¡El desfiladero de Tarwin es el lugar más indicado! —opinó Nynaeve.
Rand y ella cabalgaban por una calzada cubierta de maleza a través de los llanos de Maredo, acompañados por un destacamento de Aiel. Nynaeve era la única Aes Sedai presente. Narishma y Naeff, que iban casi en la retaguardia del grupo, tenían hosco el semblante; Rand había ordenado a sus Aes Sedai quedarse atrás. Últimamente Rand parecía decidido a reafirmar su independencia respecto a ellas.
Nynaeve montaba una yegua completamente blanca llamada Luz de luna que le habían asignado en los establos de Rand, en Tear. Aún le resultaba extraño que el chico tuviera su propio establo y más aún que tuviera uno en todas las ciudades más importantes del mundo.
—El desfiladero de Tarwin —dijo Rand, negando con la cabeza—. No. Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que no tenemos que luchar allí. Lan me está haciendo un favor. Si puedo coordinar mi ataque con el suyo obtendremos una gran ventaja, pero no quiero desviar mis ejércitos hacia el desfiladero. Sería desaprovechar los recursos.
¿Desaprovechar los recursos? Lan se dirigía hacia el desfiladero como una flecha salida de un arco largo de Dos Ríos. ¡Se dirigía allí para morir! ¿Y Rand decía que ir en su ayuda sería un despilfarro? ¡Estúpido cabeza de chorlito!
Apretó los dientes e hizo un esfuerzo para calmarse. Ojalá discutiera con ella en lugar de usar esa actitud distante que había adoptado no hacía mucho, tan carente de emociones. Sin embargo, ella había visto liberarse a la bestia que llevaba agazapada dentro, y atemorizarla con sus bramidos. Como no sacara todas esas emociones pronto, al final acabarían devorándolo desde dentro.
Pero ¿cómo hacerlo entrar en razón? Había planteado un argumento tras otro, le había explicado y razonado cada uno de ellos, sin prisa y con claridad, durante el tiempo que habían pasado en Tear. Rand hizo caso omiso de todos ellos y dedicó los dos últimos días a reunirse con sus generales a fin de planear la estrategia para la Última Batalla.
Cada día que pasaba, Lan se acercaba un paso más a una batalla que no podía ganar y ella se ponía más nerviosa. Incluso había estado a punto de abandonar a Rand en varias ocasiones para cabalgar hacia el norte. Si Lan iba a librar un combate imposible, entonces quería estar junto a él. Pero se había quedado. ¡Se había quedado! ¡Así la Luz se llevara a Rand al’Thor! ¿De qué serviría ayudar a Lan si el mundo sucumbía frente a la Sombra debido a la obstinación de un pastor tozudo? ¡Cuánta cabezonería!
Se dio un fuerte tirón de la trenza. Las pulseras enjoyadas y los anillos que lucía en los dedos brillaron con la débil luz del sol. El cielo estaba encapotado, por supuesto; llevaba semanas así. Todos procuraban actuar como si no se dieran cuenta de lo anómalo de ese fenómeno atmosférico, pero Nynaeve aún percibía la tormenta que se formaba al norte.
¡Quedaba tan poco para que Lan llegara al desfiladero! Quisiera la Luz que se retrasara por los malkieri que hubieran acudido en su ayuda. ¡Luz, que no estuviera solo! Imaginó a Lan cabalgando hacia la Llaga para enfrentarse a las hordas de Engendros de la Sombra que infestaban su país natal…
—¡Tenemos que atacar allí! —insistió, espoleada por esa idea—. Ituralde dice que la Llaga es un hervidero de trollocs. El Oscuro está concentrando sus fuerzas. ¡Puedes apostar a que el grueso de las tropas se encontrará en el desfiladero, desde donde les será más fácil cruzar y atacar Andor y Cairhien!
—Ésa es la razón por la que no atacaremos en el desfiladero, Nynaeve —respondió Rand con voz fría, imperturbable—. No vamos a permitir que nuestro enemigo decida el campo de batalla. Lo peor que podemos hacer es combatir donde quieran ellos o donde esperan que lo hagamos nosotros. —Miró al norte—. Sí, dejemos que se congreguen. Me buscan, pero no pienso ponerles las cosas en bandeja entregándome. ¿Por qué luchar en el desfiladero de Tarwin? Tiene más sentido llevar al grueso de nuestras fuerzas directamente a Shayol Ghul.
—Rand —contestó Nynaeve, procurando hablar en tono razonable. ¿Acaso no veía lo razonable que era ella?—. Es de todo punto imposible que Lan haya logrado reunir un número suficiente de hombres para resistir un ataque en masa de los trollocs, sobre todo si consideramos que gran parte de los ejércitos de las Tierras Fronterizas andan dando tumbos por aquí, sabe la Luz por qué. ¡Los trollocs los desbordarán e invadirán las tierras!
La mención de los fronterizos provocó un endurecimiento en el gesto de Rand. Se dirigían a entrevistarse con sus emisarios.
—Y los trollocs invadirán las tierras —repitió Rand.
—¡Sí!
—Bien, eso los mantendrá ocupados mientras yo hago lo que debe hacerse.
—¿Y qué hay de Lan? —inquirió Nynaeve.
—Su ataque está bien posicionado. —Rand asintió con la cabeza—. Atraerá la atención de mis enemigos a Malkier y al desfiladero y creerán que estoy allí. Los Engendros de la Sombra no pueden utilizar los accesos, así que no están en condiciones de movilizarse tan rápido como yo. Cuando se enfrenten a Lan, yo ya me encontraré a su espalda y atacando el corazón del Oscuro.
»No abandonaré las tierras sureñas a su suerte, en absoluto. Cuando los trollocs arremetan en el desfiladero, se dividirán en pelotones para la invasión. Ése es el momento en que mis fuerzas, con Bashere a la cabeza, los atacarán. Viajarán a través de accesos para caer sobre cada grupo de trollocs por los flancos o por la retaguardia. De esa manera, seremos nosotros los que escojamos dónde presentar batalla, según nos convenga.
—¡Rand, Lan encontrará la muerte! —La ira que crispaba el rostro a Nynaeve se trocó en una expresión de terror.
—¿Quién soy yo para negársela? Todos nos merecemos una oportunidad para encontrar la paz.
