8. ABUNDANCIA

A la mañana siguiente cargaron los camellos y viajaron hacia el sur. Nadie lo mencionaba, pero todos comprendían que estaban poniendo distancia entre ellos y la Bahía de Dorova. Todavía no era fácil abrirse paso por el Valle de los Fuegos, y varias veces tuvieron que desandar camino, aunque ahora Elemak cabalgaba delante, a menudo con Vas, explorando senderos que condujeran a sitios útiles. Por la mañana Volemak le decía lo que había aconsejado el índice, y Elemak marcaba un sendero que conducía a los ascensos y descensos más transitables de meseta en meseta.

Al cabo de unos días encontraron otra fuente de agua potable, y la llamaron Strelay, porque pudieron aprovechar su estancia allí para fabricar flechas. Nafai fue el primero en salir y encontró ejemplares de todas las especies de árboles que el Alma Suprema indicaba como adecuados para fabricar buenos arcos; pronto juntaron gran cantidad de ramas. Con algunas fabricaron arcos enseguida, para practicar y para satisfacer sus necesidades inmediatas de carne; en cuanto al resto, las llevarían consigo, para que la madera se estacionara y conservara su flexibilidad. También fabricaron cientos de flechas, y practicaron tiro al blanco, tanto hombres como mujeres, porque, como dijo Elemak, «puede llegar el momento en que nuestra vida dependa de la destreza de nuestras esposas con el arco».

Aquellos que habían sido buenos tiradores con el pulsador también fueron buenos con el arco, después de cierta práctica, pero el verdadero desafío consistía en estirar la cuerda con firmeza para acertar en blancos distantes. Durante la primera semana todos sufrieron dolores en los brazos, la espalda y los hombros; Kokor, Dol y Rasa pronto desistieron y no volvieron a intentarlo. Sevet y Hushidh, en cambio, se convirtieron en notables arqueras, siempre que usaran arcos más pequeños que los hombres.

Issib tuvo la idea de teñir las astas de un color brillante y llamativo, para que las flechas fueran más fáciles de recobrar.

Luego reanudaron la marcha, de la fuente al fuego, practicando arquería mientras avanzaban. Comenzaron a enorgullecerse de la fuerza de sus brazos. La competencia en arquería entre los hombres se volvió encarnizada; las mujeres notaron que los hombres sólo se interesaban en blancos que estuvieran fuera del alcance de los pequeños arcos de Sevet y Hushidh, pero sólo lo comentaron entre ellas.

—Que se diviertan —dijo Hushidh—. Les resultaría muy humillante ser derrotados por una mujer.

Sin proponérselo, pronto avanzaron en forma paralela a la ruta de las caravanas, y bastante cerca, así que por un tiempo volvieron a la carne cruda. Una mañana Volemak salió de la tienda, sosteniendo el índice, y dijo:

—El Alma Suprema dice que ahora debemos dirigirnos al oeste, hacia las montañas, hasta llegar al mar.

—Déjame adivinar —dijo Obring—. Allí no podremos ver ninguna ciudad.

Nadie le respondió. Y nadie mencionó lo sucedido cerca del Mar del Barranco.

—¿Por qué al oeste? —preguntó Elemak—. Apenas hemos recorrido la mitad del Valle de los Fuegos. La ruta de las caravanas no regresa al mar hasta llegar al Mar de Fuego, al sur de aquí. Yendo hacia el oeste nos desviamos del camino.

—Hay ríos al oeste —dijo Volemak.

—No los hay —dijo Elemak—. Si los hubiera, los caravaneros los habrían encontrado y los aprovecharían. Habría ciudades en la región.

—-No obstante —dijo Volemak—, iremos al oeste. El Alma Suprema dice que necesitaremos acampar largo tiempo una vez más, para sembrar y cosechar.

—¿Por qué? —preguntó Mebbekew—. Estamos avanzando a buen paso. Los niños se encuentran bien. ¿Por qué otro campamento?

—Porque Shedemei está encinta, desde luego —dijo Volemak—, y se pone más delicada con cada día que pasa.

Todos miraron sorprendidos a Shedemei. Ella se sonrojó, y parecía tan sorprendida como los demás.

—Sólo lo sospeché esta mañana —‹lijo—. ¿Cómo sabe el Alma Suprema algo que yo apenas he sospechado ?

Volemak se encogió de hombros.

—Sabe lo que sabe.

—Muy oportuna, Shedya —dijo Elemak—. Las demás mujeres procuran no quedar embarazadas porque están amamantando, pero ahora tenemos que esperar por ti.

Por una vez Zdorab habló enérgicamente.

—Algunas cosas no se pueden planear con precisión, Elya, así que no eches culpa donde no hubo voluntad.

Elemak lo miró con firmeza.

—Nunca lo hago —dijo, pero abandonó la discusión y se dirigió hacia el oeste, trazando un sendero para la caravana.

Este camino se internaba en auténticas montañas volcánicas, con flujos de lava relativamente recientes que todavía no se habían disuelto en el suelo. Issib utilizó el índice para obtener información sobre la zona. Había por los menos cincuenta volcanes activos y latentes en esa cordillera que estaba frente al Mar del Barranco.

