Luet miraba los mandriles. La hembra a quien llamaba Rubyet, por la lívida cicatriz que le cruzaba el lomo, estaba en celo, y era interesante observar cómo los machos competían por ella. El macho más arrogante, Yobar, el que pasaba tanto tiempo en el campamento de los humanos, era el que menos conseguía llamarle la atención. Cuanto más agresivo se ponía, menos progresos realizaba. Se pavoneaba, pateando y rugiendo, dando dentelladas y agitando las manos, tratando de intimidar a los machos que cortejaban a Rubyet. En cada ocasión, su rival desistía rápidamente y se alejaba, pero mientras Yobar perseguía a su víctima, otros machos se acercaban a la hembra. Cuando Yobar regresaba después de su «victoria», encontraba que otros machos se le habían adelantado, y el juego se reiniciaba.
Al fin Yobar se encolerizó y atacó con saña a uno de los machos, a mordiscos y rasguños. Era un macho al que Volemak una vez había llamado Salo, porque se había embadurnado la cara con grasa mientras robaba comida de la fogata. Salo pronto se sometió, mostrando el trasero a Yobar, pero Yobar estaba demasiado frenético para aceptar la sumisión. Los otros machos parecían divertirse mientras Yobar aporreaba y mordía a su víctima.
Al fin Salo se dio a la fuga, aullando y gimiendo, y el colérico Yobar lo persiguió, descargándole una lluvia de golpes.
Entonces Salo hizo algo inesperado. Corrió hacia una joven madre llamada Ploxy, que tenía un bebé con quien Salo jugaba a menudo, y arrancó al bebé de los brazos de la hembra. Ploxy gruñó con fastidio, pero el bebé se puso a chillar de deleite, hasta que el furioso Yobar acometió y la emprendió a puñetazos contra Salo.
El bebé protestó aterrorizado, alarmando a los otros machos. Ploxy pidió ayuda a gritos, y al cabo toda la tribu de mandriles se había reunido en torno de Yobar para pegarle y rezongarle. El confundido y asustado Yobar trató de arrebatar al bebé de las manos de Salo, tal vez pensando que así todos lo apoyarían, pero Luet comprendió que no daría resultado. En cuanto intentó coger el bebé, los demás lo golpearon con furia, echándolo del grupo. Varios machos lo persiguieron un buen trecho y se quedaron vigilando para que no se acercara. Luet se preguntó si Yobar desistiría de sus intentos de integrarse a la tribu.
Buscó a Salo, viendo si se encontraba cerca de Ploxy y el bebé. Pero no estaba allí, aunque ahí estaban la mayoría dé los alborotados mandriles, parloteando, cabeceando y brincando.
Salo, en cambio, estaba en las matas, a cierta distancia del grupo principal. Se había llevado a Rubyet y la estaba montando. Ella tenía una cara de cómica resignación, que luego se convirtió en placer, o exasperación. Luet se preguntó si los rostros humanos también mostraban esa expresión ambigua en circunstancias similares, una suerte de borrosa intensidad que podía significar placer o perplejidad.
En todo caso el agresivo Yobar había sido totalmente derrotado, y quizás hubiera perdido su lugar en la tribu. Y Salo, que no era demasiado corpulento, había perdido la escaramuza pero había ganado la batalla y la guerra.
Todo porque Salo había arrebatado un bebé a su madre.
—El afortunado Salo —dijo Nafai—. Me preguntaba quién conquistaría el corazón de la dulce Rubyet.
—Lo consiguió con flores —dijo Luet—. No pensaba estar aquí mucho tiempo.
—No te buscaba para que hicieras nada —dijo Nafai—. Te buscaba porque quería estar contigo. De todos modos yo no tengo nada que hacer, hasta la cena. Cacé mi presa esta mañana temprano y traje ese sangriento guiñapo para ponerlo a los pies de mi hembra. Sólo que ella estaba ocupada vomitando y no me dio mi recompensa habitual.
—Quién hubiera dicho que yo sería la que sentía náuseas continuamente —dijo Luet—. Hushidh eructó una vez, y eso fue todo. Y Kokor trata de vomitar pero no lo consigue, así que nunca obtiene la atención que busca y yo la obtengo cuando no la deseo.
—Quién habría pensado que habría una carrera entre tú, Hushidh y Kokor por el primer bebé de la colonia.
—Una ventaja para ti. Tendrás un bebé para protegerte, si se presentan problemas.
Nafai no había visto el ardid de Salo, así que no entendió.
—Salo… cogió el bebé de Ploxy.
—Oh sí, hacen eso —dijo Nafai—. Shedemei me contó. Los machos que han sido plenamente aceptados por la tribu traban amistad con un par de bebés, que les cobran simpatía. Luego, en el combate, cogen al bebé, que no grita cuando su amigo lo agarra. El otro macho no es amigo, así que cuando continúa el ataque el bebé se asusta y berrea, y toda la tribu se abalanza sobre ese pobre diablo.
—Oh —dijo Luet—. Conque era rutinario.
—Yo nunca lo he visto. Te envidio que hayas podido verlo.
—Allá está el premio —dijo Luet, señalando a Salo, que todavía no había terminado con Rubyet.
—¿Y dónde está el perdedor? Apuesto a que es Yobar.
Luet ya estaba señalando, y allá estaba Yobar, con aire abatido, mirando a la tribu pero sin atreverse a acercarse porque dos machos se interponían entre él y los demás.
—Será mejor que te hagas amigo de mi bebé, entonces —dijo Luet—. O nunca te saldrás con la tuya en la tribu que estamos formando.
Nafai apoyó la mano en el vientre de Luet.
—Aún no ha crecido.
—Mejor así —dijo Luet—. Bien, dime a qué has venido aquí.
Él la miró consternado.
—Tú no sabías que yo estaba aquí, pues nadie lo sabía —dijo Luet—, así que no viniste a buscarme. Viniste a estar solo.
Él se encogió de hombros.
—Prefiero estar contigo.
—Eres tan impaciente —dijo Luet—. El Alma Suprema ya dijo que no hay prisa. Ni siquiera estará preparada para nosotros en Vusadka hasta dentro de años.
—No podemos sobrevivir en este lugar. Cada vez es más difícil encontrar animales —dijo Nafai—. Y estamos demasiado cerca de ese valle habitado que está hacia el este.
—Pero no es eso lo que te preocupa. Te enloquece que el Guardián de la Tierra no te haya enviado un sueño.
—Eso no me molesta. Me molesta que no dejes de recordármelo. Que tú, Shuya, Padre, Moozh y Sed hayan visto esos ángeles y ratas y yo no. ¿Qué, eso significa que un ordenador que órbita un planeta a cien años luz de distancia me juzgó un siglo antes que yo naciera y decidió que no era digno de recibir sus sueños con animalillos?
—Estás enfadado de veras —dijo Luet.
—Quiero hacer algo y, si no puedo, al menos deseo saber algo —exclamó Nafai—. Estoy harto de esperar sin que pase nada. De nada me sirve trabajar con el índice, pues Zdorab e Issib lo usan constantemente y están más familiarizados que yo con su funcionamiento.
—Pero todavía te habla a ti con mayor claridad que a nadie.
—No me dice nada, pero lo hace con gran claridad. Excelente.
—Y eres buen cazador. Hasta Elemak lo dice.
—Sí, es la única tarea que me han encontrado… matar animales.
Euet notó que la sombra del recuerdo de la muerte de Gaballufix cruzaba el rostro de Nafai.
—¿Nunca piensas perdonarte por eso?
—Sí. Cuando Gaballufix salga de las cuevas de los mandriles y me diga que sólo fingía estar muerto.
—No te gusta esperar, eso es todo —dijo Luet—. Pero es como estar encinta. Me gustaría terminar de una vez, tener el bebé. Pero lleva tiempo, así que espero.
—Esperas, pero puedes sentir el cambio dentro de ti.
—Mientras vomito todo lo que como.
—No todo —dijo Nafai—, y sabes a qué me refiero. Yo no siento cambios, no soy necesario para nada…
—Salvo para nuestra comida.
—De acuerdo, tú ganas. Soy imprescindible, soy necesario, estoy siempre ocupado, así que debo ser feliz.
Echó a andar.
Ella pensó en llamarlo, pero sabía que no servía de nada. Nafai quería sentirse infeliz, y todos los intentos de animarlo sólo lo abatirían más. Días atrás la tía Rasa le había dicho que le convenía recordar que Nafai aún era un muchacho, y que no podía esperar que fuera un dechado de madurez. «Ambos erais jóvenes para el matrimonio —había dicho Rasa—, pero las cosas se nos fueron de las manos. Tú has estado a la altura de las circunstancias. Con el tiempo, Nafai también lo estará.»
Pero Luet no estaba segura de haber estado a la altura de ninguna circunstancia. Le aterraba la idea de dar a luz en el desierto, lejos de los médicos de la ciudad. Ignoraba si dentro de unos meses tendrían alimentos. Todo dependía del huerto y los cazadores, y los únicos con talento para eso eran Elemak y Nafai, aunque Obring y Vas a veces también salían con pulsadores. La comida podía escasear en cualquier momento, y pronto ella tendría un hijo. ¿Y si de pronto decidían emprender la marcha? Sus náuseas ya la molestaban bastante, pero sería mucho peor si tenía que montar un camello en movimiento. Prefería comer queso de camello.
