7. EL ARCO

La pérdida del pulsador fue un golpe tan fuerte que ni Volemak ni Elemak procuraron aplacar los ánimos. Los fragmentos del pulsador estaban desparramados sobre un paño; cerca estaban los dos pulsadores estropeados que Elemak había rescatado del agua. Zdorab estaba sentado al lado, con el índice en el regazo, leyendo los números de las partes rotas. Todos los demás aguardaban de pie, nerviosos y enfurruñados, mientras él intentaba averiguar si se podía armar un pulsador entero con los componentes.

—Es inútil —dijo Zdorab—, aunque tuviéramos todos los componentes, el índice dice que no tenemos las herramientas necesarias, ni modo de fabricarlas a menos que pasemos cincuenta años alcanzando el nivel tecnológico adecuado.

—Qué plan tan brillante tenía el Alma Suprema —dijo Elemak—. Mantener a toda la humanidad en un bajo nivel de tecnología, tan bajo que aunque podemos fabricar pulsadores, no entendemos cómo funcionan y no podemos repararlos si se rompen.

—No fue el plan del Alma Suprema —dijo Issib.

—¿Qué importancia tiene? —dijo Mebbekew—. Ahora moriremos aquí.

Dol rompió a llorar, y esta vez sus lágrimas parecían auténticas.

—Lo lamento —dijo Nafai.

—Sí, nos alegra mucho que sientas remordimientos —dijo Elemak—. ¿Qué hacías en un lugar tan peligroso, de todos modos? Tenías el único pulsador restante, ¿y qué haces con él?

—Allí estaba el animal —dijo Nafai.

—Si tu presa hubiera saltado del peñasco, ¿la habrías seguido? —preguntó Volemak.

Nafai sintió consternación al ver que Padre sumaba sus reproches a los de Elemak. Y Elemak aún no había terminado.

—Lo diré sin rodeos, querido hermanito. Si pudieras haber escogido entre la salvación de tu persona o el pulsador, habría sido mejor para todos que se salvara el pulsador.

La injusticia del comentario era insoportable.

—No fui yo quien perdió los tres primeros.

—Pero cuando perdimos los tres primeros, aún nos quedaba uno, así que no era tan grave —dijo Padre—. Sabías perfectamente que era el último pulsador, y sin embargo corriste semejante riesgo.

—Suficiente —dijo Rasa—. Todos convenimos, Nafai incluido, en que fue un grave error arriesgar el pulsador de ese modo. Pero ya lo hemos perdido, no hay remedio, y nos encontramos en esta comarca extraña sin manera de conseguir carne. Tal vez alguno de vosotros haya pensado en lo que haremos ahora, además de acumular culpas sobre los hombros de Nafai.

Gracias, Madre, dijo Nafai en silencio.

—¿No es obvio? —dijo Vas—. La expedición ha concluido.

—No, no es obvio —respondió bruscamente Volemak—. El Alma Suprema se propone salvar a Armonía de la destrucción que sufrió la Tierra hace cuarenta millones de años. ¿Vamos a desistir porque hemos perdido un arma?

—No es el arma —dijo Eiadh—. Es la carne. Debemos encontrar carne.

—Y no es sólo una cuestión de ingerir una dieta equilibrada —añadió Shedemei—. Aunque acampáramos aquí y sembráramos de inmediato (y no es temporada, así que de todos modos sería imposible), padeceríamos graves problemas de desnutrición antes de cosechar cereales con suficientes proteínas.

—¿Qué quieres decir con graves problemas? —preguntó Volemak.

—Algunas muertes por inanición, sobre todo entre los niños —dijo Shedemei.

—¡Qué espanto! —gimió Kokor—. ¡Prácticamente has matado a mi hijo!

Su gemido desencadenó un coro de llantos. En medio de esa algarabía, Nafai preguntó en silencio al Alma Suprema: ¿Existe alguna otra manera?

(¿Tienes alguna sugerencia?)

Nafai trató de pensar en un arma de caza que pudiera fabricarse con los materiales disponibles. Recordó que los soldados goraym iban armados con lanzas, arcos y flechas. ¿Servirían para la caza, o sólo eran útiles para la guerra?

Este pensamiento acudió a su cabeza:

(Todo lo que mate a un hombre puede matar a otro animal. Para cazar con lanza se requiere un grupo de cazadores que arrincone la presa, pues de lo contrario es difícil acercarse todo lo necesario para matarla, aun usando una correa para arrojarla a mayor distancia.)

¿Y qué hay del arco y las flechas?

(Un buen arco tiene un alcance cuatro veces mayor que un pulsador. Pero son muy difíciles de fabricar.)

¿Y qué dices de un arco de segunda, con un alcance similar al del pulsador? ¿Podrías enseñarme a fabricar uno?

(Sí.)

¿Y crees que podría encontrar presas con ese arma, o se tarda mucho en aprender a usarlo?

(Se tarda lo que hace falta.)

Tal vez fuera la mejor respuesta que le daría el Alma Suprema, y no era una respuesta tan insatisfactoria. Al menos había esperanzas.

Cuando Nafai se volvió hacia los demás, estaban hostigando a Volemak.

—¿Acaso creéis que yo planeé todo esto? —preguntó—. ¿Creéis que pedí al Alma Suprema que nos trajera a este lugar espantoso, tener los niños en el desierto y errar sin rumbo y sin comida por estos yermos? ¿Creéis que yo no preferiría estar en casa? ¿En una cama?

Volemak sorprendió a todos al sumar sus quejas a las de los otros, pero el efecto no fue tranquilizador. Algunos se atemorizaron al ver que su columna más fuerte revelaba semejante fisura. Y Elemak apenas disimulaba su desprecio por Padre. No era el momento más glorioso de Volemak, notó Nafai, y era totalmente innecesario. Si tan sólo hubiera hecho al Alma Suprema las preguntas que él había hecho, se habría calmado. Había una manera.

Vas habló de nuevo.

—Insisto en que esto es totalmente innecesario. Nafai y yo encontramos un buen camino para bajar por la montaña. Tal vez no podamos llevar los camellos, pero si sólo queremos rodear la bahía para llegar a Dorova, nos bastará con provisiones y agua para un día.

—¿Abandonar los camellos? —preguntó Elemak—. ¿Las tiendas?

—¿Las cajas de almacenaje? —dijo Shedemei.

—Algunos os quedaréis aquí —dijo Mebbekew— y haréis el camino más largo con los camellos. Sin las mujeres y los niños no tardaréis más de una semana, y en el ínterin los demás llegaremos a la ciudad. Al cabo de un par de meses podremos regresar a Basílica, o adonde cada cual desee.

Hubo un murmullo de asentimiento.

—No —dijo Nafai—. No se trata de nosotros, sino de Armonía, del Alma Suprema.

—Nadie me preguntó si quería sumarme a esta noble causa —dijo Obring—, y por mi parte estoy harto de oírla mencionar.

—La ciudad está allá —dijo Sevet—. Podríamos llegar rápidamente.

—Necios —dijo Elemak—. Podéis ver la ciudad, podéis ver la playa por la cual caminaréis para llegar, pero eso no significa que sea una marcha fácil. ¿En un solo día? Ridículo. Os habéis fortalecido en el último año, es verdad, pero ninguno está en condiciones para recorrer semejante distancia con un bebé a cuestas, y menos con los litros de agua que necesitaréis, y la comida. Caminar en la arena es extenuante, y lento, y cuanta más carga llevéis más despacio iréis, con lo cual tendréis que llevar más provisiones para aguantar un viaje más largo, con lo cual tendréis que llevar más bultos y avanzaréis aún más despacio.

—¿Entonces estamos atrapados aquí hasta morir? —gimió Kokor.

—Oh, cállate —dijo Sevet.

:No estamos atrapados —dijo Nafai—, y no tenemos que abandonar la expedición. Antes de que existieran los pulsadores, los seres humanos podían cazar. Hay otras armas.

—¿Qué? ¿Piensas estrangular a los animales? —preguntó Mebbekew—. ¿O usar ese alambre de Gaballufix, para cortarles la cabeza?

Nafai procuró dominar su furia ante la provocación de Mebbekew.

—No. Un arco. Flechas. El Alma Suprema sabe cómo fabricarlos.

—Pues que las fabrique —dijo Obring—. Eso no significa que nosotros sepamos usarlos.

—Por una vez Obring tiene razón —dijo Elemak—. Se necesitan años de adiestramiento para ser buen arquero. ¿Por qué crees que traje pulsadores? Los arcos son mejores, tienen más alcance, no se quedan sin energía, y dañan menos la carne. Pero yo no sé usarlos, y mucho menos fabricarlos.

—Tampoco yo —dijo Nafai—. Pero el Alma Suprema puede enseñarme.

—En un mes, tal vez —dijo Elemak—. Pero no tenemos un mes.

—En un día —dijo Nafai—. Dadme tiempo hasta mañana al caer el sol. Si no he traído carne, entonces aceptaré lo que dicen Vas y Meb. Deberemos ir a Dorova, al menos por un tiempo.

—Si vamos a Dorova, será el final de esta tonta expedición —dijo Meb—. Nunca volveré a montar un camello por nada del mundo, salvo para regresar a casa.

Varios dieron su acuerdo.

—Dadme un día y os daré la razón —dijo Nafai—. Aún nos quedan provisiones, y este sitio es bueno para esperar. Un día.

—Una pérdida de tiempo —dijo Elemak—. Es imposible que lo consigas.

—¿Entonces qué mal te hará dejar que te lo demuestre? Pero yo digo que puedo, con la ayuda del Alma Suprema. El conocimiento está en su memoria. Y aquí es fácil encontrar animales.

—Yo te acompañaré para rastrearlos —dijo Vas.

—¡No! —dijo Euet. Nafai la miró sorprendido, pues hasta ahora ella no había dicho nada—. Nafai debe hacer esto solo. Él y el Alma Suprema. Así ha de ser. —Y miró a Nafai con fijeza e intensidad.

Luet sabe algo, pensó Nafai. Entonces recordó los pensamientos que lo habían acuciado en la montaña esa mañana, la idea de que Vas intentaba matarle. De que Vas había causado su caída. ¿El Alma Suprema le habría hablado claramente a Luet? ¿Mis temores se justificaban? ¿Por eso ella desea que vaya solo?

—Pues partirás por la mañana —dijo Volemak.

—No —dijo Nafai—. Hoy. Espero fabricar un arco hoy, así podré dedicar el día de mañana a la cacería. A fin de cuentas, los primeros blancos pueden escapárseme.

—Qué tontería —dijo Meb—. ¿Quién se cree Nafai que es, uno de los Héroes de Pyiretsiss?

—¡Soy alguien que no consentirá el fracaso de esta expedición! —gritó Nafai—. Eso es todo. Y si no permito que un pulsador roto nos detenga, puedes apostar todos los mocos de tu nariz a que no permitiré que tú te interpongas.

Meb lo miró y se echó a reír.

—Apuesta aceptada, Nyef, mi tierno hermanito. Todos los mocos de mi nariz dicen que fallarás.

