1. LA LEY DEL DESIERTO

Shedemei era científica, no viajera del desierto. Podía prescindir de las comodidades de la ciudad —no le molestaba dormir en el suelo o en una mesa en vez de una cama— pero le disgustaba que la alejaran por la fuerza de su laboratorio, su trabajo, todo lo que daba sentido a su vida. Nunca había querido sumarse a esa descabellada expedición. Pero ahí estaba, hamacándose sobre un camello en el viento seco y caluroso del desierto, mientras el lomo del camello que iba delante se mecía con otro ritmo. El calor y el movimiento le producían náuseas, jaqueca.

Varias veces estuvo a punto de regresar. Sabría encontrar el camino; le bastaría acercarse a Basílica para que su ordenador la conectara con la ciudad y la guiara el resto del trayecto. A solas, andaría más rápidamente, e incluso podría estar de vuelta antes del anochecer. Y sin duda la dejarían entrar en la ciudad. No era consanguínea ni pariente política de ningún integrante de ese grupo. Sólo se había exilado con ellos porque se había encargado de suministrarles las cajas de almacenaje llenas de semillas y embriones que restablecerían una semblanza de la vieja flora y fauna de la Tierra. Le había hecho un favor a su vieja maestra, nada más. No podían imponerle el exilio por eso.

Pero ese cargamento era el motivo por el cual no regresaba. ¿Quién más sabría cómo revivir los miles de especies que llevaban esos camellos? ¿Quién más sabría cuáles debían ir primero, para afianzarse antes que surgieran especies que se alimentarían de las anteriores?

No es justo, pensó Shedemei por milésima vez. Soy la única de esta partida que puede realizar esta tarea, pero para mí no representa el menor desafío. No es ciencia, sino agricultura. No estoy aquí porque la tarea que me ha encomendado el Alma Suprema sea tan exigente, sino porque los demás la ignoran por completo.

—Pareces enfadada y desdichada.

Rasa se le había acercado con su camello por el sendero ancho y pedregoso. Rasa, su maestra, casi su madre. Pero no su verdadera madre, ni por sangre ni por derecho.

—Sí —dijo Shedemei.

—¿Enfadada conmigo? —preguntó Rasa.

—En parte. Tú nos has metido en todo esto. No tengo ninguna relación con estas personas, salvo por tu intermedio.

—Todos tenemos la misma relación —dijo Rasa—. El Alma Suprema te envió un sueño, ¿verdad?

—Yo no lo pedí.

—Nadie lo pidió —dijo Rasa—. Pero comprendo a qué te refieres, Shedemei. Todos los demás tomaron decisiones que los condujeron a esto. Nafai, Luet, Hushidh y yo hemos venido por propia voluntad… hasta cierto punto. Y Elemak y Mebbekew, por no mencionar a mis hijas, benditos sean sus malignos corazones, están aquí porque tomaron algunas decisiones estúpidas y ruines. Los demás están aquí porque tienen contratos de matrimonio, aunque para algunos el hecho de venir sólo significa complicar el error original. Pero tú, Shedemei, sólo estás aquí por tu sueño. Y por lealtad a mí.

El Alma Suprema le había enviado un sueño donde flotaba en el aire, desparramando semillas y mirándolas crecer, transformando un desierto en un bosque y un vergel, lleno de verdor, poblado de animales. Shedemei echó una ojeada al árido desierto que la rodeaba: unas pocas plantas espinosas se aferraban a la vida aquí y allá, unos pocos lagartos se alimentaban de unos pocos insectos que apenas hallaban agua para sobrevivir.

—Esto no es mi sueño —dijo.

—Pero viniste —dijo Rasa—. En parte por el sueño, y en parte por amor a mí.

—No hay esperanzas de triunfar —dijo Shedemei—. Estos no son colonos. Sólo Elemak tiene aptitud para sobrevivir.

—Él es el más experimentado en los viajes por el desierto. Nyef y Meb se las apañan bastante bien, por su parte. Y los demás aprenderemos.

Shedemei calló, pues no quería discutir.

—Me enfurece cuando eludes un enfrentamiento de esa manera —dijo Rasa.

—No me gusta el conflicto —dijo Shedemei.

—Pero siempre te echas atrás precisamente cuando estás por decirle a la otra persona lo que ella necesita oír.

—No sé qué necesitan oír los demás.

—Di lo que tenías en mente hace un instante. Dime por qué crees que nuestra expedición está condenada al fracaso.

—Basílica —dijo Shedemei.

—Hemos dejado la ciudad. Ya no puede causarnos daño.

—Basílica nos dañará de mil maneras. Siempre será nuestro recuerdo de una vida más cómoda, más fácil. Siempre nos desgarrará el anhelo de volver.

—Sin embargo, no es la nostalgia lo que te preocupa.

—Llevamos media ciudad con nosotros. Todas las flaquezas de la ciudad, pero ninguna de sus virtudes. Tenemos el hábito del ocio, pero no la riqueza ni las propiedades que lo hacían posible. Nos hemos acostumbrado a complacer muchos apetitos, lo cual no podremos hacer en una diminuta colonia como será la nuestra.

—No es la primera vez que la gente abandona la ciudad para ir a colonizar.

—Los que desean adaptarse se adaptan, eso lo sé —dijo Shedemei—. ¿Pero cuántos desean hacerlo? ¿Cuántos tendrán la voluntad para renunciar a sus deseos personales, para sacrificarse por el bien común? Yo no poseo esa voluntad. Me enfado más con cada kilómetro que me aleja de mi trabajo.

—Pues entonces somos afortunados —dijo Rasa—. Aquí nadie más tenía un trabajo digno de mención. Y quienes lo tenían han perdido todo, de modo que no podrían regresar aunque quisieran.