Al recordar el queso de camello, sintió otra oleada de náusea y supo que vomitaría, así que se arrodilló una vez más, harta del dolor que le causaba ese líquido ácido que le subía del estómago a la boca. Le dolía la garganta, le dolía la cabeza, estaba cansada de todo. Sintió manos que la tocaban, apartándole el cabello de la cara para que no lo ensuciara con vómito. Quiso dar las gracias, sabiendo que era Nafai; también quería que él se marchara, pues era humillante, horrendo y doloroso que alguien la viera así. Pero Nafai era su esposo. Formaba parte de esto, y ella no podía echarlo. Ni siquiera quería echarlo.
Al fin terminó de vomitar.
—No fue demasiado efectivo —dijo Nafai—, si juzgamos estas cosas por la cantidad.
—Cállate, por favor —dijo Luet—. No quiero que me animes, quiero que mi bebé ya tenga diez años para que pueda recordar todo esto como un episodio divertido de mi lejana infancia.
—Tu deseo está concedido —dijo Nafai—. El bebé está aquí y tiene diez años. Claro que es una mocosa insufrible y terca, como tú a los diez años.
—Yo no era así.
—Ya eras la vidente, y todos sabíamos que eras prepotente e irrespetuosa con los adultos.
—Yo les decía lo que veía, nada más. —Luet vio que Nafai se estaba riendo—. No te burles de mí. Sé que lo lamentaría después, pero podría perder los estribos y matarte.
El la cogió en brazos y ella tuvo que contorsionarse para impedir que la besara.
—¡No lo hagas! Tengo un gusto horrible en la boca, y probablemente te mataría.
Él la abrazó y al rato Luet se sintió mejor.
—Pienso continuamente en el Guardián de la Tierra —dijo Nafai.
Yo también lo haría, si no estuviera pensando en el bebé, se dijo Luet.
—Sigo pensando que tal vez no sea otro ordenador —dijo Nafai—. Tal vez no nos está llamando por medio de sueños enviados hace un siglo, tal vez nos conoce, y por eso espera… espera que algo suceda antes de hablarme.
—Espera el mensaje que sólo tú puedes recibir.
—No me importa que sea sólo para mí. Aceptaría el sueño de Padre, si tan sólo pudiera experimentar lo que se siente. Qué diferencia hay entre el Guardián y el Alma Suprema. Quiero saber.
Sé que quieres saber. Lo dices continuamente, día tras día.
—He tratado de hablarle al Guardián de la Tierra. Me estoy volviendo loco, Luet. ¡Muéstrame lo que le mostraste a Padre! Lo digo una y otra vez.
—Y el Guardián te ignora.
—¡Está a cien años luz! ¡No sabe que existo!
—Bien, si sólo quieres tener el mismo sueño que Volemak, ¿por qué no pides que el Alma Suprema te lo envíe?
—No viene del Alma Suprema.
—Pero ella debe haber grabado la experiencia que tuvo la mente de tu padre, ¿verdad? Y ella puede recobrarla, y mostrártela. Y tu modo de lograr que el índice te hable con mayor claridad…
—Sería como experimentarlo personalmente —dijo Nafai—. No puedo creer que yo nunca haya pensado en ello. No puedo creer que el Alma Suprema nunca lo haya pensado.
—No es muy creativa, como bien sabes.
—Es creativamente inerte. Pero tú no. —Le besó la mejilla, la abrazó y se puso de pie—. Debo ir a hablar con el Alma Suprema.
—Dale mis recuerdos —dijo Luet.
—Oh, ya entiendo. Puedo esperar. Regresemos juntos.
—No, de veras… no era una insinuación. Quiero quedarme aquí un rato más. Para ver si aceptan nuevamente a Yobar.
—No te pierdas la cena —dijo Nafai—. Estás comiendo por…
—Dos —dijo Luet.
—¡Tal vez tres! —dijo Nafai—. Quién sabe.
Ella protestó exageradamente, sabiendo que eso era lo que él quería oír, y Nafai echó a andar valle arriba hacia el campamento.
En verdad es sólo un niño, como dijo tía Rasa. ¿Pero qué soy yo? ¿Acaso soy su madre? Claro que no… ella es su madre. No debería esperar más de él. Es laborioso, y caza más de la mitad de la carne que comemos. Y es amable y tierno conmigo. No sé cómo Issib podría ser más dulce y tierno que Nafai, diga lo que diga Shuya. Y yo soy su amiga. Habla conmigo de cosas que no habla con nadie más, y cuando yo quiero hablar escucha y me responde, a diferencia de otros esposos, a juzgar por lo que dicen sus esposas. Por todo lo que sé, es buen marido, y maduro para su edad, aunque esto no es lo que yo esperaba. Cuando lo llevé al Lago de las Mujeres, pensé que significaría que él y yo haríamos juntos cosas grandes y majestuosas. Pensé que seríamos como un rey y una reina, o al menos como una gran sacerdotisa y su sacerdote, realizando actos magníficos para cambiar el universo. En cambio yo vomito y él salta de aquí para allá como un adolescente que se siente ofendido porque un ordenador de otro planeta no le envía sueños…
Estoy demasiado cansada para pensar. Siento demasiadas náuseas para que me importe. Tal vez algún día mi imagen de nuestro matrimonio se vuelva realidad. O tal vez sea con su segunda esposa, cuando yo me muera de tanto vomitar y sea sepultada en la arena.
Shedemei se había pasado la vida sabiendo que la gente la consideraba rara. Al principio porque era muy inteligente, porque se interesaba en cosas que supuestamente no interesaban a los niños. Los adultos la miraban extrañamente. También otros niños, pero a veces los adultos sonreían aprobatoriamente, cosa que jamás hacían los niños. Shedemei había creído que al crecer sería plenamente aceptada por todos, pero sucedió lo contrario. Ahora los demás adultos la trataban igual que cuando eran niños. Claro que ahora Shedemei podía reconocer lo que veía. Miedo. Resentimiento. Envidia.
¡Envidia! ¿Cómo podía evitar haber heredado una combinación genética que le brindaba una memoria extraordinaria, y una mente que podía establecer relaciones que los demás no veían? Ella no había elegido ser capaz de realizar una gimnasia mental que escapaba al alcance de todas las personas que conocía. (Había personas igualmente inteligentes, tal vez más, pero vivían en ciudades lejanas, incluso en otros continentes, y ella sólo las conocía a través de sus obras publicadas, distribuidas por el Alma Suprema de ciudad en ciudad.) No tenía malos propósitos. Por cierto no tenía la capacidad para compartir su talento con los envidiosos, sólo podía compartir los productos de ese talento. Los demás los aceptaban con gusto, y luego le guardaban rencor por ser capaz de producirlos.
La mayoría de los seres humanos, era su conclusión, adoraban desde lejos a las personas de capacidad superior, pero preferirían trabar amistad con incompetentes más simpáticos. Y la mayoría obtenían lo que preferían.
Pero ahora Shedemei formaba parte de esa pequeña sociedad de dieciséis personas, y debía enfrentarse a ellas día a día. Hacía su trabajo: desbrozaba las malezas del huerto, se encargaba del agua, vigilaba a los mandriles durante el día para cerciorarse de que no abandonaran su zona y robaran comida. Reemplazaba con gusto a Luet cuando ella sentía náuseas, y se encargaba sin quejas de labores que Sevet no hacía por ser demasiado perezosa, Kokor por estar demasiado embarazada y Dol por ser demasiado delicada. Pero no lograba adaptarse, ser aceptada, formar parte del grupo, y cada día era peor.
Entendía perfectamente lo que sucedía, pero esto no la ayudaba en nada. Sabía que el vínculo conyugal despierta en otros la necesidad de imitarlo, lo había estudiado. Las viejas pautas de cortejo, las amistades casuales, provocaban inquietud en los casados, porque no querían tener cerca nada que amenazara la estabilidad del vínculo matrimonial monógamo, mientras que la esencia de la soltería es el desequilibrio, la libertad, el azar, la falta de compromiso.
Algunos aún añoraban esa conducta. Shedemei notaba que la monogamia exasperaba a Mebbekew, Obring, Sevet y Kokor. Pero ahora desempeñaban el papel de esposos, tal vez más agresivamente que quienes lo tomaban en serio. En todo caso, el resultado era que Shedemei estaba aún más aislada de quienes la rodeaban. No porque la evitaran. Hushidh y Luet la trataban con la calidez de siempre, y Eiadh era bastante agradable a su manera, mientras que Rasa no había cambiado en nada, nunca cambiaría. Sin embargo, todos los hombres eran… ¿corteses? Y la actitud de Dol, Sevet y Kokor iba desde el hielo hasta el ácido.
Para peor, ese pequeño grupo humano estaba cobrando una forma que la excluía sistemáticamente. Ya no se hablaba de hombres que hacían esto y mujeres que hacían aquello, sino de «esposas que debían quedarse aquí» mientras los hombres actuaban a su antojo. Le exasperaba que las mujeres fueran definidas como esposas, mientras que los hombres no se consideraban esposos sino hombres. Y las demás mujeres parecían estúpidas como mandriles y no parecían saber de qué hablaba Shedemei cuando tocaba el tema.
Las más brillantes lo notaban, por cierto, pero no se preocupaban por ello porque… porque se habían vuelto muy domésticas. En Basílica las mujeres no tenían que renunciar a su identidad para tener esposo, pero ahora, a seis semanas de viaje, actuaban como tribeñas nómadas. El código para llevarse bien sin causar escándalos debe estar tan profundamente inscrito en nuestros genes que jamás podremos extirparlo, pensaba Shedemei. Ojalá pudiera encontrarlo. Lo arrancaría con un desplantador, cogería una brasa ardiente con los dedos para quemarlo. Claro que era absurdo manipular genes con instrumentos tan toscos, pero su furia ante la injusticia de las circunstancias la volvía irracional.