—Hecho.

—Sólo que no has precisado qué me darás a mí cuando fracases.

—No importa —dijo Nafai—. No fracasaré.

—Pero si fracasas… serás mi sirviente personal. Las palabras de Meb fueron recibidas con sorna por muchos de los presentes.

—Mocos contra servidumbre —dijo despectivamente Eiadh—. Es justo lo que esperaba de ti, Meb.

—El no tiene por qué aceptar la apuesta —dijo Meb.

—Fija un límite de tiempo —dijo Nafai—. Digamos un mes.

—Un año. Un año en el cual harás todo lo que yo te ordene.

—Esto es repugnante —intervino Volemak—. Lo prohíbo.

—Tú ya has aceptado, Nafai —dijo Mebbekew—, si ahora te echas atrás, quedarás ante todos como una persona sin palabra.

—Cuando arroje la carne a tus pies, Meb, tú decidirás lo que soy, y por cierto no será una persona sin palabra.

Y así se convino. Aguardarían el regreso de Nafai hasta el ocaso del día siguiente.

Nafai fue hasta la tienda de la cocina y cogió lo que necesitaba: galleta, melón seco, charqui. Luego se dirigió hacia el manantial para llenar su cantimplora. Con el cuchillo al costado, no necesitaría más.

Luet fue a verle mientras él recogía el agua, sumergiendo la cantimplora para llenarla.

—¿Dónde está Chveya? —preguntó Nafai.

—Con Shuya. Quería hablar contigo. En cambio tuvimos esa… reunión.

—Yo también necesitaba hablar contigo. Pero las cosas se han salido de madre, y ahora no hay tiempo.

—Espero que haya tiempo para que te lleves esto —dijo Luet.

En la mano tenía un rollo de cáñamo.

—He oído decir que los arcos no funcionan sin cuerda —dijo Luet—. Y el Alma Suprema dijo que ésta es la mejor.

—¿Se lo preguntaste?

—El Alma Suprema pensó que te irías precipitadamente sin ella, y que luego lo lamentarías.

—Lo habría lamentado, sí. —Nafai se guardó la cuerda en el morral, besó a Luet—. Siempre cuidas de mí.

—Cuando puedo. Nafai, mientras estabas ausente, el Alma Suprema me habló. Son suma claridad.

—¿Sí?

—¿Vas estaba cerca de ti cuando te caíste?

—Sí.

—¿Tan cerca que pudo haber sido el culpable? ¿Empujándote el pie, por ejemplo?

Nafai recordó ese terrible momento en la ladera rocosa, cuando su pie derecho resbaló. Había resbalado hacia dentro, hacia el pie izquierdo. Si sólo hubiera sido la falta de fricción, ¿el pie no habría patinado hacia abajo?

—Sí —dijo Nafai—. El Alma Suprema trató de advertirme, pero…

—Pero creíste que era tu propio temor y no escuchaste.

Nafai asintió. Luet sabía cómo era la voz del Alma Suprema. Se parecía a los propios pensamientos, los propios miedos.

—Hombres —dijo Luet—. Siempre con miedo de tener miedo. ¿No sabes que el miedo es la herramienta fundamental que usa la evolución para mantener una especie con vida? Y sin embargo lo ignoras como si quisieras morir.

—Sí, bien, no puedo evitar los efectos de la testosterona. Disfrutarías mucho menos de tu matrimonio si yo careciera de ella.

Luet sonrió, pero la sonrisa fue muy breve.

—El Alma Suprema me ha dicho algo más. Vas planea…

Pero en ese momento se acercaron Obring y Kokor.

—¿Lo estás pensando dos veces, hermanito? —preguntó Kokor.

—Siempre pienso las cosas —dijo Nafai—. Algo de lo cual tú eres incapaz.

—Sólo quería desearte suerte —dijo Kokor—. Ojalá traigas más de esas raquíticas liebres para comer. Porque de lo contrario tendremos que ir a una ciudad y comer auténtica comida, y eso sería espantoso, ¿no crees?

—Detecto cierta sorna en tus palabras —dijo Nafai.

—Si creyera que tienes la menor probabilidad de sobrevivir —dijo Obring—, te quebraría el brazo.

—Si un hombre como tú pudiera quebrarme el brazo —dijo Nafai—, entonces no tendría la menor probabilidad de sobrevivir.

—Por favor —dijo Luet—, ¿no tenemos suficientes problemas?

—Nuestra dulce pacificadora —dijo Kokor—. No tienes una gran figura, pero quizás envejezcas grácilmente.

Nafai no pudo contenerse. Los insultos de Kokor eran tan pueriles que le respondió con una carcajada.

Kokor hizo una mueca.

—Ríe cuanto quieras. Pero yo puedo recobrar mi fortuna con el canto, y Madre todavía tiene una propiedad en Basílica que yo puedo heredar. ¿Qué tiene tu padre para ti? ¿Y qué clase de hogar establecerá tu pequeña esposa huérfana en Basílica?

Luet enfrentó a Kokor. Nafai notó por primera vez que eran de la misma talla, lo cual significaba que Luet había crecido durante el último año. Es sólo una niña, pensó.

—Koya —dijo Luet—, olvidas con quién hablas. Creerás que Nafai es sólo tu hermano menor. En el futuro, sin embargo, espero que recuerdes que es el esposo de la vidente.

Kokor replicó con altanería.

—¿Y eso qué importa aquí?

—No importa nada… aquí. Pero si regresáramos a Basílica, querida Koya, no sé hasta dónde llegaría tu carrera si se supiera que eres enemiga de la vidente de las aguas.

Kokor palideció.

—No te atreverías.

—No —dijo Luet—. No me atrevería, pues nunca usé mi influencia de esa manera. Además no regresaremos a Basílica.

Nafai nunca había visto a Luet tan imperiosa. A fin de cuentas, era un basilicano que sentía reverencia por el título de vidente; era fácil olvidar que la mujer con quien compartía el lecho todas las noches era la misma cuyos sueños, cuyas palabras, se susurraban de casa en casa en Basílica. Una vez ella había ido a verle con gran riesgo, abandonando la ciudad en medio de la noche para despertarlo y advertirle que su padre corría peligro, y esa noche ella no dio indicios de conocer su elevado papel en la ciudad. Y una vez, cuando Nafai era perseguido por los hombres de Gaballufix, ella lo había llevado a las aguas del Lago de las Mujeres, donde ningún hombre podía entrar y salir con vida. Ni siquiera entonces, cuando se enfrentaba a quienes eran capaces de matarlo, había adoptado ese tono, sino que había hablado con serenidad.

Nafai comprendió. Luet no adoptaba ese aire de altiva majestad porque ella fuera así, sino porque así habría actuado Kokor, si hubiera tenido tan sólo una pizca de poder. Luet le hablaba a la hermanastra de Nafai en un idioma que ella entendía. Y el mensaje fue recibido. Kokor cogió la manga de Obring y ambos se marcharon.

—Eres muy buena para eso —dijo Nafai—. No veo el momento de que uses esa voz con Chveya, la primera vez que intente extralimitarse.

—Me propongo criar a Chveya de tal modo que sea una mujer con quien nunca sea necesario usar esa voz.

—Ni siquiera sabía que tenías esa voz. Luet sonrió.

—Yo tampoco. Lo besó de nuevo.

—Me decías algo sobre Vas.

—Algo que Hushidh vio pero no comprendió. El Alma Suprema me lo ha explicado. Vas no ha olvidado que Sevet lo traicionó con Obring y lo humilló públicamente.

—¿No?

—El Alma Suprema dice que piensa asesinarlos. Nafai resopló con desdén.

—¿Vas? Es la viva imagen de la calma. Madre dice que nunca había visto a nadie que se tomara tan bien una mala situación.

—Supongo que él está postergando su venganza —dijo Luet—. Tenemos suficientes pruebas para sugerir que Vas no es tan calmo ni servicial como parece.

—No, parece que no. Meb y Dol, Obring y Kokor, gimen y berrean y desean regresar a la ciudad. Pero Vas no dice nada, parece resignarse, y luego se empeña en destruir los pulsadores para obligarnos a regresar.

—Debes admitir que es listo.

—Y si de paso me liquida, bien, así son las cosas. Eso me hace pensar… si Gaballufix hubiera sido tan sutil como Vas, ahora sería rey de Basílica.

—No, Nafai. Estaría muerto.

—¿Por qué?

—Porque el Alma Suprema te habría pedido que lo mataras para obtener el índice. Nafai la miró sin comprender.

—¿Tú me echas eso en cara? Ella sacudió la cabeza.

—Te lo recuerdo para que no olvides tu propia fortaleza. Eres más implacable y más listo que Vas, cuando sabes que sirves al plan del Alma Suprema. Ahora márchate, Nafai. Te quedan algunas horas de luz diurna. Triunfarás.

Con la caricia de Luet aún vivida en la memoria de su piel, con su voz en el oído, con sus elogios en el corazón, Nafai se sentía como uno de los Héroes de Pyiretsiss. Sobre todo como Velikodushnu, quien devoró el corazón viviente del dios Zaveest, para que la gente de Pyiretsiss pudiera vivir en paz en vez de conspirar continuamente y abatir a quienes triunfaban. En la versión que había leído Nafai, la ilustración mostraba a Velikodushnu con la cabeza hundida en el pecho abierto del dios, mientras Zaveest desgarraba la espalda del héroe con sus largas uñas. Era una de las imágenes más poderosas de su infancia, esa figura de un hombre que desdeñaba un dolor abrasador con tal de destruir el mal que destruía a su gente.

Eso era un verdadero héroe para Nafai, eso era un buen hombre, y si lograba ver a Gaballufix como un Zaveest, entonces era bueno y justo haberle dado muerte.

Pero esa idea le ayudó sólo por un instante. Luego el horror de haber matado al ebrio e indefenso Gaballufix en la calle lo embargó una vez más. Y comprendió que ese recuerdo, esa culpa, esa vergüenza, ese horror, era su propia versión de Zaveest desgarrándole la espalda mientras él devoraba el corazón del más perverso de los dioses.

No importaba. Debía dejar ese recuerdo en su sitio, en la memoria, no en la superficie de su conciencia. Soy el hombre que mató a Gaballufix, sí, pero también soy el hombre que deba fabricar un arco, matar un animal y llevarlo a casa al anochecer, pues de lo contrario el Alma Suprema tendrá que comenzar de nuevo.


Obring entró en la tienda de Vas y Sevet. Era la primera vez que estaba a solas con Sevet desde que Kokor los había pillado a ambos retozando en Basílica. No estaba a solas, en realidad, pues estaba Vas. Pero en cierto modo, el hecho de que él hubiera aprobado esta reunión tal vez significara que esa larga tensión había terminado.

—Gracias por pasar —dijo Vas.

El tono de Vas era tan irónico que Obring comprendió que debía haber hecho algo malo, y que Vas se lo estaba reprochando. Oh, tal vez había tardado demasiado en llegar allí.

