42 En la ciudadela de Tear

«No sabemos los nombres de las mujeres que había dentro del palacio de Graendal —dijo Lews Therin—. No podemos añadirlas a la lista».

Rand intentaba hacer caso omiso del demente, pero era inútil. «¿Cómo seguiremos con la lista si no sabemos sus nombres? —insistió Lews Therin—. Después de una batalla, siempre preguntábamos el nombre de las Doncellas caídas. El de todas ellas. ¡Esta lista está incompleta! ¡No puedo continuar!»

«No es tu lista —gruñó Rand—. Es mía, Lews Therin. ¡Mía!»

«¡No! —barbotó en respuesta el demente—. ¿Quién eres tú? ¡Es mi lista! Yo la hice. No puedo continuarla ahora que han muerto. ¡Oh, Luz! ¿Fuego compacto? ¿Por qué utilizamos el fuego compacto? Prometí no volver a hacerlo…»

Rand cerró los ojos con fuerza y se aferró a las riendas de Tai’daishar. El caballo de guerra avanzaba calle abajo acompañado por el golpeteo rítmico de los cascos contra la tierra compacta.

«¿En qué nos hemos convertido? —susurró Lews Therin—. Volveremos a hacerlo, ¿verdad? Los mataremos a todos. A todos los que hemos amado. Una y otra y otra vez…»

—Y otra y otra —masculló Rand—. Y eso qué importa mientras que el mundo sobreviva. Me maldijeron antaño, utilizaron mi nombre y el del Monte del Dragón para blasfemar, pero ellos vivieron. Ahora estamos aquí, listos para luchar. Una y otra vez.

—Rand… —llamó Min.

Abrió los ojos. Min cabalgaba en su yegua parda junto a Tai’daishar. No podía permitirse tener un descuido delante de ella ni de cualquiera de los otros. No debían saber cuán cerca se hallaba de venirse abajo.

«Hay tantos nombres que desconocemos —susurró Lews Therin—. Tantas muertes que hemos causado».

Y no era más que el principio.

—Me encuentro bien, Min —respondió—. Sólo pensaba.

—¿En la gente? —inquirió Min.

La muchedumbre llenaba las aceras de madera de Bandar Eban. Rand ya no se fijaba en los colores de las ropas, sino en lo desgastadas que estaban, en los rasgones de los magníficos tejidos, en los parches raídos, en la suciedad y las manchas. En Bandar Eban prácticamente todo el mundo era un refugiado de un tipo u otro. Y lo miraban con ojos angustiados.

Hasta entonces, siempre que había conquistado un reino lo había dejado en mejores condiciones de como lo había encontrado. Había depuesto a Renegados que ejercían de tiranos, había acabado con guerras y sitios, había expulsado a los invasores Shaido, había suministrado comida, les había dado estabilidad. Podría decirse que, en lo esencial, cada país que había destruido, lo había salvado al mismo tiempo.

Sin embargo, con Arad Doman era diferente. Había llevado comida, sí, pero esa comida había atraído a más refugiados, con lo que los suministros se habían quedado cortos. No sólo había fracasado en su intento de llevarles la paz con los seanchan, sino que también se había adueñado de sus tropas y las había enviado al norte para vigilar las Tierras Fronterizas. La navegación seguía sin ser segura, porque la diminuta emperatriz seanchan no confiaba en él y continuaría con sus ataques, puede que incluso los redoblara.

Los domani acabarían machacados bajo los cascos de los caballos de guerra, aplastados entre el ejército invasor trolloc procedente del norte y los seanchan que avanzaban desde el sur. Y él los abandonaba a su suerte.

De algún modo, los domani lo sabían y a él le resultaba muy duro mirarlos a la cara. Los ojos hambrientos lo acusaban. ¿Para qué llevarles esperanza para luego dejar que se marchitara, que se secara como un nuevo pozo recién excavado cuando azota la sequía? ¿Por qué los había obligado a aceptarlo como su dirigente para después abandonarlos?