—El trabajo de Meb está allá —dijo Shedemei. Rasa quedó desconcertada un instante.

—No creo que Meb tuviera ningún trabajo, a menos que te refieras a su lamentable carrera de actorzuelo.

—Me refería a su proyecto vital de acostarse con toda mujer de Basílica, con excepción de sus parientes, las muy feas y las difuntas.

—Oh —sonrió Rasa—. Ese trabajo.

—Y no es el único caso —dijo Shedemei.

—Lo sé —dijo Rasa—. Eres demasiado amable para decirlo, pero sin duda mis hijas ansían regresar para retomar sus propias versiones de ese proyecto.

—No quise ofenderte.

—No me has ofendido. Conozco demasiado a mis hijas. Han heredado muchas cosas del padre para que yo no sepa qué esperar de ellas. Pero cuéntame, Shedya, con franqueza. ¿Cuál de estos hombres les puede parecer atractivo?

—Al cabo de unas semanas, o de unos días, todos los hombres les parecerán atractivos. Rasa se echó a reír.

—Sospecho que tienes razón, querida. Pero todos los hombres de nuestra pequeña partida están casados, y puedes apostar a que sus esposas vigilarán para no sufrir intrusiones en su territorio.

Shedemei meneó la cabeza.

—Rasa, te equivocas. El hecho de que tú hayas escogido permanecer casada con el mismo hombre, renovando el contrato año tras año, al menos desde que diste a luz a Nafai, no significa que las demás mujeres sean tan posesivas y protectoras con sus esposos.

—¿Crees que no? Mi querida hija Kokor casi mató a su hermana Sevet porque se acostaba con Obring, el marido de Kokor.

—Bien, Obring no intentará dormir de nuevo con Sevet. Pero eso no le impedirá probar suerte con Luet, por ejemplo.

—¡Luet! —exclamó Rasa—. Es una muchacha maravillosa, Shedya, pero no posee el tipo de belleza que atrae a un hombre como Obring, y además es muy joven, y está obviamente enamorada de Nafai. Ante todo, es la vidente de Basílica y Obring tendría miedo de acercársele.

Shedemei sacudió la cabeza. ¿Acaso Rasa no veía que todos esos argumentos perderían importancia con el paso del tiempo? ¿No comprendía que la gente como Obring y Meb, Kokor y Sevet, vivían para cazar, y les importaba muy poco quién fuera la presa?

—Y si crees que Obring probará suerte con Eiadh, me reiré a carcajadas —dijo Rasa—. Sí, podría desearlo, pero Eiadh es una muchacha que sólo ama y admira la fuerza en un hombre, y Obring jamás poseerá esa virtud. No, creo que Obring le será muy fiel a Kokor.

—Rasa, mi querida maestra y amiga —dijo Shedemei—, antes que haya concluido este mes, Obring habrá tratado de seducirme aun a mí.

Rasa miró a Shedemei con un asombro que no pudo disimular.

—Vamos, tú no eres su…

—Su tipo es cualquier mujer que últimamente no le haya dicho que no —dijo Shedemei—. Y te advierto, nuestro grupo es demasiado pequeño para soportar la tensión sexual. Si fuéramos como mandriles, con hembras que sólo son atractivas sexualmente pocas veces, entre una preñez y otra, podríamos tener apareamientos improvisados como ellos. Podríamos soportar conflictos periódicos entre los machos, porque terminarían muy pronto y tendríamos paz el resto del año. Pero lamentablemente somos humanos, y nos relacionamos de otra manera. Nuestros hijos necesitan paz y estabilidad. Y somos demasiado pocos para aceptar homicidios.

—Homicidios —dijo Rasa—. Shedemei, ¿qué pasa contigo?

—Nafai ya ha matado a un hombre. Y tal vez sea la persona más bondadosa del grupo, con la excepción de Vas.

—El Alma Suprema le dijo que lo hiciera.

—Sí, de modo que Nafai es el único de este grupo que obedece al Alma Suprema. Los demás estarán aún más inclinados a obedecer a su propio dios.

—¿Qué dios?

—El que les cuelga entre las piernas —dijo Shedemei.

—Los biólogos tienen una visión muy cínica de los seres humanos. Hablas como si fuéramos los animales más inferiores.

—No los más inferiores. Nuestros machos no tratan de devorar a su prole.

—Y nuestras hembras no devoran a los machos —añadió Rasa.

—Aunque algunas lo han intentado.

Ambas rieron. Hablaban en voz baja, y sus camellos estaban separados de los demás, pero sus risas franquearon la distancia, y los demás se volvieron para mirarlas.

—¡No os enfadéis! —exclamó Rasa—. ¡No nos reíamos de vosotros!

Pero Elemak, que cabalgaba cerca del frente de la caravana, volvió grupas y se les aproximó con una expresión de fría cólera.

—Trata de dominarte, Rasa —dijo.

—¿Qué? ¿Mi risa fue demasiado fuerte?

—Tu risa… y tu pequeña broma. A todo pulmón. Esta brisa puede llevar una voz de mujer a kilómetros de distancia. Este desierto no está densamente poblado, pero si alguien te oye, pronto serás violada, asaltada y muerta.

Shedemei sabía que Elemak tenía razón. Era caravanero por profesión. Pero ningún hombre tenía derecho a hablarle a la dama Rasa con ese tono hiriente y socarrón.

Rasa no dio importancia al insulto implícito en la actitud de Elya.

—¿Un grupo tan numeroso como el nuestro? —preguntó con aire inocente—. Pensé que los salteadores se mantendrían alejados.

