Vacilante, Sheriam se asomó a la tienda oscura, pero no vio nada dentro. Permitiéndose el lujo de esbozar una sonrisa satisfecha, entró y cerró los faldones. Por una vez, las cosas iban muy bien.
Por supuesto, aún comprobaba su tienda antes de entrar, en busca de la persona que a veces esperaba dentro, escondida. Aquella a la que nunca consiguió percibir si bien siempre tuvo la sensación de que debería notar su presencia. Sí, Sheriam todavía miraba y probablemente lo seguiría haciendo durante meses; pero ya no hacía falta. Ningún fantasma la aguardaba dentro para castigarla.
La tienda, pequeña y cuadrada, era lo bastante amplia para estar de pie; tenía un camastro a un lado y un baúl en el otro. Quedaba un hueco justo para un escritorio, pero con otro mueble habría estado tan abarrotada que ella apenas habría podido moverse. Además, había un escritorio más que aceptable a corta distancia, en la tienda vacía de Egwene.
Se había hablado de dársela a alguien, ya que muchas hermanas tenían que compartir una, aunque todas las semanas llegaban más tiendas al campamento. Sin embargo, la tienda de la Amyrlin era un símbolo. Mientras hubiera esperanza de que Egwene regresara, el aposento la esperaría. La desconsolada Chesa la mantenía limpia y ordenada; Sheriam todavía sorprendía a la mujer llorando por la cautividad de su señora. En fin, mientras Egwene estuviera ausente, la tienda era funcionalmente de Sheriam para cualquier uso, excepto dormir. Después de todo, se suponía que la Guardiana debía ocuparse de los asuntos de la Amyrlin.
Sheriam sonrió otra vez y se sentó en el catre. No hacía mucho, su vida era un ciclo perpetuo de frustración y dolor, pero eso había quedado atrás. Gracias a Romanda. Fuera cual fuera su opinión sobre esa necia mujer, era ella la que había ahuyentado a Halima del campamento y acabado con los castigos de Sheriam.
El dolor volvería; el sufrimiento y el castigo acompañaban siempre al servicio que prestaba. Sin embargo, había aprendido a aceptar y valorar los intervalos de tranquilidad.
En ocasiones deseaba haber mantenido la boca cerrada, no haber hecho preguntas. Pero las había hecho, y allí estaba. Sus lealtades le habían proporcionado poder, como se le había prometido, pero nadie le había advertido sobre el dolor. No pocas veces ansiaba haber elegido el Marrón para estar metida en una biblioteca, en cualquier parte, sin tener que ver a nadie. Pero ahora se hallaba donde se hallaba. Carecía de sentido preguntarse cómo podrían haber sido las cosas.
Suspiró, se quitó el vestido y se puso la camisola. Lo hizo a oscuras porque las velas y el aceite estaban racionados y, con los menguantes fondos de las rebeldes, habría de mantener escondido lo que tenía para usarlo más adelante. Se metió en el catre y se tapó con la manta. No era tan ingenua como para sentirse culpable por las cosas que había hecho. Todas las hermanas de la Torre Blanca procuraban avanzar, adelantarse a las demás. ¡Así era la vida! No había una sola Aes Sedai que no apuñalara a sus hermanas por la espalda si con ello obtenía alguna ventaja. Las personas con las que trataba ella sólo eran un poco más… avezadas en ese juego.
Pero ¿por qué el fin de los tiempos debía llegar precisamente ahora? Otras de su asociación hablaban de la gloria y el gran honor de vivir esos tiempos, pero Sheriam no opinaba igual. Se había unido a ellas para ascender en la política de la Torre Blanca, para tener el poder de castigar a quienes le tenían ojeriza. ¡Jamás quiso participar en un ajuste de cuentas final con el Dragón Renacido, y desde luego nunca sintió el menor deseo de tener nada que ver con los Elegidos!
No obstante, eso ya no tenía remedio, y lo mejor era disfrutar de la tranquilidad de haberse librado de las palizas y del parloteo santurrón de Egwene. Oh, sí…
Fuera de la tienda, al otro lado de la entrada, había una mujer con mucha fuerza en el Poder.