—Las últimas erupciones fueron el año pasado —dijo Issib—, pero mucho más al sur.

—Tal vez por eso el Alma Suprema nos conduce hacia el mar por el norte —dijo Volemak.

El ascenso fue difícil, pero mucho más difícil fue el descenso del otro lado de la cordillera. El declive era más empinado y había más vegetación. La ladera de la montaña era casi una jungla.

—Los vientos invernales vienen del mar —dijo Issib—, y hay tormentas casi todos los días en verano. Las montañas detienen las nubes, las obligan a ascender a la atmósfera más fría, y le arrancan la humedad que contienen. De modo que nos encontramos con un bosque pluvial. A orillas del mar no habrá tanta humedad.

Se estaban habituando a que Issib fuera el encargado de explorar el índice; durante los días de viaje, era el único que no tenía otros deberes, y llevaba el índice consigo. Zdorab le había mostrado tantos trucos y atajos que ya era casi tan diestro como el bibliotecario. Y nadie desdeñaba el valor de la información que aportaba Issib, porque era lo único que él podía aportar.

Atravesaban un pasaje difícil en un exuberante desfiladero cuando un violento temblor de tierra tumbó a dos camellos y provocó confusión entre los demás.

—¡Fuera del desfiladero! —exclamó Issib.

—¿Fuera? ¿Cómo? —respondió Volemak.

—¡Por dónde podamos! —gritó Issib—. El índice dice que este terremoto abrió una rajadura en un lago de lo alto de las montañas. Las aguas barrerán el desfiladero.

Era un pésimo momento para una emergencia. Elemak y Vas iban muy adelante, marcando un sendero, y Nafai y Obring estaban cazando en lo alto de la montaña. Pero Volemak había viajado mucho más que Elemak, y tenía sus propios recursos. Inspeccionó rápidamente las paredes del desfiladero y escogió un pedregal que conducía a una angostura lateral que tal vez condujera a la cima.

—Yo encabezaré la marcha —dijo—, porque soy el que conoce mejor a los camellos. Luet, trae a las mujeres y los niños. Meb, tú y Zdorab debéis arrear a los animales de carga. Las provisiones primero, cajas de almacenaje después. Issib, permanece cerca de ellos, y conserva el contacto con el índice. Avísales cuando no haya más tiempo, cuando deban abandonar al resto de los camellos y salvar su propio pellejo. Ellos deben salvarse, y también tú, Issya… eso es lo más importante. ¿Entiendes?

Preguntó a todos y todos asistieron, asombrados, aterrados.

—Elemak está en el desfiladero —dijo Eiadh—. Alguien tiene que avisarle.

—Elya podrá oír personalmente la voz del Alma Suprema —dijo Volemak—. El agua viene con tal celeridad que nadie llegaría hasta allá. Salva a su bebé y su esposa, Edhya. En marcha. —Volvió grupas e inició el ascenso.

Los camellos no estaban hechos para trepar. Su andar parsimonioso era enloquecedor. Pero poco a poco treparon. La tierra tembló una y otra vez, pero las sacudidas no eran tan violentas como al principio. Volemak y las mujeres llegaron a la cima. Volemak pensó en regresar para prestar su ayuda, pero Luet le recordó que en muchos lugares el sendero no tenía anchura suficiente para que pasaran dos camellos. En vez de ayudar, sería un estorbo para la evacuación.

Todos los camellos habían iniciado el ascenso cuando Issib gritó:

—¡Ahora, a galopar!

En cuanto vio que Meb y Zdorab le habían oído, volvió grupas y se abrió paso entre las bestias de carga. Sin embargo, carecía de la fuerza necesaria para azuzar a su montura y hacerla correr más. Meb lo alcanzó, cogió las riendas y empezó a arrastrar el camello de Issib con creciente velocidad. Pronto llegaron a un lugar angosto donde los dos camellos no podían pasar lado a lado, sobre todo por el espacio que ocupaba la silla de Issib. Sin vacilar —sin siquiera esperar a que su camello se arrodillara para permitirle desmontar— Meb se apeó, soltó sus riendas y tiró de las riendas de la montura de Issib, guiándolo por la abertura.

Poco después Zdorab atravesó ese mismo pasaje angosto y los alcanzó.

—¡El índice! —exclamó.

Issib, que no podía levantarlo, señaló el saco que llevaba sobre las rodillas.

—¡Está sujeto al pomo! —gritó.

Zdorab acercó su animal; Meb sostuvo el camello de Issib mientras Zdorab desataba el saco y seguía su camino, blandiéndolo como un trofeo.

—¡Ahora déjame! —le gritó Issib a Meb.

Meb lo ignoró y siguió arrastrando el camello cuesta arriba, pasando a los lentos animales de carga.

Pronto llegaron a un paraje donde Zdorab, Luet, Hushidh, Shedemei, Sevet y Eiadh aguardaban de pie. Mebbekew comprendió que debía de estar cerca de la cima. Zdorab debía haber entregado el índice a Volemak, y Rasa y las demás mujeres debían estar con los niños en el terreno alto.