—Ellos buscan grupos como el nuestro —dijo Elemak—. Más mujeres que hombres. Viajando despacio. Con mucho equipaje. Hablando en voz alta. Dos mujeres que se alejan y se separan del resto del grupo.

Sólo entonces Shedemei comprendió cuan vulnerables eran ella y Rasa. Sintió miedo. No estaba en absoluto acostumbrada a pensar así, a pensar en evitar un ataque. En Basílica siempre estaba a salvo. En Basílica las mujeres siempre estaban a salvo.

—Y echad otro vistazo a los hombres de nuestra caravana —dijo Elemak—. ¿Cuál de ellos sería capaz de pelear para salvaros de una banda de tres o cuatro salteadores, por no hablar de una docena?

—Tú —dijo Rasa. Elemak la miró fijamente.

—En este descampado, donde ellos tendrían que mostrarse desde cierta distancia, supongo que podría. Pero preferiría no hacerlo. Así que aproximaos y callaos. Por favor.

Ese Por favor contribuyó poco a morigerar la severidad de su voz, pero eso no impidió que Shedemei decidiera obedecerle. No confiaba, como Rasa, en que Elemak pudiera protegerlas sin ayuda de una banda de merodeadores, aunque fuera pequeña.

Elemak la miró de soslayo, con una expresión que ella no supo interpretar, dio media vuelta y cabalgó con su camello hacia el frente de la pequeña caravana.

—Será interesante ver quién manda cuando lleguemos al campamento de Wetchik, si tu marido o Elemak —dijo Shedemei.

—No hagas caso de los alardes de Elya —dijo Rasa—. Será mi esposo quien mande.

—Yo no estaría tan segura. Elemak toma su autoridad con mucha naturalidad.

—Le agrada esa sensación de poder. Pero sólo sabe imponerse mediante el miedo. ¿No comprende que el Alma Suprema protege esta expedición? Si algún merodeador piensa siquiera en aproximarse, el Alma Suprema le hará olvidar la idea. Estamos tan a salvo como si estuviéramos en nuestra cama, en nuestro hogar.

Shedemei no le recordó que pocos días atrás se habían sentido muy inseguras en sus camas. Tampoco mencionó que Rasa acababa de demostrar el argumento de Shedemei: cuando pensaba en hogar y seguridad, pensaba en Basílica. El fantasma de su antigua vida en la ciudad los acecharía durante largo tiempo.

Esta vez fue Kokor quien detuvo su bestia y aguardó a que Rasa la alcanzara.

—Te has portado mal ¿eh, mamá? —dijo—. ¿El díscolo Elemak tuvo que venir a reprenderte?

La puerilidad de Kokor exasperó a Shedemei. Claro que Kokor siempre la exasperaba. Era falsa y manipuladora, y era sorprendente que sus lamentables triquiñuelas surtieran efecto con tanta frecuencia, pues de lo contrario Kokor habría encontrado nuevos recursos.

Pero, al margen de los resultados habituales de su actuación, las triquiñuelas de Kokor no surtían efecto con su propia madre.

Rasa le clavó una mirada glacial y respondió:

—Shedya y yo conversábamos en privado, querida. Lamento que hayas entendido mal y pensaras que te habíamos invitado a compartir la charla.

Kokor tardó sólo un instante en comprender, y su rostro se oscureció… ¿de furia? Luego miró desdeñosamente a Shedemei y dijo:

—Madre está decepcionada porque no he salido como tú, Shedya. Me temo que ni mi cerebro ni mi cuerpo tenían suficiente belleza interior.

Luego, torpemente, apuró el paso de su camello y se les adelantó.

Shedemei sabía que Kokor había querido insultarla, recordándole que la única belleza que ella poseería en toda su vida sería la interior. Pero hacía tiempo que Shedemei había superado su envidia adolescente por las muchachas hermosas.

Rasa parecía estar pensando lo mismo que ella.

—Es raro, ¿verdad? Los que carecen de atractivos físicos son capaces de apreciar la belleza física de los demás, pero los que sufren una mutilación moral son ciegos a la bondad y la decencia. De veras creen que no existe.

—Saben que existe, claro que sí —dijo Shedemei—. Pero nunca saben qué personas la tienen. Claro que mis actuales sentimientos no me revelarían como un dechado de belleza moral.

—¿Pensabas en el homicidio? —preguntó Rasa.

—Nada tan directo ni definitivo. Sólo deseaba que Kokor tuviera unas espantosas magulladuras en el trasero.

—¿Y Elemak? ¿Lo maldijiste con otra incomodidad?

—En absoluto. Como bien dices, no era preciso que nos hiciera obedecer por medio del miedo. Pero creo que tiene razón. A fin de cuentas, el Alma Suprema no siempre ha logrado salvarnos del peligro. No, a Elya no le guardo rencor.

—Ojalá fuera tan madura como tú, entonces. Me disgustó que me hablara con tanta arrogancia. Sé por qué lo hace, desde luego… él piensa que mi jerarquía en la ciudad constituye una amenaza para su autoridad en el desierto, así que me ha puesto en cintura. Pero debería comprender que tengo suficiente criterio para aceptar su liderazgo sin necesidad de que me humille.

—No se trata de lo que tú necesitas, sino de lo que él necesita. Y él necesita sentirse superior a ti. Llegado el caso, también yo lo necesito, anciana tonta.

Por un instante Rasa la miró horrorizada. Pero cuando Shedemei estaba por explicarle que era una broma (¿por qué nadie entendía nunca sus humoradas?), Rasa sonrió pícaramente.

—Prefiero ser una anciana tonta y no una joven tonta —dijo—. Las ancianas tontas no cometen errores tan espectaculares.

—No estés tan segura —dijo Shedemei—. Participar en esta expedición, por ejemplo…

—¿Un error?