Nynaeve se dio cuenta de que estaba boquiabierta. ¡Realmente Rand pensaba lo que decía! O al menos, intentaba convencerse de ello.
—Mi deber es acabar con el Oscuro —dijo Rand, casi para sí mismo—. Acabaré con él y luego moriré. Eso es todo.
—Pero…
—Basta ya, Nynaeve. —Rand habló con suavidad pero con ese peligroso tono ahora característico en él. No consentiría que lo presionara más.
Nynaeve se echó hacia atrás en la silla de montar, frenética, e intentó discurrir la forma de seguir insistiendo en el asunto. ¡Luz! ¿Es que Rand iba a dejar que la gente que vivía en las Tierras Fronterizas sufriera y muriera a manos de los trollocs? A ninguno de ellos les importaría si se derrotaba al Oscuro, pues estarían troceados y cocinándose en algún caldero trolloc. Eso haría que Lan y el resto de los malkieri lucharan solos, un pequeño ejército para resistir la acometida impetuosa de todos los monstruos que la Llaga pudiera escupir.
Los seanchan seguirían con su guerra al sur y al oeste. Los trollocs atacarían desde el norte y el este. Con el tiempo, ambas fuerzas se encontrarían. Andor y los otros reinos se convertirían en un gigantesco campo de batalla; la población —buena gente, como la de Dos Ríos— no tendría ninguna opción ante una guerra de tal envergadura. Todos acabarían aplastados.
¿Qué hacer para que eso cambiara? Tenía que pensar otra estrategia que influyera en Rand. En el fondo, todo estaba dirigido a un propósito: proteger a Lan. ¡Tenía que conseguirle ayuda!
El grupo cabalgaba por una planicie herbosa en la que se veía alguna granja de vez en cuando. Pasaron por delante de una que quedaba a la derecha, una alquería solitaria que no se diferenciaba mucho de las de Dos Ríos. Aun así, en Dos Ríos ella nunca había visto a un granjero observar a los viajeros con una hostilidad tan patente. El hombre de barba pelirroja, apoyado en una valla a medio terminar, vestía unos pantalones sucios y llevaba las mangas recogidas casi hasta los hombros. Había dejado el hacha —como al desgaire, pero bien a la vista— sobre unos troncos apilados junto a él.
Su labrantío había conocido tiempos mejores. A pesar de haber arado y labrado la tierra con esmero, sólo habían germinado unos brotes diminutos. Había trozos casi pelados allí donde, inexplicablemente, las semillas se habían negado a arraigar, y las pocas plantas que crecían tenían un color amarillento.
Un grupo de hombres más jóvenes arrancaba un tocón de un campo adyacente; pero, a los expertos ojos de Nynaeve, era evidente que no se ocupaban en ello. No habían puesto los aparejos al buey ni habían cavado la tierra alrededor del tocón para facilitar la tarea de tirar de él. Los palos esparcidos en la hierba eran demasiado recios y estaban muy bien trabajados para ser simples mangos de herramientas. Bastones de combate. La escena casi era cómica si se tomaba en consideración que Rand llevaba doscientos Aiel con él, pero significaba algo: esos hombres esperaban problemas y se preparaban para afrontarlos. Sin duda, ellos también notaban la tormenta.
Esta zona quedaba relativamente a salvo de los bandidos al estar cercana a las rutas comerciales y en el área de influencia de la ciudad de Tear; además, se hallaba situada lo bastante al norte para no verse involucrada en las pendencias entre Tear e Illian. Ése debería ser un lugar donde los granjeros no necesitaran convertir una buena madera en un bastón de combate, ni tampoco mirar a los desconocidos con la actitud alerta de quien espera un ataque.
Esa cautela les sería de gran ayuda cuando los trollocs llegasen hasta ellos, siempre y cuando los seanchan no los hubieran conquistado y alistado a la fuerza para entonces. Nynaeve se dio otro tirón de la trenza.
Sus pensamientos volvieron de nuevo hacia Lan. ¡Tenía que hacer algo! Pero no había manera de hacérselo entender a Rand. Tal como estaban las cosas, sólo quedaba el misterioso plan de Cadsuane. ¡Esa necia mujer se había negado a explicárselo! Nynaeve había dado el primer paso al ofrecerle colaboración y ¿cómo había reaccionado Cadsuane? Con una arrogancia desmedida, por supuesto. ¿Cómo había osado darle la bienvenida a su pequeño grupo de Aes Sedai como si fuera una chiquilla perdida en el bosque?
¿De qué modo ayudaría a Lan el encargo que le había hecho de descubrir el paradero de Perrin? Durante toda la semana pasada, Nynaeve había presionado a esa mujer para conseguir más información, pero había sido, en vano.
«Lleva a buen puerto esta tarea, pequeña, y tal vez te demos otras de más responsabilidad en el futuro —le había dicho Cadsuane—. Has demostrado ser muy terca a veces y eso es algo que no toleraremos».
Nynaeve suspiró. ¿Cómo se suponía que iba a descubrir dónde estaba Perrin? La gente de Dos Ríos no había sido de gran ayuda. Muchos de sus hombres seguían a Perrin, pero hacía tiempo que no los veían. Se encontraban en algún lugar del sur, probablemente en Altara o Ghealdan… Pero eso comprendía una amplia zona de búsqueda.
Debería haber imaginado que no sería fácil conseguir la respuesta en Dos Ríos. Era obvio que Cadsuane había intentado encontrar a Perrin por sí misma y había fracasado. Por eso le había dado esa tarea a ella. ¿Había encargado Rand a Perrin alguna misión secreta?
—Rand… —dijo Nynaeve. Un escalofrío le recorrió la espalda al ver que Rand murmuraba de nuevo entre dientes—. ¡Rand! —lo llamó otra vez, con más insistencia.
Él dejó de murmurar y la miró. Nynaeve tuvo la impresión de ver esa ira escondida muy dentro de él, un destello de irritación por haberlo interrumpido. Entonces desapareció, sustituido por el gélido y atemorizador control.
—¿Sí? —preguntó Rand.
—¿Sabes…? ¿Sabes dónde se encuentra Perrin?