Flinn y Naeff se habían adelantado. Rand vio las chaquetas negras un poco más allá; montados en sus caballos, los dos hombres observaban la aproximación de la comitiva a la plaza de la ciudad. Los alfileres brillaban en los altos cuellos de las chaquetas. El agua de la fuente que había en la plaza aún brotaba de los relucientes caballos de cobre que brincaban sobre la espumosa ola del mismo metal. ¿Quiénes, entre aquellos domani silenciosos, seguirían abrillantando la fuente cuando no gobernara ningún rey y la mitad del Consejo de Mercaderes continuara en paradero desconocido?

Los Aiel de Rand no habían logrado dar con los consejeros necesarios para conseguir una mayoría. Rand sospechaba que Graendal había matado o capturado el suficiente número de miembros del Consejo para evitar que se eligiera un nuevo rey. Y, si algunos de esos consejeros le habían parecido lo suficientemente hermosos, entonces los habría incorporado a su colección de mascotas… Lo que quería decir que él los había matado.

«¡Ah! —exclamó Lews Therin—. Más nombres que añadir a la lista. Sí…»

Bashere, que cabalgaba al otro lado de Rand, se atusó el bigote con aire pensativo.

—Vuestra orden se ha cumplido —anunció.

—¿Y lady Chadmar? —preguntó Rand.

—Regresó a su mansión —informó Bashere—. Hemos hecho lo mismo con los otros cuatro miembros del Consejo de Mercaderes que los Aiel retenían cerca de la ciudad.

—¿Entendieron lo que tienen que hacer?

—Sí, pero dudo que lo cumplan —respondió Bashere con un suspiro—. Si queréis saber mi opinión, creo que, tan pronto como nos hayamos ido, se marcharán de la ciudad como ladrones que escapan de prisión cuando los carceleros se marchan.

Rand no mostró ninguna reacción ante el comentario. Había ordenado a los consejeros que eligieran nuevos miembros para cubrir las vacantes del Consejo y que luego designaran un rey. Aunque era muy probable que Bashere tuviera razón. Rand ya había recibido informes sobre otras ciudades a lo largo de la costa de las que había ordenado retirarse a sus Aiel. Los líderes de las ciudades desaparecían y todo indicaba que huían del supuesto ataque seanchan.

Arad Doman, como reino, estaba acabado. Era como una mesa cargada con muchos bultos, y pronto se hundiría bajo el peso. «Eso no es problema mío —pensó Rand, sin mirar a la gente—. Hice todo lo que pude».

Eso no era cierto. A pesar de querer ayudar a los domani, sus verdaderas razones para ir allí eran reunirse con los seanchan, averiguar qué había pasado con el rey y encontrar a Graendal. Y, por descontado, asegurar las Tierras Fronterizas en la medida de lo posible.

—¿Se sabe algo de Ituralde? —preguntó Rand.

—Nada bueno, me temo —respondió Bashere con gesto adusto—. Escaramuzas con los trollocs, pero eso vos ya lo sabíais. Los Engendros de la Sombra se retiran rápidamente, pero Ituralde nos avisa que se está preparando algo importante. Sus exploradores han avistado fuerzas lo bastante numerosas para arrasar a sus tropas. Si los trollocs se están reuniendo allí, lo más seguro es que también lo estén haciendo en otros lugares. Sobre todo en el desfiladero de Tarwin.

«Malditos fronterizos —pensó Rand—. Tendré que hacer algo con ellos, y pronto». Al llegar a la plaza, sofrenó a Tai’daishar e hizo un gesto con la cabeza a Flinn y Naeff.

A su señal, cada uno de los dos abrió un acceso grande en medio de la plaza de la ciudad. Rand había pensado Viajar directamente desde los jardines de la mansión de lady Chadmar, pero eso habría sido desaparecer como un ladrón, que un día estaba ahí y al otro ya se había marchado. Al menos dejaría que la gente lo viera irse para que se diera cuenta de que los abandonaba a su suerte.

