Se avecina una tormenta —dijo Nynaeve, asomada a la ventana de la casa de campo.
—Sí —contestó Daigian desde la silla que ocupaba junto al hogar, sin molestarse en mirar hacia la ventana—. Creo que podrías tener razón, querida. ¡Juro que parece que el cielo llevara semanas encapotado!
—Pues sólo hace una —repuso Nynaeve, cerrada la mano alrededor de la larga y oscura trenza. Echó una ojeada a la otra mujer—. No he visto un cachito de cielo azul desde hace diez días.
Daigian frunció el entrecejo. Pertenecía al Ajah Blanco, era curvilínea y estaba metida en carnes. Lucía una pequeña gema en la frente, como Moraine, tanto tiempo atrás, aunque la de Daigian era una blanca piedra de luna, como era lógico. Al parecer, la tradición tenía algo que ver con ser una mujer de la nobleza cairhienina, al igual que los cuatro acuchillados con franjas de color que llevaba el vestido.
—¿Hace diez días, dices? ¿Estás segura? —le preguntó Daigian.
Nynaeve lo estaba; prestaba mucha atención al tiempo, ya que era una de las tareas encomendadas a la Zahorí de un pueblo. Ahora era Aes Sedai, pero eso no significaba que tuviera que dejar de ser lo que era. El tiempo siempre seguía ahí, presente en un rincón de su mente. Era capaz de percibir la lluvia, el sol o la nieve en los susurros del viento.
Sin embargo, últimamente las sensaciones no habían sido en absoluto unos susurros, sino más bien como gritos lejanos que cada vez sonaban con más fuerza. O como olas rompiendo unas contras otras, todavía muy lejos en el norte, aunque cada día costaba más trabajo hacer caso omiso del fragor.
—¡En fin, estoy segura de que no es la primera vez en la historia que el cielo ha estado encapotado durante diez días! —manifestó Daigian.
—No es normal —insistió Nynaeve, que sacudió la cabeza al tiempo que se tiraba de la trenza—. Y ese cielo tan nublado no es la tormenta a la que me refiero. Todavía está lejos, pero se acerca, y va a ser terrible, peor que cualquiera que se haya visto jamás. Mucho peor.
—Muy bien, pues, ya nos ocuparemos de ella cuando llegue —comentó Daigian con un atisbo de desasosiego en la voz—. ¿Vas a sentarte para seguir con lo que estamos?
Nynaeve echó una mirada a la regordeta Aes Sedai. Daigian era muy débil en el Poder; quizá la Blanca era la Aes Sedai más débil que Nynaeve conocía. Según las normas tradicionales —aunque tácitas— eso significaba que la antigua Zahorí debería ser la que llevara la voz cantante.
Por desgracia, la posición de Nynaeve aún era controvertida; Egwene la había ascendido al chal por decreto, al igual que a Elayne, y no habían pasado la prueba ni habían prestado juramento sobre la Vara Juratoria. Para la mayoría —incluso aquellas que aceptaban a Egwene como la verdadera Amyrlin— esas omisiones situaban a Nynaeve en una posición un poco inferior a la de una Aes Sedai. Tampoco tan baja como la de Aceptada, pero en absoluto igual que una hermana de pleno derecho.
Con las hermanas del grupo de Cadsuane era aún peor, ya que no se habían declarado a favor de la Torre Blanca ni de las rebeldes. Y con las que habían prestado juramento a Rand era peor incluso; la mayoría seguía siendo leal a la Torre Blanca y no veían un problema en apoyar tanto a Elaida como a Rand. Nynaeve se preguntaba todavía en qué habría estado pensando Rand para permitir que unas hermanas le juraran lealtad. Le había explicado su error en varias ocasiones —de un modo muy racional—, pero hablar con Rand ahora era como hablar con una pared; sólo que menos efectivo y muchísimo más irritante.
Daigian todavía esperaba que se sentara y, en lugar de dar pie a un pulso de voluntades, Nynaeve lo hizo. Daigian sufría aún por la muerte de su Guardián —Eben, un Asha’man— durante el enfrentamiento con los Renegados. La antigua Zahorí había estado durante toda la lucha absorta por completo en proporcionarle a Rand cantidades inmensas de saidar con las que tejer.
Nynaeve aún recordaba el puro gozo —la sublime euforia, la fuerza y la total sensación de vida— producto de absorber tanto Poder. La asustaba. Y se alegraba de que el ter’angreal que había utilizado para acceder a tal Poder se hubiera destruido.
Sin embargo, el ter’angreal masculino seguía intacto: una llave de acceso a un poderoso sa’angreal. Que ella supiera, Rand no había conseguido persuadir a Cadsuane de que se lo devolviera. Tanto mejor. Ningún ser humano, ni siquiera el Dragón Renacido, debería encauzar tanto Poder Único. Las cosas que uno estaría tentado de hacer…
Le había dicho a Rand que tenía que olvidarse de esa llave de acceso. Como si le hablara a una pared. Un gran muro pelirrojo e inflexible, el muy pedazo de idiota. Nynaeve rezongó entre dientes, lo que consiguió que Daigian enarcara una ceja. Esa mujer era buena controlando la pena, aunque Nynaeve —que dormía en una habitación de la mansión domani contigua a la de Daigian— la oía llorar por la noche. Perder a un Guardián era un trago difícil de pasar.