Sheriam abrió los ojos de golpe; podía percibir a otras mujeres encauzadoras, como cualquier otra hermana. «¡Oh, puñetas! —se dijo con nerviosismo mientras apretaba los párpados—. ¡Otra vez no!»
Los faldones de la entrada susurraron. Sheriam abrió los ojos y se encontró con una figura negra como azabache de pie junto al catre; finos haces de luna se colaban a través de los faldones ondulantes, justo lo suficiente para perfilar la silueta de la figura. Estaba envuelta en una oscuridad antinatural, con cintas de paño negro agitándose tras ella y la cara oculta en una profunda negrura. Sheriam ahogó un grito y se echó al suelo de lona de la tienda para hacer una respetuosa reverencia. Apenas había espacio para arrodillarse; se encogió, esperando que el dolor le llegara otra vez.
—Ah… —dijo una voz áspera—. Muy bien, eres obediente. Me complace.
No era Halima. Sheriam nunca había percibido la presencia de Halima, que al parecer había encauzado saidin desde el principio. Asimismo, esa mujer nunca había hecho una aparición tan… impactante.
¡Qué fuerza! Lo más probable es que se tratara de una Elegida. O eso o, al menos, una servidora muy poderosa del Gran Señor, muy por encima de Sheriam. Lo cual la preocupaba lo indecible, y tembló al tiempo de inclinarse.
—Vivo para serviros, Insigne Señora—se apresuró a decir—. Dichosa de inclinarme ante vos, de vivir en estos tiempos, de…
—Basta de palabrería —gruñó la voz—. Tienes una buena posición en este campamento, según me han informado, ¿cierto?
—Sí, Insigne Señora. Soy la Guardiana de las Crónicas.
La figura resopló con desdén.
—Guardiana de un andrajoso grupo de mal llamadas Aes Sedai rebeldes. Pero eso no importa. Te necesito.
—Vivo para serviros, Insigne Señora —repitió Sheriam, cada vez más preocupada. ¿Qué querría de ella esa criatura?
—Egwene al’Vere debe ser depuesta.
—¿Qué? —preguntó sobresaltada la Verde. Un latigazo de Aire le restalló en la espalda, ardiente. ¡Necia! ¿Es que quería que la matara?—. Mis disculpas, Insigne Señora —rectificó con precipitación—. ¡Perdonad mi arranque, pero fue por orden de una de las Elegidas por lo que ayudé a que ascendiera a Amyrlin!
—Sí, pero ha resultado ser una… mala elección. Necesitábamos una jovencita, no una mujer con cara de niña. Hay que deponerla. Te ocuparás de que este grupo de estúpidas rebeldes deje de apoyarla. Y pon fin a esas condenadas reuniones en el Tel’aran’rhiod. ¿Cómo es que tantas de vosotras entráis allí?
—Tenemos ter’angreal —respondió Sheriam, vacilante—. Varios en forma de placa de ámbar, otros cuantos en forma de disco de hierro, y también hay un puñado de anillos.
—Ah, tejedores de sueños —dijo la figura—. Sí, ésos podrían ser útiles. ¿Cuántos?
Sheriam dudó. Su primer impulso fue mentir o contestar con evasivas; parecía una información que podría guardarla para más adelante. Pero ¿mentir a una de las Elegidas? Una mala decisión. Decidió ser sincera.
—Teníamos veinte, pero uno lo llevaba esa mujer que fue capturada, Leane, lo cual nos deja con diecinueve.
Justo el número necesario para las reuniones de Egwene en el Mundo de los Sueños, uno para cada una de las Asentadas y uno para la propia Sheriam.
—Sí —declaró la figura envuelta en oscuridad—, verdaderamente útiles. Roba los tejedores de sueños y entrégamelos. Esta chusma no debe hollar el lugar por el que caminan los Elegidos.