—Dijiste que viniera sin Kokor, y si no te gusta me voy. Ella siempre pregunta adonde voy, lo sabes. Y luego vigila para cerciorarse de que voy allí.

Al ver la mueca de Sevet, Obring supo que disfrutaba al verlo tan sometido a Kokor. Aunque si alguien podía comprender su mal trance, era Sevet. ¿Acaso ella no estaba siempre sometida a la custodia implacable de Vas ? O tal vez no. Vas no era vengativo como Kokor. Vas ni siquiera se había enfadado esa noche, hacía más de un año. Así que tal vez Sevet no sufría tanto como Obring.

Mirando a Sevet, sin embargo, Obring no entendía cómo la había deseado tanto. Su cuerpo se había deteriorado desde los viejos tiempos. En parte era la maternidad (el vientre grueso, los pechos excesivamente abultados) pero además había cierta tosquedad en el rostro, una sombra en torno de los ojos. No era una mujer bella. Pero a fin de cuentas, Obring no se había enamorado de su cuerpo. Era por su fama, siendo una de las principales cantantes de Basílica, y también (admítelo, Obring, viejo amigo) porque era hermana de Koya. Obring había querido demostrarle a su bonita, seductora y despectiva esposa que podía conseguirse una mujer mejor. No había podido demostrarlo, por cierto, pues Sevet dormía con él por las mismas razones. Si él no hubiera sido el esposo de Kokor, Sevet ni siquiera se habría dignado desperdiciar saliva para escupirle. Ambos querían lastimar a Kokor, y lo habían logrado, y lo pagaban desde entonces.

Pero aquí estaban, juntos a invitación de Vas, y parecía que las perspectivas mejoraban, que Obring podría participar en algo dentro de ese detestable grupo tan dominado por los hijos de Volemak y Rasa.

—Creo que es hora de poner fin a esta estúpida expedición, ¿no crees? —dijo Vas.

Obring rió amargamente.

—Ya se intentó antes, y Nafai recurrió a sus trucos de magia.

—Algunos sólo hemos aguardado el momento oportuno —dijo Vas—. Pero ésta es nuestra última oportunidad, en cierto modo. Dorova está a la vista. No necesitamos que Elemak nos guíe hasta allá. Ayer encontré un sendero para bajar de la montaña. No es fácil, pero podemos lograrlo.

—¿Podemos? ¿Quiénes?

—Tú, Sevet y yo.

Obring miró a la chiquilla, Vasnya, que estaba dormida.

—¿Llevando una niña? ¿En medio de la noche?

—Hay luna y conozco el camino —dijo Vas—. Y no llevaremos la niña.

—No llevaremos…

—No te hagas el tonto conmigo, Obring. Piensa un poco. Nuestro propósito no es apañarnos del grupo, sino conseguir que todos desistan de la expedición. No hacemos esto por nosotros, sino por ellos, para salvarlos de su propia imbecilidad… de los planes absurdos del Alma Suprema. Iremos a Dorova para que nos sigan. No podríamos llevar a las niñas, porque nos retrasarían y el viaje podría dañarlas. Así que las dejaremos aquí. Luego tendrán que traer a Vasnya para Sevet y para mí, y a ti tendrán que llevarte a Kokor y Krassya. Sólo que ellos cogerán el camino más largo, así que las niñas estarán a salvo.

—Eso tiene… bastante sentido —dijo Obring.

—Qué amable de tu parte —dijo Vas.

—Entonces, si Nafai regresa sin carne, ¿te marchas esa misma noche?

—¿Eres tan tonto como para creer realmente que respetarán su acuerdo? —preguntó Vas—. No, encontrarán otra excusa para continuar… arriesgando a nuestros hijos, alejándonos cada vez más de toda esperanza de una vida decente. No, Briya, amigo mío, no esperamos nada. Actuaremos antes que Nafai y el Alma Suprema tengan la oportunidad de jugarnos otra mala pasada.

—¿Cuándo partimos? ¿Después de la cena?

—Lo notarían, nos seguirían y nos detendrían de inmediato —dijo Vas—. Esta noche, pues, pediré la penúltima guardia, y tú pedirás la última. Al rato de montar guardia, despertaré a Sevet y rasparé tu tienda. Kokor creerá que te levantas para la guardia y seguirá durmiendo. Esta noche hay buena luna… habremos avanzado varias horas antes que los demás se despierten.

Obring asintió.

—Parece atinado. —Miró a Sevet, cuya expresión era tan impenetrable como siempre. Él quería resquebrajar un poco esa máscara, así que añadió—: ¿Pero no te dolerán los pechos si abandonas al bebé cuando estás amamantando?

—Hushidh produce leche para cuatro bebés —dijo Sevet—. Ella nació para eso.

Sus palabras no eran tiernas, pero al menos había hablado.

—Contad conmigo —dijo Obring. Entonces recapacitó. Una duda sobre los motivos de Vas.

—¿Por qué yo?

—Porque no eres uno de ellos —dijo Vas—. No te interesa el Alma Suprema, odias esta vida, y no sientes una estúpida lealtad familiar. ¿A quién más podría acudir? Si Sevet y yo lo hiciéramos solos, decidirían quedarse con nuestra hija y seguir adelante. Necesitábamos a alguien más, escindir otra familia, ¿y quién más había aparte de ti? Las únicas personas aisladas son Zdorab y Shedemei, que no tienen hijos y no nos sirven para nada, y Hushidh y Luet, que están más embobadas que nadie con el Alma Suprema. Claro, está Dol, pero está tan prendada de Mebbekew, vete a saber por qué. Además es tan cobarde y perezosa que no querría venir y no la aceptaríamos aunque quisiera. Sólo quedas tú, Obring, y créeme, te lo pido sólo porque me repugnas un poco menos que Dolya.

Bien, ese motivo resultaba perfectamente creíble.

—Contad conmigo, entonces —dijo Obring.


Shedemei esperó hasta ver que Zdorab se dirigía a la tienda de Volemak. Le pediría el índice, por cierto. Dado que esos días no se permitía cocinar, tenía más tiempo libre para estudiar.

Se excusó ante el grupo que lavaba la ropa, pidiendo a Hushidh que recogiera sus prendas y las de Zdorab cuando estuvieran secas. Cuando Zdorab entró en la tienda, con el índice bajo el brazo, Shedemei lo estaba esperando.

—¿Quieres estar sola? —preguntó Zdorab.

—Quiero hablar contigo —dijo Shedemei.

Zdorab se sentó, puso el índice a un costado para que ella no creyera que se impacientaba por usarlo, aunque por cierto ella sabía que estaba impaciente.

—Dorova es nuestra última oportunidad —dijo Shedemei—. De regresar a la civilización.

Zdorab asintió con la cabeza. No dando su acuerdo, sino dando a entender que comprendía.

—Zodya, este lugar no es para nosotros —dijo Shedemei—. No somos parte de esto. Es una vida de incesante servidumbre para ti, una vida donde todo mi trabajo se desperdicia. Lo hemos soportado por un año, y hemos servido bien. El motivo por el cual hiciste tu juramento a Nafai fue para no dar la alarma en Basílica, pues los soldados lo habrían aprehendido si regresabas a la ciudad. Eso no puede pasar ahora, ¿verdad?

—No me quedo aquí por mi juramento, Shedya.

—Lo sé —dijo Shedemei, sin poder contener las lágrimas.

—¿Crees que no veo cuánto sufres? Creíamos que un matrimonio de apariencia sería suficiente para ti, pero no lo es. Tú quieres integrarte, y no puedes conseguirlo mientras no tengas un hijo.

Le enfureció que él la analizara de ese modo. Era evidente que la había observado para averiguar cuál era su «problema», y se equivocaba. O al menos se equivocaba a medias.

—No se trata de integrarme —rezongó—. Se trata de vivir. Aquí no soy nadie… no soy científica, no soy madre, ni siquiera soy un buen sirviente como tú. No puedo sondear las honduras del índice porque su voz no me resulta tan clara. Me encuentro repitiendo tus palabras cuando hablo con los demás, porque nadie comprende las cosas que yo sé… y cuando veo a las mujeres con sus hijos quiero tener uno, me desvivo por tenerlo, no para imitarlas sino porque deseo formar parte de la red de la vida, quiero transmitir mis genes, ver cómo crece un niño cuyo rostro se me parece. ¿No entiendes? No tengo taras reproductivas como tú, estoy aislada de mi identidad biológica porque estoy atrapada con este grupo, y si no me alejo moriré y no serviré para nada en este mundo.

Un denso silencio reinó en la tienda cuando ella concluyó este ferviente discurso. ¿En qué piensa Zdorab? ¿Qué piensa de mí? Lo he lastimado, lo sé, le he dicho que detesto estar casada con él, lo cual es cierto, porque él es un verdadero amigo. En toda mi vida es el único a quien he podido abrirle mi corazón.

—No debía haber hablado —susurró—. Pero vi las luces de la ciudad, y pensé… ambos podríamos regresar a un mundo que nos valore.

—Ese mundo no me valoraba más que éste —dijo Zdorab—. Y te olvidas de una cosa… no puedo abandonar el índice.

¿Acaso Zdorab no comprendía su propuesta?

—Llévalo —dijo Shedemei—. Podemos llevar el índice y rodear la bahía. No tendremos niños que nos retrasen. No pueden alcanzarnos. Con el índice podrás vender conocimientos, al igual que yo. Podremos ganar dinero en Dorova para regresar al ancho mundo del norte antes que esta caravana pueda volver al norte para aprehendernos. Ellos no necesitan el índice… ¿no ves que Luet, Nafai, Volemak y Hushidh hablan con el Alma Suprema sin la ayuda del índice?

—No lo necesitan, así que no somos ladrones si nos lo llevamos —dijo Zdorab.

—Sí, claro que somos ladrones. Pero los ladrones que roban a quienes no necesitan lo que les roban pueden convivir con su delito mejor que los ladrones que roban el pan de la boca de los pobres.

—No sé si es la magnitud del delito lo que decide si el delincuente puede convivir con ello —dijo Zdorab—. Creo que es la bondad natural de la persona que comete el delito. Los asesinos a menudo conviven con el homicidio más cómodamente que un hombre honesto con una pequeña mentira.

—Y tú eres tan honesto…

—Sí, lo soy —dijo Zdorab—. Y también tú.

—Ambos vivimos una mentira cada día que pasamos aquí —dijo Shedemei. Era terrible decirlo, pero estaba tan desesperada por lograr un cambio, cualquier cambio, que le arrojaba todo lo que tenía a mano.

—¿De veras? ¿Es una gran mentira? —Zdorab parecía menos ofendido que pensativo. Meditabundo—. El otro día Hushidh me comentó que tú y yo tenemos uno de los vínculos más fuertes de esta caravana. Hablamos acerca de todo. Sentimos un inmenso respeto mutuo. Nos amamos… eso dijo ella, y yo la creo. Es verdad, ¿o no?

—Sí —suspiró Shedemei.