—Le encomendé ciertas tareas y las está llevando a cabo —contestó Rand, que apartó la vista de ella—. ¿Por qué preguntas?
Mejor no mencionar a Cadsuane.
—Aún me preocupo por él. Y por Mat.
—¡Ah! —exclamó Rand—. Veo que estás muy poco acostumbrada a mentir, ¿no es así, Nynaeve?
Nynaeve se sonrojó por la vergüenza. ¿Cuándo había aprendido a interpretar tan bien a las personas?
—Me preocupo por él, Rand al’Thor —respondió—. Es una persona de naturaleza pacífica, sin pretensiones, y siempre se dejaba mangonear demasiado por los amigos.
¡Ea! Que Rand pensara sobre eso.
—Sin pretensiones… —dijo Rand pensativo—. Sí, supongo que sigue siendo así, pero ¿pacífico? Perrin ya no es muy… pacífico, que digamos.
Así que había mantenido contacto con Perrin no hacía mucho. ¡Luz! ¿Cómo lo sabía Cadsuane y cómo se le habían pasado por alto a ella esas comunicaciones?
—Rand, si Perrin está haciendo algo para ti, ¿por qué lo has mantenido en secreto? Me merezco…
—No he estado manteniendo reuniones con él, Nynaeve, cálmate —respondió Rand—. Hay ciertas cosas que sé, cosas sencillas, nada más. Estamos conectados los tres, Perrin, Mat y yo.
—¿Cómo? ¿A qué te…?
—No voy a decir nada más sobre ello, Nynaeve —la interrumpió Rand a mitad de la frase con suaves palabras.
Nynaeve volvió a acomodarse en la silla y apretó los dientes de nuevo. Las otras Aes Sedai hablaban de tener controladas las emociones, pero eso era porque ellas no trataban con Rand al’Thor, claro. Nynaeve también podría estar calmada si no se esperara de ella que se ocupara del hombre más necio y tozudo que pisaba la faz del mundo.
Avanzaron en silencio durante un tiempo, con el cielo encapotado sobre ellos como un lejano campo alfombrado de musgo gris y turba. El punto de encuentro con los fronterizos era un cruce de calzadas no muy lejano. Podrían haber Viajado directamente allí, pero las Doncellas habían convencido a Rand para que no lo hiciera y así recorrer el corto trecho que los separaba con más precaución. Viajar era sumamente práctico, pero también podía llegar a ser peligroso. Si los enemigos sabían dónde iba a aparecer uno, era posible abrir el acceso y verse emboscado por una línea de arqueros. Enviar por delante a los exploradores a través de los accesos tampoco era tan seguro como Viajar a un punto donde nadie te esperaba.
Los Aiel aprendían —y se adaptaban— con suma rapidez. Resultaba en verdad sorprendente. El Yermo era un lugar sin apenas diversidad; todo tenía el mismo aspecto, dondequiera que como fuera. Claro que ella también había oído comentar lo mismo sobre las tierras húmedas a algunos guardias Aiel.
La encrucijada a la que se dirigían no era importante desde hacía tiempo. Si Verin u otra hermana Marrón los hubieran acompañado, seguramente habrían sabido explicar la razón. Lo único que sabía Nynaeve era que el reino que antaño gobernaba esas tierras había desaparecido tiempo ha y que su único vestigio era la ciudad-estado de Far Madding. La Rueda del Tiempo giraba. Los reinos más grandes caían, se enmohecían y, con el tiempo, se convertían en tierras sin historia, sometidas el arado de los granjeros que se preocupaban por cultivar una buena cosecha de cebada. Había sucedido con Manetheren y también había sucedido allí. Las grandes calzadas por las que otrora avanzaba las legiones se habían convertido en olvidados caminos rurales faltos de mantenimiento.
Mientras seguían avanzando, Nynaeve hizo aminorar el paso a Luz de luna —dejando que Rand se adelantara— hasta quedar por fin a la altura de Narishma, el Asha’man de oscuro pelo trenzado y adornado con campanillas en las puntas. Vestía de negro, como la mayoría de los Asha’man, y los alfileres de la espada y el dragón brillaban en el cuello de la chaqueta. En los meses que llevaba vinculado como Gaidin, el chico había cambiado. Al mirarlo ya no veía a un muchacho joven, sino a un hombre con la gallardía de un soldado y la mirada cautelosa de un Guardián. Un hombre que había visto la muerte y se había enfrentado a los Renegados.
—Narishma, tú eres fronterizo —inició la conversación Nynaeve—. ¿Se te ocurre alguna razón para que tus coterráneos hayan abandonado sus puestos?
Narishma negó con la cabeza sin dejar de escrutar los alrededores.
—Yo era el hijo de un zapatero, Nynaeve Sedai. Nada sé sobre la nobleza. —Vaciló antes de añadir—: Además, ya no soy fronterizo.
Lo que quería dar a entender estaba claro. Protegería a Rand, sin importar lo mucho que pudieran tirar de él otras lealtades. Una manera de pensar muy propia de los Guardianes. Nynaeve asintió con la cabeza, despacio.
—¿Tienes alguna idea de con qué nos encontraremos?
—Mantendrán su palabra —respondió Narishma—. Un fronterizo moriría antes que romperla. Prometieron enviar una delegación para reunirse con el lord Dragón, y eso es lo que harán. Sin embargo, ojalá se nos hubiera permitido traer a nuestras Aes Sedai.
Los informes decían que el ejército fronterizo contaba con trece Aes Sedai. Un número peligroso. Justo el necesario para neutralizar a una mujer o amansar a un hombre. Un círculo de trece mujeres podía escudar a los encauzadores más poderosos. Rand había insistido en que no hubiera más de cuatro de las trece Aes Sedai en la delegación con la que se reuniría. A cambio, su propia comitiva no tendría más de cuatro encauzadores: dos Asha’man —Narishma y Naeff—, Nynaeve y él mismo.
Merise y las otras habían exhibido el equivalente Aes Sedai de un arrebato —lo que implicaba un buen número de gestos de descontento y de preguntas del tipo «¿Estáis seguro de querer hacer eso?»— cuando Rand les había prohibido que lo acompañaran.
—No parece que confíes en ellos —dijo Nynaeve al advertir la postura tensa del Asha’man.