—Para mí lo es, sin duda. Mi vida es la genética, y ahora tendré que conformarme con reproducir mis propios genes.

—No lo digas en ese tono. Tener hijos no es tan espantoso. No todos son Kokor, y hasta es posible que ella logre humanizarse algún día.

—Sí, pero tú amaste a tus esposos —dijo Shedemei—. ¿Con quién terminaré yo, tía Rasa? ¿Tu hijo tullido? ¿Con el bibliotecario de Gaballufix?

—Creo que Hushidh piensa casarse con Issib —dijo Rasa con voz glacial, aunque a Shedemei no le importó.

—Oh, sé cómo has dispuesto nuestros destinos. Pero dime, tía Rasa, si Nafai no hubiera traído al bibliotecario consigo cuando robó el índice… ¿habrías decidido traerme a mí?

Rasa puso cara de piedra. Tardó un largo rato en responder.

—Vamos, tía Rasa. No soy tonta, y prefiero que no trates de engañarme.

—Necesitaba tus conocimientos, Shedya. No fui yo quien te escogió, sino el Alma Suprema.

—¿Estás segura de que no fuiste tú, contando varones y mujeres y asegurándote de que todos tuvieran pareja?

—El Alma Suprema te envió ese sueño.

—Lo lamentable es que, salvo en tu caso, no está probado que ninguno de nosotros tenga capacidad para reproducirse. Es posible que hayas unido a uno de estos hombres con una esposa estéril. O tal vez hayas unido a alguna mujer con un marido estéril.

Rasa empezaba a impacientarse.

—Te he dicho que no fue mi elección… Luet también tuvo una visión, y…

—¿Y tú darás el ejemplo? ¿Tú tendrás más hijos, tía Rasa?

Rasa quedó estupefacta.

—¿Yo? ¿A mi edad?

—Aún tienes huevos fecundos. Sé que no has llegado a la menopausia, porque ahora tienes la regla. Rasa la miró consternada.

—¿Por qué no me pones bajo uno de tus microscopios?

—No cabrías. Tendría que cortarte en lonjas.

—A veces tengo la sensación de que ya lo has hecho.

—Rasa, nos haces detener varias veces por día. Sé que no tienes un problema de continencia. Tocios sabemos que estás derramando las lágrimas de la luna. Rasa enarcó las cejas en un gesto de resignación.

—Más hijos. Lo que me faltaba.

—Creo que deberías tenerlos. Sería un ejemplo para los demás. ¿No comprendes? No es sólo un viaje. Somos una colonia. La primera prioridad de los colonos es la reproducción. Una persona sin hijos no vale nada. Y por mucho que Elemak envidie tu autoridad, tú eres líder de estas mujeres. Debes fijar pautas de conducta para las demás. Si tú estás dispuesta a quedar embarazada durante el viaje, las demás te imitarán, sobre todo porque sus maridos sentirán la necesidad de demostrar que ellos no son menos que Wetchik.

—Él ya no es Wetchik —observó Rasa—. Es Volemak.

—Todavía es potente, ¿verdad?

—Vaya, Shedemei, ¿ninguna pregunta te avergüenza? ¿Por qué no nos pides muestras de materia fecal?

—Antes que concluya este viaje, sospecho que habré visto toda clase de muestras. Soy la única que tiene algún conocimiento de medicina.

Rasa rió entre dientes.

—Ya me imagino a Elemak trayéndote una muestra de semen.

Shedemei tampoco pudo contener la risa, ante la sola idea de pedir esa muestra. ¡Semejante ofensa a su dignidad de líder de la caravana!

Cabalgaron unos minutos en silencio.

—¿Lo harás? —preguntó al fin Rasa.

—¿Qué?

—Casarte con Zdorab.

—¿Quién?

—El bibliotecario, Zdorab.

—Casarme con él —suspiró Shedemei—. Nunca pensé en casarme con nadie.

—Cásate y ten sus hijos.

—Supongo que lo haré —dijo Shedemei—. Pero no si vivimos bajo la ley de los mandriles.

—¡La ley de los mandriles!

—Como en Basílica… con una competencia por nuevas parejas cada año. Aceptaré a ese hombre maduro que nunca he visto, compartiré mi lecho con él, daré a luz sus hijos, los criaré con él… pero no si debo luchar para conservarlo. No si tengo que soportar que corteje a Eiadh, Hushidh, Dolya o Kokor cada vez que nuestro contrato de matrimonio esté por expirar, y que luego se arrastre para pedirme que renueve su contrato porque las mujeres realmente apetecibles no lo aceptan.

Rasa asintió.

—Entiendo lo que intentabas decir antes. No hablabas de la infidelidad de Kokor, sino de las costumbres con que nos hemos criado.

—Exacto —dijo Shedemei—. Somos un grupo demasiado pequeño para mantener las costumbres matrimoniales de Basílica.

—Es una cuestión de escala, ¿verdad? En la ciudad, cuando una mujer no le renueva el contrato a un hombre, o cuando él no lo pide, ambos se pueden eludir por un tiempo, hasta que cesa el dolor. Es posible encontrar a otras personas, porque hay miles para elegir. Pero nosotros sumamos dieciséis. Ocho hombres, ocho mujeres. Sería insoportable.

—Algunos querrían matar, tal como lo intentó Kokor. Y otros querrían morir.

—Tienes razón, tienes razón, tienes razón —murmuró Rasa, como si pensara en voz alta—. Pero no podemos decirlo ahora. Algunos regresarían, a pesar del desierto y los bandidos. Monogamia vitalicia… vaya, dudo que Sevet y Kokor hayan sido fieles una semana seguida. Y Meb no se había casado hasta ahora por la buena razón de que no piensa ser fiel pero carece de la capacidad de mis hijas para comportarse con absoluta deshonestidad. Y ahora les diremos que deben ser fieles. Sin contratos anuales, sin posibilidad de cambiar.