—¿Entonces cuál es la mentira? La mentira consiste en que yo no soy tu pareja en la reproducción. Eso es todo. Y si esa mentira se convirtiera en verdad, y llevaras un hijo en el vientre, te sentirías entera, ¿verdad? La mentira ya no desgarraría tu corazón, porque entonces serías lo que ahora sólo pareces, una esposa, y podrías formar parte de esa red de la vida.

Ella le estudió el rostro, esperando ironía, pero no encontró ninguna.

—¿Puedes?

—No sé. Nunca tuve tanto interés como para intentarlo, y aun así no habría tenido una compañera deseosa. Pero, si puedo encontrar pequeñas satisfacciones con mi propia imaginación, a solas, ¿por qué no podría… entregar un obsequio de amor a mi más querida amiga? No porque yo lo desee, sino porque ella lo desea.

—Por piedad —dijo ella.

—Por amor. Más amor del que sienten estos hombres que cabalgan a sus esposas todas las noches con tanto apasionamiento como si se rascaran una picazón o vaciaran la vejiga.

Lo que él ofrecía —engendrar un hijo con ella— era algo que Shedemei nunca había considerado una posibilidad. ¿Acaso su condición no era su destino?

—¿Acaso el amor no muestra su rostro —continuó Zdorab— cuando satisface la necesidad del amado, y sólo por ese amado? ¿Cuál de esos esposos puede afirmar semejante cosa?

—¿Pero un cuerpo de mujer no resulta… repulsivo para vosotros?

—Para algunos, quizá. La mayoría sólo sentimos indiferencia. Lo mismo que los hombres comunes sienten por otros hombres. Pero puedo decirte qué hacer para despertar mi deseo. Tal vez pueda imaginar a otros amantes del pasado, si me perdonas esa… deslealtad… que me permitiría darte mi hijo.

—Pero, Zdorab, no quiero que tú me des un hijo —dijo Shedemei. No sabía cómo decirlo, pues la idea acababa de ocurrírsele, pero las palabras salieron con toda claridad—. Quiero que ambos tengamos un hijo.

—Sí, eso quise decir. Seré un padre para nuestro hijo. En eso no tendré que fingir. Mi mal, por así llamarlo, no es hereditario, en rigor. Si tengo un varón, no será necesariamente… como yo.

—Ah, Zodya, ¿no sabes que en muchos sentidos quiero que nuestros hijos sean exactamente como tú?

—¿Hijos? No trates de coger los peces antes de hacerte a la mar, querida Shedya. No sabemos si podremos lograrlo siquiera una vez, y menos las veces necesarias para concebir un hijo. Tal vez resulte tan desagradable que nunca más lo intentemos.

—¿Pero lo intentarás una vez?

—Lo intentaré hasta que lo logremos, o hasta que me pidas que desista. —Se inclinó hacia ella y le besó la mejilla—. En verdad, lo más difícil para mí puede ser esto: que en mi corazón te considero mi queridísima hermana. Acostarme contigo se parecerá al incesto.

—Oh, no te sientas así, el único problema que tendremos en ese sentido será cuando un hijo de Luet se enamore de una hija de Hushidh. ¡Primos cercanos por partida doble! Tú y yo no tenemos ninguna cercanía genética.

—Y sin embargo estamos muy cerca en otros sentidos. Ayúdame a hacer esto por ti. Si podemos lograrlo, nos traerá mucha alegría. En cambio, huir, escapar de nuestros amigos, separarnos, a despecho del Alma Suprema… ¿qué alegría podría traernos? Ésta es la mejor manera, Shedya. Quédate conmigo.


Nafai encontró el bosque fácilmente. El Alma Suprema tenía una idea bastante precisa de la vegetación que crecía en la zona, y sabía qué bosques escogían los fabricantes de arcos de diversas ciudades y culturas. Lo que el Alma Suprema no podía era darle habilidad manual. Nafai no era excesivamente torpe, pero nunca había trabajado con madera, ni con cuchillos, salvo para destripar y desollar sus presas. Ya había estropeado dos arcos, y ahora anochecía y ni siquiera había empezado a fabricar flechas.

No puedes adquirir en una hora la destreza que otros adquieren en toda una vida.

¿Le hablaba el Alma Suprema, o era la voz de su desesperación?

Nafai se sentó en una roca chata, alicaído. Tenía su tercer trozo de madera sobre las rodillas, el cuchillo en la mano, recién afilado. Pero sabía tan poco como antes sobre esta tarea. Sólo tenía un catálogo de las maneras en que los cuchillos podían resbalar y estropear la madera, o en que la madera podía quebrarse precisamente donde no debía. Nunca se había sentido tan frustrado desde que el Alma Suprema le había puesto en la mente el sueño de Padre y casi enloqueció.

Al recordar ese momento, tiritó. Pero luego, pensando en ello, comprendió que también podía ser un modo de…

—Alma Suprema —susurró—, en este mundo hay maestros en la fabricación de arcos. En este preciso instante, hay un artesano que talla un trozo de madera para darle la forma apropiada.

(Ninguno con herramientas tan primitivas como las tuyas), dijo el Alma Suprema.

—Entonces encuentra uno e incúlcale la idea de tallar con un cuchillo sencillo. Luego ponme en la mente sus pensamientos y movimientos. Déjame sentir la sensación.

(Enloquecerás.)

—Encuentra un fabricante de arcos en tu memoria, alguien que siempre haya trabajado así… tiene que existir alguno, en cuarenta millones de años, alguno que amara el contacto de su cuchillo, que pudiera tallar un arco sin pensar.

(Ah, sin pensar. Puro hábito, puro reflejo.)

—Padre se concentraba muchísimo en todo durante ese sueño… por eso yo no soportaba tener sus recuerdos en la mente. Pero un fabricante de arcos cuyas manos trabajen sin pensar… dame esa destreza. Permíteme saber qué se siente, así podré adquirir esos reflejos.

(Nunca hice semejante cosa. No me diseñaron para esto. Podría volverte loco.)

—También podrías hacerme fabricar un arco. Y si fracaso en esto, la expedición ha terminado.

(Lo intentaré. Pero dame tiempo. Se necesita tiempo para descubrir un hombre, en todos los años de vida humana en Armonía, que haya trabajado de esa manera, sin pensar en nada…)

Nafai aguardó. Un minuto, dos. Luego tuvo una extraña sensación. Un cosquilleo, no en los brazos, sino en su imagen mental de los brazos. Una necesidad de mover los músculos, de trabajar. Está sucediendo, pensó Nafai. La memoria de los músculos, la memoria de los nervios… debo aprender a recibirla, dejar que mi cuerpo se deje guiar por las manos y los dedos, las muñecas y los brazos de otro.

Movió el cuchillo hasta sentirlo cómodo en la mano. Y luego lo deslizó por la superficie de la madera, sin dejar que la mordiera, sintiendo tan sólo la lisura de la rama. Y al fin reconoció el momento en que la madera invitaba a la hoja a penetrar en su superficie, a pelar la delgada corteza. El cuchillo se desplazaba como un pez hendiendo el mar, sintiendo la resistencia de la madera, aprendiendo de ella, encontrando los lugares duros, los lugares blandos, trabajando en ellos, con menos fuerza donde el exceso de presión partiría la madera, con más energía donde la madera exigía disciplina.

Había caído el sol. La luna despuntaba cuando Nafai terminó, pero el arco era liso y bello.

Madera verde, para que no conserve mucho tiempo su elasticidad.

¿Cómo supe eso?, pensó Nafai, y se rió de sí mismo. ¿Cómo había aprendido todo eso?

Podemos escoger las ramas que necesitamos y fabricar arcos de madera verde al principio, pero también guardar otras, dejarlas estacionar, para que los arcos que fabriquemos después sean duraderos. Hay muchas arboledas que nos servirán en nuestro camino hacia el sur. Ni siquiera tendremos que esperar aquí para coger ramas para los arcos.

Cuidadosamente sujetó y anudó un extremo del cáñamo que le había dado Luet, y lo ciñó en torno de la muesca que había tallado en un extremo del arco. Llevó el cáñamo hasta el otro extremo, lo enroscó en torno de la otra muesca, lo ciñó. Lo tensó para que la cuerda estuviera tirante, de modo que al disparar una flecha no se aflojara, sino que recobrara su rectitud, para que la flecha volara en línea recta. Tenía la sensación de haberlo hecho mil veces, y sujetó la cuerda fácil y hábilmente, cortó la parte sobrante y la anudó.

—Si pienso en ello —le dijo al Alma Suprema—, no puedo hacerlo.

(Porque es reflejo), respondió el Alma Suprema. (Es más profundo que el pensamiento.)

—¿Pero lo recordaré? ¿Podré enseñarlo a los demás?

(Recordarás una parte. Cometerás errores, pero recordarás, porque ahora también está alojado en las honduras de tu mente. Tal vez no sepas explicar bien lo que haces, pero ellos podrán aprender observándote.)

El arco estaba preparado. Desató la cuerda y se puso a trabajar en las flechas. El Alma Suprema lo había conducido a un lugar donde anidaban muchos pájaros, y allí no faltaban plumas. Y fabricó las cortas y rectas astas con los toscos juncos que crecían a orillas de una laguna, duros como madera. Y las puntas de flecha con la obsidiana que arrancó de la ladera de una colina. Juntó todos los materiales, sin saber cómo trabajar con ellos, pero ahora el conocimiento brotaba de sus dedos sin llegar a su mente consciente. Al alba tendría sus flechas, su arco, tal vez a tiempo para obtener algunas horas de sueño. Después amanecería, y afrontaría la verdadera prueba: rastrear y seguir a su presa, matarla y llevarla a casa.

¿Y entonces qué? Seré el héroe que regresa triunfal al campamento, con sangre en las manos y en la ropa, seré el que llevó carne cuando nadie más podía hacerlo. Seré el que permitió que continuara la expedición. Seré Vehkodushmi, seré el salvador de mi familia y mis amigos, todos sabrán que cuando mi padre se amedrentó yo encontré un modo de continuar, de modo que cuando naveguemos entre las estrellas y nuevamente hollemos el suelo de la Tierra, habrá sido mi triunfo, porque yo fabriqué este arco, estas flechas, y llevé comida a las mujeres.

En medio de este triunfo imaginario, otro pensamiento: Seré uno de los responsables si algo anda mal. Seré culpado por cada infortunio del viaje. Será mi expedición, y aun Padre acudirá a mí en busca de consejo. En ese día Padre quedará irremediablemente debilitado. ¿Quién mandará entonces? Hasta ahora, la respuesta habría sido clara: Elemak. ¿Quién podía rivalizar con él? ¿Quién podía seguir a otro, salvo el puñado dispuesto a obedecer al Alma Suprema? Pero ahora, si regreso como héroe, estaré en posición de rivalizar con Elemak. No en posición de dominarlo, empero. Sólo de rivalizar con él. Sólo tendré fuerza suficiente para dividir al grupo. Habrá rencores, gane quien gane; podría haber derramamiento de sangre. Eso no debe suceder, si la expedición ha de tener éxito.