—Yo… —¿Robar los ter’angreal? ¿Cómo iba a conseguir tal cosa?—. Vivo para serviros, Insigne Señora.
—Sí, así es. Haz esto por mí y serás debidamente recompensada. Si me fallas… —La figura reflexionó unos instantes—. Dispones de tres días. Cada tejedor de sueños que no me traigas transcurrido ese plazo lo pagarás con un dedo de las manos o de los pies.
Sin más, la Elegida abrió un acceso justo en medio de la tienda y desapareció por él. Al otro lado, Sheriam vislumbró un instante las familiares baldosas de un pasillo de la Torre Blanca.
¡Robar los tejedores de sueños! ¿Todos ellos, los diecinueve? ¿En tres días? «¡Por la gran oscuridad! ¡Debí mentir sobre el número que tenemos! ¿Por qué no mentí?», se desesperó Sheriam.
Durante mucho tiempo siguió arrodillada, respirando acompasadamente y pensando en el aprieto en el que se hallaba. El periodo de tranquilidad había acabado, por lo visto.
Había sido breve.
—Se la enjuiciará, por supuesto —dijo Seaine.
La Blanca de voz suave estaba sentada en una silla que le habían proporcionado las dos Rojas que guardaban la celda de Egwene.
La puerta de la celda se encontraba abierta y Egwene permanecía sentada en el vano, en un taburete que también le habían llevado las Rojas. Las dos guardianas, la regordeta Cariandre y la adusta Patrinda, observaban con atención desde el corredor, ambas abrazando la Fuente y manteniendo el escudo de Egwene. Por su aspecto se diría que esperaban que la joven saliera atropelladamente de la celda buscando la libertad.
Ella hizo caso omiso de sus dos guardianas. Los dos días que llevaba retenida en la celda no habían sido agradables, pero lo soportaba con dignidad. Aunque la encerraran en un minúsculo cuartucho con una puerta que no dejaba pasar la luz. Aunque se negaran a permitirle cambiarse el vestido de novicia manchado de sangre. Aunque la golpearan a diario por la forma de tratar a Elaida. No pensaba doblegarse.
De mala gana, las Rojas permitieron que tuviera visitas, como estipulaba la ley de la Torre; Egwene se sorprendió de que las hubiera, pero Seaine no era la única que había ido a verla. Varias de ellas, Asentadas. Por curiosidad. Así y todo, Egwene estaba deseosa de tener noticias. ¿Cómo había reaccionado la Torre a su detención? ¿Las fisuras entre los Ajahs seguían siendo profundas y anchas, o su labor empezaba a tender puentes entre ellos?
—Elaida infringió la ley de la Torre de forma explícita —explicó la Blanca—. Y en presencia de cinco Asentadas de cinco Ajahs diferentes. Ha procurado impedir que se celebre un juicio, pero sin éxito. Sin embargo, hay quien ha prestado oídos a su argumentación.
—¿Que ha sido…? —preguntó Egwene.
—Que eres una Amiga Siniestra —contestó Seaine—. Y, por ello, te expulsó de la Torre y después te golpeó.
Egwene sintió un escalofrío. Si Elaida conseguía suficiente apoyo para ese argumento…
—No se sostendrá —dijo Seaine en tono consolador—. No estamos en una aldehuela aislada, donde la marca del Colmillo del Dragón pintada en la puerta de alguien basta para condenarlo.
Egwene enarcó una ceja. Ella se había criado en «una aldehuela aislada» y allí tenían el suficiente sentido común de basarse en algo más que rumores para condenar a alguien, fuera cual fuera el crimen del que se lo acusaba. Aun así, no dijo nada.
—Probar tal acusación es difícil con los criterios de la Torre —continuó Seaine—. De modo que sospecho que no intentará demostrarlo en un juicio, en parte porque hacerlo así le exigiría dejarte hablar a ti, y sospecho que su intención es no sacarte de aquí.