—¡Encárgate de Issib! —le dijo Meb a Zdorab, entregándole las riendas. Luego bajó hasta el próximo animal de carga y puso las riendas en manos de Luet—. ¡Arrástralo hacia arriba! —exclamó. Dio a cada mujer las riendas de un animal de carga. Ahora oían el rugido del agua, y sentían el temblor de la tierra—. ¡Más rápido!

Tenían justo el número suficiente para coger las riendas de todos los animales de carga. La montura de Meb, la última de la fila, fue la única que quedó suelta. El rugido del agua y el temblor de la tierra la asustaron, y se alejó unos pasos.

—¡Glupost! —llamó Meb—. ¡Ven Glupost, deprisa!

Pero seguía tirando de las riendas del último animal de carga, sabiendo que las cajas de almacenaje serían más importantes que su propia montura.

—¡Suéltalo, Meb! —exclamó Zdorab—. Aquí viene.

Vieron la alta muralla de agua que rodaba hacia ellos e instintivamente echaron a correr cuesta arriba. Los que se encontraban en la cima no corrían peligro de ser barridos, pues el nivel del agua se mantuvo más bajo que la cima.

Sin embargo, el agua que trepaba por la angostura lateral por donde habían subido irrumpió con tal fuerza que se elevó más que las aguas que anegaban el desfiladero. Chocó contra los dos últimos camellos y contra Meb, alzándolos en vilo y empujándolos cuesta arriba. Meb oyó los gritos de las mujeres —¿ésa era Dol, gritando el nombre de Meb?— y sintió que el agua descendía tan bruscamente como se había elevado, arrastrándolo hacia abajo. Pensó en soltar las riendas y salvarse, pero notó que el camello de carga se había afianzado y ahora se apoyaba en el suelo con más firmeza que Meb, así que se aferró a las riendas para no ser arrastrado. Pero mientras estaba allí, apretado contra el flanco del camello que había salvado, y que ahora lo salvaba a él, vio que Glupost, su montura, perdía pie y era absorbida por el remolino.

Poco después sintió el contacto de muchas manos que le sacaban las riendas de los dedos y lo guiaban, empapado y trémulo, hacia donde aguardaban los demás. Volemak lo abrazó sollozando.

—Creí que te había perdido, hijo mío.

—¿Qué hay de Elya? —gimió Eiadh—. ¿Cómo pudo salvarse de eso?

—También está Vas —murmuró Rasa. Varios miraron a Sevet, cuyo rostro no delataba la menor expresión.

—No todos demuestran el miedo de la misma manera —murmuró Luet, para impedir que alguien juzgara con excesiva severidad la diferencia entre la actitud de Eiadh y Sevet. Luet sabía que Sevet tenía sus motivos para no preocuparse por Vas, aunque ignoraba cuánto sabía Sevet sobre lo sucedido.

A Luet le pesaba que Nafai no estuviera con ellos. Él y Obring debían de estar en un terreno alto, y a salvo. Pero sin duda estarían muy preocupados.

Dile que estamos a salvo, le pidió al Alma Suprema. Y cuéntame si Elemak y Vas han sobrevivido.

Viven, fue la respuesta.

Se lo dijo a los demás.

Los demás la miraron entre aliviados y recelosos.

—Viven —repitió—. Es lo que me dijo el Alma Suprema. ¿No es suficiente?

El nivel del agua descendía rápidamente. Volemak y Zdorab recorrieron juntos la angostura lateral. Era una maraña de árboles y arbustos arrancados; ni siquiera las rocas se encontraban en el mismo sitio.

Pero la angostura lateral no era nada comparada con el desfiladero mismo. Estaba totalmente arrasado. Un cuarto de hora atrás presentaba una vegetación tan exuberante que costaba abrirse paso, y a menudo tenían que guiar los camellos por el arroyo central para sortear los matorrales. Ahora no quedaba una sola planta. El terreno estaba tan erosionado que se veía la roca desnuda. Y en el suelo del desfiladero sólo quedaban los pedrejones y sedimentos que dejaba el agua al bajar.

—El suelo del desfiladero es pura roca cerca de los bordes —dijo Volemak—, pero sedimento profundo en el centro, cerca del agua.

Era verdad: el arroyo —ahora más grande que el original— ya abría un canal de un metro de profundidad en el espeso lodazal. Las nuevas orillas del arroyo se derrumbaban aquí y allá, cuando metros de fango se precipitaban hacia el agua. El suelo del desfiladero tardaría un tiempo en estabilizarse.

—Será puro verdor dentro de seis semanas —dijo Zdorab—. Y dentro de cinco años ni sabrás que esto ha ocurrido.

—¿Qué piensas? —preguntó Volemak—. Si permanecemos junto a los bordes, podemos utilizarlo como carretera hacia el mar.

—Ante todo, usábamos el desfiladero porque Elemak dijo que la cima era intransitable, pues está llena de hendiduras y colinas abruptas.

—Entonces seguiremos por los bordes —dijo Volemak—. Y tendremos fe.

En la cima tardaron un rato en revisar los bultos y cerciorarse de que nada se hubiera aflojado durante la fuga.

—Salió mejor de lo que cabía esperar. Sólo perdimos un camello —dijo Volemak.

Zdorab avanzó con su montura y le ofreció las riendas a Meb.

—No —dijo Meb.