No puedo regresar como un héroe. Debo hallar un modo de llevar la carne que necesitamos para vivir, para alimentar a los niños, sin afectar el liderazgo de Padre.

Mientras reflexionaba, sus dedos y manos continuaban su labor, hallando con pericia los juncos más rectos y tallándoles muescas para la cuerda del arco, abriéndoles diestras espirales para las flechas, y entreabriendo la otra punta para colocar las diminutas puntas de obsidiana.


Zdorab yacía junto a Shedemei, sudoroso y exhausto. El mero agotamiento físico casi lo había disuadido. ¿Cómo algo que les traería tan poco placer podía ser tan importante para ella, e incluso para él? Sin embargo lo habían logrado, a pesar del desinterés inicial de su cuerpo. Recordó algo que le había dicho un antiguo amante: que en definitiva, un hombre podía copular con cualquier criatura que se quedara quieta el tiempo necesario y no mordiera demasiado. Quizá fuera así…

Esperaba, sin embargo, que cuando al fin se acostara con una mujer hubiera alguna parte de su cerebro, alguna glándula de su cuerpo, que despertara y dijera: Ah, así es como se hace.

Entonces los días de su aislamiento terminarían, y su cuerpo conocería su lugar adecuado en el plan de la naturaleza. Pero lo cierto era que la naturaleza no tenía ningún plan. Sólo una serie de accidentes. Una especie «funcionaba» si una cantidad suficiente de sus integrantes se reproducía con la frecuencia necesaria, así que no importaba si un porcentaje insignificante —mi porcentaje, pensó amargamente Zdorab— es irrelevante desde el punto de vista reproductivo. La naturaleza no era una fiesta de cumpleaños; no le importaba invitar a todos. El cuerpo de Zdorab sería re-ciclado en los engranajes de la vida, aunque sus genes no se hubieran reproducido.

Y aun así, aun así… Aunque su cuerpo no había hallado gran alegría en el de Shedemei (y el de ella se había extenuado en su esfuerzo por complacerlo a él), había alegría en otro nivel. Porque había entregado su don. La fricción y estimulación de los nervios habían triunfado al fin, activando el reflejo que depositaba un millón de seres humanos potenciales en la matriz que los mantendría con vida un par de días, en su carrera hacia la otra mitad, la gran madre, el Huevo Infinito. A ellos no les importaba si Zdorab había deseado a Shedemei o simplemente cumplido con un deber mientras fantaseaba desesperadamente sobre otro amante de un sexo sin voluntad reproductiva. La vida de esas criaturas se vivía en otro plano, un plano donde se hilaba esa gran red de la vida que Shedemei adoraba tanto.

Al fin quedé atrapado en esa red, por motivos que ningún gen podría planear; al nacer fui engrasado para escurrirme de esa red, pero igual quedé atrapado, elegí ser atrapado, y nadie puede decir que la mía no sea la mejor paternidad, pues actué por puro amor, y no por mero instinto. Más aún, actué contra mi instinto. Y eso tiene su mérito. Un héroe de la cópula, un alarde de virilidad que asombraría a los demás. Cualquiera puede guiar su bote hacia la costa con viento favorable; yo he llegado a la costa maniobrando entre vientos contrarios, remando contra la marea.

Que esas criaturillas lleguen al huevo. Shedemei dijo que era buena época para que surgiera la competencia por la supervivencia. Que uno de esos bastoncillos, fuerte y tenaz, alcance su microscópica meta, penetre esa pared celular y una el ácido helicoide desoxirribonucleico al de ella y engendre un bebé en nuestro primer intento, así no tendré que afrontar todo esto de nuevo. Pero si es preciso, lo haré por Shedemei.

Cogió la mano de Shedemei. Ella no despertó, pero su mano se cerró suavemente sobre la de Zdorab.


Luet no podía dormir. No podía dejar dé pensar en Nafai, ni de preocuparse. El Alma Suprema la tranquilizaba en vano: él lo está haciendo bien, todo saldrá bien. Hacía tiempo que había anochecido, que Chveya dormía después de alimentarse, cuando Luet se durmió.

Pero no fue un sueño tranquilo.

Soñó que Nafai resbalaba por bordes rocosos, trepaba por riscos abruptos, a veces empuñando un arco, a veces un pulsador, y en el sueño el risco era cada vez más abrupto, hasta que se combaba hacia atrás, y Nafai se aferraba como un insecto y al fin no aguantaba más y se caía…

Luet despertaba, comprendía que había sido un sueño, cambiaba de lugar la transpirada almohada y procuraba dormirse de nuevo.

Hasta que tuvo un sueño donde Nafai no moría, sino que se encontraba en una habitación reluciente de plata, cromo, platino, hielo. En el sueño él estaba tendido sobre un bloque de hielo y el calor de su cuerpo se disolvía, y Nafai se hundía hasta quedar totalmente dentro del hielo, que se cerraba sobre él y se endurecía. Se preguntó qué era ese sueño. Y luego: Si sé que es un sueño, ¿significa que estoy despierta? Y si estoy despierta, ¿por qué no cesa el sueño?

No cesó. En cambio Luet vio que Nafai, en vez de estar atrapado en el hielo, se hundía cada vez más. La espalda, las nalgas, los tobillos, las pantorrillas, los codos, los dedos y la nuca se curvaban en el fondo del bloque de hielo, y Luet se preguntó cómo se sostenía ese hielo en el aire. ¿Por qué no sostenía también a Nafai? Su cuerpo descendía cada vez más, y luego caía un metro hasta el suelo. Abría los ojos, como si hubiera estado dormido mientras atravesaba el hielo. Rodaba para salir de abajo del hielo, y se erguía bajo la luz. Su cuerpo ya no era como antes. La tez resplandecía bajo la luz, como si lo hubieran cubierto con una finísima pátina del mismo metal de que estaban hechas las paredes. Como un blindaje. Como una nueva piel. Chispeaba de tal modo… Luet comprendió que no reflejaba la luz, sino que la irradiaba. Extraía su poder de las carnes de Nafai, y cuando él pensaba en una parte de sí mismo, para mover una extremidad, o incluso con sólo mirarla, emitía un fulgor tenue.

Míralo, pensó Luet. Se ha convertido en un dios, no sólo un héroe. Resplandece como el Alma Suprema. Es el cuerpo del Alma Suprema.

Pero eso no tiene sentido. El Alma Suprema es un ordenador, y no necesita carne y hueso. Al contrario. Atrapada en un cuerpo humano perdería su vasta memoria, la capacidad de pensar con la velocidad de la luz.

No obstante, el cuerpo de Nafai chispeaba al moverse, y Luet supo que él vestía el cuerpo del Alma Suprema, aunque para ella no tuviera sentido.

En el sueño Nafai se le acercó y la abrazó, y cuando estuvieron unidos, Luet sintió que la chispeante armadura crecía para incluirla, de modo que ella también irradiaba luz. Su piel se sentía viva, como si cada nervio estuviera conectado a la delgada pátina de metal que la rodeaba como sudor. Y comprendió: Cada punto chispeante es un punto de contacto entre un nervio y esta capa de luz. Se apartó de Nafai, pero conservó la nueva piel, aunque ella no había atravesado el hielo que le daba ese lustre. Ésta es la piel que me cubre ahora, pensó; pero también pensó: Yo también visto el cuerpo del Alma Suprema, y estoy viva por primera vez.

¿Qué significa este sueño?

Pero como hacía la pregunta en un sueño, sólo obtuvo una respuesta onírica. Vio que el Nafai del sueño y la Luet del sueño hacían el amor con tal pasión que ella olvidó que era un sueño y se sumió en ese éxtasis. Y cuando terminaron de amarse, Luet vio que el vientre de su yo onírico crecía, y un bebé rutilante asomaba entre sus piernas y se deslizaba hacia los brazos de Nafai; también el bebé estaba cubierto con esa nueva piel, radiante de luz. Ah, el niño era bello, bellísimo.

(Despierta.)

Luet oyó una voz nítida y fuerte.

(Despierta.)

Se irguió, tratando de ver quién le hablaba, de reconocer la voz que se demoraba en su recuerdo.

(Levántate.)

No era una voz. Era el Alma Suprema. ¿Pero por qué el Alma Suprema interrumpía el sueño, cuando sin duda ella misma lo había enviado?

(Levántate en silencio, vidente, y camina en el claro de luna hasta el lugar donde Vas planea matar a su esposa y a su rival. Debes aguardarlos en el reborde que salvó la vida de Nafai.)

Pero yo no tengo fuerzas para detenerlo, si lleva la muerte en el corazón.

(Bastará con tu presencia. Pero debes ir allí, y de inmediato, pues ahora está de guardia y se cree que él y Sevet son los únicos que están despiertos… pronto llamará a Obring, y entonces será demasiado tarde, pues no llegarás a la montaña sin que te vean.)

La aturdida Luet salió de la tienda, medio dormida.

¿Por qué debo ir a la montaña?, preguntó confundida. ¿Por qué no decir a Obring y Sevet que Vas planeta hacerles daño?

(Porque, si te creen, Vas quedará invalidado como miembro de esta expedición. Y si no te creen, Vas será tu enemigo y nunca más estarás a salvo. Confía en mí. Hazlo a mi manera, y todos viviremos, todos viviremos.)

¿Seguro?

(Claro que sí.)

No tienes más capacidad que los demás para predecir el futuro. ¿Cómo puedes estar tan segura?

(Las probabilidades de éxito rondan el sesenta por ciento.)

Maravilloso. ¿Y qué hay del cuarenta por ciento restante?

(Eres una mujer muy inteligente. Improvisarás, lograrás que dé resultado.)

Ojalá tuviera tanta fe en ti como tú pareces tener en mí.

(No me tienes tanta fe porque no me conoces tanto como yo a ti.)

Tú puedes leer mis pensamientos, querida Alma Suprema, pero no puedes conocerme, porque no hay ninguna parte de ti que pueda sentir tal como yo siento, ni pensar tal como yo pienso.

(¿Te crees que no lo sé, humana jactanciosa? ¿Debes atacarme por ello? Baja la montaña. Con mucho sigilo. El sendero es visible a la luz de la luna, pero traicionero. Obring ya está despierto; has llegado a tiempo. Ahora permanece delante de ellos, a suficiente distancia como para que no te oigan ni te vean.)

Elemak había notado que Sevet y Obring sacaban más cantimploras de las provisiones. Supo de inmediato qué significaba: un plan para escapar a Dorova. Al mismo tiempo, no podía creer que esos personajes hubieran urdido un plan en conjunto. Nunca se hablaban, entre otras cosas, porque Kokor se cercioraba de que no tuvieran la oportunidad. No, alguien más debía estar liado, alguien más hábil en el engaño, de modo que Elemak no había notado su robo de otra cantimplora.