—No les agradará.

—Por eso, no les diremos nada hasta llegar al campamento de Volemak. Cuando sea demasiado tarde para que regresen.

Shedemei no podía creer que Rasa dijera semejante cosa. Aun así, respondió con serenidad:

—Pero yo creo que si desean volver, deberíamos permitirlo. Son gente libre, ¿verdad?

—No —replicó enfáticamente Rasa—, no lo son. Eran libres hasta que tomaron las decisiones que los trajeron aquí, pero ahora no son libres porque nuestra colonia, nuestro viaje, no puede tener éxito sin ellos.

—Estás muy segura de que puedes lograr que los demás respeten sus compromisos —murmuró Shedemei—. Nadie logró que lo hicieran antes. ¿Cómo podrás ahora?

—No se trata sólo de la expedición —dijo Rasa—. Es por su propio bien. El Alma Suprema ha anunciado claramente que Basílica será destruida… y ellos con la ciudad, si están allí cuando llegue el momento. Les estamos salvando la vida. Pero los más interesados en regresar son también los menos propensos a creer en las visiones que nos ha mostrado el Alma Suprema. Así que para salvarles la vida debemos…

—¿Engañarlos?

—Postergar ciertas explicaciones.

—¿Porque tú sabes mejor que ellos lo que les conviene?

—Sí —dijo Rasa—. Sí, en efecto.

Eso exasperó a Shedemei. Lo que Rasa decía era cierto, pero no alteraba su convicción de que la gente tenía derecho a elegir, aun su propia destrucción, si así lo deseaba. Tal vez era otro lujo de la vida en Basílica, tener el derecho a la autodestrucción, por estupidez o miopía, pero en tal caso era un lujo al que Shedemei aún no estaba dispuesta a renunciar. Una cosa era decirle a la gente que una monogamia fiel era una de las condiciones para pertenecer al grupo. Entonces cada cual podría optar por quedarse y obedecer o por marcharse y atenerse a otras reglas. Pero mentirles hasta que fuera demasiado tarde para escoger… se trataba de la libertad, y la libertad era lo que daba sentido a la supervivencia.

—Tía Rasa —dijo Shedemei—, tú no eres el Alma Suprema.

Y con ese comentario, azuzó el camello, dejando a Rasa atrás. No porque hubiera dicho todo lo que quería decir, sino porque estaba demasiado furiosa para quedarse; no soportaba tener una discusión con la tía Rasa. Shedemei odiaba las discusiones. Siempre la dejaban barruntando durante días. Y ya tenía motivos de sobra para barruntar.

Zdorab. ¿Qué clase de hombre se convierte en archivista de un poderoso asesino como Gaballufix? ¿Qué clase de hombre permite que un muchacho como Nafai lo induzca a traicionar la confianza del amo, entregando el precioso índice, y luego se marcha de la ciudad siguiendo al ladrón? ¿Y qué clase de hombre permite que Nafai lo someta y le arranque el juramento de ir al desierto y renunciar a Basílica?

Shedemei sabía exactamente qué clase de hombre: un debilucho estúpido y aburrido. Un cobarde tímido y obtuso que solicitará mi autorización formal cada vez que inicie sus torpes intentos de hacerme un hijo. Un hombre que no dará ni recibirá alegría en nuestro matrimonio. Un hombre que deseará haberse casado con cualquiera de las demás mujeres, pero que se quedará conmigo porque sabrá que ninguna de ellas lo aceptaría.

Zdorab, mi futuro esposo, no veo el momento de conocerte.


En su tercera noche en el desierto plantaron las tiendas con mayor presteza. Ahora todos conocían bien qué tareas debían hacer, y cuáles debían eludir. Rasa observó con desprecio que Meb y Obring pasaban gran parte del tiempo «ayudando» a sus esposas a realizar tareas que eran fáciles aun para un niño; tenían que hacerlo, pues ni Dolya ni Kokor las habrían hecho.

A veces Dol estaba dispuesta a trabajar, pero mientras Kokor y Sevet no hicieran nada, ella no pensaba ser menos. A fin de cuentas, Dol se había iniciado como actriz cuando Kokor y Sevet aún entonaban canciones infantiles. Rasa sabía cómo funcionaba la cabeza de Dol. Primero el estatus, después la decencia.

¡Pero al menos tenía la decencia en cuenta! ¿Quiénes son estas personas que he criado y educado? Las que son demasiado egoístas amenazan nuestra paz, pero otras son tan dóciles con el Alma Suprema que temo aún más por ellas.

Ahora no estoy a cargo de sus vidas, se recordó Rasa. Estoy a cargo de tensar las cuerdas de la tienda para que no se derrumbe con el primer vendaval.

—Se derrumbará si hay viento fuerte, hagas lo que hagas —dijo Elemak—. Así que no tienes que instalarla como si debiera resistir un huracán.

—¿Sólo una tormenta de arena?

Rasa sintió en el ojo el ardor de una gota de sudor. Trató de enjugársela con la manga, pero tenía el brazo más transpirado que la cara, a pesar de la ligera muselina.

—Este trabajo siempre te hace sudar, haga el tiempo que haga —dijo Elemak—. Permíteme.

Mantuvo tensa la cuerda mientras ella ajustaba el nudo. Rasa sabía muy bien que Elemak podría haberse encargado del nudo sin que le ayudaran a sostener la cuerda. Comprendió de inmediato qué se proponía, cerciorarse de que ella aprendiera su tarea, demostrándole confianza, y permitiéndole la satisfacción de haber armado la tienda.

