? Y además frente a Nafai.

—Oh, entiendo. Así es como demuestras tu adoración por el rey Nafai.

Hubo una pausa durante la cual Meb temió haber ido demasiado lejos, y que Elya decidiera matarlo o darle una zurra. Luego Elemak habló.

—Regresa al campamento con la liebre, Nafai. Zdorab querrá guardarla en el refrigerador antes de comenzar el guisado por la mañana.

—Sí —dijo Nafai, deslizándose cuesta abajo hacia el suelo del valle.

—Podéis seguirlo —dijo Elemak a Vas y Obring, que acaban de bajar torpemente por la cuesta, aterrizando sobre las posaderas.

Vas se levantó y se sacudió el polvo.

—No cometas ninguna estupidez, Elya —dijo Vas. Se volvió y bajó por donde había ido Nafai.

Como Meb supuso que las palabras de Vas serían todo el apoyo que conseguiría, decidió aprovecharlas al máximo.

—Cuando regreses al campamento, dile a mi padre que he muerto porque el pequeño accidente de Elya con el pulsador no fue un accidente.

—Sí, díselo —dijo Elemak—. Eso le confirmará lo que Padre sospecha hace tiempo, que Meb está loco de atar.

—No le diré nada, por ahora… a menos que ambos no regreséis al campamento de inmediato —dijo Vas—. Vamos, Obring.

—No soy tu cachorro —dijo Obring.

—Vale, quédate —dijo Vas.

—¿A hacer qué? —preguntó Obring.

—Si tienes que preguntar, será mejor que vengas conmigo —dijo Vas—. No queremos inmiscuirnos en esta pequeña riña familiar.

Meb no quería que se fueran. Quería contar con testigos.

—Elemak es supersticioso —les gritó—. Se cree esas viejas historias que cuentan que si matas un mandril, su tribu viene y secuestra tus hijos. ¡Eiadh debe estar encinta, eso es todo! Regresad aquí e iremos juntos al campamento.

Pero ellos no regresaron.

—Escucha, lo lamento —dijo Meb—. No tienes por qué hacer tanto escándalo. Ni siquiera le acerté al mandril.

Elemak se inclinó hacia él.

—Nunca más empuñarás un pulsador.

—Fue Nafai quien me disparó a mí. Me quitas el arma por dispararle a un mandril, pero Nafai me dispara a mí y él conserva la suya.

—No mates animales que no piensas comer. Es otra ley del desierto. Pero tú sabes por qué te quito el pulsador, y no es por el mandril.

—¿Entonces por qué?

—Te desvivías por matar a Nafai.

—Conque ahora me lees los pensamientos.

—Te leo el cuerpo, y Nafai tampoco es tonto. Él sabe lo que planeabas. ¿No comprendes que en cuanto hubieras intentado mover el pulsador él te habría volado la cabeza?

—No tiene agallas para eso.

—Tal vez no —dijo Elemak—. Y tal vez tú tampoco. Pero no tendrás la oportunidad.

Era lo más estúpido que Meb había oído decir jamás.

—Hace un par de días, en el desierto, trataste de amarrarlo y abandonarlo.

—Hace un par de días creía que podíamos regresar a la civilización —dijo Elemak—. Pero las perspectivas han cambiado. Estamos varados aquí, todos juntos, nos guste o no, y si Eiadh no está encinta pronto lo estará.

—Siempre que averigües cómo se hace.

Notó que se había extralimitado, pues Elemak movió el brazo izquierdo y le asestó un bofetón en la nariz.

—¡Ay! —Mebbekew se cogió la nariz, y las manos se le mancharon de sangre—. ¡Marica, peedar, afeminado!

—Vaya —dijo Elemak—. Veo que el dolor te vuelve elocuente.

—Ahora tengo toda la ropa manchada de sangre.

—Eso te ayudará a mantener la ilusión de que eres viril. Escúchame, y escúchame bien, porque hablo en serio. La próxima vez te romperé la nariz, y la seguiré rompiendo cada vez que te vea conspirar contra alguien. Una vez traté de liberarme de esta lamentable circunstancia, pero no pude, y tú sabes por qué.

—Sí, el Alma Suprema es más hábil que yo con las cuerdas —dijo Meb.

—Conque aquí estamos, y nuestras mujeres tendrán hijos, y esos hijos crecerán. ¿Lo entiendes? Este grupo, estas dieciséis personas, serán el mundo donde crecerán nuestros hijos. Y no será un mundo donde un blandengue como tú asesine a alguien porque no le deja disparar contra un mandril. ¿Me entiendes ?