«Lan…»
No, mejor no pensar en él en ese momento. Lan estaría bien; sólo que al final de su viaje de miles de millas se encontraría en peligro. Allí era donde intentaría arrojarse contra la Sombra como una flecha solitaria disparada contra una pared de ladrillos…
«No —se dijo para sus adentros—. No estará solo. Me encargué de que no lo estuviera».
—Bien, pues, continuemos —dijo en voz alta, centrándose con esfuerzo en lo inmediato, sin mostrar deferencia hacia Daigian.
Le estaba haciendo un favor a esa mujer, distrayéndola de su pena. O, al menos, así era como lo había explicado Corele. No se reunían en beneficio de Nynaeve; ella no tenía nada que demostrar. Era Aes Sedai, y las otras podían pensar e insinuar lo que quisieran.
Aquello no era más que una estratagema para ayudar a Daigian, punto. Nada más.
—Éste es el tejido octogésimo primero —dijo la Blanca.
El brillo del saidar la envolvió, y Daigian encauzó para crear un tejido muy complejo de Fuego, Aire y Energía. Complejo, pero inútil. El tejido configuraba tres anillos de fuego en el aire que resplandecían con fuerza inusual, pero ¿de qué servía todo eso? Nynaeve ya sabía cómo crear bolas de fuego y esferas de luz; ¿por qué perder tiempo aprendiendo tejidos que repetían lo que ya sabía, sólo que de una forma mucho más complicada? ¿Y por qué cada anillo tenía que ser de una tonalidad ligeramente distinta?
Nynaeve movió una mano con aire indiferente y repitió el tejido con exactitud.
—¡Éste parece el más inútil de todo el grupo, en serio! ¿Para qué sirven todos ellos?
Daigian frunció los labios y no dijo nada, pero Nynaeve sabía que la otra mujer pensaba que todo aquello tendría que resultarle mucho más difícil.
—No puedo hablarte mucho sobre la prueba —dijo por fin Daigian—. Lo único que puedo decirte es que necesitarás repetir estos tejidos con exactitud, y hacerlos mientras estás sometida a una gran distracción. Cuando llegue el momento, lo comprenderás.
—Lo dudo —replicó de forma rotunda mientras repetía el tejido tres veces sin dejar de hablar—. Porque, como creo que ya te he dicho una docena de veces, no voy a pasar la prueba. Ya soy Aes Sedai.
—Por supuesto que sí, querida.
Nynaeve apretó los dientes. Esa no había sido una buena idea. Cuando había abordado a Corele —que se suponía que era miembro del mismo Ajah que Nynaeve— la mujer se había negado a aceptarla como a una igual. Lo hizo con afabilidad, como solía ser su modo de actuar, pero la implicación quedó muy clara; incluso se mostró compasiva. ¡Compasiva! Como si Nynaeve necesitara su conmiseración. Y le sugirió que saber y dominar los cien tejidos que cualquier Aceptada aprendía para la prueba de aspirantes a Aes Sedai, podría ayudarla a reforzar su credibilidad.
El problema era que hacerlo colocaba a Nynaeve en una situación en la que se la trataba de nuevo como a una estudiante. Claro que entendía la utilidad de saberse los cien tejidos —había dedicado muy poco tiempo a estudiarlos— y prácticamente todas las hermanas lo sabían. ¡No obstante, el hecho de aceptar recibir lecciones no implicaba que se viera a sí misma como una estudiante!
Alargó la mano hacia la trenza, pero se contuvo a tiempo. Denotar emociones era otro factor para que las demás Aes Sedai la trataran como lo hacían. ¡Si tuviera como ellas un rostro intemporal! ¡Bah!
El siguiente tejido de Daigian sonó como un taponazo en el aire y, una vez más, el tejido en sí era de una complejidad innecesaria. Nynaeve lo copió sin apenas pensarlo, al tiempo que lo aprendía de memoria.
Daigian se quedó mirando el tejido un instante, como abstraída.
—¿Qué pasa? —inquirió Nynaeve, malhumorada.
—¿Eh? Oh, nada, nada, es sólo que… La última vez que realicé este tejido sobresalté a… Bueno, no importa.
A Eben. Su Guardián era joven, tal vez quince o dieciséis años, y ella le tenía mucho cariño. Eben y Daigian solían compartir juegos como un niño y su hermana mayor, en vez de una Aes Sedai y su Guardián.
«Un muchacho de sólo dieciséis años, muerto —pensó Nynaeve—. ¿Es que Rand tenía que reclutarlos tan jóvenes?»
El semblante de Daigian adoptó un gesto severo, y la mujer controló sus emociones mucho mejor de lo que Nynaeve habría sido capaz de hacer en su caso.
«Quiera la Luz que nunca me encuentre en la misma situación —pensó—. Al menos hasta dentro de muchos, muchísimos años». Lan no era aún su Guardián, pero ella se proponía que lo fuera cuanto antes. Después de todo, ya era su esposo. Todavía le encolerizaba que Myrelle conservara el vínculo con él.
—Tal vez podría ayudarte, Daigian —se ofreció Nynaeve mientras se echaba hacia adelante y ponía la mano en la rodilla de la otra mujer—. Si lo intentara con la Curación, a lo mejor…
—No —fue la seca respuesta de la Aes Sedai.
—Pero…
—Dudo que puedas ayudarme.
—Todo es susceptible de ser Curado, aunque todavía no sepamos cómo —insistió Nynaeve con obstinación—. Todo excepto la muerte.