—Eres hábil para esto —dijo Rasa.

—No es difícil hacer nudos, una vez que los aprendes.

Ella sonrió.

—Ah sí, nudos. ¿Eso es lo que estás haciendo aquí?

Él sonrió a su vez, y Rasa notó que él valoraba su elogio.

—Entre otras cosas, dama Rasa.

—Tú eres un conductor de hombres. No lo digo como madrastra, ni siquiera como cuñada, sino como una mujer que también ha ejercido el liderazgo. Aun los perezosos se avergüenzan de ser demasiado obvios en ello. —No mencionó que hasta ahora sólo había logrado concentrar la autoridad en sí mismo, sin que nadie la asimilara, de modo que no tenía efecto cuando él no estaba presente. Tal vez eso era todo lo que había necesitado durante sus años de caravanero. Pero si se proponía mandar esa expedición (y Rasa no era tan tonta como para creerse que Elemak tenía la menor intención de permitir que su padre ejerciera algo más que una autoridad formal) no podría limitarse a hacer que la gente dependiera de él. La esencia del liderazgo, mi querido y joven jefe, consiste en lograr que la gente sea independiente, de persuadirla de seguirte libremente. Entonces obedece los principios que le has enseñado, aunque le des la espalda. Pero no podía decirle esto en voz alta; aún no estaba preparado para oír esos consejos. Así que Rasa continuó alabándolo, con la esperanza de cimentar su confianza para que él aprendiera a escuchar—. Y mis hijas tienen menos quejas y discusiones que cuando sus vidas eran fáciles.

Elemak hizo una mueca.

—Sabes tan bien como yo que la mitad de ellos preferirían regresar a Basílica cuanto antes. Tal vez yo mismo lo preferiría.

—Pero no regresaremos —dijo Rasa.

—Supongo que sería decepcionante regresar a la ciudad de Moozh cuando él nos despidió con tanta gloria.

—Decepcionante y peligroso.

—Bien, Nafai está libre de la acusación de matar a mi amado hermanastro Gaballufix.

—No está libre de nada —dijo Rasa—. Y llegado el caso, tú tampoco, hijo de mi esposo.

—¡Yo! —El rostro de Elemak se endureció y se sonrojó. No era aconsejable que sus emociones fueran tan transparentes. No era lo que necesitaba un líder.

—Sólo quiero que comprendas que regresar a Basílica es imposible.

—Ten la certeza, Rasa, de que si quisiera regresar a Basílica antes de ver de nuevo a mi padre, lo haría. Y tal vez aún decida hacerlo después de verle.

Ella asintió.

—Me alegra que refresque de noche en el desierto. Así podemos soportar el brutal calor del día, sabiendo que la noche será benigna.

Elemak sonrió.

—Lo preparé para ti, dama Rasa.

—Shedemei y yo estuvimos hablando —dijo Rasa.

—Lo sé.

—Sobre un asunto muy grave. Algo que podría desbaratar nuestra colonia. El sexo, por cierto.

Elemak se puso alerta al instante, pero mantuvo la calma.

—¿Sí? —preguntó.

—Sobre todo, lo concerniente al matrimonio.

—Por el momento cada cual tiene su pareja. Ningún hombre duerme insatisfecho, cosa que no sucede en la mayoría de las caravanas. En cuanto a ti, Hushidh y Shedemei, pronto estaréis con vuestros maridos, o los hombres que lo serán.

—Pero algunos se interesan menos en la cópula que en la cacería.

—Lo sé —dijo Elemak—. Pero las opciones son limitadas.

—Y sin embargo algunos aún están eligiendo, aunque la elección parezca estar ya hecha.

Rasa notó que él se ponía tieso, fingiendo calma, rehusando hacerle la pregunta que tenía en el corazón. Teme por Eiadh, su mujer, su amada. Rasa no había pensado que Elemak fuera tan perceptivo en ese sentido, que ya estaría preocupado.

—Deben permanecer fieles a sus cónyuges —dijo Rasa.

Elemak asintió.

—Nunca he tenido ese problema. En mis caravanas, los hombres están solos hasta que llegamos a las ciudades, y entonces la mayoría se conforman con prostitutas.

—¿Y tú? —preguntó Rasa.

—Ahora estoy casado —dijo Elemak—. Con una esposa joven. Una buena esposa.

—Una buena esposa para un hombre joven. Elemak sonrió irónicamente.

—Nadie es joven para siempre —dijo.

—¿Pero será ella buena esposa dentro de cinco años? ¿O diez?

El la miró extrañamente.

—¿Cómo he de saberlo?

—Pero debes pensar en ello, Elya. ¿Qué clase de esposa será ella dentro de cincuenta años?

Él parecía desconcertado. No había pensado en el futuro, y ni siquiera sabía cómo fingir que había pensado en el futuro. Lo cogió totalmente por sorpresa.

—Pues lo que señalaba Shedemei, confirmando mis propias opiniones sobre el asunto, es que es imposible continuar con las costumbres matrimoniales de Basílica en el desierto. Basílica era muy grande, y nosotros somos apenas dieciséis personas. Ocho parejas. Cuando abandones a Eiadh por otra, ¿con quién se casará ella?

Por cierto, Rasa sabía (y sabía que Elemak también sabía) que lo más probable era que Eiadh decidiera no renovar el contrato conyugal con Elemak, y no a la inversa.

Pero la pregunta seguía siendo la misma. ¿Con quién se casaría Eiadh?

—Y los hijos —continuó Rasa—. Habrá hijos, pero no escuelas donde enviarlos. Se quedarán con sus madres, y otro hombre, otros hombres, los criarán.