Yo no planeaba casarme, al menos durante años, y en todo caso sólo duraría un año, el tiempo suficiente para concebir, y luego me libraría de mi esposo, salvo por sus derechos normales sobre el hijo. El vínculo permanente con un hombre no tenía sitio en mi vida. Y al casarme no habría escogido a un archivista blando y débil que permitió que lo convirtieran en el único criado en un grupo de amos.
Shedemei había ingresado en el campamento resuelta a sacar el mejor partido posible de una mala situación, pero cuanto más veía a Zdorab menos le gustaba. Podía perdonarle el modo en que se había unido al grupo, cuando Nafai lo engañó para sacar el índice de la ciudad y luego lo obligó a jurar que los acompañaría al desierto. Se podía perdonar que un hombre actuara en forma poco viril en una época de tensiones, incertidumbres y sobresaltos. Pero al llegar allí había descubierto que Zdorab había aceptado un papel tan humillante que le avergonzaba pertenecer a la misma especie que él. No era que se encargara de las tareas que nadie quería hacer, como tapar las letrinas, cavar otras, llevarse los desechos corporales de Issib, hornear, lavar. Shedemei respetaba a alguien que era servicial, lo cual era muy preferible a la pereza de Mebbekew y Obring, Kokor, Sevet y Dol. No, si sentía desprecio por Zdorab, era por su actitud hacia esas tareas. No se ofrecía a hacerlas como si tuviera el derecho de no ofrecerse; actuaba como si fuera natural que él realizara las peores tareas del campamento, y tan callada y discretamente que todos daban por sentado que los trabajos repulsivos o tediosos eran para Zdorab.
Es un criado nato, pensó Shedemei. Ha nacido para ser esclavo. Nunca pensé que existiera semejante criatura humana, pero existe, y es Zdorab. ¡Y los demás lo han escogido para que sea mi esposo!
Shedemei no lograba comprender por qué el Alma Suprema permitía que Zdorab tuviera tan fácil acceso a su memoria a través del índice. A menos que también el Alma Suprema quisiera un sirviente. Tal vez sea lo que prefiere el Alma Suprema: humanos que actúen como sirvientes. ¿No es por eso que estamos aquí, para servir al Alma Suprema? Para ser sus brazos y piernas, para que ella pueda regresar a la Tierra. Esclavos, todos… menos yo.
Eso se había dicho Shedemei en todas esas semanas, hasta que comprendió que también ella estaba actuando como sirvienta. Lo comprendió ese día, mientras llevaba agua del arroyo para que Zdorab cocinara y lavara. Siempre realizaba esta labor con Hushidh y Luet, pero ahora Luet estaba demasiado débil con sus vómitos —había perdido peso, y eso era malo para el bebé— y Hushidh la estaba cuidando, así que Shedemei debía encargarse. Esperaba que Rasa notara que ella estaba acarreando el agua sola, que Rasa dijera: «Sevet, Dol, Eiadh, poneos un yugo sobre los hombros y acarread agua. ¡Haced vuestra parte!» pero Rasa veía a Shedemei acarreando agua todos los días, mientras Sevet y Kokor chismorreaban, fingiendo cardar pelo de camello para trenzar cordeles, y tía Rasa nunca decía nada.
¿Has olvidado quién soy?, quería gritarle. ¿No recuerdas que soy la mejor científica de Basílica en una generación? ¿En diez generaciones?
Pero conocía la respuesta, y no le gritó. La tía Rasa lo había olvidado, sí, porque vivían en un mundo nuevo, el campamento, y no importaba lo que uno hubiera sido en Basílica o cualquier otro lugar. En este campamento eras una esposa o no lo eras, y si no lo eras, no eras nada.
Por eso, hoy, al concluir las tareas, fue en busca de Zdorab. Sirviente o no, era el único hombre disponible, y estaba harta de ser una ciudadana de segunda en esa nación infinitesimal. El matrimonio simbolizaría su acatamiento al nuevo orden, otra clase de servidumbre, y su esposo sería un hombre por quien sólo sentiría desprecio. Pero sería mejor que desaparecer.
Cuando pensaba en entregarle el cuerpo a ese hombre, sentía un escozor en la piel. Recordaba los vómitos de Luet: eso ganaba una mujer al permitir que un hombre la tratara como un banco donde depositar su estúpido esperma.
No, en realidad, no pienso así, se dijo Shedemei. Sólo estoy enfadada. Compartir material genético es elegante y bello, ha sido mi vida. La gracia del apareamiento de los lagartos, el macho arriba, aferrado a la hembra, su pene largo y esbelto buscando a tientas la abertura, diestro y prensil como la cola del mandril; la danza de los pulpos, tocándose con la punta de los tentáculos; el temblor de los salmones al depositar huevos y esperma en el fondo del río, todo es bello, parte del ballet de la vida.
Pero las hembras siempre tienen alguna opción. Las hembras fuertes, al menos, las inteligentes. Pueden entregar sus huevos al macho que les dará la mejor oportunidad de supervivencia —al macho fuerte, dominante, agresivo, inteligente— no a un esclavo timorato. No quiero que mis hijos tengan genes de esclavo. Mejor no tener hijos a pasar años viendo cómo se parecen cada vez más a Zdorab, hasta que me avergüence de sólo verlos.
Por eso fue hasta la tienda del índice, dispuesta a entrar y proponerle a Zdorab una especie de matrimonio a medias. Como lo despreciaba tanto, quería un matrimonio sin sexo, sin hijos. Y como él era tan despreciable, esperaba que aceptara.
Zdorab estaba sentado en la alfombra, las piernas, cruzadas, el índice en las rodillas, las manos unidas sobre la esfera, los ojos cerrados.
Pasaba con el índice todo su tiempo libre, que no era mucho. A menudo Issib lo acompañaba, pero a media tarde Issib montaba guardia en el huerto. El brazo largo de su silla era muy eficaz para disuadir a los mandriles de robar melones, y también para ahuyentar los pájaros. Era el momento en que Zdorab estaba a solas con el índice, rara vez más de una hora, y el único respeto que le brindaba el grupo era dejarlo tranquilo entonces, siempre que la cena ya se estuviera cocinando y otro no quisiera usar el índice, en cuyo caso Zdorab era excluido.
Allí sentado, con los ojos cerrados, parecía comulgar con la gran mente del Alma Suprema. Pero desde luego no tenía cerebro para eso. Tal vez estuviera memorizando los principales artículos del índice, para ayudar a Wetchik, Nafai, Luet o Shedemei a localizar un dato que buscaban. Zdorab era siempre el sirviente puro, incluso con el índice.
Zdorab irguió la cabeza.
—¿Quieres el índice? —preguntó humildemente.
—No —dijo Shedemei—. He venido a hablarte.
¿Zdorab temblaba? ¿Qué era ese rápido e involuntario movimiento? No, sólo se encogía de hombros.
—Esperaba que alguna vez lo hicieras.
—Todos lo esperan, por eso no he venido hasta ahora.
—De acuerdo. ¿Por qué ahora?
—Porque es evidente que en este grupo los solteros perderán cada vez más importancia a medida que transcurra el tiempo. Tú puedes conformarte con eso, pero yo no.
—No he notado que tú pierdas importancia —dijo Zdorab—. Tu voz es escuchada en las reuniones.
—Tienen la paciencia de escucharme, pero no ejerzo verdadera influencia.
—Nadie la ejerce realmente. Ésta es la expedición del Alma Suprema.
—No creí que lo entendieras —dijo Shedemei—. Piensa en este grupo como una tribu de mandriles. Tú y yo estamos siendo desplazados cada vez más hacia los márgenes. En poco tiempo no seremos nada.
—Pero eso sólo importa si te interesa ser algo. Shedemei no podía creer que él lo expresara de ese modo.
—Sé que no tienes la menor ambición, Zdorab, pero no pienso desaparecer como ser humano. Y tengo una propuesta bastante simple. Celebramos la ceremonia con Rasa, compartimos una tienda, y se acabó. Nadie tiene por qué saber lo que sucede entre nosotros. No quiero hijos tuyos, ni tengo especial interés en tu compañía. Sólo dormiremos en la misma tienda, y ya no seremos marginados. Es así de simple. ¿Convenido?
—De acuerdo —dijo Zdorab. Shedemei había esperado esa respuesta, pero había algo en el modo de decirla, algo muy sutil…
—Tú lo has querido así —dijo Shedemei. Él la miró inexpresivamente.
—Tú lo has querido así desde un principio. De nuevo, algo en los ojos…
—Y tienes miedo.
De pronto los ojos de Zdorab relampaguearon de furia.
—Ahora te crees Hushidh, ¿verdad? Crees saber cómo cada cual se relaciona con los demás.
Shedemei nunca lo había visto furioso, ni siquiera enfadado, y mucho menos despectivo como ahora. Era un aspecto de Zdorab cuya existencia desconocía. No por eso le agradaba más. Le recordaba los gruñidos de un perro apaleado.
—En verdad no me importa —dijo Shedemei— si quieres tener relaciones sexuales conmigo. Nunca me interesó hacerme atractiva para los hombres. Eso hacen las mujeres que no pueden ofrecer al mundo nada más que un par de senos y un útero.