—¿Y qué harías, querida? —preguntó Daigian.
Nynaeve se preguntó si evitaba llamarla por su nombre a propósito o si era un efecto inconsciente por su relación. No podía utilizar la palabra «pequeña» como habría hecho con una verdadera Aceptada, pero llamarla por su nombre podría implicar igualdad.
—Haría algo —contestó—. Ese dolor que sientes tiene que ser resultado del vínculo y, en consecuencia, relacionado con el Poder Único. Si el Poder te causa el dolor, entonces el Poder puede quitarlo.
—¿Y por qué iba yo a querer eso? —le preguntó Daigian, de nuevo dueña de sí.
—Bueno… En fin, porque es dolor. Hace daño.
—Como debe ser —dijo Daigian—. Eben ha muerto. ¿Querrías tú olvidar tu dolor si perdieras a ese desmañado gigante tuyo? ¿Es que has amputado tus sentimientos hacia él como si fueran un trozo de carne podrida en un asado, por lo demás, excelente?
Nynaeve abrió la boca, pero no dijo nada. ¿Debería? No era tan sencillo… Sus sentimientos por Lan eran genuinos, y no debido a un vínculo. Era su esposo y lo amaba. Daigian había sido posesiva con su Guardián, pero lo suyo había sido el afecto de una tía por su sobrino preferido. No era lo mismo.
No obstante, ¿querría ella que le quitaran el dolor? Cerró la boca al ver de repente la dignidad que había en las palabras de Daigian.
—Lo entiendo, y te pido disculpas.
—No importa, querida. La lógica que guarda esto a veces me parece sencilla, pero me temo que otras no lo aceptan. De hecho, algunas argumentarían que la lógica del tema depende del momento y de cada persona. ¿Quieres que te enseñe el siguiente tejido?
—Sí, por favor —asintió Nynaeve, fruncido el entrecejo.
Ella misma era tan fuerte en el Poder (una de las más fuertes entre las Aes Sedai vivas), que a menudo no pensaba siquiera en su capacidad. Se parecía mucho al caso de un hombre muy alto que rara vez se fija en la talla de otras personas; todos los demás son más bajos que él, por lo cual la diferencia de tallas no tenía mayor importancia.
¿Qué sentiría alguien como Daigian, que había sido la mujer que había pasado más tiempo como Aceptada que se recordara? ¿Una mujer que había alcanzado el chal por muy poco o, como muchas decían, por los pelos y en el último suspiro? Daigian tenía que mostrar deferencia a todas las demás Aes Sedai. Estando con cualquier otra hermana, ella siempre era la inferior, y si era con otras dos, Daigian les serviría el té. En presencia de hermanas más poderosas se esperaba que fuera servil. Bueno, no tanto. Al fin y al cabo era Aes Sedai, pero aun así…
—Algo falla en este sistema, Daigian —comentó, absorta.
—¿Con la prueba? Es correcto que exista alguna clase de prueba que determine la valía de la aspirante, y la ejecución de tejidos difíciles sometida a una fuerte tensión nerviosa me parece que cumple con esa necesidad.
—No me refería a eso, sino al sistema que determina el trato que hemos de darnos las unas a las otras.
Daigian enrojeció. Se consideraba de mala educación referirse a la fuerza en el Poder de otra mujer, en cualquier circunstancia. Claro que ella nunca había sido muy buena en cuanto a amoldarse a las expectativas de otras personas, sobre todo cuando tales expectativas eran estupideces.
—Ahí estás, sabiendo tanto como cualquier otra Aes Sedai —dijo—, apostaría que más preparada que muchas, y en el momento en que cualquier Aceptada que acaba de quitarse el delantal alcanza el chal, tienes que hacer lo que diga ella.
—Deberíamos seguir con la clase —dijo Daigian, más sonrojada aún.
Es que no era justo. Sin embargo, Nynaeve dejó a un lado el asunto. Ya se había metido en esa misma trampa cuando había enseñado a las Allegadas a plantarse y mantenerse firmes con las Aes Sedai. Poco después le plantaban cara a ella también, algo con lo que Nynaeve no había contado. No estaba segura si deseaba repetir una revolución similar entre las propias Aes Sedai.
Intentó centrarse de nuevo en la clase, pero la sensación de una tormenta inminente hacía que los ojos se le desviaran a la ventana. La habitación se encontraba en el segundo piso y tenía una buena vista del campamento. Fue pura casualidad que captara una vislumbre de Cadsuane; ese moño gris adornado con ter’angreal de aspecto inocente llamaba la atención incluso desde lejos. La mujer cruzaba el patio a paso vivo en compañía de Corele.
«¿Qué se trae entre manos?», se preguntó Nynaeve. El paso rápido de Cadsuane despertó sus sospechas. ¿Qué habría pasado? ¿Algo que ver con Rand? Si ese hombre conseguía de nuevo que lo hirieran…
—Disculpa, Daigian, acabo de recordar que debo ocuparme de una cosa —dijo mientras se ponía de pie.
—Oh, bueno —empezó la otra mujer—. De acuerdo, Nynaeve, supongo que podemos continuar en otro momento.
Nynaeve ya había salido por la puerta con prisa y bajaba la escalera, cuando cayó en la cuenta de que Daigian la había llamado por su nombre. Sonreía cuando salió al prado.