—Por favor —dijo Zdorab—. Cada paso que avance a pie será un modo de honrar a mi valeroso amigo.

—Cógelas —susurró Volemak. Meb cogió las riendas.

—Gracias —le dijo a Zdorab—. Pero hoy no hubo cobardes.

Zdorab lo abrazó, y fue a ayudar a Shedemei para subir a las mujeres con niños a los camellos.

En verdad, ni Zdorab ni Meb ni Volemak cabalgaron mucho ese día. Se pasaron casi todo el tiempo a pie, patrullando la caravana, cerciorándose de que los camellos no se desviaran hacia el espeso y traicionero lodo del centro del desfiladero. Temían que un camello se hundiera de cabeza. Era un camino resbaloso, viscoso e inseguro, pero a paso lento pronto llegaron al extremo del desfiladero, donde desembocaba en un ancho río.

Aquí también se habían producido muchos daños, pues el otro lado del valle del río era un fárrago de lodo y piedras, con árboles derribados, suelo desnudo y rocas expuestas. Y mientras seguían río abajo, vieron que ambas orillas estaban deshechas. Irónicamente, como la fuerza de la inundación había sido menor aquí, les resultó más fácil sortear los destrozos que había dejado.

—¡Por aquí!

Era Elemak, con Vas a la zaga. Los dos iban a pie, pero los camellos los seguían a poca distancia. Estaban en terreno más alto. Habría que subir una cuesta empinada para llegar a ellos, pero era practicable.

—¡Hay un sendero aquí, en el terreno alto! —dijo Elemak.

Poco después se habían reunido en el comienzo del sendero, que atravesaba un bosque. Mientras maridos y mujeres se abrazaban, Issib notó que el bosque era mucho menos tupido que montaña arriba.

—Debemos estar cerca del nivel del mar —dijo.

—El río tuerce bruscamente al oeste por allá —dijo Vas, abrazando a Sevet, sosteniendo a su hija—. Y desde allá se ve el Mar del Barranco. Entre este río y el del sur hay una pradera con pocos árboles. Un terreno más alto, gracias al Alma Suprema. Sentimos los temblores, pero cuando pasaron no les dimos importancia. Sólo nos preocupó que fuera más serio donde estabais vosotros. De pronto Elya insistió en que buscáramos un terreno más alto para echar un vistazo a la zona, y justo cuando llegamos allí oímos un inmenso rugido y el río enloqueció. Temíamos ver pasar los camellos flotando, con vosotros encima.

—Issib recibió una advertencia del índice —dijo Volemak.

—Fue una suerte que no estuviéramos todos juntos —dijo Issib—. Cuatro camellos más, y los habríamos perdido. Meb perdió su montura… pues se dedicó a salvar a los animales de carga.

—Contaremos nuestras historias cuando acampemos esta noche —dijo Elemak—. Podemos llegar a la pradera antes del anochecer. Hay poca luna, así que conviene instalar las tiendas antes de que oscurezca.

Esa noche permanecieron hasta tarde en torno del fuego, en parte porque esperaban a que se cocinara la cena, en parte porque estaban demasiado alborotados para dormir, y en parte porque conservaban la esperanza de que Nafai y Obring encontraran el campamento esa noche. Fue entonces cuando contaron las historias. Y cuando Hushidh se despidió de Luet en la tienda donde ella dormiría sola con la niña, dijo:

—Ojalá pudieras ver lo que yo veo, Luet. Esa inundación logró algo casi imposible. Los vínculos que nos unen son mucho más fuertes. Y Meb… ahora es hombre de honor…

—Un agradable cambio.

—Sólo espero que no se pavonee demasiado —dijo Hushidh—, o lo echará a perder.

—Tal vez esté madurando —dijo Luet.

—O tal vez necesitaba las circunstancias apropiadas para descubrir lo mejor de sí mismo. No vaciló, dice Issya. Sólo desmontó y arriesgó la vida para llevar a Issib a un lugar seguro.

—Y Zdorab cogió el índice, y luego nos condujo hacia abajo…

—Lo sé, no digo que Meb haya sido el único. Pero ya sabes cómo es Zdorab. Ese gesto de darle su montura a Meb fue muy generoso, y contribuyó a unirnos, pero también tuvo el efecto de borrar el recuerdo de su propia valentía. Todos pensábamos en Mebbekew.

—Bien, tal vez Zdorab lo prefiera así —dijo Luet.

—Pero nosotras no olvidaremos —dijo Hushidh.

—No lo creo —dijo Luet—. Ahora ve a acostarte. A las niñas no les importará si esta noche dormimos poco… tendrán hambre puntualmente por la mañana.

Nafai y Obring regresaron pocas horas después del alba. Habían estado lejos de la inundación, pero se encontraban del otro lado, así que habían tenido que encontrar un vado para cruzar el desfiladero o el río. Terminaron arrastrando los camellos corriente arriba en el desfiladero, efectuando un largo desvío para evitar la parte más devastada, y luego, con la marea baja, cruzaron el río por marismas y bancos de arena, cerca del mar.

—Los camellos se resisten cada vez más a cruzar el agua —dijo Nafai.

—Pero trajimos dos venados —dijo Obring con satisfacción.