—El lugar de un fronterizo se encuentra en las Tierras Fronterizas —respondió Narishma—. Yo era el hijo de un zapatero y aun así se me instruyó en el uso de la espada, la lanza, el arco, el hacha y la honda. Incluso antes de entrar a formar parte de los Asha’man, estaba capacitado para derrotar en un duelo a cuatro de cada cinco soldados sureños. Vivimos para defender, pero eso no ha sido óbice para que se marchen. Precisamente ahora, nada menos. Y con trece Aes Sedai. —Miró alrededor con esos ojos oscuros que tenía—. Quiero confiar en ellos. Los tengo por buena gente pero… La buena gente también es capaz de hacer cosas malas. Sobre todo cuando hay de por medio hombres que encauzan.
Nynaeve guardó silencio. Narishma tenía razón, aunque ¿por qué iban a querer hacer daño a Rand los fronterizos? Habían combatido las invasiones de la Llaga y los Engendros de la Sombra durante siglos y tenían la lucha contra el Oscuro grabada en el alma. No se volverían en contra del Dragón Renacido.
Había en los fronterizos un sentido especial del honor que podía llegar a ser frustrante, cierto, pero eso los hacía lo que eran. La reverencia que Lan sentía por su patria —sobre todo cuando muchos otros de sus compatriotas habían abandonado la identidad de su origen— era una de las razones por las que Nynaeve lo amaba.
«Oh, Lan. Encontraré a alguien que te ayude. No dejaré que cabalgues solo a las fauces de la Sombra».
Mientras se aproximaban a una pequeña loma verde, aparecieron varios Aiel que regresaban de explorar. Rand hizo que el grupo se detuviera y esperó que los exploradores vestidos con cadin’sor se acercaran a él. Varios de ellos llevaban ceñida a la frente la cinta roja con el antiguo símbolo de los Aes Sedai. A pesar de haber ido y vuelto corriendo al lugar de la reunión, ninguno estaba falto de aliento. Rand se inclinó sobre su montura.
—¿Han hecho lo que les dije? ¿No más de doscientos hombres y no más de cuatro Aes Sedai?
—Sí, Rand al’Thor, sí —respondió uno de los exploradores—. Se han ceñido admirablemente a tus condiciones. Tienen gran honor.
Nynaeve identificó el extraño sentido del humor Aiel en el tono de voz del explorador.
—¿Qué sucede? —preguntó Rand.
—Un hombre, Rand al’Thor —dijo el Aiel—. Su delegación se compone de un solo hombre. Un hombre bajo y escuálido, aunque da la impresión de saber bailar las lanzas. El cruce de calzadas está detrás de ese repecho.
Nynaeve miró hacia adelante. En efecto, ahora que sabía lo que buscaba, localizó otra calzada que se acercaba desde el sur; era de suponer que se juntaría con la suya al otro lado de la loma.
—¿Qué clase de trampa es ésta? —preguntó Naeff al tiempo que acercaba el caballo a Rand. Un gesto de preocupación apareció en el delgado rostro del Asha’man—. ¿Una emboscada?
Rand levantó la mano para pedir silencio. Taloneó su caballo castrado, y los exploradores fueron tras él sin protestar. Faltó poco para que Nynaeve se quedara atrás; Luz de luna era una yegua mucho más tranquila de lo que ella habría querido. Mantendría una pequeña conversación con el caballerizo mayor de Tear al regresar a la ciudad.
Rodearon el repecho y se encontraron con un cuadrado y polvoriento descampado de tierra lleno de antiguos agujeros para lumbres abiertos allí donde las caravanas se habían detenido a hacer noche. Una calzada más pequeña que la que ellos habían utilizado para llegar allí serpenteaba de norte a sur. Un solitario shienariano los esperaba en el lugar donde se cruzaban las calzadas. La melena grisácea le colgaba hasta los hombros y le enmarcaba un rostro enjuto —acorde con su complexión— surcado de huellas dejadas por el paso del tiempo. Tenía entrecerrados los ojos pequeños para escudriñar a la comitiva que se acercaba.
«¿Hurin?» se preguntó Nynaeve, sorprendida. No había visto al husmeador desde que la había acompañado de vuelta a la Torre Blanca tras los sucesos de Falme.
Rand sofrenó su caballo, con lo que Nynaeve y los Asha’man pudieron ponerse a su altura. Los Aiel se desplegaron como hojas impulsadas por una ráfaga de viento y tomaron posiciones para vigilar los alrededores de la encrucijada. Nynaeve estaba bastante segura de que los dos Asha’man habían asido la Fuente, y lo más probable es que Rand hubiera hecho otro tanto.
Hurin rebulló, nervioso. Seguía siendo tal como lo recordaba Nynaeve; tenía el pelo un poco más canoso, pero aún vestía las mismas ropas sencillas de color marrón y llevaba una espada corta y una quiebraespadas colgadas del cinto. Había atado su caballo a un tronco caído. Los Aiel miraban al animal con desconfianza, como otros mirarían una jauría de perros guardianes.
—¡Vaya, lord Rand! —llamó Hurin, nervioso—. ¡Sois vos! Bueno, con toda certeza habéis llegado alto, sí señor. Me alegro de…
Hurin se calló de golpe al sentir que algo lo levantaba en vilo. Se le escapó una exclamación de sorpresa cuando unos flujos invisibles de Aire lo pusieron cabeza abajo. Un escalofrío estremeció a Nynaeve. ¿Llegaría el día en que no la alteraría ver encauzar a hombres?
—¿Quién nos persiguió, Hurin, cuando nos quedamos atrapados en aquella lejana tierra sombría? ¿De qué nación eran los hombres a los que abatí con mi arco?
—¿Hombres? —preguntó Hurin, la voz semejante a un graznido—. ¡Lord Rand, en aquel lugar no había hombres! O al menos no vimos a ningún ser humano, si no contamos a lady Selene, claro. ¡Sólo recuerdo a aquellas bestias con apariencia de rana, las mismas que cabalgan los seanchan, por lo que cuenta la gente!
Rand hizo girar al hombre en el aire, y lo miró con ojos gélidos. Luego acercó su montura a él. Nynaeve y los Asha’man hicieron lo propio.
—¿No creéis que soy yo, lord Rand? —preguntó el husmeador, todavía colgado en el aire.