En el campamento había Aiel, algo de por sí nada insólito; a menudo Rand tenía un grupo de Doncellas que actuaban como su guardia personal, pero esos Aiel eran hombres que vestían el polvoriento cadin’sor pardo y llevaban lanzas al costado. Un buen número de ellos llevaba ceñida a la frente la cinta marcada con el emblema de Rand.
¿Sería por eso por lo que Cadsuane tenía tanta prisa? Si los jefes de clan habían llegado, entonces Rand tendría que reunirse con ellos. Nynaeve caminó a través del prado —que de hecho no tenía ni una brizna verde— echando pestes. Rand no había mandado llamarla, y no porque no quisiera incluirla en la reunión, probablemente, sino porque era demasiado atolondrado para que se le ocurriera. Ni que fuera el Dragón Renacido ni que no, a ese hombre rara vez se le pasaba por la cabeza compartir sus planes con otros. Nynaeve habría pensado que, después de tanto tiempo, Rand se habría dado cuenta de la importancia de contar con alguien con más experiencia que él para que le aconsejara. ¿Cuántas veces lo habían raptado, herido o apresado por su imprudencia?
Puede que todos los demás del campamento le hicieran reverencias y se arrastraran ante él, pero Nynaeve sabía que no era más que un pastor de ovejas de Campo de Emond. Seguía metiéndose en líos igual que cuando Matrim y él hacían travesuras de muchachos. Sólo que, ahora, en lugar de aturullar a las chicas del pueblo podía sumir en el caos a naciones enteras.
Al extremo opuesto del prado —justo enfrente de la casa de campo y cerca del parapeto— los Aiel recién llegados empezaban a montar su propio campamento, incluidas las tiendas de color pardo. Las situaban de forma distinta de como los hacían los saldaeninos; en lugar de hacerlo en hileras rectas, los Aiel preferían juntarlas en pequeños grupos organizados por asociaciones. Algunos hombres de Bashere saludaban a los Aiel que pasaban cerca, pero ninguno hizo intención de prestarles ayuda. Los Aiel podían ser muy picajosos, y aunque Nynaeve consideraba a los saldaeninos mucho menos irracionales que la mayoría de la gente, eran hombres de las Tierras Fronterizas, al fin y al cabo. Las escaramuzas con los Aiel habían sido el pan de cada día para ellos en otras épocas, y la guerra de Aiel tampoco estaba tan distante en el tiempo. De momento, todos luchaban en el mismo bando, pero eso no era óbice para que los saldaeninos se movieran con más cuidado ahora que los Aiel habían llegado en gran número.
Nynaeve recorrió con la vista los alrededores buscando una señal de Rand o de cualquier Aiel que conociera. Dudaba que Aviendha se encontrara con el grupo; debía de seguir en Caemlyn, con Elayne, ayudándola a afianzarse en el trono de Andor. Nynaeve aún se sentía culpable por haberlas dejado solas, pero alguien tenía que ayudar a Rand a limpiar el saidin. Bien, ¿y dónde se había metido ese hombre?
La antigua Zahorí se detuvo en la línea divisoria entre los saldaeninos y el campamento recién montado de los Aiel. Soldados armados con lanzas la saludaron con un cabeceo respetuoso. Aiel vestidos con ropas marrones y verdes deambulaban por la hierba con movimientos suaves como el discurrir del agua. Mujeres con ropas azules y verdes cargaban con coladas desde el arroyo que había junto a la gran casa. Las anchas agujas de los pinos temblaban con el aire. En el campamento había tanto bullicio como en el Prado del pueblo durante la fiesta de Bel Tine. ¿En qué dirección había ido Cadsuane?
Notó que encauzaban hacia el nordeste y Nynaeve sonrió mientras echaba a andar con paso decidido, entre el frufrú de la falda amarilla; tenía que ser una Aes Sedai o una Sabia la que encauzaba. En efecto, enseguida vio una tienda Aiel más grande que se alzaba en una esquina del prado. Se dirigió directamente hacia allí consiguiendo que los soldados saldaeninos —ya fuera por las miradas que les lanzó o por su reputación— se apartaran de su camino. Las Doncellas que guardaban la entrada ni siquiera intentaron detenerla.
Rand se encontraba dentro, vestido con traje negro y rojo, y hojeaba mapas que había encima de una sólida mesa de madera, con el brazo izquierdo detrás de la espalda. Bashere estaba a su lado asintiendo con la cabeza y estudiando el pequeño mapa que sostenía ante sí.
Al entrar Nynaeve, Rand alzó la vista. ¿Cuándo había empezado a tener un aspecto tan semejante a un Guardián, con esa mirada instantánea de valoración? ¿Esos ojos que captaban cualquier amenaza, tenso el cuerpo, como si esperara un ataque en cualquier momento?
«Nunca debiste dejar que esa mujer se lo llevara de Dos Ríos —se reprochó para sus adentros—. Fíjate en lo que se ha convertido».
De inmediato frunció el entrecejo ante su propia estupidez. Si Rand se hubiese quedado en Dos Ríos se habría vuelto loco y quizá los hubiera destruido a todos… siempre y cuando los trollocs, los Fados o los propios Renegados no se hubieran encargado antes de la tarea. Si Moraine no hubiese ido a buscar a Rand ahora estaría muerto. Con él habría desaparecido la luz y la esperanza del mundo. Lo que pasaba es que costaba mucho desprenderse de sus viejos prejuicios.