Con todos reunidos, Volemak dio un discurso estableciendo ese sitio como campamento.

—Llamaremos Oykib al río del norte, por el primer varón nacido en esta expedición, y Protschnu al río del sur, por el primer varón de la siguiente generación.

Rasa se ofuscó.

—¿Por qué no llamarlos Dza y Chveya, por las dos primeras niñas nacidas en este viaje? Volemak la miró con mal ceño.

—Pues será mejor que abandonemos este lugar antes que los niños tengan edad suficiente para saber que los has honrado sólo porque tenían pene.

—Si sólo hubiéramos tenidos dos niñas, y dos ríos, Padre les había puesto sus nombres —dijo Issib conciliatoriamente.

Pero sabían que no era verdad. Durante varias semanas Rasa insistió en llamarlos Río Norte y Río Sur, pero Volemak se atuvo a su decisión de llamarlos Oykib y Protchnu. Pero como los hombres eran los que más viajaban, y en consecuencia cruzaban los ríos con más frecuencia, y pescaban en ellos, y debían comentar los episodios sucedidos a lo largo de los ríos, Oykib y Protchnu fueron los nombres que perduraron. Luet notó que Rasa jamás usaba los nombres que había puesto Volemak, y se ponía de mal humor cuando otros los usaban.

Nafai y Luet comentaron el asunto sólo una vez. Nafai no estaba de acuerdo con Rasa.

—A ella no le importaba cuando las mujeres tomaban todas las decisiones en Basílica, y los nombres ni siquiera podían mirar los lagos.

—Era el lugar sagrado de las mujeres. El único lugar así en todo el mundo.

—¿Qué importa? —dijo Nafai—. Es sólo un par de nombres para un par de ríos. Cuando nos marchemos de aquí, nadie recordará qué nombres les pusimos.

—¿Entonces por qué no Río Norte y Río Sur?

—Sólo es un problema porque Madre lo convirtió en tal —dijo Nafai—. Que no sea un problema entre nosotros.

—Sólo quiero saber por qué tú lo aceptas. Nafai suspiró.

—Piensa por un momento qué significaría si yo los llamara Río Norte y Río Sur. Qué significaría para Padre. Y los otros hombres. Entonces sería causa de división. No necesito más cosas que me separen de los demás.

Luet reflexionó.

—De acuerdo —dijo—. Lo entiendo. Y tras reflexionar un poco más, añadió:

—Pero no te pareció mal poner a los ríos el nombre de los niños varones hasta que Madre lo señaló, ¿verdad?

El no respondió.

—De hecho, ni siquiera ahora te parece mal.

—Te amo —dijo Nafai.

—Ésa no es una respuesta.

—Yo creo que sí.

—¿Y si nunca te doy un hijo varón?

—Entonces seguiré haciéndote el amor hasta que tengamos cien hijas mujeres —dijo Nafai.

—En tus sueños —dijo ella de mal modo.

—En los tuyos, querrás decir.

Luet decidió no enfadarse con él por esta causa, y mientras hacían el amor estuvo tan deseosa y apasionada como de costumbre. Pero después, mientras Nafai dormía, caviló. ¿Qué sucedería si los hombres decidían ser tan dominantes en este grupo como las mujeres lo habían sido en Basílica?

¿Por qué debernos actuar así?, se preguntó. Teníamos la oportunidad de formar una sociedad distinta. Equilibrada, justa, equitativa, recta. Pero aun Nafai e Issib parecían dispuestos a romper el equilibrio. ¿La rivalidad entre hombres y mujeres llega a tal punto que siempre uno debe prevalecer sobre el otro? ¿Está incorporada a nuestros genes? ¿La comunidad siempre debe estar dominada por uno u otro sexo?

Tal vez, pensó Luet. Tal vez somos como los mandriles. Cuando somos estables y civilizados, las mujeres toman decisiones, fundan hogares, crean relaciones y amistades. Pero cuando somos nómadas y estamos al borde de la supervivencia, dominan los hombres, y no toleran que las mujeres se inmiscuyan. Tal vez en eso consista la civilización, en el dominio de la hembra sobre el macho. Y cuando se derrumba, decimos que el resultado es incivilizado, bárbaro, viril.


Pasaron un año entre los dos ríos, esperando el nacimiento del hijo de Shedemei. Fue varón, y lo bautizaron Padarok —regalo—, aunque lo llamaban Rokya. Podrían haber continuado el viaje, pero ahora otras tres mujeres habían concebido, entre ellas Rasa y Luet, que eran las más frágiles durante la preñez. Permanecieron pues para una segunda cosecha, y unos meses más, hasta que todas las mujeres menos Sevet hubieron dado a luz. Fueron treinta los que emprendieron el próximo tramo del viaje, y la primera generación de niños ya caminaba y la mayoría empezaba a hablar antes de iniciar el viaje.

Habían sido dos buenos años. En vez de cultivar en el desierto, habían contado con campos fecundos y húmedos en terreno propicio. Sus cultivos eran más variados, la caza era mejor, y hasta los camellos medraron, dando a luz quince nuevas bestias de carga. Fabricar sillas fue difícil —ninguno de ellos había aprendido a hacerlo— pero encontraron el modo de poner a dos niños en cada uno de los cuatro animales más dóciles, que siempre viajaban con los camellos de las mujeres. Algunos niños se aterraron al subirse a las sillas de montar —los camellos son muy altos— pero pronto se acostumbraron, e incluso lo disfrutaron.