—Hoy día me cuestiono todo lo que tengo delante de los ojos —respondió Rand—. Supongo que los fronterizos te han enviado porque nos conocemos, ¿no?
Hurin, sudando a mares, asintió. Nynaeve sintió pena por él. El hombre era un ferviente admirador de Rand. Habían pasado juntos mucho tiempo persiguiendo a Fain y el Cuerno de Valere. En el viaje de vuelta a Tar Valon, Nynaeve se había librado pocas veces de que Hurin le contara las grandes hazañas realizadas por Rand. Verse tratado de esa manera por el hombre que idolatraba debía de ser muy duro para el enjuto husmeador.
—¿Por qué has venido solo? —preguntó Rand con calma.
—Bueno —suspiró Hurin—, os dijeron que… —Hurin dejó la frase a medias, al parecer distraído por algo. Husmeó sonoramente—. ¡Vaya, qué extraño! Nunca había olido algo así.
—¿Qué? —inquirió Rand.
—No lo sé —dijo Hurin—. El aire huele como… a mucha muerte, a mucha violencia, pero no es eso. Es algo más oscuro, más terrible.
El hombre se estremeció visiblemente. La habilidad de Hurin de husmear la violencia era una de esas rarezas que escapaban a la comprensión de la Torre. No era nada relacionado con el Poder pero, sin lugar a dudas, tampoco era algo natural. A Rand no parecía importarle lo que Hurin oliese.
—Dime por qué te han enviado sólo a ti, Hurin.
—Os lo estaba explicando, lord Rand. Bien, estamos aquí para discutir las condiciones.
—Condiciones relacionadas con el regreso de vuestros ejércitos donde deben estar —dijo Rand.
—No, lord Rand —respondió Hurin, incómodo—. Condiciones para concertar un encuentro de verdad con ellos. Supongo que esa parte de su misiva era algo ambigua. Dijeron que os podíais enfadar al llegar aquí y ver que sólo estaba yo.
—Se equivocaban —respondió Rand en un tono de voz tan quedo que Nynaeve tuvo que echarse hacia adelante para oír lo que decía—. Ya no me encolerizo, Hurin. No me es útil para nada. ¿Por qué tendría que haber condiciones para una reunión? Supuse que mi oferta de venir acompañado sólo por una pequeña fuerza sería aceptable.
—Bueno, lord Rand, veréis, de verdad desean reunirse con vos. En fin, que viajamos hasta aquí, incluso marchamos durante el puñetero invierno. Mis disculpas, Aes Sedai, pero fue un invierno en verdad muy puñetero. Y muy malo, aunque tardó mucho tiempo en llegarnos. Sea como sea, vinimos por vos, lord Rand. Así que, como veis, quieren reunirse con vos. Lo desean muchísimo.
—¿Pero…?
—Pero… Bien, la última vez que estuvisteis en Far Madding hubo…
Rand levantó un dedo y Hurin se calló. Todo a su alrededor se quedó en silencio; incluso los caballos daban la impresión de aguantar la respiración.
—¿Los fronterizos se encuentran en Far Madding?
—Sí, lord Rand. Tendréis que entrar dentro del ámbito de protección del Guardián, ¿comprendéis? Y…
Rand hizo un brusco gesto con la mano para hacer callar a Hurin. Un acceso apareció al momento. No obstante, no parecía llevar a Far Madding. Estaba abierto a la calzada por la que el grupo había transitado hacía unos momentos.
Rand liberó a Hurin y con un ademán indicó a los Aiel que dejaran que el hombre montara en su caballo. Acto seguido, entró con Tai’daishar en el acceso. ¿A qué venía eso? Todo el mundo lo siguió y, una vez que hubieron pasado, Rand creó un nuevo acceso, esta vez hacia una pequeña hondonada boscosa. Nynaeve creyó reconocerla. Era el lugar donde se habían detenido después de la visita a Far Madding con Cadsuane.
«¿Por qué el primer acceso?» se preguntó Nynaeve, desconcertada. De pronto, la respuesta le vino a la mente. No se necesitaba conocer el punto de partida si se Viajaba a un lugar no muy alejado, y Viajar a un sitio hacía que se conociera ese lugar lo suficiente como para abrir otro acceso desde allí.
Así pues, al Viajar primero un poco hacia atrás, Rand había memorizado el lugar tanto como para poder abrir un acceso a dondequiera que quisiera ir sin tener que esperar el tiempo necesario para aprender el lugar. Era una maniobra muy inteligente. Nynaeve se sonrojó por no haber caído antes en usar el tejido de esa manera. ¿Desde cuándo sabía Rand ese truco? ¿Acaso se lo había recordado esa… voz en su cabeza?
Rand dirigió a Tai’daishar hacia la hondonada, y los cascos del caballo levantaron las hojas caídas mientras se abría paso entre los matorrales.
Nynaeve lo siguió, procurando que su dócil yegua no se quedara rezagada. Ese jefe de establos la iba a escuchar, de eso no cabía duda. ¡Le arderían las orejas cuando acabara de hablar con él!
Hurin puso su caballo al trote, y los Aiel se situaron a su altura —y sutilmente a su alrededor— dando grandes zancadas. Llevaban los rostros velados, con las lanzas o los arcos en la mano. En cuanto dejaron atrás los árboles y matorrales de la hondonada, Rand detuvo a Tai’daishar en un lugar desde el que se divisaba la vetusta ciudad de Far Madding a través de la pradera que llevaba hasta ella.
No era enorme en comparación con las grandes urbes, ni tampoco bonita si se la comparaba con las maravillas construidas por los Ogier que Nynaeve había visto; pero, dentro de todo, era grande y albergaba bonitos edificios y antiguas reliquias. Situada en la isla de un lago, recordaba vagamente a Tar Valon y sólo se podía acceder a ella a través de tres puentes que cruzaban las plácidas aguas.
Un enorme ejército había levantado campamento alrededor del lago y tal vez cubría más terreno del que ocupaba la propia ciudad. Nynaeve contó docenas de enseñas, cada una en representación de una casa diferente. Había hilera tras hilera de caballos y las tiendas se extendían como las cosechas estivales, plantadas y organizadas a conciencia, a la espera de la siega. Era el ejército de las Tierras Fronterizas.