—Claro. Será un mundo donde machos rudos como tú se divierten golpeando a los demás.

—Nadie te golpeará si te comportas. No habrá muertes, punto. Porque, por muy listo que te creas, estaré allí antes que tú, esperándote, y te haré trizas. ¿Me entiendes, actorzuelo?

—Entiendo que le estás lamiendo el trasero a Nafai —dijo Mebbekew. Casi esperaba que Elemak le pegara de nuevo, pero Elya rió entre dientes.

—Tal vez. Tal vez así sea, por el momento. Pero Nafai también me lame el trasero a mí, por si no lo has notado. Tal vez hasta hagamos las paces. ¿Qué te parece?

Me parece que tienes riñones de camello en vez de sesos, y por esto tu cháchara no es más que orina caliente en el polvo.

—La paz me parece maravillosa, mi querido y amable hermano mayor —dijo Meb.

—Sólo recuerda eso —dijo Elemak—, y yo trataré de hacer que tus afectuosas palabras se vuelvan sinceras.

Rasa les vio llegar. Primero Nafai, con una liebre en el morral, radiante de triunfo, aunque, siendo Nafai, tratando en vano de ocultar su orgullo; luego Obring y Vas, cansados, aburridos, sudorosos y desalentados; y por último Elemak y Mebbekew, taimados y jocosos, como si ellos fueran los que habían cazado la liebre, como si fueran conspiradores a la conquista del universo. Nunca los entenderé, pensó Rasa. No podía haber dos hombres más distintos, Elemak tan fuerte, competente, ambicioso y brutal, Meb tan débil, mentecato, lujurioso y timorato, y sin embargo siempre parecían compartir las bromas, mofándose de todos los demás desde una elevada cima de picardía personal. Nafai podía irritar con su incapacidad para ocultar su deleite en sus logros, pero no hacía sentir sucios y ruines a los demás con sólo estar junto a ellos, como Mebbekew y Elemak. No, soy injusta, se dijo Rasa. Estoy recordando ese alba en el desierto. Estoy recordando el pulsador apuntado contra la cabeza de Nafai. Nunca perdonaré a Elemak. Tendré que vigilarlo cada día del viaje, para velar por mi hijo menor. Es lo único bueno de Mebbekew. Es tan cobarde que no hay que temer nada de él.

—Sé que tenéis hambre —dijo Volemak—. Pero todavía es temprano para la cena, y el tiempo estará bien aprovechado. Os contaré el sueño que recibí anoche.

Ya todos se habían acomodado en las piedras chatas que Zdorab y Volya habían colocado días atrás para ese propósito, para que todos tuvieran un lugar donde sentarse sin tocar el suelo, durante las comidas y las reuniones.

—No sé qué significa —dijo Volemak—, y no sé para qué es, pero sé que tiene importancia.

—Si tiene tanta importancia —dijo Obring—, ¿por qué el Alma Suprema no te dice de qué se trata y ya?

—Porque, cuñado de mi esposa —dijo Volemak—, el Alma Suprema no envió este sueño, y siente tanto desconcierto como yo.

Rasa notó con interés que Volya aún consideraba que el Alma Suprema era una persona, no una máquina como la veían Nafai e Issib. Eso le agradaba. Tal vez se estuviera poniendo viejo, perdiendo la imaginación, pero en todo caso era agradable que Volemak aún viera al Alma Suprema al viejo estilo varonil, en vez de considerarla un mero ordenador, aunque fuera un ordenador con memoria fractal que podía almacenar datos sobre todos los seres humanos que habían vivido y tener espacio para más.

—Comenzaré, pues, y contaré el sueño hasta el final —dijo Volemak—. Y os prevengo: como el sueño no vino del Alma Suprema, me da motivos para regocijarme por Nafai e Issib, pero también motivos para temer por mis hijos mayores, Elemak y Mebbekew, pues veréis, en mi sueño vi un yermo oscuro y lúgubre.

—Puedes ver eso en plena vigilia —murmuró Mebbekew. Rasa notó que la burla de Meb era sólo una frágil máscara de su furia. No le gustaba que lo señalaran así aun antes que el sueño comenzara. A Elemak tampoco le gustó, pero él sabía contener la lengua.

Volemak silenció a Mebbekew con la mirada, dando a entender que no toleraría más interrupciones. Luego comenzó de nuevo.

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