Se amontonaban en las pasarelas de madera, tal como habían hecho cuando Rand había entrado en la ciudad por primera vez. Si tal cosa era posible, en ese momento estaban aún más callados que aquel primer día. Las mujeres llevaban vestidos delicados y los hombres, chaquetas de colores y camisas de mangas con puntillas. Había muchas personas que no tenían la piel cobriza de los domani. Las promesas de alimento habían atraído a tanta gente a la ciudad…

Era hora de marcharse. Se acercó a uno de los accesos, pero entonces se oyó gritar una voz:

—¡Lord Dragón!

Puesto que la muchedumbre guardaba silencio, fue fácil escuchar la llamada. Rand giró su montura para ver quién había sido. Vio a un hombre esbelto, vestido con una camisa adornada con volantes debajo de una chaqueta roja de corte domani y abrochada a la altura de la cintura, con el cuello abierto en forma de «V». Los pendientes dorados brillaban mientras se abría camino a codazos a través de la gente. Los Aiel detuvieron al hombre, pero Rand lo reconoció como uno de los jefes de puerto. Con un gesto de cabeza, indicó a los Aiel que dejaran que el hombre —de nombre Iralin— se acercara.

Iralin se acercó con presteza hacia Tai’daishar. Inusitado en un domani, el hombre iba del todo afeitado; en los ojos se le notaba la falta de sueño.

—Milord Dragón —dijo, casi en un susurro, de pie junto al caballo de Rand—, la comida. ¡Se ha echado a perder!

—¿Cuánta? —preguntó Rand.

—Toda. —Había tensión en la voz del hombre—. Cada tonel, cada saco, en todos nuestros almacenes y en los barcos de los Marinos. ¡Oh, milord, no sólo está repleta de gorgojos, sino que ha ennegrecido y sabe amarga! ¡Los hombres enferman al comerla!

—¿Toda la comida? —repitió Rand estupefacto.

—Toda —respondió en voz queda Iralin—. Cientos y cientos de toneles. Pasó de repente, en un abrir y cerrar de ojos. Estaba bien y de pronto… ¡Milord, ha venido tanta gente a la ciudad al oír que había comida! Y ahora no tenemos nada. ¿Qué haremos?

Rand cerró los ojos.

—¡Milord! —insistió Iralin.

Rand abrió los ojos y taconeó a Tai’daishar. Dejó atrás al jefe de puerto, boquiabierto, y cruzó el acceso. Ya no podía hacer nada más. No iba a hacer nada más.

Se quitó de la cabeza la hambruna inminente que castigaría la ciudad costera. Le sorprendió comprobar lo poco que le había costado hacerlo.

Bandar Eban desapareció junto a la silenciosa muchedumbre en las aceras pero, en el momento que cruzó el acceso, se elevaron vítores del gentío que lo esperaba. Era un contraste tan chocante que Rand frenó su montura, estupefacto.

Tear se abría ante él. Era una de las grandes urbes, enorme y en expansión. Los accesos se habían abierto directamente al Raso de Festejos, una de las principales plazas de la ciudad. Un pequeño destacamento de Asha’man lo saludó llevándose el puño al pecho. Rand los había enviado a primera hora de la mañana para preparar su llegada a la ciudad y despejar la plaza para abrir los accesos.

La gente seguía vitoreándolo. Se habían concentrado miles de personas, y la Enseña de la Luz ondeaba sobre docenas de astas que la gente mantenía en alto. Tal adulación alcanzó a Rand como una onda de reproche, pues no se creía merecedor de tales elogios. No después de lo que había hecho en Arad Doman.