—He oído hablar de este lugar —dijo Naeff, que se había acercado a caballo; a pesar de llevar el pelo castaño oscuro bastante corto, el viento se lo alborotaba. Entrecerró los ojos con un gesto de descontento en la cara angulosa—. Es como un stedding, sólo que no tan seguro.
El enorme ter’angreal de Far Madding —al que se conocía como el Guardián— creaba unas burbujas intangibles que protegían a la gente de la ciudad y aislaban a los encauzadores, que no podían tocar el Poder Único. Había maneras de evitarlo mediante el uso de ter’angreal muy especializados… Y, por suerte, Nynaeve llevaba uno de ellos, aunque sólo sería una pequeña ayuda.
El ejército estaba instalado lo bastante cerca para quedar dentro de la burbuja que impedía a los hombres encauzar y que se extendía una milla alrededor de la ciudad.
—Sabrán que he venido —dijo Rand con suavidad, con los ojos entrecerrados—. Es lo que han estado esperando, que cabalgara hacia su arcón.
—¿Arcón? —preguntó dubitativa Nynaeve.
—La ciudad es un arcón. Toda la ciudad y el área que la rodea. Quieren estar en un lugar donde puedan controlarme, pero no lo entienden. Nadie me controla. Ya no. Ya estoy cansado de arcones y prisiones, de cadenas y ataduras. Nunca más me pondré a merced de nadie.
Sin dejar de mirar la ciudad, alargó la mano para coger la estatuilla del hombre que sostenía una esfera en alto y que llevaba colgada en la silla de montar. Nynaeve sintió un frío intenso. ¿Tenía que llevarla con él a todos los sitios que iban?
—Quizá necesitan una lección —comentó Rand—. Un estímulo para que cumplan con su cometido y me obedezcan.
—Rand… —Nynaeve trató de discurrir algo. ¡No podía permitir que sucediera aquello otra vez!
La llave de acceso empezó a irradiar un brillo tenue.
—Quieren capturarme —musitó él—. Tenerme en sus manos. Golpearme. Ya lo hicieron una vez en Far Madding. Ellos…
—¡Rand! —lo interrumpió Nynaeve con brusquedad. Él se calló y la miró, como si la viera por primera vez—. Ésos no son esclavos con la mente consumida por la Compulsión de Graendal. ¡Ahí abajo hay una ciudad llena de gente inocente!
—No haría daño a la gente de la ciudad —respondió Rand, la voz vacía de toda emoción—. Es ese ejército el que necesita una lección, no la ciudad. Una lluvia de fuego sobre ellos, quizás. O un sinfín de rayos.
—No han hecho nada salvo pedirte que te reúnas con ellos —dijo Nynaeve, acercando aún más su montura a la de Rand.
Ese ter’angreal era como una víbora en las manos del hombre. Había ayudado a limpiar el saidin, sí, ¡pero ojalá se hubiera destruido, como había sucedido con el ter’angreal femenino!
No estaba segura de lo que sucedería si Rand apuntaba el tejido hacia la burbuja protectora de Far Madding, pero sospechaba que no lo detendría. El Guardián no evitaba que se crearan tejidos; ella misma había tejido cuando había utilizado las reservas de su Pozo.
De cualquier manera, sabía que tenía que evitar que Rand descargara la rabia —o lo que fuera que sintiera— en sus aliados.
—Rand —le dijo en voz queda—. Si haces esto, no habrá vuelta atrás.
—No hay vuelta atrás para mí, Nynaeve —respondió Rand. Tenía una mirada intensa en los ojos; unos ojos que, según en qué momento, parecían grises o azules y ese día tenían un color gris férreo. Siguió hablando con voz inexpresiva—. Empecé a recorrer este camino en el mismo instante en que Tam me encontró llorando en esa montaña.
—Por favor, nadie tiene por qué morir hoy.
Rand volvió la vista hacia la ciudad. Gracias a la Luz, el brillo que emitía la llave de acceso desapareció con lentitud.
—¡Hurin! —bramó Rand.
«Debía de estar a punto de explotar —pensó Nynaeve—. La rabia se ha abierto paso y le rezuma en la voz». El husmeador cabalgó hacia la cabeza del grupo. Sin embargo, los Aiel no se movieron.
—¿Sí, lord Rand?
—Vuelve con tus amos a su arcón —ordenó Rand, la voz de nuevo bajo control—. Tienes que entregarles un mensaje de mi parte.
—¿Cuál es el mensaje, lord Rand?
Rand dudó un instante, pero guardó la llave de acceso en su sitio.
—Diles que el Dragón Renacido no tardará en cabalgar hacia la batalla en Shayol Ghul. Si quieren regresar con honor a sus puestos, les proporcionaré transporte hasta la Llaga. De lo contrario, pueden quedarse aquí, escondidos, y que sean ellos los que expliquen a sus hijos y a sus nietos por qué se encontraban a cientos de leguas de distancia de sus casas cuando se acabó con el Oscuro y las profecías se cumplieron.
—Así lo haré, Lord Rand —respondió Hurin, muy afectado.
Sin más, Rand volvió grupas y cabalgó de vuelta hacia el claro. Nynaeve lo siguió, aunque con demasiada lentitud. Por preciosa que fuera Luz de luna, no habría dudado en cambiarla por un caballo dócil y fiable de Dos Ríos, como Bela.
Hurin se quedó atrás; aún parecía conmocionado. Evidentemente, su reencuentro con «lord Rand» distaba mucho de ser como había esperado. Nynaeve apretó los dientes cuando los árboles taparon la figura del husmeador. Dentro del claro, Rand había abierto ya otro acceso, uno directo a Tear.
Salieron a la zona destinada al Viaje que se había preparado en el exterior de las caballerizas de la Ciudadela. Allí, a pesar del cielo encapotado, el aire era caliente y bochornoso, y estaba saturado de sonidos de hombres entrenándose y de gritos de gaviotas. Rand avanzó hacia donde esperaban los palafreneros y allí desmontó, el rostro inescrutable.
Mientras Nynaeve desmontaba y entregaba las riendas de Luz de luna a un mozo de cara rubicunda, Rand pasó junto a ella.