Poco antes del anochecer, Vas se había presentado como voluntario para la guardia más odiada, el penúltimo turno antes de la mañana. Obring ya había tomado la última. No se requería un genio para comprender que pensaban marcharse durante la guardia de Vas. Tontos. ¿Creían que podrían bajar la montaña y cruzar la árida playa que bordeaba la bahía con dos cantimploras de agua cada uno? No podrán lograrlo con los bebés.

No piensan llevarse los bebés.

La idea era tan aberrante que Elemak se resistía a creerla. Pero al fin tuvo que aceptarla. Su odio por Obring se redobló. Pero Vas… costaba creer que Vas hiciera semejante cosa. Ese hombre se desvivía por su hija. Incluso le había puesto su nombre. ¿Sería capaz de abandonarla tan cruelmente?

No. No, no piensa abandonarla. Obring abandonaría a su bebé, sí, Obring abandonaría a Kokor, llegado el caso… se quejaba continuamente de su matrimonio. Pero Vas no abandonaría a su hija. Tiene otro motivo. Y no se propone huir a la ciudad con Sevet y Obring. Al contrario. Se propone decirnos que Sevet y Obring huyeron a la ciudad cuando él se durmió en su guardia, y los siguió montaña abajo, con la esperanza de detenerlos, pero en cambio encontró los cadáveres, pues se habían caído de un risco…

¿Cómo sé todo esto? ¿Por qué me resulta tan claro? Elemak se hacía estas preguntas, pero no podía dudarlo.

Se anotó pues para la guardia intermedia, y al finalizar, tras despertar a Vas y regresar a su tienda, permaneció en vela, aunque se acostó con los ojos cerrados, respirando pesadamente como si durmiera, por si Vas iba a echarle un vistazo. Pero Vas no fue, y tampoco fue a la tienda de Obring. La guardia se prolongaba, y al fin Elemak, contra su voluntad, se durmió. Tal vez sólo un instante. Pero debía haberse dormido, porque se despertó sobresaltado, el corazón palpitando con alarma. Algo… un ruido. Se sentó en la oscuridad, escuchando. Oía la respiración de Edhya, y de Proya, pero nada más. Se levantó en silencio, salió de la tienda. Vas no estaba de guardia, ni nadie más. Fue a la tienda de Vas, No estaba, y tampoco Sevet… pero la niña Vasnaminanya todavía estaba allí. El corazón de Elemak se llenó de furia ante esa monstruosidad. Fuera cual fuese el plan de Vas —abandonar a su hija o matar a la madre—, era inconcebible.

Lo encontraré, pensó Elemak, y cuando lo encuentre pagará por esto. Sabía que había idiotas en este viaje, idiotas, mentecatos y pusilánimes, pero no sabía que hubiera alguien tan cruel. Nunca pensé que Vas fuera capaz de esto. Nunca conocí a Vas, por lo que parece. Y nunca le conoceré, pues apenas lo encuentre morirá.


Fue fácil guiarlos montaña abajo. Ambos confiaban plenamente en él. Era la recompensa por un año de fingir que no le importaba que lo hubieran traicionado. Si les hubiera mostrado la menor chispa de cólera, al margen de cierta frialdad hacia Obring, ese hombre no lo habría seguido como un marrano yendo al matadero. Pero Obring confiaba en él, y también Sevet, a su manera taciturna.

El sendero era accidentado, y más de una vez tuvo que ayudarles en pasajes escabrosos. Pero en el claro de luna podían ver el peligro, y cuando aparecían problemas él los ayudaba a cruzar. Cogiendo la mano de Sevet y guiándola en una cuesta, o entre dos rocas. Susurrando: «¿Ves la rama que debes aferrar, Obring?» Y Obring respondía afirmativamente, con una inclinación de la cabeza: Puedo verla, puedo aferraría, Vas, porque soy un hombre. Vaya broma. Vaya broma a costa de Obring, tan patéticamente orgulloso de estar incluido en este gran plan. Cómo lloraré cuando bajemos para recobrar los cuerpos. Cómo llorarán los demás por mí mientras abrazo a mi hijita, hablándole de su madre perdida, diciéndole que ahora es huérfana. Huérfana, pero con el nombre del padre. Y la criaré de tal modo que no quede en ella el menor rastro de esa madre traidora. Será una mujer de honor que nunca traicionará a un buen hombre que le habría perdonado todo, menos que entregara su cuerpo al esposo de su propia hermana, ese advenedizo despreciable y viscoso. Le dejaste vaciar en ti su tacita de hojalata, mi querida Sevet, y pagarás por ello.

—Aquí está el lugar donde Nafai y yo intentamos cruzar —susurró—. ¿Veis el cruce en esa roca que brilla a la luz de la luna?

Obring cabeceó.

—Pero el verdadero camino está en el reborde que le salvó la vida —dijo Vas—. Hay un lugar difícil, una caída de dos metros, pero luego es fácil desplazarse por la ladera del peñasco, y luego llegaremos a la parte fácil, la que desciende a la playa.

Dejaron atrás el lugar donde Vas había observado en silencio la lucha de Nafai. Cuando resultó evidente que Nafai lograría trepar a pesar de todo, había respondido a su llamada y había ido a ayudarle. Ahora les ayudaría a bajar al reborde. Sólo que no bajaría para acompañarlos. En cambio, patearía a Obring en la cabeza y lo empujaría al vacío. Entonces Sevet comprendería. Sevet sabría por qué la había llevado ahí. Y por fin le suplicaría perdón. Rogaría, gemiría, lloraría.

Y él respondería cogiendo la piedra más pesada que encontrara y se la arrojaría, obligándola a correr a lo largo del saliente. La guiaría hasta el lugar angosto, y seguiría arrojando piedras hasta que ella tropezara o perdiera el equilibrio. Sevet caería y gritaría, y él oiría el grito y lo guardaría para siempre en su corazón.

Luego bajaría por el verdadero sendero hasta el fondo, y encontraría sus cuerpos destrozados en el lugar donde había caído el pulsador. Si uno de ellos aún estaba con vida, nada le costaría desnucarlo. Nadie se sorprendería de descubrir que se habían desnucado al caer. Pero dudaba que sobrevivieran. Era una larga caída, y el pulsador se había hecho trizas. El idiota de Nafai también se habría hecho trizas si no se hubiera aferrado de ese invisible saliente. En fin, Nafai era sólo un fastidio. No le importaba mucho que él sobreviviera mientras los pulsadores estuvieran destruidos y tuvieran que regresar a la civilización. Y ahora, antes de regresar, contaba con la oportunidad de vengarse sin que sospecharan de él. «Deben haber oído que yo los seguía, porque iban con demasiada prisa, considerando que era de noche.

Y entonces vi que enfilaban hacia ese saliente. Sabía que era peligrosa, y los llamé, pero creo que no entendieron que yo trataba de advertirles. O tal vez no les importó. ¡Dios sabe cuánto la amaba! ¡La madre de mi hija!» Incluso derramaré una lágrima por ambos, y me creerán. ¿Qué remedio les queda? Todos saben que hace tiempo que perdoné y olvidé su adulterio.

No soy un hombre muy exigente. No espero que los demás sean perfectos. Soy tolerante y cumplo con mi parte. Pero cuando alguien me trata como un gusano, como si yo no existiera, como si yo no importara, entonces no olvido, no, jamás olvido, nunca perdono, simplemente espero el momento oportuno, y entonces entienden que sí importo, y que despreciarme fue el peor error que pudieron cometer. En eso pensará Sevet cuando las piedras la golpeen y no encuentre dónde ocultarse, salvo el vacío donde caerá: Si hubiera sido fiel, ahora viviría para criar a mi hija.

—Por aquí —dijo Vas—. Aquí está el lugar donde tenemos que descender al saliente inferior.

Sevet estaba asustada, y Obring adoptó una máscara de valentía pero mostraba su miedo tanto como si se hubiera orinado encima y se hubiera puesto a lloriquear. Algo que haría muy pronto.

—No hay problema —dijo.

—Sevet primera —dijo Vas.

—¿Por qué yo? —dijo ella.

—Porque entre los dos podremos ayudarte a bajar mejor —dijo Vas. Y sobre todo porque así podré patear a Obring en la cabeza en cuanto lo haya bajado a él, y tú ya estarás atrapada en la saliente, viendo todo pero sin poder hacer nada.

Todo saldría bien. Sevet se acuclilló en el borde, disponiéndose a girar para descender. Y entonces se oyó otra voz, una voz inesperada y terrible.

—El Alma Suprema te prohíbe que bajes, Sevet.

Todos se volvieron y la vieron. Resplandecía en el claro de luna, y su túnica blanca flameaba en el viento, que soplaba con más fuerza donde ella estaba.

¿Cómo lo supo?, se preguntó Vas. ¿Cómo supo que debía venir aquí? Creí que el Alma Suprema aceptaría esto… simple justicia. Si el Alma Suprema no quería que Obring y Sevet pagaran su traición, ¿por qué no lo había detenido antes? ¿Por qué ahora, cuando estaba tan cerca? No, no permitiría que lo detuvieran. Era demasiado tarde. Habría tres cadáveres al pie del peñasco, en vez de dos. Y en vez de regresar montaña arriba, cogería tres cantimploras de agua y se dirigiría hacia Dorova. Llegaría allá y se largaría de nuevo antes que llegara cualquier acusación. Y terminaría en Seggidugu o Potokgavan, donde negaría todo. No habría testigos, y ninguna de esas personas tendría influencia, de cualquier modo. Perdería a su hija, pero eso sería un justo castigo por la muerte de Luet. Todo quedaría en tablas. No tendría ninguna deuda de venganza con el universo, y el universo no tendría ninguna deuda de venganza con él. Todo quedaría equilibrado, saldado.

—Tú me conoces, Sevet —dijo Luet—. Te hablo como vidente. Si bajas de allí, nunca más verás a tu hija, y a los ojos del Alma Suprema no hay mayor crimen que el de una madre que abandona a su hija.

—¿Como hizo tu madre con Hushidh y contigo? —dijo Vas—. Ahórranos tus mentiras sobre los crímenes y el Alma Suprema. El Alma Suprema es un ordenador instalado por un antepasado lejano para vigilarnos, y nada más… tu propio esposo lo dice, ¿o no? Mi esposa no es supersticiosa y no te creerá.

No, no, no tendría que haber hablado tanto. Tendría que haber actuado. Tendría que haber dado tres pasos para empujar a esa niña frágil. Luet no podría resistirse. Una vez que la hubiera matado, los demás obedecerían más pronto y continuarían la marcha. Hacia la ciudad, creerían. Discutir con ella era estúpido. Vas estaba actuando estúpidamente.

—El Alma Suprema os escogió a los tres para formar parte de su expedición —dijo Luet—. Ahora os digo que si bajáis allí, ninguno de vosotros vivirá para ver la luz del día.

—¿Profecía? —dijo Vas—. No sabía que era uno de tus muchos dones. —Mátala ahora, gritó por dentro, pero su cuerpo no le obedecía.