—Siempre te he valorado por tu labor en genética —dijo Zdorab—. Especialmente por tu estudio de la variación genética en las especies consideradas estables.
Shedemei no supo qué responder. Nunca había pensado que un miembro de ese grupo hubiera leído, y mucho menos comprendido, sus publicaciones científicas. Todos la consideraban alguien que producía valiosas alteraciones genéticas que podían venderse en lugares remotos. Así había sido su relación con Wetchik y sus hijos durante años.
—Siempre lamenté que no tuvieras acceso a los registros genéticos del índice. Tener el código genético exacto de las especies experimentales que descendieron de las naves de la Tierra te habría permitido redondear varios de tus argumentos.
Shedemei se quedó estupefacta.
—¿El índice posee esa información?
—La encontré hace unos años. El índice no quería decírmelo. Ahora comprendo que hay aplicaciones militares de algunos datos genéticos que figuran en su memoria… puedes crear plagas. Pero hay modos de sortear algunas de sus prohibiciones. Los descubrí. Nunca supe qué pensaba de ello el Alma Suprema.
—¿Y sólo ahora me lo dices?
—No me dijiste que continuabas con tus investigaciones —dijo Zdorab—. Publicaste esos trabajos hace años, cuando acababas de terminar la escuela. Era tu primer proyecto serio. Supuse que habías pasado a otra cosa.
—¿Esto es lo que haces con el índice? ¿Genética? Zdorab sacudió la cabeza.
—No.
—¿Entonces qué? ¿Qué estabas estudiando ahora, cuando entré?
—Patrones probables de deriva continental en la Tierra.
—¡En la Tierra! ¿El Alma Suprema tiene información tan específica sobre la Tierra?
—El Alma Suprema no sabía que tenía esa información. Tuve que sonsacarla, por así decirlo. Muchas cosas están ocultas incluso para el Alma Suprema. Pero el índice tiene la clave. El Alma Suprema se ha entusiasmado mucho con algunas cosas que descubrí en su memoria.
Shedemei estaba tan sorprendida que tuvo que echarse a reír.
—Supongo que es divertido —dijo Zdorab, con toda seriedad.
—No, yo sólo…
—Te sorprendes al descubrir que sirvo para algo, además de hornear pan y enterrar materia fecal. Había acertado tanto que Shedemei se enfureció.
—Me sorprendo al descubrir que sabes que sirves para algo más.
—No tienes la menor idea de lo que pienso sobre mí mismo o todo lo demás. Y tampoco hiciste ningún esfuerzo para averiguarlo —dijo Zdorab—. Entraste aquí como la gran diosa de todos los panteones y te dignaste ofrecerme matrimonio mientras yo no te tocara, y esperabas que aceptara con gratitud. Bien, eso hice. Y puedes seguir tratándome como si yo no existiera, y no me molestará.
Shedemei nunca se había sentido tan avergonzada en toda su vida. Aunque odiaba que todos trataran a Zdorab como una nulidad, ella lo había tratado del mismo modo, y jamás había tenido en cuenta sus sentimientos, como si no le importaran. Pero ahora, después de agraviarlo con su despechada propuesta matrimonial, se sentía en falta y quería arreglar las cosas.
—Lo lamento —dijo.
—Yo no —dijo Zdorab—. Olvidémonos de esta conversación, casémonos esta noche y ya no tendremos que hablar más. ¿De acuerdo?
—No te agrado para nada —dijo Shedemei.
—Como si alguna vez te hubiera importado agradarme a mí o a cualquier otro, mientras nadie se entrometiera con tu trabajo.
Shedemei se echó a reír.
—Tienes razón.
—Parece que ambos nos estábamos evaluando, pero uno lo hizo mejor que el otro.
Shedemei asintió con la cabeza, aceptó el reproche.
—Sin duda tendremos que hablar de nuevo.
—¿De veras?
—Para que me muestres cómo conseguir esa información de la Tierra.
—¿El material sobre genética?
—Y la deriva de los continentes. Olvidas que llevo semillas para recobrar especies perdidas en la Tierra. Necesito conocer las formas terrestres. Y mucho más.
Zdorab asintió.
—Te puedo mostrar eso. Mientras comprendas que en realidad dispongo de extrapolaciones de hace cuarenta millones de años sobre lo que podría suceder en cuarenta millones de años. Puede haber muchas alteraciones. Un pequeño error inicial ya estaría muy magnificado.
—No olvides que soy científica.
—Y yo soy bibliotecario. Me agradará mostraré cómo obtener la información sobre la Tierra. Es una especie de puerta trasera… encontré un camino a través de la información agrícola, la cría de porcinos, aunque no lo creas. Tener interés en todo es una ayuda. Siéntate frente a mí, y coge el índice. Espero que seas sensible a él.
:—Lo suficiente —dijo Shedemei—. Wetchik y Nafai me incluyeron en algunas sesiones, y lo utilicé para buscar cosas. En general, sin embargo, uso mi propio ordenador, porque creía que ya conocía todo lo que había en el índice acerca de mi especialidad.
Se sentó frente a Zdorab y él puso el índice entre ambos, de modo que los dos se inclinaron, los codos en las rodillas y las manos en la esfera dorada. Las manos de Shedemei tocaron las de Zdorab, pero él no las apartó; no temblaba, no movía las manos, como si ni siquiera reparase en su contacto.
De inmediato la voz del índice respondió a las preguntas de Zdorab, dándole nombres de sendas y encabezamientos, subtítulos y catálogos incluidos en la memoria del Alma Suprema. Pero mientras recitaba esos nombres, ella pedió la ilación, porque los dedos de Zdorab tocaban los suyos. No porque sintiera algo por él, sino porque le molestaba que él no sintiera nada por ella. Hacía más de un mes que sabía que ella sería su esposa, o que al menos eso se esperaba; la había estado observando, sin duda. Y sin embargo no había el menor atisbo de deseo. Había aceptado su proscripción de las relaciones sexuales sin la menor protesta. Y podía soportar su contacto sin revelar el menor indicio de tensión sexual.
Shedemei nunca se había sentido tan carente de atractivos. Era absurdo. Minutos atrás despreciaba tanto a ese hombre que habría sentido repulsión si él hubiera manifestado el menor interés sexual. Pero él ya no era el mismo hombre, sino una persona mucho más interesante, una persona dotada de inteligencia y voluntad, y aunque Shedemei no se sentía precisamente enamorada ni desbordante de pasión, ahora lo respetaba de un modo que volvía dolorosa esa indiferencia.
Otra herida en el mismo lugar, abriendo las viejas y frágiles cicatrices: nuevamente sangraba de vergüenza, por ser una mujer que ningún hombre deseaba.
—No estás prestando atención —dijo Zdorab.
—Perdón.
Él no respondió. Shedemei abrió los ojos. Zdorab la estaba mirando.
—No es nada —dijo ella, enjugando la lágrima que le colgaba de las pestañas inferiores—. No quise distraerte. ¿Podemos comenzar de nuevo?
Pero él no volvió a mirar el índice.
—No es que yo no te desee a ti, Shedemei.
¿Qué, su corazón estaba tan desnudo, que él podía ver a través de sus simulaciones y descubrir el origen de su dolor?
—Es que no deseo a ninguna mujer. Ella tardó un instante en comprender. Luego se echó a reír.
—Eres un zhop.
—En verdad ésa es una antigua palabra que designa el ano —murmuró Zdorab—. Algunos se ofenderían si los llamaran de ese modo.
—Pero nadie lo adivinó.
—He procurado que nadie lo adivinara —dijo Zdorab—, y al confesártelo pongo mi vida en tus manos.
—Oh, no es para tanto —dijo ella.
—Dos amigos míos fueron asesinados en Villa del Perro.
Villa del Perro era el lugar de Basílica donde vivían los hombres que no tenían mujer, pues era ilegal que un varón solo viviera o pernoctara dentro de las murallas de la ciudad.
—Uno fue atacado por una turba, porque habían oído el rumor de que era un zhop, unpeedar. Lo colgaron por los pies de la ventana de un piso alto, le cortaron los genitales y lo remataron a puñaladas. El otro fue engañado por un hombre que fingió ser… uno de nosotros. Lo arrestaron, pero camino a la cárcel sufrió un accidente. Fue un accidente rarísimo, además. Trató de escapar, pero tropezó, y al caerse se atragantó con sus propios testículos, tal vez ayudado con el mango de una escoba o de una lanza, y se asfixió antes que nadie pudiera ayudarle.
—¿De veras hacen esas cosas?
—Oh, lo entiendo muy bien. Basílica era un lugar muy difícil para los hombres. Tenemos la necesidad innata de dominar, pero en Basílica debíamos resignarnos a no tener ningún control, salvo por intermedio de una mujer. Los hombres que vivían extramuros, en Villa del Perro, estaban calificados como chusma, hombres a quienes las mujeres no querían, por el mero hecho de no vivir intramuros. Constantemente se los acusaba de no ser hombres auténticos, de no tener lo necesario para complacer a una mujer. Se cuestionaba su identidad masculina. Por eso odiaban y temían a los zhops —pronunció la palabra con apasionado desprecio— hasta extremos realmente inauditos.
—Esos amigos tuyos… ¿eran tus amantes?
—El que fue arrestado había sido mi amante durante varias semanas, y quería continuar, pero yo no se lo permití porque temía que la gente sospechara. Para salvar nuestras vidas, me negué a verle de nuevo. Tras despedirse de mí, cayó en esa trampa. Como ves, Nafai y Elemak no son los únicos que han matado a un hombre.