—Busca una escultura —le dijo Rand.
—¿Qué? —preguntó Nynaeve, sorprendida.
Rand se detuvo y la miró.
—Me preguntaste dónde se encontraba Perrin. Está acampado con un ejército a la sombra de una enorme escultura caída que parece una espada hincada en la tierra. Estoy convencido de que ciertas personas eruditas podrán indicarte dónde se encuentra; es muy peculiar, inconfundible.
—¿Cómo…? ¿Cómo sabes eso?
—Lo sé, y punto —repuso Rand, que se encogió de hombros.
—¿Por qué me lo has dicho? —le preguntó Nynaeve mientras caminaba junto a él por el patio de tierra compacta.
No esperaba que le respondiera, porque Rand había tomado por costumbre no explicar nada de lo que sabía, incluso si ese conocimiento era insignificante.
—Porque… Estoy en deuda contigo por preocuparte cuando a mí me es imposible —contestó Rand con un susurro casi inaudible, sin dejar de dirigirse hacia la fortaleza—. Si vas a buscar a Perrin, dile que pronto lo necesitaré.
Dicho lo cual, la dejó atrás.
Plantada en el patio del establo, Nynaeve lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista. El aire traía un aroma húmedo, el de una lluvia reciente, y se dio cuenta de que había lloviznado. No lo suficiente como para limpiar el ambiente o embarrar el suelo, pero sí para dejar húmedos algunos tramos de piedra en los rincones sombríos. A su derecha, bajo un cielo pardusco, los hombres galopaban y ejercitaban las monturas cabalgando por la arenosa tierra entre los palos para atar los caballos. Que Nynaeve supiera, la Ciudadela era la única fortaleza con zonas para que entrenara la caballería; claro que la Ciudadela distaba mucho de ser una fortaleza normal y corriente.
La trápala de los cascos sonaba como una tormenta lejana, y Nynaeve advirtió que estaba mirando hacia el norte. Aquella tormenta parecía estar más cercana que antes. Había supuesto que se estaba formando en la Llaga, pero ahora ya no estaba tan segura.
Respiró hondo y echó a andar a buen paso hacia la fortaleza. Pasó por delante de varios Defensores con los uniformes inmaculados, la parte superior de las mangas abullonada, y los petos relucientes y curvados. Pasó por delante de mozos de establo, quienes probablemente soñaban con lucir ese uniforme algún día, pero que por el momento sólo llevaban los caballos de vuelta a los establos para darles heno y almohazarlos. Pasó por delante de docenas de sirvientes vestidos con ropas de lino, sin duda un tejido mucho más cómodo que el paño granate que llevaba Nynaeve.
La fortaleza era una altísima construcción de roca, la superficie de las paredes verticales hendida sólo por las ventanas, si bien Nynaeve comprobó que aún seguía rota la sección de piedra que Mat había destruido con los fuegos de artificio de los Iluminadores cuando había acudido para rescatarlas a ella y a las otras después de que las encarcelaran. ¡Ese muchacho tonto! ¿Dónde estaría? Hacía tiempo que no lo veía, desde que Ebou Dar había caído en manos de los seanchan. En cierto modo, tenía la sensación de haberlo abandonado, aunque nunca lo admitiría. ¡Oh, cómo se había puesto en ridículo ante la Hija de las Nueve Lunas al defender a ese sinvergüenza! Aún no sabía por qué había actuado así.
Mat sabía cuidar de sí mismo. Probablemente estaría de juerga en alguna posada, embriagándose hasta caer redondo y jugando a los dados mientras los demás se esforzaban en salvar el mundo. Lo de Rand era harina de otro costal; tratar con él había sido más fácil mientras se había comportado como los demás hombres, tozudo e inmaduro, pero sabiendo siempre la reacción que podía esperar en él. Este nuevo Rand, de voz gélida y frío como un témpano, era desconcertante, perturbador.
Nynaeve seguía sin familiarizarse con los estrechos pasillos de la Ciudadela y se perdía con frecuencia. Tampoco la ayudaba el hecho de que corredores y paredes cambiaran de lugar de vez en cuando. Había intentado desestimar esos comentarios tachándolos de tonterías supersticiosas, pero el día anterior, al levantarse, había descubierto que su habitación se había «movido» de manera misteriosa, sin más. Al abrir la puerta, vio que le cerraba el paso una pared de roca suave y sin uniones, igual que aquella con la que estaba construida la Ciudadela. Se vio obligada a salir de allí mediante un acceso y luego se llevó una sorpresa al descubrir que la ventana de la habitación se encontraba dos pisos más arriba que la noche anterior.
Cadsuane había dicho que era el Oscuro que tocaba el mundo y causaba que el Entramado se destejiera. Cadsuane decía muchas cosas y pocas de ellas eran de las que Nynaeve quería escuchar.
Se perdió dos veces mientras andaba por los pasillos, pero al final llegó a la habitación de Cadsuane. Por lo menos Rand no había prohibido a los sirvientes que le prepararan una habitación a esa mujer. Nynaeve llamó a la puerta —había aprendido que era mejor hacerlo— y después entró.
Merise y Corele, las Aes Sedai del grupo de Cadsuane, estaban sentadas en la habitación; hacían punto y bebían té mientras procuraban aparentar que no se hallaban al servicio de los caprichos de la condenada mujer. Cadsuane, a su vez, hablaba tranquilamente con Min, de la que casi se había apropiado en los últimos días. A Min no parecía importarle, quizá porque ya no era tan fácil pasar el tiempo con Rand. Nynaeve sintió lástima por la chica; ella sólo tenía que tratar con Rand como amigo, así que afrontar esa situación sería mucho más duro para alguien que compartía sentimientos más intensos con él.
Todas las cabezas se volvieron hacía Nynaeve cuando cerró la puerta.
—Creo que lo he encontrado —anunció Nynaeve.
—¿A quién, pequeña? —respondió Cadsuane, que seguía pasando hojas en uno de los libros de Min.
—A Perrin. Tenías razón, Rand sabía dónde estaba.
—¡Excelente! —respondió Cadsuane—. Bien hecho. Al parecer puedes ser de utilidad.