Tuvieron un agradable viaje por la sabana, a lo largo de la costa; devoraban kilómetros como nunca antes, ni siquiera en el liso desierto del sudoeste de Basílica. En tres días llegaron a una bahía que los hombres ya conocían, pues habían cazado y pescado allí durante los dos últimos años. Pero Volemak, por la mañana, los desalentó al revelarles que no irían al sur, como todos esperaban, sino al oeste.

¡Al oeste! ¡Mar adentro!

Volemak señaló la isla rocosa que asomaba en el mar a menos de dos kilómetros.

—Más allá hay otra isla, una isla enorme. En esa isla nos espera un viaje tan largo como el que hemos realizado desde que abandonamos el Valle de Mebbekew.

Con la marea baja, Nafai y Elemak intentaron vadear el estrecho que separaba la tierra firme de la isla. Pudieron lograrlo, y tuvieron que nadar muy poco en el medio. Pero los camellos se resistían, así que terminaron por construir balsas.

—Lo he hecho antes —dijo Elemak—. Nunca en un cruce de agua salada, pero aquí las aguas son bastante calmas.

Talaron árboles, botaron los troncos al agua, los sujetaron con sogas hechas con fibras de los juncos de las marismas. Tardaron una semana en construir las balsas, y dos días en cruzar los camellos —uno por vez— y luego los bultos, y por último las mujeres y los niños. Acamparon en la costa donde habían desembarcado, y los hombres llevaron las balsas hasta el extremo sudoccidental de la isla, donde las necesitarían para el cruce hacia la isla más grande. En otra semana el grupo había atravesado la isla pequeña y había cruzado a la más grande. Empujaron las balsas al agua y las siguieron con la mirada mientras se alejaban. La punta norte de la isla grande era montañosa y boscosa. Pero poco a poco las montañas dieron paso a las colinas, y luego a anchas sabanas. Desde una llanura baja y ondulante avistaron el Mar del Barranco al oeste y el Mar de Fuego al este, tan angosta era la isla en esa zona. Y cuanto más al sur viajaban, más comprendían por qué el Mar de Fuego se llamaba así. Se elevaban volcanes en el mar, y a lo lejos veían el humo de las erupciones.

—Esta isla formó parte de la tierra firme hasta hace cinco millones de años —explicó Issib—. Hasta entonces, el Valle de los Fuegos llegaba hasta esta isla, al sur de nosotros… y los fuegos todavía continúan en el mar que ha llenado el espacio que divide ambas partes del valle.

Criados en Basílica, no tenían una comprensión cabal de las fuerzas naturales. Basílica era un lugar inmutable que se enorgullecía de su antigüedad. Aquí, aunque los tiempos se medían en millones de años, podían ver claramente el enorme poder de ese planeta, y la virtual insignificancia de los moradores humanos de la superficie.

—Sin embargo, no somos insignificantes —dijo Issib—. Porque somos los que ven los cambios, y los conocen, y comprenden que hay cambios, que una vez las cosas fueron diferentes. Las demás criaturas del universo viven en un ahora infinito, inmutable. Sólo nosotros conocemos el paso del tiempo, sabemos que una cosa es causa de otra, que somos cambiados por el pasado y cambiaremos el futuro.

La isla se ensanchó, y el terreno se volvió más escabroso. Era similar al del Valle de los Fuegos, la continuación de ese valle, tal como Issib había pre-dicho. Pero era más apacible —nunca encontraron un sitio donde los gases subterráneos ardieran en la superficie— y el agua era más pura. Era cada vez más seco a medida que continuaban hacia el sur, aunque estaban internándose en una serranía.

—Estas montañas tienen nombre —dijo Issib, consultando el índice—. Dalatoi. Aquí vivía gente antes que la isla se separase de la tierra firme. Aquí se hallaba la más grande y más antigua de las Ciudades de Fuego.

—¿Skudnooy? —preguntó Luet, recordando la historia de esa ciudad de avaros que se aisló del mundo y supuestamente ocultaba la mayor parte del oro de Armonía en bóvedas subterráneas.

—No, Raspiatny —dijo Issib. Y todos recordaron las historias acerca de la ciudad de piedra y musgo, donde los arroyos atravesaban todas las habitaciones de una ciudad del tamaño de una montaña, tan alta que las habitaciones superiores se congelaban, y los que vivían allí tenían que encender fogatas para derretir los ríos, de modo que las habitaciones inferiores tuvieran agua todo el año.

—¿La veremos? —preguntaron.

—Lo que queda de ella —dijo Issib—. Fue abandonada hace diez millones de años, pero estaba hecha de piedra. La antigua carretera que estamos siguiendo lleva hacia allí.

Sólo entonces comprendieron que seguían una carretera antigua. No había rastros de pavimento, y la carretera a veces estaba destrozada o interrumpida por barrancos. Pero siempre regresaba al camino que ofrecía menor resistencia, y de cuando en cuando veían colinas cortadas para dar paso a la carretera, y valles parcialmente rellenos de piedras que aún no se habían gastado.