Notó que su descripción del futuro preocupaba a Elemak. Sabía exactamente qué le preocupaba más, y no se avergonzaba de utilizar ese conocimiento. A fin de cuentas, los peligros que describía eran reales.

—Como ves, Elemak, mientras seamos sólo dieciséis almas que deben permanecer unidas para sobrevivir en el desierto, el matrimonio debe ser permanente.

Elemak no la miró. Pero los pensamientos se le veían en el rostro cuando se sentó en la alfombra que había extendido a manera de piso en el interior de la tienda, cubriendo el suelo arenoso.

—No podemos sobrevivir a las riñas —insistió ella—, los agravios… estaremos demasiado cerca, continuamente. Es preciso decírselo. Tu cónyuge de hoy lo es para siempre.

Elemak se acostó en la alfombra.

—¿Por qué me escucharían a mí si les hablara de ello? —dijo—. Creerán que lo digo para quedarme con Eiadh. Sé muy bien que otros ya están esperando el momento de cortejarla, cuando hayan pasado nuestros primeros años de matrimonio.

—Entonces debes persuadirlos de aceptar los motivos para un matrimonio monógamo… para que entiendan que no se trata de un plan interesado de tu parte.

—¿Persuadirlos? —Elemak soltó una carcajada—. Dudo que pueda persuadir a Eiadh.

Rasa notó que él se arrepentía al instante de haber hecho ese comentario. Era toda una confesión.

—Quizá persuasión no sea el término adecuado.

Es preciso ayudarles a entender que es una ley que debemos obedecer para evitar que esta familia se disgregue en un baño de sangre físico y emocional, tal como debemos guardar silencio cada día de viaje.

Elemak se incorporó, se inclinó hacia ella, con ojos plenos de… ¿qué? ¿Furor, temor, aflicción? Rasa se preguntó si había en juego más de lo que ella creía.

—Dama Rasa —dijo Elemak—, ¿esta ley que quieres es tan importante como para matar por ella?

—¿Matar? Eso es precisamente lo que más temo. Eso es lo que debemos evitar.

—Estamos en el desierto, y cuando lleguemos al campamento de Padre aún estaremos en el desierto, y en el desierto hay un solo castigo para cualquier delito. La muerte.

—No seas absurdo.

—Decapitación o abandono en el desierto, lo mismo da. Aquí el exilio es la muerte.

—Pero jamás se me ocurriría imponer una pena tan severa.

—Piénsalo, Rasa. ¿Dónde encarcelaríamos a alguien mientras viajamos? ¿Quién dispondría de tiempo libre para vigilar a un prisionero? Siempre se pueden dar azotes, por cierto, pero luego tendríamos que cuidar de una persona herida, y ya no podríamos viajar seguros.

—¿Y qué dices de revocar un privilegio? ¿Quitarle algo? Una multa, como se hacía en Basílica.

—¿Qué les quitarías, Rasa? ¿Qué privilegios tenemos? Si privas al infractor de algo que necesita de veras, como el calzado o el camello, lo lastimas de cualquier modo, y debemos viajar más despacio y arriesgar a todo el grupo. Si lo privas de lujos prescindibles, lo llenas de resentimiento y tienes una persona más a quien atender pero en quien no puedes confiar. No, Rasa, si la vergüenza no es suficiente para impedir que un hombre infrinja una ley, el único castigo efectivo es la muerte. El infractor no reincidirá, y todos los demás sabrán que va en serio. Y cualquier castigo más leve que la muerte surtirá el efecto contrario… el infractor reincidirá, y nadie más respetará la ley. Por eso te pregunto, antes de decidir que ésta ha de ser una ley en nuestros viajes, si consideras que vale la pena matar por ella.

—Pero de cualquier modo nadie te creerá capaz de matar, ¿verdad?

—¿Eso crees? Puedo decirte por experiencia que lo más difícil de castigar a un hombre en una travesía es contar a su viuda y sus huérfanos por qué no regresó a casa.

—Oh, Elemak, nunca creí…

—Nadie lo cree. Pero los hombres del desierto lo saben. Y cuando abandonas a un hombre en vez de matarlo al instante, tampoco le das ninguna posibilidad… ni camello, ni caballo, ni siquiera agua. De hecho, lo amarras de tal modo que no pueda moverse, para que los animales lo liquiden pronto… porque si vive demasiado, pueden encontrarlo los bandidos, y entonces padecerá una muerte más cruel, y mientras muere revelará a los bandidos tu paradero, y cuánta gente llevas, y cuántos montan guardia, y dónde guardas tus objetos de valor. También revelará otras cosas… el nombre cariñoso con que llama a su mujer, el apodo de los guardias, de modo que los bandidos sabrán qué decir en la oscuridad para confundir a tu gente y tomarla desprevenida. Les revelará…

—¡Basta! —exclamó Rasa—. Lo haces a propósito.

—Tú crees que la vida en el desierto es una cuestión de frío y calor, de camellos y tiendas, de ir de vientre en la arena y de dormir en alfombras en vez de camas. Pero yo te describo aquello que Padre, tú y Nafai habéis escogido para nosotros…

—Lo que ha escogido el Alma Suprema.

—… la vida más penosa que puedas imaginar, un mundo peligroso y brutal donde la muerte te respira en la nuca, y donde tienes que estar dispuesto a matar para mantener el orden.

—Pensaré en otra cosa. Otra manera de manejar los matrimonios…

—No podrás. Te devanarás los sesos, y al fin y al cabo llegarás a la única conclusión posible. Si esta descabellada colonia desea triunfar, debe triunfar en el desierto y por la ley del desierto. Eso significa que las mujeres deben ser fieles a sus hombres, o morir.