«Había que seguir adelante», se dijo Rand y taloneó de nuevo a Tai’daishar. Los cascos del caballo repicaron sobre un pavimento de losas en lugar de tierra empapada por la lluvia. Bandar Eban era una ciudad grande, pero Tear era otra cosa por completo diferente. Dondequiera que mirara, las calles serpenteaban entre edificios que la mayoría de la gente de campo habría tachado de hacinados, pero que eran muy normales para los tearianos. En muchos de los tejados a dos aguas —de pizarra o de tejas— se habían encaramado hombres y niños con la esperanza de ver mejor al lord Dragón. Las piedras de los edificios tenían un tono más claro que en Bandar Eban y eran el material de construcción que más abundaba. Quizá se debía a la fortaleza que dominaba la ciudad: la Ciudadela de Tear, una impresionante reliquia de otra era.

Rand avanzó al trote, todavía flanqueado por Min y Bashere. Con qué fuerza aclamaba la multitud… Cerca de él, dos de las banderas que ondeaban al viento se enredaron inexplicablemente. Los hombres que las sostenían en alto, cerca de la primera fila de la gente, bajaron las astas e intentaron separarlas, pero se habían anudado con fuerza debido al viento. Rand pasó junto a ellos casi sin prestar atención al incidente. Ya no se sorprendía por lo que provocaba su naturaleza ta’veren.

Sin embargo, lo que sí lo sorprendió fue ver a tantos forasteros entre la multitud. Eso no era tan insólito porque en Tear siempre había muchos extranjeros, ya que la ciudad acogía con agrado a cualquiera que comerciara con especias y sedas del este, porcelana de los Marinos, grano y tabaco del norte, así como cualquier rumor recabado en dondequiera que fuera. No obstante, Rand había visto que los forasteros —sin importar la ciudad— solían prestarle menos atención. Y ocurría lo mismo aunque esos forasteros fueran de un país que Rand también había conquistado. Cuando se encontraba en Cairhien los cairhieninos lo adulaban, pero si se encontraba en Illian esos mismos cairhieninos intentaban evitarlo. Quizá no querían que se les recordara que su señor también era el señor de su enemigo.

Allí, sin embargo, no tenía problema alguno para diferenciar a los forasteros. Había Marinos de piel oscura con ropas amplias y de colores vivos; murandianos con largas chaquetas y bigotes encerados; illianos barbudos con los cuellos de las chaquetas altos; cairhieninos de blanca piel y con bandas de colores en las ropas… También vio hombres y mujeres que vestían sencilla lana de Andor. Pocos de los forasteros vitoreaban tanto como los locales, pero ahí estaban, vigilantes.

Bashere recorrió con la vista a la muchedumbre.

—La gente parece sorprendida —dijo Rand sin darse cuenta.

—Habéis estado fuera durante bastante tiempo. —Bashere se atusó el bigote con los nudillos, pensativo—. Sin duda, los rumores han volado más rápido que las flechas y más de un posadero ha contado la historia de vuestra muerte o desaparición para dar tiempo a los parroquianos a pedir otra ronda.

—¡Luz, me parece que me paso media vida desmontando un rumor u otro! ¿Cuándo acabará?

—Cuando seáis capaz de acabar con un rumor dejaré mi caballo y montaré en una cabra —contestó Bashere entre risas—. ¡Ja! Y también me haré de los Marinos.

Rand se quedó en silencio. Sus seguidores seguían cruzando los accesos y, al entrar en Tear, los saldaedinos —casi a la par y con los caballos haciendo cabriolas— sujetaron sus lanzas más rectas. Nadie vería una Aes Sedai acicalándose, pero los rostros intemporales no denotaban tanto el cansancio y los ojos miraban a la multitud con aire sagaz. Y los Aiel —con los acechantes andares un poco más relajados y la expresión menos cautelosa— parecían encontrarse más cómodos entre los vítores que entre el silencio acusador de los domani.