Nynaeve no habría sabido decir qué le molestaba más, si el cumplido equívoco de Cadsuane o que el corazón le palpitara enorgullecido al oírlo. ¡Hacía mucho tiempo que llevaba el pelo trenzado para que se sintiera halagada por palabras de esa mujer!
—¿Y bien? —preguntó Cadsuane alzando la vista del libro. Las otras mujeres permanecían en silencio, aunque Nynaeve vio que Min le dedicaba una sonrisa como si la felicitara—. ¿Dónde está?
Nynaeve abrió la boca para contestar pero se contuvo. ¿Qué tenía esa mujer para que deseara obedecerla, así, sin más? No tenía nada que ver con el Poder Único ni con nada relacionado con él. Simplemente, Cadsuane proyectaba una imagen de abuela severa pero justa, de ésas a las que nunca llevarías la contraria, pero que te daban dulces horneados a modo de recompensa si fregabas el suelo cuando ella te lo pedía.
—Ante todo, quiero saber por qué Perrin es tan importante.
Nynaeve fue a sentarse en el único lugar que quedaba libre en la habitación, un taburete de madera pintado. Al sentarse, se dio cuenta de que eso la colocaba un par de pulgadas por debajo de Cadsuane, como una alumna frente a la maestra. Se habría levantado, si hacerlo no hubiera llamado más la atención.
—¡Uf! ¿Serías capaz de no compartir esta información, aun a riesgo de la vida de aquellos a los que quieres?
—Quiero saber en qué me he metido —le respondió, tozuda, Nynaeve—. Quiero saber que esta información no hará más daño a Rand.
Cadsuane soltó un resoplido desdeñoso.
—¿Te atreves, pues, a pensar que le haría daño al chico?
—No daré por sentado lo contrario a no ser que me digas qué os traéis entre manos.
Cadsuane cerró el libro, Ecos de su dinastía, con semblante preocupado.
—Al menos me dirás cómo ha ido el encuentro con los fronterizos —respondió Cadsuane—. ¿O también retendrás esa información para pedir un rescate por ella?
¿Acaso creía esa mujer que podía distraerla con tanta facilidad?
—Fue mal, como era de esperar. Acamparon en Far Madding y rehusaron reunirse con Rand a no ser que entrara en el radio de alcance del Guardián y que así no tuviera acceso a la Fuente.
—¿Se lo tomó bien? —preguntó Corele desde el asiento mullido que ocupaba a un lado de la habitación.
Esbozaba una sonrisa; por lo visto era la única que encontraba divertidos los cambios sufridos por Rand, en lugar de aterradores. Sin embargo, ¿qué se podía esperar de una mujer que había vinculado a un Asha’man a las primeras de cambio?
—¿Que si se lo tomó bien? —repitió la pregunta Nynaeve en un tono inexpresivo—. Eso depende. ¿Crees que sacar el maldito ter’angreal y amenazar con hacer llover fuego sobre el ejército es tomárselo bien?
Min palideció, en tanto que Cadsuane enarcaba una ceja.
—Logré detenerlo. Por poco. No sé, tal vez ya sea demasiado tarde para obrar un cambio en él.
—Ese chico volverá a reír —dijo Cadsuane en voz baja, pero con vehemencia—. No he vivido tanto tiempo para fracasar ahora.
—¿Qué más da? —dijo Corele, con lo que se ganó una mirada atónita de Nynaeve—. Sí, ¿qué más da? —repitió la Aes Sedai, que dejó a un lado la labor—. Está claro que vamos a tener éxito.
—¡Luz! ¿Y qué te hace pensar tal cosa? —inquirió Nynaeve.
—Hemos pasado la tarde sacándole a esta chica todas sus visiones. —Corele señaló con la cabeza a Min—. Siempre se cumplen y ha visto cosas que, ciertamente, no pueden suceder hasta después de la Última Batalla. Así que sabemos que Rand derrotará al Oscuro. El Entramado ya lo ha decidido, de modo que podemos dejar de preocuparnos.
—No, eso no es así —la contradijo Min.
—Pequeña, ¿estás diciendo que has mentido sobre las cosas que has visto? —preguntó Corele, ceñuda.
—No, pero si Rand fracasara, no habría Entramado.
—La chica tiene razón —secundó Cadsuane, que parecía sorprendida—. Lo que esta pequeña ve son hilos del Entramado de un tiempo aún lejano. Si venciera el Oscuro, destruiría el Entramado por completo. Ésta sería la única manera en que sus visiones no se cumplirían. Lo mismo se aplica a otras profecías o Predicciones. Nuestra victoria no está en absoluto asegurada.
Esas palabras sumieron a la habitación en el silencio. No estaban discutiendo sobre los asuntos de una aldea o el dominio de una nación. Lo que estaba en juego era la propia creación.
«Luz, si no revelo esa información, ¿ayudaría de algún modo a Lan?» Pensar en él le desgarraba el alma. Tenía pocas opciones. A decir verdad, la única esperanza de Lan parecía residir en los ejércitos que Rand lograra comandar y los accesos que su gente estuviera en condiciones de abrir.
Rand tenía que cambiar. Por Lan. Por todos ellos. Y, por desgracia, a ella no se le ocurría qué otra cosa hacer aparte de confiar en Cadsuane. Nynaeve se tragó el orgullo.
—¿Sabéis dónde se encuentra una enorme escultura que representa una espada caída que parece clavarse en la tierra?
Corele y Merise intercambiaron una mirada desconcertada.
—La mano del amahn’rukane—dijo Cadsuane, que apartó los ojos de Min con una ceja enarcada—. Nunca se completó toda la escultura, según dicen los entendidos. Está cerca de la calzada de Jehannah.
—Perrin ha acampado a su sombra.
Cadsuane apretó los labios.
—Supuse que iría hacia el este, a las tierras conquistadas por al’Thor. —Cadsuane hizo una profunda inspiración—. Muy bien, vamos a buscarlo ahora mismo. —La Aes Sedai dudó un instante y se quedó mirando a Nynaeve—. Respondiendo a tu pregunta anterior, pequeña, la verdad es que Perrin no es importante para nuestros planes.
—¿No lo es? —preguntó Nynaeve—. Entonces…
Cadsuane la hizo callar levantando un dedo con gesto admonitorio.
—Pero hay personas con él que son de vital importancia. Una en especial.