—Ah, Nynaeve —dijo Rand, que se relajó y se centró de nuevo en los mapas. Hizo una seña a Bashere para que inspeccionara uno y después se volvió hacia ella—. Estaba a punto de mandar a buscarte. Rhuarc y Bael han llegado.
—¿Sí? —preguntó impasible, con una ceja enarcada y cruzada de brazos—. Y yo que, al ver a todos esos Aiel en el campamento, pensé que nos atacaban los Shaido.
El semblante de Rand se endureció ante el tono de la antigua Zahorí, y aquellos ojos se tornaron… peligrosos. Pero enseguida cambió de expresión y meneó la cabeza casi como para aclararse las ideas. Algo del antiguo Rand —el Rand que había sido un pastor inocente— pareció retornar a él.
—Sí, claro, te diste cuenta de su llegada —dijo—. Me alegro de que estés aquí. Empezaremos tan pronto como los jefes de clan regresen. He insistido en que se ocupen de que su gente se instale antes de empezar con la reunión.
Hizo un ademán indicándole que se sentara; por el suelo había cojines, pero no se veían sillas. Los Aiel las despreciaban y Rand querría que se sintieran cómodos. Nynaeve lo miró, sorprendida de lo tensa que se había puesto. El chico no era más que un campesino atolondrado por mucha influencia que tuviera. Lo era.
Sin embargo, no consiguió quitarse de la cabeza esa mirada en los ojos de Rand, ese relámpago de cólera. Se decía que tener una corona cambiaba a los hombres —siempre a peor— y ella tenía el firme propósito de que eso no le pasara a Rand al’Thor, mas ¿a qué recurriría si de repente decidía que la arrestaran? No podía hacer tal cosa, ¿verdad? Rand no.
«Semirhage dijo que estaba loco —pensó Nynaeve—. Dijo que… oía voces de su vida pasada. ¿Será eso lo que pasa cuando inclina la cabeza, como si escuchara cosas que nadie más puede oír?»
Se estremeció. Min se hallaba también en la tienda, por supuesto, sentada en un rincón leyendo un libro: La huella del Desmembramiento. La joven miraba con demasiada atención las páginas; había oído el intercambio entre Rand y ella. ¿Qué pensaría de los cambios sufridos por Rand? Estaba más cerca de él que nadie; tanto que, de haberse encontrado en Campo de Emond, Nynaeve les habría echado tal rapapolvo que la cabeza les habría dado vueltas. Y, aunque no se encontraban en Campo de Emond y ella ya no era Zahorí, se había encargado de hacer saber a Rand su desagrado. La respuesta del chico había sido sencilla:
Si me caso con ella, mi muerte le causará aún más dolor.
Otra idiotez, desde luego. Si uno se proponía ir al encuentro del peligro, mayor motivo entonces para casarse. Era evidente. Nynaeve se sentó en el suelo, se arregló los vuelos de la falda y, de forma intencionada, no pensó en Lan. Tenía que cubrir una distancia enorme, y…
Y ella debía asegurarse de que le dieran su vínculo antes de que llegara a la Llaga. Por si acaso.
De súbito, se sentó erguida. Cadsuane. La mujer no se encontraba allí; aparte de los guardias, en la tienda estaban Rand, Min, Bashere y ella. ¿Estaría esa mujer planeando algo que ella no…?
Cadsuane entró en ese momento. La Aes Sedai de cabello gris llevaba un sencillo vestido de color tostado. Su mera presencia bastaba para hacerse notar; no necesitaba un atuendo especial para eso. Y, por supuesto, el cabello le brillaba con los adornos dorados. Corele entró a continuación.
Cadsuane tejió una salvaguardia para evitar que los escucharan a escondidas, y Rand no puso objeciones. Debería hacerse valer más, porque esa mujer lo tenía prácticamente domesticado y era inquietante ver lo mucho que él la dejaba salirse con la suya. Como lo de interrogar a Semirhage. La Renegada era demasiado poderosa y peligrosa para que se la tratara tan a la ligera. A Semirhage habría que haberla neutralizado en el mismo momento de capturarla… Aunque la opinión de Nynaeve en cuanto a eso estaba relacionada directamente con su propia experiencia de mantener cautiva a Moghedien.
Corele sonrió a Nynaeve; solía sonreír a todo el mundo. Por su parte y como de costumbre, Cadsuane hizo caso omiso de la antigua Zahorí. Daba igual. Nynaeve no necesitaba la aprobación de esa mujer que se creía con derecho de mangonear a todos por la simple razón de haber vivido más que cualquier otra Aes Sedai. Bien, pues ella sabía a ciencia cierta que la edad tenía poco que ver con la sabiduría. Cenn Buie era más viejo que el llover, y tenía menos seso que un mosquito.
Muchas de las otras Aes Sedai del campamento, así como jefes de éste, fueron entrando en la tienda poco a poco en los siguientes minutos; tal vez era cierto que Rand había mandado mensajeros y que uno de ellos habría ido a buscarla. Entre los recién llegados se encontraban Merise y sus Guardianes, uno de los cuales era el Asha’man Jahar Narishma, con las campanillas tintineando en las puntas de las trenzas. También llegaron Damer Flinn, Elza Penfell y unos cuantos oficiales de Bashere. Rand alzaba la vista, alerta y receloso, cada vez que entraba alguien, pero enseguida volvía a centrarse en los mapas. ¿Se estaba volviendo paranoico? Algunos locos se volvían desconfiados con todo el mundo.