—Si aquí hubiera más lluvias —dijo Issib—, no quedaría nada. Pero la isla se ha desplazado al sur, de modo que esta tierra se encuentra en las latitudes del Gran Desierto del Sur, así que el aire es más seco y hay menos erosión. Algunas obras de la humanidad dejan sus rastros, a pesar de tanto tiempo.

—Alguien tiene que haber usado esta carretera en los últimos diez millones de años.

—No —dijo Issib—. Ningún ser humano ha pisado esta isla desde que se separó de la tierra firme.

—¿Cómo puedes saberlo? —se mofó Mebbekew.

—Porque el Alma Suprema ha impedido que los humanos vinieran aquí. Nadie recuerda siquiera que esta isla existe. Era el deseo del Alma Suprema. Mantener las cosas a buen recaudo y preparadas… para nosotros, supongo.

Vieron Raspyatny un día entero antes de llegar allí. Al principio parecía una montaña de extraña textura, pero al acercarse comprendieron que estaban viendo ventanas talladas en la piedra. Era una montaña alta, de modo que la ciudad tallada en su ladera debía ser inmensa.

Acamparon al noreste de la ciudad, donde corría un pequeño arroyo. Siguieron la corriente y encontraron que nacía en la ciudad misma. Dentro formaba cascadas y las paredes cercanas estaban cubiertas de musgo; era mucho más fría que el aire del desierto.

Se turnaron para explorar, en grupos numerosos, y algunos se hacían cargo de los niños y los animales mientras los demás trepaban por las ruinas de la ciudad.

Lejos del arroyo, la ciudad no estaba tan erosionada, aunque el interior no estaba tan bien preservado como la pared externa. Comprendieron el porqué cuando descubrieron rastros de un sistema de acueductos que, tal como decía la leyenda, había llevado agua a todas las habitaciones de la ciudad.

Les sorprendió la falta de corredores internos. Cada habitación desembocaba en otra.

—¿Cómo gozaban de intimidad? —preguntó Hushidh—. ¿Cómo podían estar a solas, si cada habitación era un lugar por donde caminaban todos?

Nadie tenía una respuesta.

—Más de doscientas mil personas vivían aquí en los viejos tiempos —dijo Issib—. Cuando toda esta zona estaba más al norte, y mejor irrigada. Toda la comarca estaba sembrada, durante kilómetros hasta el norte, pero sus enemigos nunca lograban atacarlos porque mantenían alimentos para diez años dentro de estas murallas, y nunca les faltaba agua. Sus enemigos podían quemar sus campos y sitiarlos, pero se morían de hambre antes que los habitantes de Raspyatny padecieran la menor necesidad. Sólo la naturaleza misma podía despoblar este lugar.

—¿Por qué todo esto no fue destruido en los terremotos del Valle de los Fuegos? —preguntó Nafai.

—No hemos visto la ladera oriental. El índice dice que media ciudad fue arrasada en dos grandes terremotos, cuando se abrió la grieta y penetró el mar.

—Habría sido glorioso ver semejante inundación —dijo Zdorab—. Desde un lugar seguro, naturalmente.

—Todo el lado oriental de la ciudad se derrumbó —continuó Issib—. Ahora es sólo una ladera de montaña. Pero este lado se conservó. Diez millones de años. Nunca se sabe. Desde luego, los arroyos lo están erosionando por dentro, transformando el exterior en una cáscara vacía. Con el tiempo se desplomará. Tal vez toda de golpe. Una parte se quebrará, y ejercerá demasiada presión sobre el resto, y todo se derrumbará como un castillo de arena en la playa.

—Hemos visto una de las ciudades de los héroes —dijo Luet.

—Y las leyendas eran ciertas —dijo Obring—. Lo cual me lleva a preguntarme si la ciudad de Skudnooy también estará por aquí.

—El índice dice que no —dijo Issib—. Se lo pregunté.

—Qué pena —dijo Obring—. Todo ese oro.

—Oh, vamos —dijo Elemak—. ¿Y dónde ibas a venderlo? ¿O acaso te lo comerías? ¿O lo llevarías encima?

—Conque ni siquiera se me permite soñar con grandes riquezas, ¿eh? —dijo Obring de mal humor—. ¿Sólo se permiten sueños prácticos?

Elemak se encogió de hombros y calló.

Tras alejarse de las inmediaciones de Raspyatny —tardaron un día entero en rodear el lado occidental de la ciudad, que parecía haber cubierto toda la ladera de la montaña— atravesaron un paso alto, que también parecía preparado para albergar una carretera con mucho tráfico.

—En un tiempo esta carretera unía las Ciudades de Fuego con las Ciudades de las Estrellas —dijo Issib—. Ahora sólo conduce a un desierto.

El paso los condujo a una sabana vasta y seca donde la isla se angostaba, con el Mar de las Estrellas al este y el resplandor azul del extremo meridional del Mar del Barranco al oeste. Mientras descendían, perdieron de vista el mar occidental; en cambio, a petición del Alma Suprema, bordearon la costa occidental, porque allí llovía más y podían pescar en el mar.