El dolor y la pesadumbre que demostraba parecían más profundos que ninguna emoción que Shedemei hubiera sentido. Por primera vez comprendió cuan protegida había sido su vida de estudiosa. Nunca había tenido una relación estrecha con alguien que pudiera lamentar tanto su muerte, y tanto tiempo después. Mucho después.
—¿Cuánto hace de esto?
—Yo tenía veinte años. Hace nueve. No, diez. Ahora tengo treinta. Lo olvidaba.
—¿Y el otro?
—Un par de meses antes que yo… me marchara de la ciudad.
—¿También era tu amante?
—Oh no… no era como yo en ese sentido. Tenía una chica en la ciudad, pero ella quería mantener la relación en secreto, así que él no hablaba de ello. Ella tenía un matrimonio infeliz y estaba esperando la expiración del contrato, de modo que él nunca hablaba de ella. Por eso se empezó a rumorear que era zhop. Él murió sin decírselo.
—Una actitud… valerosa.
—Increíblemente estúpida —dijo Zdorab—. No quiso creerme cuando le conté que Basílica se estaba volviendo aterradora para personas como yo.
—¿Le dijiste lo que eras?
—Lo consideraba un hombre capaz de guardar un secreto. Él me demostró que así era. A veces pienso que murió en mi lugar. Para que yo estuviera vivo cuando Nafai vino a llevarse el índice de la ciudad.
Para Shedemei era algo totalmente alejado de su experiencia; ni siquiera era capaz de imaginarlo.
—¿Entonces por qué seguías viviendo allí? ¿Por qué no fuiste a un sitio que fuera… más tolerante?
—Ante todo, aunque hay lugares aceptables, yo no conocía ninguno al que pudiera ir que fuera plenamente seguro para alguien como yo. Además, el índice estaba en Basílica. Ahora que el índice ha salido de la ciudad, espero que Basílica sea arrasada por las llamas. Ojalá Moozh hubiera matado a todos esos bravucones de Villa del Perro.
—¿El índice te resultaba tan importante que te indujo a quedarte?
—Me enteré de su existencia cuando era un niño. Sólo una historia, que había una esfera mágica, y que si la sostenías podrías hablar con Dios y él te daría la respuesta a todas tus preguntas. Me pareció maravilloso. Y luego vi una figura del índice de los Palwashantu, y era exactamente igual a la imagen que yo tenía de la esfera mágica.
—Pero eso no es una verdadera prueba. Solamente es un sueño infantil.
—Lo sé. Y lo sabía entonces. Pero aun sin proponérmelo, me descubrí preparándome para el día en que tendría la esfera mágica. Me descubrí tratando de aprender las preguntas que valdría la pena hacerle a Dios. Y, sin proponérmelo, me descubrí tomando decisiones que me acercaban cada vez más a Basílica, al lugar donde los Palwashantu guardaban su índice sagrado. Al mismo tiempo, ser un joven estudioso me ayudaba a ocultar mi… defecto. Mi padre me decía: «Debes dejar los libros de cuando en cuando, encontrar amigos. ¡Búscate una muchacha! ¿Cómo te casarás si nunca conoces chicas?» Cuando vivía en Basílica, le escribía a mi padre sobre mis novias, así él se sentía mejor, aunque sostenía que el modo en que se casan los basilicanos, sólo un año por vez, era horrendo y contra natura. No le gustaban las cosas que eran contra natura.
—Eso debió dolerte —dijo Shedemei.
—No tanto. Es contra natura. Estoy separado de ese árbol de la vida que vio Volemak, no formo parte de la cadena… genéticamente, soy un callejón sin salida. Una vez leí, en un artículo sobre genética, que no era descabellado suponer que la homosexualidad podía ser un mecanismo que la naturaleza utilizaba para desbrozar nuestros genes defectuosos. El organismo podía detectar algún fallo genético oculto, y esto activaba un mecanismo que atrofiaba el hipotálamo, convirtiéndonos en seres con gran impulso sexual pero sin la capacidad para interesarnos en el sexo opuesto. Una especie de herida auto cauterizada en el caudal de genes. Éramos, creo que decía el artículo, ejemplares humanos de desecho, ineptos para la reproducción.
Shedemei se sintió profundamente avergonzada, algo que era infrecuente y le disgustaba.
—Fue un trabajo de estudiante. Nunca lo publiqué fuera de la comunidad académica. Era especulación.
—Lo sé —dijo Zdorab.
—¿Cómo lo encontraste?
—Cuando supe que esperaban que me casara contigo, leí todo lo que escribiste. Trataba de descubrir qué podía decirte y qué no.
—¿Y qué decidiste?
—Que sería mejor guardarme mis secretos. Por eso nunca te hablé, y por eso me alivió que no tuvieras interés por mí.
—Pero ahora me has contado.
—Porque noté que te lastimaba mi indiferencia. Nunca pensé que te presentarías como alguien que tenía interés en el amor de un gusano despreciable y rastrero como yo.
Cada vez peor.
—¿Tan obvia era mi actitud?
—En absoluto —dijo Zdorab—. Yo cultivaba adrede mi condición de gusano. He trabajado con empeño para ser la criatura más borrosa, despreciable y blanda de este grupo.
Y ahora, pensando en lo que había sucedido con sus dos amigos, Shedemei comprendía.
—Camuflaje —dijo—. Para permanecer soltero sin que nadie sospechara lo que eres, tenías que ser asexuado.
—Falto de voluntad.
—Pero, Zdorab, ya no estamos en Basílica.
—Llevamos Basílica con nosotros. Mira a nuestros hombres. Mira a Obring, por ejemplo, y a Meb, destinados por su ineptitud a estar en el fondo de cualquier jerarquía que puedas imaginar. Ambos agresivos pero cobardes… ansían estar arriba, pero no tienen agallas para enfrentar a los fuertes y abatirlos. Por eso están condenados a seguir a hombres como Elemak, Volemak e incluso Nafai, aunque él es menor, porque no pueden correr riesgos. Imagínate la rabia que sienten. E imagínate lo que harían si se enterasen de que yo soy el monstruo, el crimen contra natura, el afeminado, la perfecta imagen de lo que ellos temen ser.
—Volemak no les permitiría tocarte.
—Volemak no vivirá para siempre. Y no confío mi secreto a quienes no son capaces de guardarlo.
—¿Tan seguro estás de mí?
—He puesto mi vida en tus manos. Pero no, no estoy tan seguro de ti. Nos guste o no, sin embargo, nos han puesto juntos. Así que corrí un riesgo calculado. Contártelo, para tener una persona a quien no deba mentirle. Una persona que sepa que lo que aparento ser es sólo una farsa.
—Haré que dejen de tratarte con… con tanta desconsideración.
—¡No! —exclamó Zdorab—. No hagas eso. Las cosas andarán mejor cuando estemos casados, para ambos… en eso tenías razón. Pero debes permitir que permanezca invisible. Sé cómo manejar mi situación, créeme. Tú misma has dicho que ni siquiera te imaginabas esas cosas, así que no te inmiscuyas con mi estrategia de supervivencia y no trates de arreglar las cosas porque terminarías matándome. ¿Comprendes eso? Eres brillante, una de las mentes más penetrantes de nuestros tiempos, pero no sabes nada sobre esta situación. Eres irremediablemente ignorante, destruirás todo lo que toques, así que aparta las manos.
Hablaba con increíble vehemencia y energía. Shedemei no lo había creído capaz de hablar así. Odiaba que la pusieran en cintura sin el menor rodeo. Pero cuando pensó en ello, en vez de reaccionar visceralmente, comprendió que él tenía razón. Que por ahora, al menos, ella era ignorante y lo mejor que podía hacer era permitir que él manejara las cosas como creyera más conveniente.
—De acuerdo —dijo—. No diré nada, no haré nada.
—Nadie espera que te enorgullezcas de estar casada conmigo. Más aún, lo considerarán un noble sacrificio de tu parte. Así que al ser mi esposa no perderás prestigio. Serás una heroína para ellos.
Shedemei rió amargamente.
—Zdorab, eso es precisamente lo que yo pensaba.
—Lo sé. Pero no es lo que yo pensaba. Incluso abrigaba ciertas esperanzas… imagínate, tener el derecho a estar a solas en la misma tienda con la mente científica más aguda de todo Armonía, todas las noches, sin nada que hacer salvo conversar.
Era muy halagüeño, pero también, por razones que ella aún no alcanzaba a entender, vagamente trágico.
—Eso es el matrimonio, en cierto modo, ¿no crees? No tendremos hijos como los demás, pero tendremos pensamientos. Tú puedes enseñarme, hablarme de tu trabajo, y si no entiendo te prometo que me educaré por medio del índice hasta comprender. Y tal vez yo pueda contarte algunas cosas que descubrí.
—Me encantaría.
—Podemos ser amigos, pues —dijo Zdorab—. En ese sentido, nuestro matrimonio será mejor que muchos. ¿Te puedes imaginar de qué hablan Obring y Kokor?
Shedemei se echó a reír.
—¿Crees que hablan siquiera?
—Y Mebbekew y Dol, siempre actuando y odiándose en secreto.
—No, no creo que Dol odie a Mebbekew, creo que ella se cree el papel que está interpretando.
—Quizá tengas razón. Pero son bastante siniestros, ¿no crees? Y ellos van a tener hijos.
—Aterrador.
