El ordenador maestro del planeta Armonía estaba al fin lleno de esperanzas. Los seres humanos que había escogido se habían reunido fuera de la ciudad de Basílica. Ahora emprendían el primero de dos viajes. Éste los llevaría a través del desierto, a través del Valle de los Fuegos, hasta el extremo meridional de la isla antiguamente llamada Vusadka, a un sitio que ningún ser humano había hollado en cuarenta millones de años. El segundo viaje los llevaría desde ese lugar, a través de millones de años luz, hasta el planeta donde había nacido la especie humana, la Tierra, abandonado cuarenta millones de años atrás y ahora preparado para el retorno de los seres humanos.
No cualquier ser humano. Estos seres humanos. Los que habían nacido, al cabo de un millón de generaciones de evolución guiada, con mayor capacidad para comunicarse con el ordenador maestro, mente a mente, memoria a memoria. Sin embargo, al alentar a los poseedores de este poder a aparearse y perfeccionarlo en su progenie, el ordenador maestro no había intentado escoger a los más bondadosos u obedientes, ni siquiera a los más inteligentes o habilidosos. Eso no figuraba dentro del alcance de su programa. La gente podía ser más o menos difícil, más o menos peligrosa, más o menos útil, pero el ordenador maestro no estaba programado para evidenciar preferencia por la decencia o el ingenio.
Los primeros colonos del planeta Armonía habían instalado el ordenador maestro con un solo propósito: preservar la especie humana, impidiéndole el acceso a tecnologías que permitirían que las guerras y los imperios se expandieran en una magnitud que les permitiera destruir la capacidad de un planeta para albergar vida humana, como había sucedido en la Tierra. Mientras los hombres sólo pudieran luchar con armas de mano y sólo pudieran viajar a caballo, el mundo duraría, y sus habitantes humanos serían libres de optar por el bien o por el mal.
Desde esa programación original, sin embargo, la influencia del ordenador maestro sobre la humanidad se había atenuado. Algunas personas se comunicaban con el ordenador maestro con una claridad inaudita pero otras mantenían un contacto muy débil. En consecuencia, nuevas armas y nuevos sistemas de transporte estaban apareciendo en el mundo, y aunque faltaran miles o decenas de miles de años para el final, ese final llegaría. Y el ordenador maestro de Armonía ignoraba cómo revertir el proceso.
Era urgente, pues, intentar el retorno a la Tierra, donde el Guardián de la Tierra podría introducir una nueva programación. Pero en los últimos meses el ordenador maestro y algunos de sus aliados humanos descubrieron que el Guardián de la Tierra ya estaba introduciendo algunos cambios.
Varias personas habían tenido nítidos y vigorosos sueños acerca de criaturas que nunca habían existido en Armonía, y el ordenador maestro descubrió sutiles modificaciones en su propia programación. Parecía imposible que el Guardián de la Tierra ejerciera su influencia a tanta distancia, pero esa entidad que cuarenta millones de años atrás había despachado las naves de los refugiados originales era la única fuente imaginable de esos cambios.
El ordenador maestro ignoraba cómo o por qué el Guardián de la Tierra actuaba de este modo. Sólo sabía que esos cuarenta millones de años habían afectado sus sistemas, y necesitaba reparaciones. Sólo sabía que el ordenador maestro de Armonía trataría de proveer lo que el Guardián de la Tierra le pidiera. Ahora le pedía que un grupo de seres humanos volviera a colonizar la Tierra.
Así sucedió que el ordenador maestro escogió a dieciséis habitantes de Basílica. Muchos eran parientes, todos tenían una inusitada capacidad para comunicarse con el ordenador maestro. Sin embargo, no todos tenían demasiadas luces, ni todos eran bondadosos ni dignos de confianza. Muchos de ellos sentían odio o rencor hacia los demás, y aunque algunos estaban consagrados a la causa del ordenador maestro, otros estaban igualmente consagrados a frustrar sus propósitos. La empresa podía fracasar en cualquier momento si predominaban los impulsos más oscuros de los humanos. La civilización siempre era frágil, aun cuando poderosas fuerzas sociales inhibían las pasiones individuales; ahora, aislados del resto del mundo, ¿lograrían forjar una nueva sociedad, más pequeña y armoniosa? ¿O la expedición sería destruida desde el principio?
El ordenador maestro tenía que planear y actuar como si la expedición fuera a sobrevivir, a tener éxito. En cierto lugar desencadenó una secuencia de hechos. Máquinas que habían guardado silencio durante largo tiempo empezaron a zumbar. Robots que habían permanecido en éxtasis despertaron y se pusieron a trabajar, buscando máquinas que necesitaban reparaciones. Habían aguardado mucho tiempo, y ni siquiera en un campo de éxtasis podían durar para siempre.
Se necesitarían varios años para determinar cuánto trabajo se requería, y cómo realizarlo. Pero no había prisa. Si el viaje llevaba tiempo, tal vez la gente pudiera aprovechar ese tiempo para conciliarse. No había prisa, o al menos, ninguna prisa que pudiera ser detectable para los seres humanos. Para el ordenador maestro, realizar una tarea en diez años era un ritmo acelerado, mientras que para los humanos resultaría insoportablemente largo. Pues aunque el ordenador maestro podía detectar el paso de los milisegundos, poseía recuerdos de cuarenta millones de años de vida en Armonía, y en esa escala, comparada con la longevidad humana normal, diez años era un período tan breve como cinco minutos.
El ordenador maestro aprovecharía esos años productivamente, y esperaba que las personas hicieran lo mismo. Si eran juiciosas, aprovecharían el tiempo para constituir familias, engendrar y criar muchos hijos y formar una comunidad digna de regresar al Guardián de la Tierra. Sin embargo, no sería fácil de lograr, y en ese momento el ordenador maestro sólo esperaba poder mantenerlas con vida.