Por fin aparecieron Rhuarc y Bael, junto con otros cuantos Aiel. Cruzaron la amplia entrada de la tienda caminando con la majestuosa flexibilidad de un felino que está de ronda por su territorio. Un cambio curioso era que con el grupo iba un puñado de Sabias a las que Nynaeve había percibido cuando se acercaban. A menudo, entre los Aiel había asuntos que se consideraban de exclusiva incumbencia de los jefes o de exclusiva incumbencia de las Sabias, algo muy parecido a lo que pasaba en Dos Ríos con el Consejo del Pueblo y el Círculo de Mujeres. ¿Les habría pedido Rand que asistieran a la reunión o eran ellas las que habían decidido ir por motivos propios?
Nynaeve se había equivocado al suponer que Aviendha estaría en Caemlyn; la antigua Zahorí se sorprendió al ver entrar a la alta pelirroja en el grupo de Sabias, rezagada. ¿Cuándo se había marchado de Caemlyn? ¿Y por qué llevaba esa tela desgastada con el borde deshilachado?
Nynaeve no tuvo oportunidad de hacer preguntas a Aviendha, porque Rand saludó a Rhuarc y a los otros con un cabeceo y les hizo un gesto para que se sentaran, cosa que ellos hicieron. Por el contrario, Rand siguió de pie junto a la mesa con los mapas; pensativo el gesto, cruzó los brazos a la espalda, asiéndose el muñón con la mano derecha.
—Contadme lo que habéis hecho en Arad Doman —se dirigió a Rhuarc sin preámbulos—. Mis exploradores me informan que esta tierra dista mucho de estar pacificada.
Rhuarc aceptó una taza de té que le tendía Aviendha —así que la chica todavía estaba consideraba como una aprendiza— y se volvió hacia Rand sin haber probado la infusión.
—Apenas hemos tenido tiempo, Rand al’Thor.
—No quiero disculpas, Rhuarc, sólo resultados.
Esas palabras provocaron destellos de ira en los semblantes de algunos de los otros Aiel, y entre las Doncellas apostadas en la puerta hubo un frenético intercambio de signos con las manos.
El propio Rhuarc no dio ninguna muestra de enfado, aunque a Nynaeve le pareció que la mano del hombre se cerraba con fuerza en la taza.
—He compartido agua contigo, Rand al’Thor —dijo—. Nunca habría pensado que me harías venir aquí para oír insultos.
—Insultos no, Rhuarc —repuso Rand—. Sólo verdades. No hay tiempo que perder.
—¿Que no hay tiempo, Rand al’Thor? —intervino Bael. El jefe de clan de los Goshien Aiel era un hombre muy alto y daba la impresión de descollar incluso estando sentado—. ¡A muchos de nosotros nos dejaste en Andor durante meses sin nada que hacer aparte de sacar brillo a las lanzas y asustar a los habitantes de las tierras húmedas! Luego nos mandas venir a esta tierra con órdenes inviables y ¿al cabo de unas cuantas semanas exiges resultados?
—Estuvisteis en Andor para ayudar a Elayne —contestó Rand.
—Ella no quería ni necesitaba ayuda —repuso Bael con un resoplido—. Y tenía razón al rehusarla. Antes preferiría yo cruzar corriendo todo el Yermo con un único pellejo de agua que conseguir el liderazgo de mi clan porque otro me lo pone en las manos.
La expresión de Rand se ensombreció otra vez y volvió la expresión tormentosa a sus ojos, lo que de nuevo le recordó a Nynaeve la tempestad que amenazaba en el norte.
—Esta tierra está rota, Rand al’Thor —dijo Rhuarc en un tono más sosegado que el de Bael—. Y exponer ese hecho no es una excusa, ni actuar con cautela en una tarea difícil es cobardía.
—Hemos de poner paz aquí —gruñó Rand—. Si no sois capaces de…
—Muchacho —intervino Cadsuane—, quizá quieras pararte un momento a pensar. ¿Cuántas veces te han fallado los Aiel? ¿Cuántas les has fallado tú, lo has herido u ofendido?
Rand cerró de golpe la boca, y Nynaeve rechinó los dientes de rabia por no haberse adelantado ella para decírselo. Echó una ojeada a Cadsuane, a quien le habían llevado una silla para que se sentara; Nynaeve no recordaba haberla visto nunca sentada en el suelo. Era evidente que la silla provenía de la casona; estaba construida con pálidos cuernos de elgilrim —que se extendían como palmas abiertas— y tenía un cojín rojo. Aviendha le tendió a Cadsuane una taza de té que la Aes Sedai probó a pequeños sorbos.
Con un evidente y enorme esfuerzo, Rand controló el genio.
—Mis disculpas, Rhuarc, Bael. Han sido… unos cuantos meses fatigosos.
—No has incurrido en toh —contestó Rhuarc—. Pero, por favor, siéntate. Compartamos sombra y hablemos con cortesía.
Rand soltó un sonoro suspiro y después asintió con la cabeza para, acto seguido, sentarse enfrente de los dos jefes. Las Sabias presentes —Amys, Melaine y Bair— no parecían inclinadas a participar en la discusión. Eran —igual que ella, comprendió Nynaeve— meras espectadoras.
—Hemos de pacificar Arad Doman, amigos míos —dijo Rand mientras desenrollaba un mapa sobre la alfombra, entre los dos jefes y él.
Bael sacudió la cabeza con pesimismo.