Fue un trayecto difícil. No había agua, y en tres ocasiones tuvieron que cavar fuentes, y el calor era aplastante bajo el tórrido sol tropical. Pero ésta era exactamente la clase de terreno que Elemak y Volemak habían afrontado desde su juventud, y avanzaron a buen ritmo. Diez días después bajaron del paso entre las montañas Dalatoi; el Alma Suprema los condujo hacia el sur cuando la línea costera viró al sureste, y mientras ascendían por colinas ondulantes, la hierba se volvió más tupida, y más árboles salpicaban el paisaje. Atravesaron montañas bajas y castigadas por los elementos, bajaron por un valle, subieron más colinas, y luego descendieron por la comarca más bella que habían visto jamás.

Había bosques y anchos prados, y las abejas zumbaban sobre campos de flores silvestres, prometiendo que la miel sería fácil de encontrar. Había arroyos de aguas cristalinas que desembocaban en un río ancho y meandroso. Shedemei se apeó del camello y examinó el suelo.

—No es como los herbazales del desierto —dijo—. No sólo raíces. Aquí hay una auténtica capa de tierra fértil. Podemos cultivar en estos prados sin destruirlos.

Por primera vez en todo el viaje, Elemak no se molestó en conferenciar con Volemak para decidir dónde acamparían. No había lugar donde no hubieran podido detenerse para pasar la noche.

—Esta tierra podría albergar a toda la población de Seggidugu y todos vivirían en medio de riquezas —dijo Elemak—. ¿No crees, Padre?

—Y somos los únicos humanos aquí —respondió Volemak—. El Alma Suprema preparó este sitio para nosotros. Nos ha aguardado diez millones de años.

—¿Entonces nos quedamos aquí? ¿Aquí veníamos?

—Nos quedaremos aquí por ahora. Varios años, por lo menos. El Alma Suprema aún no está preparada para llevarnos a las estrellas, de regreso a la Tierra. Por ahora, éste será nuestro hogar.

—¿Cuántos años? —preguntó Elemak.

—Bastantes, así que deberemos construir casas dé madera, y usar nuestras viejas tiendas como toldos y cortinas —dijo Volemak—. A partir de aquí ya no viajaremos por tierra ni por mar. Sólo nos iremos cuando subamos a las estrellas. Así pues, llamemos a este sitio Dostatok, porque con su abundancia colmará nuestras necesidades. El río se llamará Rasa, porque es fuerte y vital y nunca cesará de brindarnos lo que necesitamos.

Rasa asintió en señal de gratitud, pero en su ligera sonrisa Luet vio que ella sabía que su esposo trataba de ser conciliador en el uso de los nombres.

Se asentaron en un promontorio bajo, frente a la desembocadura del río Rasa, cuyas aguas se derramaban en el Océano Meridional. Tan lejos habían llegado, dejando atrás el Mar del Barranco y el Mar de las Estrellas. Al cabo de un mes todos tenían casas de madera con techo de paja, y en esa latitud el clima era favorable todo el año, así que no importaba mucho en qué momento sembraban; había lluvias casi todos los días, y las torrenciales tormentas pasaban deprisa, sin causar daños.

Los animales eran tan dóciles que no temían al hombre; pronto domesticaron las cabras salvajes, que obviamente descendían de los mismos animales que se arreaban en las cercanías de Basílica; la leche de camello se convirtió al fin en un líquido que sólo bebían los camellos pequeños, y «queso de camello» se convirtió en un eufemismo para designar aquello que los bebés bien alimentados dejaban en sus pañales. En los seis años siguientes nacieron más niños, hasta que hubo treinta y cinco pequeños, cuya edad abarcaba desde los ocho años hasta varios recién nacidos. Cultivaban los campos juntos, y compartían equitativamente los productos; de cuando en cuando los hombres iban de cacería, obteniendo carne para secar y salar, y pieles para curtir. Rasa, Issib y Shedemei se encargaron de la educación de los niños, abriendo una escuela.

Claro que no todo era paz y alegría. Había riñas. Kokor pasó un año entero sin hablar a Sevet, por una trivialidad; hubo otro enfrentamiento entre Meb y Obring que indujo a Obring a construir una casa más alejada del resto del grupo. Había resentimientos: algunos pensaban que los demás no trabajaban lo suficiente, otros pensaban que su trabajo era más valioso que las tareas de los demás. Y existía una tensión constante entre las mujeres, que buscaban el liderazgo de Rasa, y los hombres, que no consideraban definitiva ninguna decisión a menos que Volemak o Elemak la hubieran aprobado. Pero capearon los temporales, superaron las tensiones, encontrando un equilibrio de liderazgo entre la lealtad de Volemak a los propósitos del Alma Suprema, la clarividente compasión de Rasa, y la cruda evaluación de Elemak de lo que necesitaban para sobrevivir. Si alguna infelicidad albergaban sus corazones, permaneció oculta, sepultada bajo las duras faenas que marcaban el ritmo de sus vidas, para disolverse en esos momentos en que la alegría era desbordante y el amor más puro.

La vida fue tan grata en esos años que no hubo uno solo de ellos que en algún instante no deseara que el Alma Suprema los olvidara, y los dejara en la paz y la dicha de Dostatok.

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