—El Alma Suprema me ha dicho que Nafai ha fabricado su arco y sus flechas, que vuelan raudas y certeras. Esta expedición continuará, y vosotros con ella. Si regresáis ahora, vuestras hijas nunca sabrán que una vez las abandonasteis. El Alma Suprema cumplirá con sus promesas, y heredaréis una tierra de abundancia, y vuestros hijos serán una gran nación.

—¿Cuándo hubo promesas para mí? —dijo Obring—. Para los hijos de Volemak, sí, pero no para mí. Para mí no hay más que órdenes y gritos porque no hago las cosas a gusto del rey Elemak.

—Deja de lloriquear —dijo Vas—. ¿No ves que trata de embaucarnos?

—El Alma Suprema me envió a este lugar para salvar vuestra vida —dijo Luet.

—Pamplinas —dijo Vas—. Y tú lo sabes. Mi vida no ha peligrado un solo instante.

—Y yo te digo, Vas, que si hubieras llevado a cabo tu plan, tu vida no habría durado cinco minutos más.

—¿Y cómo sucedería ese milagro? —preguntó Vas. Entonces oyó a sus espaldas la voz de Elemak, y supo que lo había perdido todo.

—Yo te habría matado —dijo Elemak—. Con mis propias manos.

Vas giró sobre sus talones, colérico. Esta vez no pudo contener la rabia. ¿Por qué contenerla? Ya podía darse por muerto, con Elemak allí. ¿Por qué no demostrar su desprecio abiertamente?

—¿Conque sí, eh? —gritó—. ¿Crees que puedes vencerme? ¡Nunca has podido vencerme! ¡He burlado tus propósitos a cada paso! Y nunca lo supiste, nunca lo sospechaste. Idiota, te pavoneas y alardeas de que sólo tú sabes guiar nuestra caravana… sólo yo logré lo que tú no pudiste, obligarnos a regresar.

—¿Regresar? No fuiste tú quien… —Elemak hizo una pausa, y Vas notó que comprendía. Ahora Elya sabía quién había destruido los pulsadores—. Sí, como el cobarde escurridizo que eres, nos pusiste a todos en peligro, hiciste peligrar a mi esposa y a mi hijo, y no te pillamos porque jamás se nos habría ocurrido que uno de nosotros pudiera ser tan ruin y repulsivo como para…

—Ya basta —dijo Luet—. No habléis más, o habrá acusaciones que deberán encararse abiertamente, cuando todavía se pueden manejar en silencio.

Vas comprendió de inmediato. Luet no quería que Elemak dijera sin rodeos que Vas había destruido los pulsadores, y menos frente a Obring y Sevet, o tendría que haber un castigo. Y ella no quería que lo castigaran. No quería que lo mataran. Luet era la vidente de las aguas, hablaba en nombre del Alma Suprema, y eso significaba que el Alma Suprema quería que él viviera.

(Así es.)

El pensamiento fue tan nítido como un voz dentro de su cabeza.

(Quiero que vivas. Quiero que Luet viva. Quiero que Sevet y Obring vivan. No me obligues a escoger quién de vosotros debe morir.)

—Subid la cuesta —dijo Elemak—. Los tres.

—No quiero regresar —dijo Obring—. Aquí no hay nada para mí. Mi lugar está en la ciudad.

—Si —dijo Elemak—, en una ciudad donde la pereza, la inutilidad, la cobardía y la estupidez se puedan ocultar detrás de ropas finas y un par de bromas, donde la gente crea que realmente eres un hombre. Pero no te preocupes, habrá tiempo de sobra para eso. Cuando Nafai fracase y regresemos a la ciudad…

—Pero ella dice que Nafai ha fabricado el arco —dijo Obring.

Elemak miró a Luet y en sus ojos creyó ver una confirmación.

—Fabricar un arco no es lo mismo que saber usarlo —dijo—. Si él trae carne al campamento, entonces sabré que el Alma Suprema lo acompaña de veras, y que es más poderoso de lo que yo pensaba. Pero no sucederá así, vidente de las aguas. Tu esposo pondrá empeño, pero fracasará, no por falta de habilidad sino porque es imposible. Y cuando él fracase, viraremos hacia el norte y regresaremos a la ciudad. No era preciso que hicieras esto.

Vas escuchó y comprendió el verdadero mensaje. Al margen de que Elemak creyera o no en el fracaso de Nafai, hablaba de tal modo que Sevet y Obring pensarían que aquí sólo se había producido un intento de fuga a la ciudad. No se proponía decirles que Vas tenía la intención de matarlos.

O quizá no lo sabía. Quizá Luet no lo sabía.

Quizá, cuando decía que los tres perecerían si continuaban su descenso, quería decir que los mataría para impedir su fuga. Tal vez aún fuera un secreto.

—Regresad por donde vinisteis —dijo Elemak—. Convenid en ello, y no habrá castigos. Aún falta para el amanecer, y no es preciso que nadie se entere de lo sucedido aparte de nosotros cinco.

—Sí —dijo Obring—. Eso haré. Lo lamento, gracias.

Es tan débil, pensó Vas.

Obring pasó junto a Elemak y echó a andar cuesta arriba. Sevet lo siguió en silencio.

—Vamos, Luet —dijo Elemak—. Esta noche has hecho un buen trabajo aquí. No me molestaré en preguntar a la vidente de las aguas cómo supo que debía estar aquí antes que ellos. Sólo diré que si no los hubieras demorado, se habrían producido muertes esta noche.

Vas se preguntó si los otros aún podrían oírles. ¿O Elemak sólo hablaba de las muertes que él mismo habría causado, dando a entender que los habría alcanzado y castigado por tratar de escapar?

Luet siguió a los demás montaña arriba. Vas y Elemak quedaron solos.

—¿Cuál era tu plan? —preguntó Elemak—. ¿Empujarlos cuando bajaran al saliente? Conque lo sabía.

—Si le hubieras causado daño a cualquiera de ambos, te habría destrozado.

—¿De veras? —preguntó Vas.

Elemak le aferró la garganta, aplastándolo contra la pared de roca. Vas cogió el brazo de Elemak, y luego la mano, tratando de apartarle los dedos. No podía respirar, y le dolía. Elemak no sólo fingía, no sólo hacía alarde de su fuerza, sino que se proponía matarle, y Vas sintió pánico. Cuando estaba por arañar los ojos de Elemak —cualquier cosa con tal de zafarse—, su rival le estrujó los genitales con la otra mano. El dolor era indescriptible, pero no podía gritar ni jadear porque tenía cerrado el gaznate. Tuvo una arcada, y la bilis estomacal se abrió paso por su cerrada garganta; sintió el sabor en la boca. Esto es la muerte, pensó.

Elemak estrujó una vez más la garganta y los testículos de Vas, como para demostrarle que aún no había utilizado toda su fuerza, y lo soltó.

Vas jadeó y gimió. Los genitales le palpitaban de dolor, la garganta le ardía mientras aspiraba el aire entrecortadamente.

—No hice esto frente a los demás porque quiero que seas útil —dijo Elemak—. No quiero maltratarte ni humillarte frente a los demás, pero quiero que recuerdes esto. Cuando empieces a tramar tu próximo asesinato, recuerda que Luet te está observando, que el Alma Suprema te está observando y, sobre todo, que yo te estoy observando. A partir de hoy no te quitaré los ojos de encima, amigo Vasya. Si veo el menor indicio de que planeas nuevos actos de sabotaje u homicidio, no esperaré a ver qué sucede. Te sorprenderé en medio de la noche y te romperé el cuello. Sabes que puedo hacerlo. Sabes que no puedes detenerme. Mientras yo viva, no tomarás venganza contra Sevet ni Obring. Ni contra mí. No te pediré un juramento, porque tu palabra es orina de tu boca. Sólo espero que obedezcas, porque eres un cobarde escurridizo que está aterrado de dolor, y nunca más te levantarás contra mí porque recordarás cómo te sientes ahora, en este momento.

Vas oyó todo esto y supo que Elemak tenía razón, que nunca se alzaría contra él, porque no soportaría sentir de nuevo el miedo y el dolor que acababa de padecer, que aún padecía.

Pero te odiaré, Elemak. Y algún día, algún día, cuando estés viejo, débil e indefenso, ajustaré cuentas contigo. Mataré a Sevet y Obring y no podrás detenerme. Ni siquiera te enterarás de que lo hice. Y un día iré a verte y diré: Lo hice a pesar de ti. Y te enfurecerás conmigo y yo me echaré a reír, porque estarás indefenso, y en tu indefensión te haré sentir lo que me hiciste sentir, el dolor, el miedo, el pánico de no poder respirar ni siquiera para gritar de dolor. Ya lo creo que lo sentirás. Y mientras agonizas, te contaré el resto de mi venganza: que mataré a todos tus hijos, y a tu esposa, y a todos los seres que amas, y no podrás detenerme. Entonces morirás, y sólo entonces quedaré satisfecho, sabiendo que sufriste la muerte más horrenda que pueda imaginarse.

Pero no hay prisa, Elemak. Soñaré con esto todas las noches. Nunca olvidaré. Tú olvidarás. Hasta el día en que te haga recordar, no importa cuántos años pasen.

Cuando Vas pudo caminar, Elemak lo obligó a levantarse y lo llevó a empellones al sendero que conducía al campamento.


Al alba todos estaban en su lugar, y sólo los participantes conocían la escena que se había desarrollado bajo el claro de luna, montaña abajo.

Apenas había despuntado el sol cuando Nafai llegó caminando por el prado. Luet estaba despierta —con gran esfuerzo— alimentando a Chveya mientras Zdorab repartía galletas empapadas en un líquido azucarado para el desayuno. Le vio correr hacia ellos con la primera luz del sol en el cabello. Recordó cómo lo había visto en su extraño sueño, chispeando con la luz de su invisible armadura de metal. Se preguntó qué significaba eso. Y se dijo que no tenía importancia.

—¿Por qué has regresado? —exclamó Issib, quien sostenía a Dalia sobre las rodillas mientras Hushidh orinaba o hacía cualquier otra cosa.

Por respuesta, Nafai alzó el arco en una mano, cinco flechas en la otra.

Luet se levantó de un brinco y corrió hacia él sin soltar a la niña, aunque Chveya perdió contacto con el pezón y se puso a protestar ante esos barquinazos que le impedían comer. Luet no prestó atención a los berridos del bebé. Besó a su esposo, lo aferró con la mano libre.

—Tienes el arco —dijo.

—¿Qué es un arco? —dijo Nafai—. El Alma Suprema me enseñó a fabricarlo. Yo no tuve que poner mi habilidad. Pero lo que tú has logrado…

—¿Entonces lo sabes?

—El Alma Suprema me lo mostró en su sueño. Desperté cuando terminó, y regresé de inmediato.

—Conque sabes que no diremos nada sobre ello.

—Sí —dijo—. Salvo entre nosotros. Salvo para que yo pueda decirte que eres una mujer magnífica, la persona más fuerte y valerosa que conozco.