Bashere y Rand se hicieron a un lado; Min los siguió en silencio. Parecía distraída. Nynaeve y Cadsuane no estaban en la mansión cuando Rand había anunciado su marcha. ¿Qué estarían tramando? No creía que estuvieran juntas, puesto que difícilmente esas mujeres soportarían encontrarse en una misma habitación. De cualquier manera, ya se enterarían de adonde había ido y lo seguirían. A partir de ese momento, sería fácil dar con él. Se había acabado esconderse en casas de campo. Se había acabado viajar solo. Se había acabado el sigilo estando Lan y sus malkieri cabalgando hacia la Llaga. Casi no quedaba tiempo.

Bashere miró hacia los accesos abiertos; los Aiel los cruzaban en absoluto silencio. Se estaban acostumbrando a ese modo de viajar.

—¿Se lo diréis a Ituralde? —preguntó al fin Bashere—. Me refiero a vuestro repliegue.

—Ya se enterará. Se ordenó a sus mensajeros que llevaran informes a Bandar Eban. Pronto se darán cuenta de que ya no me encuentro allí.

—¿Y si abandona las Tierras Fronterizas para retomar su guerra contra los seanchan?

—Entonces, los frenará un poco y evitará que me atosiguen por la retaguardia. Será un modo de servirme tan bueno como cualquier otro.

El general lo miró en silencio.

—¿Qué quieres que haga, Bashere? —añadió Rand en voz baja, porque a pesar de saber que en esa mirada había un desafío, aunque sutil, no quería darse por enterado. Su ira seguía congelada.

—No lo sé. —Bashere suspiró—. Todo esto es un embrollo y… Vaya, que no le veo salida. Marchar a la guerra con los seanchan a nuestra espalda es la peor situación que uno pueda imaginarse.

—Lo sé —respondió Rand al tiempo que echaba una ojeada la ciudad—. Cuando esto acabe Tear estará en su poder e Illian también, probablemente. Así me abrase, pero podremos considerarnos afortunados si no llegan hasta Andor mientras les damos la espalda.

—Pero…

—Hemos de suponer que Ituralde abandonará su posición una vez que se entere de mi fracaso. Así que nuestro siguiente movimiento tiene que centrarse en los ejércitos de las Tierras Fronterizas. Sea cual sea la queja de tus compatriotas, debe resolverse cuanto antes. Tengo poca paciencia con los hombres que abandonan sus posiciones.

«¿Y no es eso lo que hemos hecho nosotros? —preguntó Lews Therin—. ¿A quiénes hemos abandonado?»

«¡Cállate! —gruñó Rand—. ¡Sigue llorando, demente, y déjame en paz!»

Bashere se acomodó en la silla; seguía meditabundo. Si lo que estaba pensando era que Rand había abandonado a los domani, no lo dijo. Al final, el general meneó la cabeza.

—No sé qué se propone Tenobia. Podría ser tan simple como que estuviera enfadada porque me marchara para seguiros o podría ser tan complicado como que se os pidiese que os doblegaseis a la voluntad de los monarcas de las Tierras Fronterizas. No sé qué es lo que los ha alejado tanto de la Llaga en unos tiempos como los que corren.

—Pronto lo sabremos —respondió Rand—. Quiero que tomes un par de Asha’man y averigües dónde están acampados Tenobia y los otros. Tal vez descubramos que han renunciado a esa absurda pantomima y vuelven donde deben estar.

—Muy bien, pues, dejadme que me ocupe de instalar a mis hombres en el campamento y me pondré en camino.

Rand asintió con un gesto brusco y después giró su montura y trotó calle abajo. La gente se alineaba a ambos lados, de forma que señalaba el camino. La última vez que había visitado Tear había procurado ir disfrazado para pasar inadvertido, pero cualquiera que supiera buscar las señales sabría que se encontraba en la ciudad. Sucesos extraños, como banderas que se ataban con el aire o los hombres que se caían de edificios y salían ilesos, eran sólo el principio. Su influencia ta’veren parecía ser cada vez más fuerte y causaba distorsiones mayores —y más peligrosas— a pasos agigantados.