—Dobraine Taborwin lo ha hecho bien en Bandar Eban —dijo—, pero Rhuarc estuvo acertado al decir que esta tierra está rota. Tan rota como una pieza de porcelana de los Marinos que hubiera caído desde el pico de una montaña. Nos encomendaste que descubriéramos quién gobernaba y ver si podíamos restaurar el orden. Bien, que nosotros sepamos, no hay nadie que gobierne. Cada ciudad depende de sí misma para defenderse.
—¿Y qué ha pasado con el Consejo de Mercaderes? —preguntó Bashere, que se sentó con ellos y se atusó el bigote con el nudillo mientras estudiaba el mapa—. Mis exploradores dicen que todavía conservan cierto poder.
—Eso es cierto en las ciudades que controlan —contestó Rhuarc—. Pero su predominio es frágil. En la capital sólo queda un miembro y apenas tiene poder allí. Frenamos la lucha en las calles, pero sólo merced a un gran esfuerzo. —Sacudió la cabeza—. Esto es lo que pasa cuando se intenta controlar tierras más extensas que dominios y clan. Sin su rey, esos domani no saben quién gobierna.
—¿Y el rey? —inquirió Rand.
—Nadie lo sabe, Rand al’Thor. Ha desaparecido. Algunos dicen que desde hace meses, y otros que hace años.
—Quizá lo tiene Graendal —susurró Rand, que examinó el mapa con atención—. Si es que está aquí. Sí, creo que es probable que esté. Pero ¿dónde? En el palacio del rey no, ésa no es su forma de actuar. Tendrá algún sitio que sea suyo, un lugar donde disfrutar de sus trofeos. Un emplazamiento que sea en sí mismo un trofeo más, pero en el que nadie pensaría de inmediato. Sí, lo sé. Tienes razón. Igual que hizo antaño…
¡Esa familiaridad! Nynaeve tuvo un escalofrío. Aviendha se arrodilló a su lado para ofrecerle una taza de té. Nynaeve la aceptó y se encontró con los ojos de la mujer y después empezó a preguntarle algo en un susurro, pero la Aiel sacudió la cabeza con brusquedad. Su expresión parecía indicar que lo aplazara para después. Luego se incorporó y volvió a situarse al fondo de la tienda; a continuación, con una mueca, cogió la tela deshilachada y empezó a tirar de los hilos de uno en uno. ¿Para qué haría eso?
—Cadsuane, ¿qué sabéis sobre el Consejo de Mercaderes? —preguntó Rand dejando a un lado los murmullos.
—La mayoría son mujeres —contestó la Aes Sedai—. Y mujeres de mucha astucia, dicho sea de paso. No obstante, también son una pandilla de egoístas. La elección del rey recae en el Consejo, y con la desaparición de Alsalam los miembros del Consejo tendrían que haber encontrado un sustituto. Muchos de ellos, demasiados, ven en esta situación una oportunidad, y eso les impide llegar a un acuerdo. Presumo que se han separado ante el caos reinante para reforzar el poder en sus ciudades natales a fin de lograr posición y alianzas, ya que cada uno de ellos presenta su propuesta del nuevo rey para que los demás lo sopesen.
—¿Y ese ejército domani que combate a los seanchan? —quiso saber Rand—. ¿Es obra de ellos?
—No sé nada sobre eso.
—Hablas del hombre llamado Rodel Ituralde —dijo Rhuarc.
—Sí.
—Combatió bien hace veinte años —comentó Rhuarc mientras se frotaba la mandíbula—. Es uno de los que llamáis aquí Gran Capitán. Me gustaría danzar las lanzas con él.
—No lo harás —dijo Rand, cortante—. No mientras yo viva, al menos. Estabilizaremos esta tierra.
—¿Y esperas que lo consigamos sin combatir? —preguntó Bael—. Según se dice, el tal Rodel Ituralde lucha como una tormenta de arena contra los seanchan y provoca su ira incluso mejor que tú, Rand al’Thor. No se cruzará de brazos mientras tú conquistas su tierra natal.
—Repetiré una vez más que no estamos aquí para conquistar.
Rhuarc suspiró.
—Entonces, ¿por qué nos mandas a nosotros, Rand al’Thor? —inquirió—. ¿Por qué no usas a tus Aes Sedai? Ellas entienden a los habitantes de las tierras húmedas. Este país es como un reino de niños, y somos muy pocos adultos para conseguir que nos obedezcan. Sobre todo si nos prohíbes que les demos una azotaina.
—Podéis luchar, pero sólo cuando sea necesario —dijo Rand—. Rhuarc, arreglar esto ya no está al alcance de las Aes Sedai. Vosotros podéis. A la gente la intimidan los Aiel; harán lo que les mandéis. Si conseguimos parar la contienda entre los domani y los seanchan, quizá su Hija de las Nueve Lunas verá que mi oferta de paz es seria. Entonces tal vez acepte reunirse conmigo.
—¿Por qué no haces como antes? —preguntó Bael—. ¿Por qué no te apoderas del país para ti?
A eso, Bashere asintió enérgicamente con la cabeza al tiempo que miraba a Rand.
—No funcionaría. Esta vez no. Una guerra aquí precisaría de muchos recursos. Lo que habéis contado sobre el tal Ituralde, que mantiene a raya a los seanchan sin apenas vituallas y pocos hombres… ¿Conseguiríamos captar para nuestra causa a un hombre de tantos recursos?