Le encantaba que él dijera esas palabras, aunque sabía que no eran ciertas. No se había sentido valiente, sino aterrada de que Vas la matara junto con los demás. Había sentido tanto alivio al ver a Elemak que casi rompió a llorar. Pronto le contaría todo eso. Pero por ahora le agradaba oír esas palabras afectuosas y halagadoras, y sentir el brazo de Nafai en torno mientras caminaban juntos hacia el campamento.

—Veo que tienes el arco, pero no carne —dijo Issib cuando se acercaron.

—¿Entonces has desistido? —preguntó Mebbekew, esperanzado.

—Tengo tiempo hasta el ocaso —dijo Nafai.

—¿Entonces por qué estás aquí? —preguntó Elemak.

Todos habían salido de las tiendas, y se reunían para mirar.

—Vine porque tener el arco no es nada. El Alma Suprema pudo enseñarle eso a cualquiera de nosotros. Ahora necesito que Padre me diga dónde encontrar presas.

Volemak se sorprendió.

—¿Y cómo he de saberlo, Nyef? No soy cazador.

—Tengo que saber dónde hay presas tan mansas que me permitan acercarme mucho —dijo Nafai—. Y dónde son tan abundantes como para encontrar más cuando yerre en mis primeros intentos.

—Pues llévate a Vas como rastreador —dijo Volemak.

—No —intervino Elemak—. No, Nafai tiene razón. Esta mañana ni Vas ni Obring lo acompañarán como rastreadores.

Luet sabía muy bien por qué Elemak insistía en eso, pero Volemak aún estaba estupefacto.

—Pues que Elemak te diga dónde conseguir esas presas.

—Elemak no conoce esta comarca mejor que yo —dijo Nafai.

—Y yo no la conozco en absoluto —dijo Volemak.

—No obstante, sólo cazaré donde tú digas —dijo Nafai—. Es demasiado importante para dejarlo al azar. Todo depende de esto, Padre. Dime dónde cazar, o no tendré esperanzas.

Volemak miró a su hijo en silencio. Luet no entendía por qué Nafai hacía esto. Nunca había necesitado que Volemak le indicara dónde buscar animales. Pero intuía que era muy importante, que por algún motivo el éxito de la expedición dependía de que fuera Volemak quien decidiera dónde realizar la cacería.

—Consultaré el índice —dijo Volemak.

—Gracias, Padre —dijo Nafai, y lo siguió a la tienda.

Luet miró a los demás. ¿Cómo interpretarían esto? Su mirada se cruzó con la de Elemak. Él sonrió ambiguamente. Luet también sonrió, sin saber qué pensaba Elemak de la situación.

Fue Hushidh quien se la aclaró.

—Tu esposo es listo —susurró. Luet se volvió sorprendida, pues no había notado que Hushidh se le acercaba.

—Cuando regresó con el arco y las flechas, debilitó a Volemak. Lo debilitó ayer, de hecho, cuando insistió en continuar con la expedición. Todos los vínculos que unían a este grupo se aflojaron ayer. Lo noté al levantarme esta mañana, una fractura. El borde del caos. Y algo peor, entre Vas y Elemak… un odio espantoso que no entiendo. Pero Nafai acaba de devolverle la autoridad a su padre. Se la pudo haber arrebatado, y nos habría dividido, pero no lo hizo… se la devolvió, y veo que pronto se restablecerán nuestras viejas estructuras.

—A veces, Shuya, preferiría tener tu don en vez del mío.

—A veces el mío es más práctico y cómodo —dijo Hushidh—. Pero tú eres la vidente de las aguas.

Como Chveya le succionaba el pecho con ruidos obscenos, ávida de obtener la mayor cantidad posible antes que Luet echara a correr de nuevo, Luet no pudo tomar muy en serio su noble vocación. Respondió a Hushidh con una carcajada. Muchos que no habían oído sus cuchicheos oyeron sus risas, y se volvieron para mirarla. Parecían preguntarse qué era tan divertido en semejante mañana, cuando el destino de todos estaba en juego.

Nafai y Volemak salieron de la tienda. Volemak había recobrado el aplomo. Ahora estaba indudablemente al mando; abrazó a su hijo, señaló el sureste y dijo:

—Allá encontrarás animales, Nafai. Regresa pronto y permitiré que se cocine la carne. Que los moradores de Dorova se pregunten por qué hay una voluta de humo en la otra margen de la bahía. Cuando acudan a investigar, habremos reanudado la marcha hacia el sur.

Luet supo que muchos oían esas confiadas palabras con más angustia que esperanza, pero esa añoranza por la ciudad era una flaqueza, no un motivo de orgullo, no un deseo que debiera satisfacerse. El sabotaje de Vas habría podido obligarlos a regresar, pero sus vidas habrían perdido sentido, al menos comparadas con lo que lograrían cuando Nafai triunfara.

Si triunfaba.

Entonces Elemak le habló a Nafai.

—¿Sabes disparar esa cosa? —preguntó.

—No sé. Aún no lo he intentado. Anoche estaba demasiado oscuro. Sé que puedo disparar a gran distancia. Aún no he desarrollado bien los músculos apropiados para estirar el arco. —Sonrió—. Tendré que encontrar un animal muy estúpido, muy lento, o sordo, o ciego, o que esté a contraviento.

Nadie rió. En cambio, lo siguieron con la mirada mientras Nafai emprendía la marcha hacia el lugar que había señalado su padre.

Fue una mañana tensa en el campamento. No era la tensión de las riñas apenas contenidas —algo que ya habían experimentado con frecuencia— sino la tensión de la espera. No había nada que hacer, salvo atender a los pequeños y preguntarse si Nafai, a pesar de todo, podría conseguir carne con su arco y sus flechas. La única excepción a esa atmósfera de sombrío nerviosismo eran Shedemei y Zdorab. No porque estuvieran eufóricos. Actuaban con la discreción de costumbre, pero Luet notó que parecían más… más conscientes de su mutua presencia. No dejaban de mirarse, como si compartieran un secreto.

Luet sólo comprendió a media mañana, cuando Shedemei abrazaba a la desnuda Chveya mientras ella lavaba la segunda bata y los pañales que su hija había ensuciado esa mañana.

Shedemei no podía contener la risa mientras jugaba con Chveya, y Luet comprendió que ese inesperado buen humor sin duda era porque Shedemei estaba encinta. Después de tanto tiempo, cuando todos habían llegado a la conclusión de que era estéril, Shedya tendría un bebé.

Y, Luet, siendo como era, no vaciló en hacer la pregunta sin rodeos. A fin de cuentas, estaban a solas, y ninguna mujer ocultaba secretos a la vidente, si ella quería saberlos.

—No —dijo Shedemei, sobresaltada—. Es decir… tal vez, ¿pero cómo saberlo tan pronto?

Sólo entonces Luet comprendió: Shedemei no había quedado encinta hasta ahora porque ella y Zdorab no tenían relaciones sexuales. Debían de haberse casado por conveniencia, para compartir una tienda. Siempre habían sido amigos, y ahora eran tan conscientes de su mutua presencia, y Shedemei era tan feliz, porque anoche debían haber consumado el matrimonio.

—Felicitaciones, de todos modos —dijo Luet. Shedemei se sonrojó y miró a la niña, haciéndole cosquillas.

—Tal vez sea pronto. Algunas mujeres conciben enseguida. Creo que yo concebí.

—No se lo cuentes a nadie —dijo Shedemei.

—Hushidh sabrá que algo ha cambiado —dijo Luet.

—Pues que lo sepa ella, pero nadie más.

—Lo prometo —dijo Luet.

Pero en la sonrisa de Shedemei había algo que le decía que, aunque Luet sabía parte del secreto, aún quedaban detalles sin revelar. No importa, se dijo Luet. No soy de las que tienen que saberlo todo. Lo que sucede entre tú y Zdorab no me concierne, salvo en lo que quieras decirme. No sé qué sucedió, pero sé que te ha hecho más feliz. Te veo más esperanzada que nunca en todo este viaje.

O quizá sea yo quien se siente más esperanzada que nunca, porque esta mañana hemos capeado un peligroso temporal. Y, ante todo, porque Elemak estuvo de parte del Alma Suprema. ¿Qué importa si Vas es un cobarde y un asesino en su corazón? ¿Qué importa si Obring y Sevet estaban dispuestos a abandonar a sus hijos? Si Elemak ya no era enemigo del Alma Suprema, todo podía cambiar.

Nafai regresó antes del mediodía. Nadie le vio llegar porque nadie le esperaba tan temprano. De pronto apareció cerca de las tiendas.

—¡Zdorab! —llamó.

Zdorab salió de la tienda de Volemak, donde él e Issib consultaban el índice.

—Nafai —dijo Zdorab—. Parece que has regresado.

Nafai sostenía el cuerpo desollado de una liebre en una mano, un yobz igualmente desnudo y sangriento en la otra.

—No es mucho, pero Padre dijo que prepararíamos un guisado si yo volvía temprano. Enciende el fuego, Zdorab. Tenemos grasa y proteínas para meternos en el vientre esta noche.

No todos se alegraron de saber que la expedición continuaría, pero todos recibieron con gusto la carne cocida, el sabroso guisado, y el final de la incertidumbre. Volemak desbordaba de alegría cuando cenaron esa noche. Luet se preguntaba si no le resultaría más fácil ceder el manto de la autoridad, entregarlo a uno de sus hijos. Pero no era posible. Por pesada que fuera la carga de la autoridad, era más leve que el peso insoportable de perderla. Mientras comían, notó que Nafai apestaba después del trajín de ese día. No era exactamente un olor nuevo, pues aquí nadie podía atenerse a las pautas de higiene de Basílica, pero era desagradable.

—Hiedes —le susurró, mientras los demás escuchaban a Mebbekew, quien recitaba un antiguo poema obsceno que había aprendido en sus tiempos de actor.

—Admito que necesito un baño —dijo Nafai.

—Esta noche te daré uno —dijo Luet.

—Esperaba que dijeras eso —respondió Nafai—. Cuando te veo bañar a Veya me pongo celoso.

—Hoy estuviste magnífico —-dijo ella.

—Sólo tallé unas ramas mientras el Alma Suprema me vertía conocimientos en la cabeza. Y luego maté animales demasiado estúpidos para correr.

—Sí, todo eso… magnífico. Y algo más. Lo que hiciste con tu padre.

—Era lo correcto. Nada más. No como lo que hiciste tú. En realidad, eres tú quien merece mimos esta noche.

—Lo sé, pero antes debo bañarte. No tiene gracia que me mime alguien que apesta.

Por toda respuesta, él la abrazó, hundiéndole la nariz en la axila. Ella le hizo cosquillas para liberarse.

Rasa, mirándolos a través del fuego, pensó: Tan niños. Tan jóvenes, tan juguetones. Me alegra que todavía puedan ser así. Algún día, cuando adquieran responsabilidades de adultos, perderán esa cualidad. Será reemplazada por un juego más lento y apacible. Pero por ahora pueden olvidar las cuitas y recordar que es bueno estar vivo. En el desierto o en la ciudad, en una casa o en una tienda, eso es lo que significa la felicidad, a fin de cuentas.

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