Rieron a más no poder, hasta que ambos lagrimearon.
Abrieron la puerta. Era Nafai.
—Batí las palmas, pero no me oísteis —dijo—. Al oír las carcajadas pensé que podía entrar. Ambos se pusieron serios de inmediato.
—Por cierto —dijo Zdorab.
—Sólo hablábamos de nuestro matrimonio —dijo Shedemei.
Shedemei notó el alivio en la cara de Nafai, como si acabara de pasar la sombra de una nube.
—Conque al fin decidisteis hacerlo.
—Sólo tuvimos la obstinación de esperar hasta que fuera nuestra propia idea —dijo Zdorab.
—Me lo creo —dijo Nafai.
—De hecho —dijo Zdorab—, debemos ir a hablar con Rasa y Volemak, y además tú quieres usar el índice.
—Sí, pero sólo si habéis terminado con él.
—Todavía estará aquí cuando decidamos consultarlo de nuevo —dijo Shedemei. Y al instante salieron de la tienda, dirigiéndose… ¿adonde?
Zdorab le cogió la mano y la llevó hacia la fogata.
—Dol debe montar guardia aquí —dijo—, pero habitualmente se escabulle… necesita su pequeña siesta. No importa. Una vez dejé que Yobar tocara la marmita, y debe haber corrido la voz sobre lo que se siente, pues los mandriles no se acercan, aunque huela tan bien como ahora.
Y olía muy bien.
—¿Cómo aprendiste a cocinar?
—Mi padre era cocinero. Era el negocio de la familia. Él tenía tanto talento que pudo costearme mis estudios en Basílica, y aprendí mucho de lo que él sabía. Creo que estaría orgulloso de lo que he podido hacer en estas míseras condiciones.
—Excepto el queso de camello.
—Creo que he hallado una hierba que lo mejorará —dijo Zdorab. Alzó la tapa de la marmita—. La probaré esta noche… he puesto el doble de queso que de costumbre, pero creo que a nadie le molestará. —Alzó el cucharón y Shedemei vio que derramaba un líquido viscoso.
—Vaya, no veo el momento de probarlo. Él detectó la ironía.
—Bien, tienes buenas razones para recelar de cualquier cosa que pueda saber como ese queso, pero opino que todos hemos pasado años amando el queso y sólo un par de meses odiándolo, así que podré convertirlos a todos de nuevo si lo hago bien. Y necesitaremos el queso… es una buena fuente de proteínas para todas las madres lactantes que tendremos.
—Has pensado en todo.
—Tengo mucho tiempo para pensar —dijo Zdorab.
—En cierto modo, eres el verdadero líder de este grupo.
—En cierto modo, será mejor que no digas eso frente a los demás o creerán que te has vuelto loca.
—Eres el que decide qué y cuándo comeremos, dónde haremos nuestras necesidades, qué plantaremos en el huerto, y nos guías en la exploración del índice…
—Pero si hago las cosas bien, nadie se da cuenta.
—Te responsabilizas por todos nosotros. Sin esperar a que te lo digan.
—Así lo hacen las buenas gentes. Eso significa ser buena persona. Y yo soy buena persona, Shedya.
—Ahora lo sé —dijo ella—. Y debí saberlo antes.
Interpretaba todos tus actos como debilidad… pero debía saber que había fuerza y sabiduría, afán de compartir, aun con quienes no lo merecen.
Y esta vez fue Zdorab quien lagrimeó. Apenas una pátina brillante, pero Shedemei la vio, y supo que él sabía que ella había visto. Pensó que ese matrimonio sería mucho más que la farsa en que había pensado. Sería una genuina amistad entre dos personas que no habían esperado encontrar amigos ni compañeros en este viaje.
El revolvió la sopa y la tapó, dejando el cucharón enganchado en el costado.
—Supongo que éste es el sitio más seguro para hablar, si no queremos que nos molesten ni fisgoneen —dijo Shedemei—. Nadie se acerca a la fogata si puede evitarlo, por temor a que lo hagan trabajar.
Zdorab rió entre dientes.
—Siempre me agradará tu compañía mientras esté trabajando aquí, y mientras comprendas que la cocina es un arte, y que me concentro en ello cuando lo hago.
—Espero poder decirte cosas tan interesantes y estimulantes como para que arruines la sopa de cuando en cuando.
—Si los haces con frecuencia, nos obligarán a divorciarnos.
Rieron, y callaron nuevamente.
—¿Quieres que hable con la tía Rasa? —dijo Shedemei—. Sin duda ella querrá preparar la boda para esta noche. Sentirá más alivio del que sentía Nafai.
—Y queremos que sea lo más público posible. Shedemei comprendió.
—Nos cercioraremos de que todos vean que somos marido y mujer. —Y la tácita promesa: «Jamás contaré a nadie que no somos marido y mujer.» Shedemei iba a ir en busca de Rasa, pero Zdorab la detuvo.
—¿Sí?
—Por favor, llámame Zodya.
—Desde luego —dijo ella, aunque en realidad nunca había oído su apodo familiar. Nadie lo usaba.
—Y otra cosa.
—¿Sí? …
—Tu viejo artículo… te equivocabas. En cuanto a nuestra ineptitud genética para la reproducción…
—Dije que era mera especulación…
—Quiero decir que sé que te equivocabas porque sé lo que somos. En la antigua ciencia, la ciencia terrícola que he explorado por medio del índice, no es un mecanismo interno del cuerpo humano. No es genético. Es sólo el nivel de hormonas masculinas en la corriente sanguínea de la madre en el momento en que el hipotálamo inicia su diferenciación y crecimiento activos.
—Pero eso es casi aleatorio —dijo Shedemei—. No significaría nada, sería sólo un accidente si el nivel fuera bajo en ese par de días.
—No tan aleatorio. Pero sí, un accidente. No significa nada, salvo que somos tullidos de nacimiento.
—Como Issib.
—Creo que cuando Issib me ve caminar, y ve lo que hago con mis manos, con gusto cambiaría su lugar por el mío —dijo Zdorab—. Pero cuando yo le veo con Hushidh, y la veo encinta como está, y veo el respeto que los demás le han tomado por eso, cómo lo reconocen como uno de ellos, hay momentos, sólo momentos, en que con gusto yo cambiaría mi lugar por el suyo.
Impulsivamente Shedemei le estrujó la mano, aunque no era propensa a esos gestos afectuosos. Pero parecía apropiado. Un gesto amistoso. Y él lo retribuyó. Luego Shedemei se alejó deprisa, en busca de Rasa.
Y pensando: ¿Quién hubiera creído que descubrir que mi prometido es un zhop sería una noticia tan maravillosa, y que me lo haría más agradable? Últimamente el mundo está realmente desquiciado.
Una vez a solas en la tienda del índice, Nafai no vaciló. Cogió el índice —todavía tibio por las manos de Shedemei y Zdorab— y le habló fervientemente al Alma Suprema.
—Me has dicho que el sueño del árbol de Padre no era tuyo, pero nunca mencionaste que tienes toda esta experiencia en tu memoria.
—Por cierto —dijo el índice—. Sería un fallo de mi parte no grabar algo tan importante.
—Y sabías cuánto anhelaba yo un sueño del Guardián de la Tierra. Lo sabías.
—Sí —dijo el índice.
—¿Entonces por qué no me diste el sueño de mi padre?
—Porque es el sueño de tu padre.
—El lo contó. Ahora ya no es un secreto. Quiero ver lo que él vio.
—No es buena idea.
—Estoy harto de que decidas qué es buena idea y qué no. Tú creíste que matar a Gaballufix era buena idea.
—Y lo era.
—Para ti. Tú no te has manchado las manos de sangre.
—Tengo tu recuerdo de ello. Y no lo hice tan mal en el desierto, cuando Elemak conspiraba para matarte.
—¿Y qué? Salvaste mi vida porque querías tener mis genes en nuestro caudal genético.
—Soy un ordenador, Nafai. ¿Esperas que salve tu vida porque me gustas? Mis motivos son mucho más fiables que las emociones humanas.
—¡No quiero más pamplinas! Quiero un sueño del Guardián.
—Exacto. Y si pongo el sueño de tu padre en tu mente no tendrás un sueño del Guardián, sólo un informe extraído de mi memoria.
—Quiero ver esas criaturas de la Tierra que han visto los demás. Los murciélagos y los ángeles.
—Que ellos consideran criaturas de la Tierra.
—Quiero sentir el sabor de ese fruto en la boca.
Y mientras lo decía —mientras sus labios formaban silenciosamente las palabras, mientras el grito de angustia se formaba en su mente— Nafai supo que actuaba como un chiquillo. Pero lo quería, necesitaba saber qué sabía su padre, qué había visto Luet, qué había visto Hushidh, qué habían visto el general Moozh y Sed, la extraña madre de Luet. Quería saber, no que ellos se lo contaran; quería las apariencias, las sensaciones, los sonidos, los olores, el sabor. Y lo necesitaba tanto que lo exigió, aun sabiendo que actuaba como un chiquillo.
Y el Alma Suprema, considerando indeseable que el joven a quien había designado como futuro líder de la partida se encontrara en semejante estado de zozobra y desequilibrio, le dio lo que pedía.
Le llegó de repente, mientras sostenía el índice. La oscuridad que Padre había descrito, el hombre que lo invitaba a seguirlo, la marcha interminable. Sólo que había algo más, algo que Padre no había mencionado, una perturbadora desazón, pensamientos inquietantes. No era sólo un yermo, sino un infierno mental, y no podía soportarlo.