Qué pensativo parecía Bashere, como si de verdad considerara ganarse al tal Ituralde. ¡Hombres! Todos eran iguales. Se les ponía un reto delante y se sentían atraídos sin que importara que el desafío llevara implícito que, casi con toda seguridad, acabarían ensartados en una lanza.
—Quedan pocos hombres vivos como Rodel Ituralde —intervino Bashere—. Sería una gran ayuda para nuestra causa, con toda seguridad. Siempre me he preguntado si podría derrotarlo.
—No —repitió Rand, sin dejar de mirar el mapa.
Por lo que Nynaeve alcanzaba a ver, mostraba concentraciones de tropas marcadas con anotaciones. Los Aiel eran un revoltijo organizado de marcas negras a lo ancho de la parte norte de Arad Doman; las fuerzas de Ituralde se habían internado bastante en el llano de Almoth, combatiendo con los seanchan. El centro de Arad Doman era un mar de caóticas anotaciones en negro, probablemente sobre fuerzas personales de varios nobles.
—Rhuarc, Bael —dijo Rand—, quiero que apreséis a los miembros del Consejo de Mercaderes.
La tienda se sumió en el silencio.
—¿Estás seguro de que hacer eso sea acertado, muchacho? —preguntó al cabo de unos segundos Cadsuane.
—Corren peligro por los Renegados —contestó Rand mientras tamborileaba con los dedos en el mapa, abstraído—. Si es cierto que Graendal se ha apoderado de Alsalam, entonces rescatarlo no nos servirá de nada, porque estará tan sumido en su Compulsión que tendrá una mente casi infantil. Ella no es sutil en absoluto; nunca lo ha sido. Necesitamos que el Consejo de Mercaderes elija un nuevo rey. Es el único modo de traer la paz y el orden a este reino.
—Es un plan audaz —asintió Bashere con un cabeceo.
—Nosotros no somos secuestradores —gruñó Bael, ceñudo.
—Sois lo que yo diga que sois, Bael —respondió Rand con tranquilidad.
—Aún somos un pueblo libre, Rand al’Thor —arguyó Rhuarc.
—A mi paso cambiaré a los Aiel —manifestó Rand mientras sacudía la cabeza—. No sé qué seréis una vez que todo esto haya acabado, pero nunca volveréis a ser lo que erais. Tenéis que encargaros de esta tarea, porque de todos aquellos que me siguen sois en quienes más confío. Si vamos a capturar a los miembros del Consejo sin provocar un recrudecimiento en los conflictos de esta tierra, necesitaré vuestra astucia y vuestro sigilo. Vosotros podéis introduciros en sus palacios y casonas igual que os infiltrasteis en la Ciudadela de Tear.
Rhuarc y Bael, fruncido el ceño, intercambiaron una mirada.
—Una vez que tengáis al Consejo de Mercaderes —prosiguió Rand, al parecer indiferente a la preocupación de los dos hombres—, llevad a los Aiel a las ciudades gobernadas por esos mercaderes. Aseguraos de que la situación en esas poblaciones no se degrade. Restaurad el orden como hicisteis en Bandar Eban. Desde allí, empezad a dar caza a bandidos y haced cumplir la ley. Dentro de poco llegarán víveres a través de los Marinos, así que tomad primero las ciudades portuarias y después continuad tierra adentro. Dentro de un mes, los domani deberían acudir a vosotros en lugar de huir de vosotros. Ofrecedles seguridad y alimentos, y el orden se impondrá por sí mismo.
Un plan tan sensato que era sorprendente. En verdad Rand tenía una mente sagaz, considerando que era un hombre. Tenía muchas cosas buenas, quizás el mismísimo espíritu de un líder, si fuera capaz de controlar el genio.
—Colaboraré si podemos contar con algunos de tus saldaeninos, Davram Bashere. —Rhuarc seguía frotándose la mandíbula—. A los habitantes de las tierras húmedas no les agrada obedecer a los Aiel. Si pueden hacer como que son otros habitantes de las tierras húmedas los que mandan, será más probable que vengan a nosotros.
—También resultamos unas dianas estupendas —contestó entre risas Bashere—. ¡En cuanto nos apoderemos de unos cuantos miembros del Consejo, los restantes tendremos asesinos pisándonos los talones, eso seguro!
Rhuarc rió como si aquello le pareciera un buen chiste. El sentido del humor Aiel era en sí mismo algo único.
—Os mantendremos con vida, Davram Bashere. Si no lo conseguimos, te disecaremos y te montaremos en ese caballo tuyo. ¡Serás una fabulosa aljaba para sus flechas!
Bael prorrumpió en carcajadas al oír aquello, y las Doncellas apostadas en la puerta se lanzaron a otra frenética tanda de gestos con las manos.
Bashere rió entre dientes, aunque tampoco parecía pillar la gracia al chiste.
—¿Seguro que es eso lo que queréis hacer? —le preguntó a Rand.
—Sí —asintió éste con un cabeceo—. Divide algunas de tus fuerzas y envíalas con grupos Aiel según decida Rhuarc.
—¿Y qué pasa con Ituralde? —quiso saber el mariscal, que dirigió de nuevo la vista al mapa—. No habrá paz durante mucho tiempo una vez que constate que invadimos su tierra natal.
Rand se quedó pensativo un momento a la par que tamborileaba con los dedos en el mapa.
—Trataré con él personalmente —decidió al fin.