Durante su última visita había encontrado Tear sitiada por los rebeldes, pero la ciudad no había sufrido las consecuencias del asedio. Tear tenía demasiado comercio para que algo tan nimio como un sitio importunara a la ciudad. La gente había seguido con su vida normal casi sin percatarse de los rebeldes. Los nobles podían entretenerse con sus juegos siempre que no molestaran a la gente honrada.

Además, todo el mundo sabía que la Ciudadela resistiría, como casi siempre lo había hecho. Tal vez Viajar había dejado obsoleta su cualidad de inexpugnable; pero, para los invasores que no tuvieran acceso al Poder Único, la Ciudadela era casi imposible de tomar. Sólo la fortaleza ya era más grande que muchas ciudades, una colosal extensión de murallas, torres y fortificaciones sin una sola juntura en la piedra. Dentro había forjas, almacenes, miles de soldados —los Defensores— y contaba con su propio puerto fortificado.

Nada de eso serviría para hacer frente a un ejército seanchan compuesto por damane y raken.

El gentío lo flanqueó hasta Márgenes de la Roca, una enorme explanada despejada que rodeaba la impresionante fortificación por tres lados.

«Es un lugar apropiado para el exterminio», sentenció Lews Therin.

Allí, más gente vitoreaba a Rand. Las puertas de la Ciudadela estaban abiertas y un comité de bienvenida lo esperaba. Darlin —el otrora Gran Señor y ahora rey de Tear— montaba un deslumbrante semental blanco. El teariano, una cabeza más bajo que Rand, llevaba el negro pelo y la barba muy recortados; no era guapo debido a la prominente nariz. Rand lo consideraba un hombre honrado y de mente lúcida. Después de todo, Darlin se había opuesto a Rand desde el principio, en vez de unirse a quienes se habían apresurado a rendirle pleitesía. Normalmente, un hombre cuya lealtad costaba conseguir sería el que, con toda seguridad, continuaría siendo leal después de que uno se ausentara.

Darlin le hizo una reverencia a Rand. Situado junto al rey se encontraba Dobraine, el noble cairhienino de pálida tez. Vestía chaqueta azul y pantalón blanco, y montaba un ruano castrado. Exhibía una expresión inescrutable, aunque Rand sospechaba que todavía se sentía decepcionado por haberle ordenado que se marchara de Bandar Eban tan pronto.

Había Defensores de la Ciudadela apostados en filas a lo largo de la muralla, con las espadas alzadas en un gesto de saludo y las corazas y los morriones tan brillantes que casi resplandecían. Las mangas abullonadas iban listadas en negro y dorado; sobre ellos ondeaba el estandarte de Tear, con tres lunas crecientes blancas en diagonal sobre campo mitad rojo, mitad dorado. Rand vio que el interior de las murallas rebosaba de soldados, muchos de ellos con los uniformes de los Defensores, pero también eran muchos los que no vestían más uniforme que una cinta negra y dorada atada al brazo. Ésos debían de ser los nuevos reclutas, los hombres que había pedido a Darlin que alistara.

Era una puesta en escena preparada para despertar asombro. O quizá para halagar el orgullo de un hombre. Rand detuvo a Tai’daishar delante de Darlin. Por desgracia, el engallado Weiramon también acompañaba al rey, con su caballo detrás del de Darlin. Weiramon era tan mentecato que Rand nunca le confiaría una tarea sin la debida supervisión, y menos aún pondría tropas a su mando. Cierto, el hombre era arrojado, pero seguramente se debía a que era demasiado corto de entendederas para ser consciente de la mayoría de los peligros. Como siempre, Weiramon se ponía más en ridículo al intentar aparentar ser otra cosa que el bufón que era realmente. Llevaba la barba untada, el pelo arreglado con cuidado para disimular la avanzada calvicie y vestía ropajes suntuosos, con chaqueta y bombachos de corte pensados para imitar un uniforme de campaña, si bien nadie vestiría tales ropajes en una batalla. Nadie, excepto Weiramon.