—Sí —estuvo de acuerdo Egwene, que echó una mirada a las Rojas, arrellanadas cerca—. Es probable que tengas razón, pero si no puede demostrar que soy una Amiga Siniestra y si no pudiera impedir que esto se presentara a juicio…
—No es una falta sancionable con la destitución —dijo Seaine—. El máximo castigo es la censura formal de la Antecámara y penitencia durante un mes. Conservaría el chal.
«Pero perdería un montón de credibilidad», pensó Egwene. Era alentador. Pero ¿cómo asegurarse de que Elaida no se saliera con la suya, dejándola oculta en los calabozos? ¡Tenía que mantener la presión sobre ella, algo condenadamente difícil de llevar a cabo estando encerrada en esa pequeña celda todos los días! Había pasado muy poco tiempo, pero ya la crispaba pensar en las oportunidades perdidas.
—¿Asistirás al juicio? —preguntó Egwene.
—Por supuesto —corroboró Seaine, ecuánime, como Egwene había llegado a esperar de la Blanca. Otras hermanas Blancas eran frialdad y lógica, por entero; Seaine era mucho más afable, pero no por ello dejaba de ser reservada—. Soy una Asentada, Egwene.
—Presumo que aún se dan los efectos del rebullir del Oscuro, ¿cierto?
—Sí, en efecto. —La voz de Seaine se tornó más suave—. Parece que van a peor. Mueren criados, la comida se estropea, sectores enteros de la Torre se reubican al azar… La segunda cocina se desplazó al sexto nivel anoche y desplazó al sótano a todo un sector de alojamientos del Ajah Amarillo. Es igual que lo que les ocurrió a las Marrones antes, y para eso todavía no se ha hallado solución.
Egwene asintió en silencio. Dada la forma en que esas estancias se habían desplazado, a las pocas novicias cuyas habitaciones no se habían movido se les había asignado ahora alojamiento en los niveles veintiuno y veintidós, donde habían estado los aposentos del Ajah Marrón. Las Marrones, a regañadientes, se habían cambiado todas abajo, al ala de la Torre donde antes estaban las novicias. ¿Sería un cambio permanente? Siempre, hasta entonces, las hermanas habían vivido en la Torre propiamente dicha, y las novicias y las Aceptadas, en el ala.
—Tienes que sacar a cuento esas cosas, Seaine —dijo Egwene con suavidad—. No dejes de recordar a las hermanas que el Oscuro se mueve y que la Última Batalla se aproxima. Mantén su atención en que han de trabajar todas juntas, no en provocar la división de los Ajahs.
Detrás de Seaine, una de las hermanas Rojas comprobó la vela que había en la mesa. El tiempo permitido para que Egwene recibiera visitas se acababa; dentro de poco volverían a encerrarla, volvería a oler la paja polvorienta y sucia que ahora tenía detrás.
—Debes ser dura, Seaine —instruyó Egwene, que se puso de pie al ver que las Rojas se acercaban—. Haz lo que yo no puedo hacer, y pídeles a las otras que lo hagan así también.
—Lo intentaré —contestó la Blanca.
Se puso de pie y observó cómo las Rojas recogían el taburete en el que había estado sentada Egwene y después le indicaban con un gesto que entrara en la celda. El techo del cuartucho era demasiado bajo para estar de pie sin agachar la cabeza, y Egwene se movió de mala gana, inclinándose.
—La Última Batalla se acerca, Seaine. Recuérdalo.
La Blanca asintió en silencio y la puerta se cerró, dejando a Egwene en la oscuridad. La joven se sentó. ¡Qué ciega se sentía! ¿Qué pasaría en el juicio? Aun cuando castigaran a Elaida, ¿qué sería de ella?
Elaida intentaría que la ejecutaran. Y tenía motivos en los que fundamentar la petición, ya que Egwene —según la definición de la Torre Blanca— se había hecho pasar por la Sede Amyrlin.
«Debo mantenerme firme —se dijo Egwene en la oscuridad—. Yo misma puse esta olla al fuego y ahora he de hervir en ella, si eso es lo que protegerá a la Torre».
Sabían que seguía resistiendo; era todo cuanto podía darles.