—Salta esta parte —le dijo al índice—. Sácame de aquí.
El sueño cesó de inmediato.
—No dije que me sacaras del sueño —dijo Nafai con impaciencia—. Sólo que saltaras la parte aburrida.
—El Guardián envió la parte aburrida junto con todo lo demás.
—Pasa al final, donde empezaban a pasar cosas.
—Eso es hacer trampa, pero lo haré.
Nafai odiaba que el índice hablara de esa manera. Había aprendido que los humanos interpretaban la resistencia seguida por acatamiento como una broma, y ahora bromeaba para disimular un comportamiento natural. Pero como Nafai sabía que era un ordenador y no una persona, las bromas lo fastidiaban en vez de divertirlo. Pero cuando se quejaba de ello, el índice respondía que a todos les gustaba y que Nafai era un aguafiestas.
El sueño continuó, y Nafai reanudó su marcha en la oscuridad, tras la espalda del hombre que lo guiaba, en medio de esa turbulenta y dolorosa corriente mental. Pero oyó que Padre suplicaba al hombre que le dijera algo, que lo sacara de ese lugar. Sólo que no era la voz de Padre. Era una voz extraña que Nafai jamás había oído, salvo que en su mente la seguía percibiendo como su propia voz, aunque Padre pensaba que la voz era suya, no de Nafai, porque la voz de Nafai no sonaba así y tampoco la de Padre. Al fin Nafai comprendió que así sonaba la voz de Padre para su padre. En un sueño, Padre no oía la voz que oían todos los demás. Oía la voz que creía oír cuando hablaba. Pero ni siquiera es esa voz, pensó, es mucho más joven, es la voz que empezó a considerar suya cuando formó su identidad. Más profunda que su voz verdadera, más aplomada, más juvenil.
Nafai, sin embargo, no podía liberarse de la convicción de que era su propia voz, no la de Padre, aunque tampoco se parecía a la suya. Luego comprendió. Si el índice extraía esto de su memoria, era la experiencia de Volemak filtrada por la conciencia de Volemak y en consecuencia entretejida con todas las actitudes de Volemak.
En eso consistía esa corriente de pensamientos turbulentos, insensatos, confusos, temibles. Era el fluir de la conciencia de Padre, en una constante evaluación y comprensión del sueño. Pensamientos de los que Padre ni siquiera era consciente, porque aún no habían aflorado a la superficie, incluidos jirones de ideas como «Esto es un sueño», y «Esto proviene del Alma Suprema», y «Estoy muerto», y «Esto no es un sueño», un fárrago de pensamientos contradictorios. Cuando Padre tenía esos pensamientos, brotaban de su inconsciente y su voluntad los ordenaba, y cada pensamiento pasaba a segundo plano cuando era necesario. Pero en la mente de Nafai, con la reproducción de esta experiencia, los pensamientos no respondían a su voluntad, y se superponían con su propio fluir de la conciencia. En consecuencia tenía el doble de pensamientos inconscientes que de costumbre, y la mitad de ellos no obedecían su voluntad, y sentía terror y confusión porque su mente estaba desbocada.
Padre había desistido de hablar con el hombre y ahora suplicaba al Alma Suprema. Era humillante oír el miedo, la angustia, el temblor en la voz de su padre. Él había dicho que había suplicado, pero Nafai nunca le había oído hablar en ese tono abyecto, y era como verlo en el lavabo o algo igualmente desagradable. Odiaba ver a su padre de esa manera. Lo estoy espiando, lo estoy viendo como él se ve en sus peores momentos, en vez de ver el hombre que él presenta ante el mundo, ante sus hijos. Le estoy robando su identidad, y está mal, es horrible que le haga semejante cosa. Pero quizá deba conocer este aspecto de mi padre, su debilidad. No puedo confiar en él, un hombre que gimotea de este modo ante el Alma Suprema, rogando ayuda como un chiquillo…
Recordó que él había suplicado al índice para que le mostrara el sueño de Padre y comprendió que, en el interior de su mente, aun el hombre más valiente y fuerte tenía esos momentos, sólo que nadie los veía porque nadie los representaba fuera de sus sueños y pesadillas. Sólo me he enterado de esto porque lo estoy espiando.
Iba a pedirle al índice que detuviera el sueño cuando todo cambió, y de repente estuvo en el vergel que Padre había mencionado. Nafai quiso hallar el árbol, pero sólo podía mirar hacia donde Padre miraba en el sueño, y sólo pudo verlo cuando lo vio Padre.
Padre lo vio, y era hermoso, un gran alivio después de tanta oscuridad y lobreguez. Nafai no sólo sentía su propio alivio, sino el alivio de Padre, y en consecuencia para él no era alivio, sino más tensión, más desorientación. Para colmo, en vez de caminar gradualmente hacia el árbol, Padre fue repentinamente hacia él. Él consideraba que caminaba, pero en realidad su aproximación fue instantánea.
Nafai sintió el deseo de Padre por el fruto, su deleite ante su olor, pero como ese repentino movimiento lo había mareado, y como el fluir de la conciencia de Padre le daba jaqueca, el olor no le despertó ningún deseo. Al contrario, le causó náusea.
Padre cogió un fruto y lo probó. Nafai notó que Padre lo consideraba delicioso, y por un momento, el gusto que llegó a la mente de Nafai fue deleitable, exquisito, increíble. Pero de inmediato la experiencia quedó subvertida por la reacción de Padre, sus asociaciones con el sabor y el olor; sus reacciones eran tan intensas, Padre estaba tan abrumado por el sabor, que Nafai no podía defenderse de esas emociones arrolladoras. Era físicamente doloroso. Estaba aterrado. Le gritó al índice que detuviera el sueño.
Se detuvo, y Nafai cayó en la alfombra, jadeando y sollozando, tratando de ahuyentar esa locura de su mente.
Al cabo de un rato se sintió mejor, pues la locura se había disipado.
—¿Ves el problema que tengo para comunicarme claramente con los humanos? —le dijo el Alma Suprema—. Tengo que presentar mis ideas en forma clara y estridente, y aun así la mayoría cree oír sus propios pensamientos. Sólo el índice permite una comunicación clara con la mayoría de la gente. Excepto tú y Luet… con vosotros puedo hablar mejor que con nadie. —El índice calló un instante—. Por un momento creí que enloquecerías. Lo que sucedía dentro de tu cabeza no era agradable.
—Tú me previniste.
—Bien, no te previne sobre eso porque no sabía que sucedería. Nunca he puesto el sueño de alguien en la cabeza de otra persona. Y no creo que lo vuelva a hacer, aunque alguien se enfade mucho si me niego.
—Estoy de acuerdo con tu decisión —dijo Nafai.
—Y fuiste muy desconsiderado al juzgar a tu padre de esa manera. Él es un hombre fuerte y valeroso.
—Lo sé. Si estabas escuchando, ya sabrás que llegué a esa conclusión.
—No sabía si lo recordarías. La memoria humana no es muy fiable.
—Déjame en paz. Ahora no quiero hablar contigo ni con nadie.
—Entonces suelta el índice. Siempre puedes marcharte.
Nafai apartó la mano del índice, se puso de pie. Sentía náuseas. Estaba mareado y aturdido.
Salió tambaleandose de la tienda, y se encontró con Issib y Mebbekew.
—Íbamos a cenar —dijo Issib—. ¿Has tenido una buena sesión con el índice?
—No tengo hambre —dijo Nafai—. No me siento bien.
Mebbekew soltó una carcajada. Nafai recordó las risas de los mandriles.
—Conque Nafai tratará de evitar el trabajo alegando que está siempre enfermo. A Luet le ha dado tan buen resultado que él piensa que vale la pena intentarlo, ¿eh?
Nafai ni se molestó en replicar. Se alejó a tumbos, buscando su tienda. Tengo que dormir, pensó. Eso es lo que necesito, dormir.
Sólo cuando llegó allí y se acostó, comprendió que no podría dormir. Estaba demasiado agitado, demasiado mareado, su cabeza era un remolino. No podía pensar, pero tampoco podía dejar de pensar.
Iré a cazar, pensó. Saldré, encontraré un animal indefenso, lo mataré, le arrancaré la piel y las tripas y sin duda me sentiré mejor porque así soy yo. O tal vez vomite al sentir el olor de las tripas, y entonces me sienta mejor.
Nadie le vio salir del campamento. Si lo hubieran visto salir tan tambaleante, y empuñando un pulsador, quizá lo hubieran detenido. Nafai cruzó el arroyo y subió a las colinas de la otra margen. Nunca cazaban en esa zona porque los mandriles dormían en los peñascos y porque si se aproximaban demasiado a las aldeas del valle llamado Luzha podrían toparte con alguien. Pero Nafai no pensaba con claridad. Sólo recordaba que una vez había estado en la otra margen del arroyo y había sucedido algo maravilloso, y ahora quería que sucediera algo maravilloso. O morirse. Lo que fuera.
Debía haber esperado, se repitió una y otra vez, cuando recobró la lucidez. Si el Guardián de la Tierra quería enviarme un sueño, me habría enviado un sueño. Y si no lo hizo, debí haber esperado. Ahora puedo soportar la espera, pero ahora no me enviarás un sueño porque hice trampa, tal como dijo el índice, hice trampa y no tengo derecho… ahora soy indigno, me he estropeado el cerebro porque insistí en que el Alma Suprema me mostrara el sueño, y ahora estaré siempre mal de la cabeza y ni tú ni el Alma Suprema ni Luet ni nadie más sabrán qué hacer conmigo y bien podría arrojarme a un precipicio y morirme.