«Me gusta», pensó Lews Therin.

«A ti no te gusta nadie», replicó Rand, sobresaltado.

«Es sincero —respondió Lews Therin, que a continuación se rió—. ¡Más de lo que lo soy yo, por descontado! Nadie escoge ser idiota, pero sí escoge ser leal. Hay muchas cosas peores que tener de seguidor a este hombre».

Rand se mordió la lengua. Discutir con ese demente no tenía sentido. Lews Therin tomaba decisiones sin una razón aparente. Al menos no había vuelto a canturrear cuando veía una mujer bonita. Eso sí que resultaba molesto.

Darlin y Dobraine hicieron otra reverencia a Rand y Weiramon los imitó. Detrás del rey había otras personas, por supuesto. Lady Caraline no podía faltar. La esbelta cairhienina seguía tan bonita como Rand la recordaba. Un ópalo blanco le colgaba en la frente, con la dorada cadena entrelazada en el pelo oscuro. Rand tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista de ella. Se parecía mucho a su prima, Moraine. Lews Therin se puso a recitar los nombres de la lista de mujeres muertas empezando por Moraine, claro está.

Rand se preparó para continuar la inspección del resto del grupo mientras el hombre muerto proseguía con la letanía en un rincón de su mente. Los demás Grandes Señores y Señoras de Tear se encontraban presentes en sus monturas. Anaiyella, con su sonrisa bobalicona, estaba montada en su zaino, junto a Weiramon y… ¿El pañuelo que llevaba lucía los colores del hombre? Rand siempre la había tenido por una mujer más exigente. En el rostro lleno de bultos de Torean había una sonrisa. Lástima que siguiera con vida cuando hombres mucho mejores entre los Grandes Señores habían muerto. Asimismo estaban Simaan, Estanda, Tedosian, Hearne… Los cuatro se habían opuesto a Rand y habían encabezado el sitio a Tear. Ahora, todos ellos le hicieron una reverencia.

Alanna también se encontraba presente. Rand no la miró, pero a través del vínculo percibió que la embargaba la tristeza. Le estaba bien empleado.

—Milord Dragón —dijo el rey, poniéndose firme en la silla—, gracias por enviar a Dobraine para transmitirme vuestros deseos. —La voz de Darlin denotaba malestar. Se había apresurado a reunir el ejército que le había pedido Rand, para después tenerlo sin hacer nada durante semanas. En fin, dentro de poco los hombres agradecerían esas semanas extras de entrenamiento—. El ejército está preparado —continuó Darlin, indeciso—. Estamos listos para partir hacia Arad Doman.

Rand asintió. Al principio tenía la intención de enviar a Darlin a Arad Doman para así disponer de los Aiel y los Asha’man y situarlos en otra parte. Rand se volvió hacia la muchedumbre y se dio cuenta de por qué había tantos forasteros entre ellos. Se había reclutado a la mayoría de los ciudadanos, que ahora permanecían en hileras en el interior de la Ciudadela.

Quizá la gente que se había arremolinado en la plaza y las calles no estaba ahí para vitorear a Rand. Tal vez esas personas creían que aclamaban la marcha de sus ejércitos hacia la victoria.

—Bien hecho, rey Darlin —dijo Rand—. Ya era hora de que alguien en Tear aprendiera a acatar órdenes. Sé que vuestros hombres están impacientes, pero tendrán que esperar un poco más. Preparad habitaciones para mí en la Ciudadela y haced arreglos para albergar al ejército de Bashere y a los Aiel.

—De acuerdo. —La confusión de Darlin se hizo más patente—. ¿No se nos necesita en Arad Doman, pues?

—Lo que Arad Doman necesita no está al alcance de nadie —respondió Rand—. Tus ejércitos vendrán conmigo.

—Por supuesto, mi señor. Y… ¿Hacia dónde marcharemos?

—A Shayol Ghul.

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