—Y los hombres, si ellos son infieles —dijo Rasa, con la certeza de que Elemak no podía pretender que sólo se castigara a las mujeres.

—Oh, entiendo. Si dos personas infringen esta ley del matrimonio, tú deseas que ambas mueran, ¿verdad? Ahora tú eres la sanguinaria. Una mujer es más prescindible que un hombre. A menos que propongas que entrene a Kokor y Sevet para luchar. A menos que creas que Dol y Shedemei pueden cargar las tiendas en el lomo de los camellos.

—Conque en tu mundo de hombres la mujer sufre el peor castigo…

—Ahora no estamos en Basílica, Rasa. Las mujeres prosperan donde la civilización es fuerte. Aquí no. Si lo piensas bien, verás que castigar a la mujer sola es el mejor modo de mantener la ley. Porque ningún hombre puede susurrar «te amo» cuando ambos saben que en realidad quiere decir «tengo tantas ganas de follarte que no me importa si te mueres». ¿Cuánto éxito puede tener su seducción? Y si trata de forzarla, ella gritará… porque sabrá que su vida está en juego. Y si pillamos a un violador, mientras ella grita, en ese caso es el hombre quien muere. ¿Entiendes? El arte de la seducción pierde todo su encanto.


Elemak casi se echó a reír ante el semblante consternado que tenía Rasa cuando él dio media vuelta y salió de la tienda. Sí, ella creía que podía ejercer el liderazgo aun en el desierto, donde no conocía ni siquiera los rudimentos de la supervivencia, donde era un peligro constante para todos, con su cháchara, con esa presunta sabiduría que siempre estaba ávida de compartir, con su aire de mando. Podía crear esa ilusión de poder en Basílica, donde las mujeres tenían a los hombres tan sometidos con costumbres y modales que ella podía tomar decisiones y lograr que otros las respetaran. Pero aquí pronto descubriría —ya estaba descubriendo— que le faltaba la auténtica voluntad de poder. Quería mandar, pero no quería tomar las duras decisiones que exigía el mando.

Conque matrimonio permanente. ¿Qué mujer podía satisfacer a un hombre vigoroso más de un par de años? Él siempre había considerado a Eiadh como una primera esposa. Habría sido magnífica en ese papel, adornando su primer hogar basilicano, dándole un primogénito, y luego ambos seguirían su camino. Elemak incluso había planeado que Rasa fuera la maestra de sus hijos, pues tenía talento para educar a los pequeños; Elemak sabía cuál era el auténtico valor de Rasa. Pero pensar que él estaría dispuesto a conservar a Eiadh cuando ella fuera gorda y vieja…

Pero en su corazón sabía que se mentía a sí mismo. Podía fingir que no quería a Eiadh para siempre, pero lo único que sentía por ella era deseo. Un deseo desbordante, posesivo, insaciable. La inconstante era Eiadh, no Elemak. Era ella quien había admirado a Nafai cuando él le hizo frente a Moozh y rechazó el consulado que le ofrecía el general. Era patético que admirase a Nyef por rechazar el poder en vez de admirar a su nuevo esposo por tenerlo y utilizarlo. Pero Eiadh era una mujer, a fin de cuentas, y también se había educado con esa reverencia mística por el Alma Suprema, y como el Alma Suprema había «elegido» a Nafai, esto lo hacía más atractivo a sus ojos.

En cuanto a Nafai… hacía meses que Elemak sabía que Nafai le había echado el ojo a Eiadh. Era uno de los motivos por los cuales Eiadh había atraído a Elemak desde el principio: al desposarla pondría a su entrometido hermanito en su sitio. Que se casara con ella después, cuando Eiadh ya hubiera tenido un par de hijos de Elemak. Así Nafai sabría qué lugar le correspondía. Pero ahora, maldición, Eiadh le había echado el ojo al chico, porque él había matado a Gaballufix. ¡Eso la atraía! Estaba enamorada de la ilusión de que Nafai era fuerte. Bien, mi querida Eiadh, mi tesoro, yo he matado antes, y no a un borracho tumbado en la calle. He matado a un bandido que atacaba mi caravana dispuesto a robar y matar. Y puedo matar de nuevo.

Puedo matar de nuevo, y Rasa ya ha aceptado la justificación. La ley del desierto, sí, eso pondrá fin a las intromisiones de Nafai. Rasa está tan segura de que su querido benjamín nunca infringiría la ley que aceptará que la pena por la desobediencia sea la muerte. Todos aceptarán. Y luego Nafai desobedecerá. Será tan simple, tan simétrico, y puedo matarlo exactamente con el mismo pretexto que Nyef usó para matar a Gaballufix… ¡que lo hago por el bien de todos!

Esa noche, cuando todos sentían en el vientre la pesadez de la cena fría, cuando la gélida brisa nocturna los obligó a buscar refugio en las tiendas, Elemak designó a Nafai para la primera guardia. Sabía que el pobre Nafai tenía muy presente quién aguardaba a Elemak dentro de su tienda. Sabía que Nafai estaba sentado bajo la helada luz de las estrellas, imaginando que Elya abrazaba el cuerpo desnudo de Eiadh, dando calor y humedad a la tienda. Sabía que Nafai oía, o creía oír, los gemidos de Eiadh. Y cuando Elemak salió de la tienda, con el olor y la transpiración del amor, sabía que Nafai regresaría con abatimiento a su propia tienda, donde el único solaz que el pobre chico encontraría sería el cuerpo escuálido de Luet la vidente. Sentía la tentación de aceptar la ley de Rasa e imponerla, pues así Nafai envejecería mirando a Eiadh y sabiendo que pertenecía a Elemak, que nunca, nunca podría hacerla suya.

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