Caía el sol cuando comprendió que no tenía idea de dónde estaba, ni cuánto había caminado. Sólo sabía que estaba sentado en una roca en la cima de una colina, a la vista de cualquier bandido que buscara una víctima, o cualquier depredador que buscara una presa. Y aunque tenía la cabeza entre las manos y miraba el suelo, notó que había alguien sentado enfrente. Alguien que todavía no había dicho nada, pero que lo miraba fijamente.
Di algo, pensó Nafai. O mátame y termina con esto.
—Oo. Oo-oo —dijo el forastero.
Nafai irguió la cabeza, pues conocía la voz.
—Yobar —dijo.
Yobar movió el cuerpo y parloteó, encantado de que le hubieran reconocido.
—No traigo comida —dijo Nafai.
—Oo —dijo jovialmente Yobar. Tal vez sólo estaba agradecido de que alguien le prestara atención, pues la tribu lo había desterrado.
Nafai extendió una mano, y Yobar se le acercó y apoyó la pata delantera en la de Nafai.
Y en ese momento Yobar no fue un mandril. En cambio Nafai lo vio como un animal alado, con un rostro más feroz y más inteligente que el de un mandril. Flexionaba y estiraba un ala, mientras con la otra sostenía la mano de Nafai.
La criatura alada que repentinamente había reemplazado a Yobar le habló, pero Nafai no entendía el idioma. La criatura —el ángel, pues Nafai supo que eso era— habló de nuevo, y Nafai entendió que era una advertencia de peligro.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Nafai.
Pero el ángel miró en torno y se alarmó, se asustó, le soltó la mano, brincó al cielo y se puso a volar en círculos.
Nafai oyó un ruido de algo duro raspando piedra. Miró hacia atrás, hacia las rocas que lo rodeaban, y vio el origen del ruido. Media docena de criaturas más grandes y feroces. Las ratas de los sueños que habían tenido los demás. Eran más robustas y fuertes que los mandriles, y por las anécdotas que contaban los viajeros del desierto Nafai sabía que los mandriles eran mucho más fuertes que un hombre fornido. Los dientes eran filosos, pero las manos —pues eran manos, no zarpas— lucían aterradoras, especialmente porque la mayoría tenían piedras y parecían dispuestas a arrojarlas.
Nafai pensó en el pulsador. ¿Cuántas puedo matar antes que me tumben de una pedrada? ¿Dos? ¿Tres? Mejor morir luchando que dejar que me pillen sin que les cueste nada.
¿Mejor? ¿Por qué sería mejor? Ya era bastante malo que muriera una. ¿ Qué ganaré con matar más, salvo que se sentirían más justificadas por haberme matado?
Apoyó el pulsador en el suelo, se entrelazó las manos, esperó.
Ellas también esperaron, aún preparadas para arrojar las piedras. El ángel aleteaba en silencio, emitiendo un chillido de cuando en cuando.
De pronto Nafai notó que tenía algo en las manos. Las abrió y vio que sostenía un fruto. Lo reconoció de inmediato: un fruto del árbol de la vida. Se lo llevó a los labios y lo saboreó. ¡Ah! Era tal como había dicho Padre, el mismo sabor que Nafai había paladeado antes por un breve instante, la sensación más exquisita que pudiera imaginarse. Pero esta vez no había distracción, confusión ni caos; estaba en paz consigo mismo, y sanó.
Sin pensarlo, se apartó el fruto de los labios y se lo ofreció a la rata que tenía enfrente.
La rata lo miró: la mano, el rostro, el fruto.
Nafai pensó en dejar el fruto en el suelo para que la rata lo cogiera, pero comprendió que estaría mal dejar que el fruto tocara el suelo, dejar que lo recogieran como una fruta podrida. Debía pasar de una mano a otra. Ese fruto siempre se debía coger del árbol, o de otra mano.
La rata olisqueó, avanzó, olisqueó de nuevo. Cogió el fruto de la mano de Nafai, se lo llevó a los labios, mordió. El fruto lanzó un chorro de zumo que salpicó a Nafai en la cara, pero él ni lo notó, aunque se lamió la salpicadura. Pero no podía apartar los ojos de la rata. Estaba petrificada, inmóvil, y el zumo del fruto le goteaba por las comisuras de la boca. Nafai se preguntó si la habría envenenado. ¿La he matado con este fruto? No era mi propósito.
No, la rata no estaba envenenada, sólo desconcertada. Corrió gruñendo hacia su compañera más próxima, que cogió el fruto de su boca con los dientes. Y el fruto pasó de rata en rata, siempre de una boca a otra, recorriendo el círculo hasta regresar a la primera. Y ésta se adelantó y ofreció la boca a Nafai, con el resto del fruto.
Nafai no tenía la cara puntiaguda como las ratas, así que extendió el brazo y cogió el fruto con la mano. Se lo puso en la boca temiendo que el sabor se hubiera arruinado, pero sabiendo que debía hacerlo. Para su alivio, el sabor no había cambiado. En todo caso, el fruto sabía más dulce después de ser compartido por esas criaturas.
Masticó, tragó. Sólo entonces ellas tragaron los restos que tenían, en la boca.
Avanzaron y pusieron a los pies de Nafai las piedras que habían empuñado. La pila formó una pirámide ante Nafai. Catorce piedras. Luego las ratas se escurrieron entre las rocas.
El ángel descendió, voló en círculos alrededor de Nafai, gorjeando frenéticamente, batiendo las alas, y al fin se le posó en los hombros y lo envolvió con sus alas.
—Espero que esto signifique que estás feliz —dijo Nafai.
El ángel, por toda respuesta, echó a volar.
Nafai se irguió y vio que no estaba en la cima de un pico rocoso, sino en un vergel, junto a un árbol, y al lado había un río, y junto al río un sendero con una baranda de hierro. Vio todo lo que había visto su padre, incluido el edificio de la orilla opuesta.
Y cuando esperaba que el sueño terminara —pues sabía que era un sueño— todo cambió. Se vio a sí mismo en medio de una muchedumbre de personas, ángeles y ratas, y todos miraban una luz brillante que descendía del cielo. Todos habían estado esperando, y aquello que habían esperado llegaba al fin. El Guardián de la Tierra.
Nafai quería acercarse, ver el rostro del Guardián de la Tierra. Pero la luz era enceguecedora. Vio que la silueta tenía cuatro extremidades y una cabeza, pero la luz lo encandilaba como si el Guardián fuera una pequeña estrella, un sol demasiado brillante para mirarlo sin quemarse los ojos.
Nafai tuvo que cerrar los ojos, entornarlos para aliviar el dolor de mirar directamente ese sol. Cuando los abrió, supo que estaría cerca, supo que vería el rostro del Guardián.
—Oo.
Estaba mirando el rostro de Yobar.
—Lo mismo digo —susurró Nafai.
—Oo-oo.
—Está oscureciendo. Pero tú tienes hambre, ¿verdad?
Yobar se sentó ansiosamente.
—Veamos si encuentro algo para ti.
No fue difícil, a pesar de la penumbra, pues las liebres de ese lado del valle aún eran abundantes. Cuando anocheció del todo, Yobar todavía estaba desgarrando el cuerpo, devorando cada trozo de carne, partiendo el cráneo con una piedra para llegar a los blancos sesos. Tenía las manos y la cara embadurnadas de sangre.
—Si tienes algo de cerebro —dijo Nafai—, regresarás a casa con lo que ha quedado de esta carne, manchado de sangre, para que una hembra se haga amiga tuya y te deje jugar con su bebé; así podrás congraciarte con el pequeño e integrarte en la tribu.
Era improbable que Yobar le entendiera, pero tampoco era necesario. Ya trataba de ocultarle a Nafai el cuerpo de la liebre, preparándose para robarlo y echar a correr. Nafai le facilitó las cosas alejándose un poco para que Yobar aprovechara la oportunidad. Oyó las pisadas de Yobar y le dijo en silencio: Compra lo que puedas con la sangre de esa liebre, amigo mío. He visto el rostro del Guardián de la Tierra, y eres tú.
Luego, arrepintiéndose al instante de ese pensamiento irrespetuoso, Nafai habló en silencio con el Guardián de la Tierra, o con el Alma Suprema, o con nadie, no lo sabía. Gracias por mostrármelo, dijo. Gracias por dejarme ver lo que vio Padre. Lo que vieron todos los demás. Gracias por dejarme ser uno de los que saben.
Ahora, ojalá alguien me ayudara a encontrar el camino de regreso.
Fuera por la ayuda del Alma Suprema, o gracias a su memoria y habilidad, descubrió el camino de regreso a la luz de la luna. Luet estaba preocupada, y también Madre y Padre, y todos los demás. Habían postergado la boda de Shedemei y Zdorab, porque no era correcto celebrarla una noche en que Nafai corría peligro. Ahora que estaba de vuelta, la boda podía continuar, y nadie le preguntó adonde había ido ni qué había hecho, como si supieran que era algo demasiado extraño, maravilloso u horrendo para comentarlo.
Más tarde, en la cama con Luet, Nafai habló de ello. Primero contó que le había dado de comer a Yobar, y luego el sueño.
—Parece ser que esta noche todos han quedado satisfechos —dijo Luet.
—¿Incluso tú? —preguntó Nafai.
—Estás en casa, así que me doy por contenta.